CUARTA PARTE
Iris sacó su polvera Shisheido de su bolso Birkin. Se acercaba a Saint Pancras, quería ser la más guapa que bajase al andén.
Se había recogido la melena negra, se había puesto sombra de ojos violeta sobre los párpados, una capa de rímel sobre las pestañas, ¡ay!, ¡sus ojos! Nunca se cansaba de contemplarlos, es increíble cómo pueden cambiar de color, se vuelven de color tinta cuando estoy triste, se iluminan con un brillo dorado cuando estoy contenta, ¿quién sabría describir mis ojos? Se levantó el cuello de su blusa Jean-Paul Gaultier, se felicitó por haber elegido ese pantalón sastre de color violeta claro que realzaba su silueta. La finalidad de su viaje era sencilla: reconquistar a Philippe, volver a ocupar su sitio en la familia.
Sintió un impulso de ternura hacia Alexandre, al que no había visto desde hacía seis semanas. Había estado muy ocupada en París. Bérengère había sido la primera en llamar.
—Estabas resplandeciente antes de ayer en el Costes. No quise molestarte, estabas comiendo con tu hermana…
Habían charlado como si no hubiese pasado nada. El tiempo lo borra todo, pensó Iris retocándose con la polvera. El tiempo y la indiferencia. Bérengère había «olvidado» porque Bérengère nunca había prestado atención. Había recibido la espuma de los cotilleos parisinos, se la había tragado, la espuma se había volatilizado, y ya no se acordaba de nada. Mortal ligereza, ¡qué bien me sirves!, pensó Iris. Percibió una arruga sobre la mejilla izquierda, se acercó al espejo, se exasperó y prometió pedir a Bérengère la dirección de su dermatólogo.
El hombre sentado frente a ella no dejaba de mirarla. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, un rostro resuelto, amplios hombros. Philippe volvería. ¡O seduciría a otro! Había que ser realista, estaba usando sus últimos cartuchos, y un general debe permanecer lúcido ante la batalla final. Utiliza todos sus medios para ganarla, pero también prepara una solución para la retirada.
Guardó su polvera y metió la barriga. Había contratado a un coach, el señor Kowalski, que la manipulaba como si fuera plastilina. La enrollaba, la desenrollaba, la doblaba, la estiraba, la encogía, la hacía saltar, la aplastaba. Desgranaba el número de abdominales sin parpadear, sin ningún tipo de piedad, y cuando ella le suplicaba que moderase sus exigencias, él contaba uno, dos, tres, cuatro, debe usted saber lo que quiere, señora Dupin, a su edad debería usted hacer el doble. Le odiaba, pero era eficaz. Venía a su casa tres veces a la semana. Llegaba silbando, con un bastón del que se servía para los ejercicios de hombros. El pelo cortado a cepillo, ojitos marrones hundidos, una naricita minúscula como un botón y un torso de marinero. Siempre llevaba el mismo chándal azul cielo con rayas naranja y violeta, y una pequeña bolsa de deporte en bandolera. Entrenaba a mujeres de negocios, abogadas, actrices, periodistas, ociosas. Desgranaba sus nombres y sus hazañas mientras sudaba. Le había conocido en casa de Bérengère, quién había renunciado al cabo de seis sesiones.
Se dejó caer contra el asiento. Había hecho bien en anunciar su llegada a Alexandre antes de hablar con Philippe. No había podido negarse a recibirla. Todo iba a decidirse en ese viaje. Un escalofrío recorrió su espinazo.
¿Y si fracasaba?
Su mirada se posó en los barrios tristes de Londres, las casitas encastradas una en la otra, los escasos jardines, la ropa puesta a secar, las sillas de jardín rotas, las paredes llenas de grafitis. Recordó los barrios del extrarradio de París.
¿Y si fracasaba?
Hizo girar sus sortijas entre sus dedos, acarició su bolso Hermés, su larga estola de cachemir.
¿Y si fracasaba?
No quería pensar en ello.
Inclinó la cabeza cuando el hombre frente a ella se ofreció a bajar su bolso de viaje. Se lo agradeció con una sonrisa educada. El olor a agua de colonia barata que liberó cuando alzó los brazos para coger el equipaje lo dijo todo: no valía la pena perder el tiempo.
Philippe y Alexandre la esperaban en el andén. ¡Qué guapos eran! Se sintió orgullosa de ellos, y no se volvió hacia el hombre que le seguía los pasos y que después desaceleró cuando vio que la esperaban.
Cenaron en un pub en la esquina de Holland y Clarendon Street. Alexandre contó cómo había conseguido la mejor nota en historia, Philippe aplaudió, Iris le imitó. Se preguntó si iban a compartir la misma habitación o si había tomado medidas para que durmiese en otro lado. Recordó lo enamorado que había estado de ella y se convenció de que aquello no podía acabar así. Después de todo, un pequeño contratiempo en una larga vida conyugal podía pasarle a todo el mundo, lo principal es lo que hemos construido juntos… Pero ¿qué he construido yo con él?, se preguntó inmediatamente, maldiciendo la lucidez que le impedía mostrarse complaciente. Él intentó construir, pero ¿y yo?
Escuchó a Alexandre detallar todos los proyectos para el fin de semana.
—¿Vamos a poder hacer todo eso? —preguntó ella, divertida.
—Si te levantas pronto, sí. Pero habrá que darse prisa.
¡Qué serio parecía! Hizo un esfuerzo para recordar su edad. Pronto catorce años. Hablaba un inglés sin acento cuando se dirigía al camarero o citaba el título de una película. Philippe se dirigía a él para evitar hablar con ella. Decía: «¿Crees que mamá estará interesada en ir a ver la retrospectiva de Matisse, o preferiría ir a ver la exposición de Miró?». Y Alexandre respondía que en su opinión mamá querría ver las dos. Soy una pluma de bádminton que se reenvían alegremente, a golpe de preguntas a las cuales no debo responder. Esa ligereza no le inspiró confianza.
El piso de Philippe se parecía al de París. No se sorprendió: él había amueblado los dos. Ella le había visto hacer. La decoración no le interesaba. Apreciaba los buenos decorados, pero no le gustaba recorrer anticuarios, ir a subastas. Todo lo que supone un esfuerzo prolongado me disgusta, me gusta pasear, soñar, leer largas horas tumbada. Soy contemplativa. Como Juliette Récamier. ¡Una perezosa más bien!, murmuró una vocecita a la que hizo callar.
Philippe había dejado su bolsa de viaje en la entrada. Alexandre fue a acostarse tras haber reclamado educadamente un beso y se encontraron solos, en el gran salón. Había hecho instalar una moqueta blanca, no debía de recibir a menudo. Se sentó cuidando de recostarse sobre un gran sofá. Le miró encender una cadena y elegir un CD. Parecía tan hermético que se preguntó si no había cometido un error viniendo. Ya no estaba segura de tener los ojos azules, el talle fino, los hombros redondeados. Se trituró las puntas del pelo, replegó sus largas piernas tras haberse librado de sus zapatos, en una postura de defensa y espera. Se sentía una extraña en ese piso. Ni por un instante había percibido abandono en Philippe. Era afectuoso, educado, pero la mantenía a distancia. ¿Cómo habían llegado a eso? Decidió dejar de pensar. No podía imaginarse la vida sin él. Volvió a su memoria el agua de colonia del hombre del tren e hizo una mueca de disgusto.
—Parece que a Alexandre le va bien…
Philippe sonrió y asintió con la cabeza como si hablase consigo mismo.
—Me siento muy feliz con él. No sabía lo feliz que podía hacerme.
—Ha cambiado mucho. Casi no lo reconozco.
Él pensó ¡nunca lo has conocido! Pero no dijo nada. No quería iniciar las hostilidades hablando de Alexandre. El problema no era Alexandre, el problema era ese matrimonio que no acababa de morir, que parecía agonizar sin fin. Él la miraba, sentada frente a él. La más guapa de todas, sus dedos toqueteaban el collar de perlas finas que le había regalado por sus diez años de matrimonio, la mirada azul malva fija en el vacío, interrogándose sobre el futuro de su relación, sobre el futuro de ella, contando los años que le quedaban para seguir siendo seductora, evaluando los medios que debía utilizar para seguir siendo su mujer o convertirse en la mujer de otro, cansada por anticipado ante la dificultad de tener que volver a empezar con un extraño, estando él ahí, al alcance de la mano, una presa tan fácil y dominada durante tanto tiempo.
Él se fijó en el brazo delicado, el cuello esbelto, los labios carnosos, la cortó en trocitos y cada uno de ellos se llevó el premio a la excelencia del trocito más hermoso. La imaginó con sus amigas, hablando de su fin de semana en Londres, o bien sin hablar, no debe de tener ya muchas amigas. Se la imaginó en el tren, calculando sus posibilidades, escrutando su rostro en el espejo… Había perdido tanto tiempo en el espejismo de su amor… Allí donde yo veía un oasis, palmeras, una fuente de agua viva, no había más que aridez y cálculo. ¿Había sentido placer conmigo? No sé nada de esa mujer que he tenido en mis brazos. Ya no es mi problema. Mi problema, esta noche, es poner fin a sus ilusiones. Ha buscado con la mirada dónde he puesto su bolsa de viaje. Se pregunta dónde va a dormir. No dormiremos juntos, Iris.
Él abrió la boca para enunciar en voz alta sus pensamientos, pero ella se inclinó hacia delante y su mano partió en busca de un pendiente que había caído. Anda, se dijo Philippe, ¡ésos no los conocía! ¿Es posible que haya otro además de mí que le regale joyas? ¿O es un pendiente de pacotilla que ha visto en un escaparate?
Iris había encontrado el pendiente y lo había devuelto a su lugar. Le lanzó una sonrisa radiante. «Su corazón es un cactus erizado de sonrisas». ¿Dónde había leído esa frase? Debió de anotarla pensando en ella. Esbozó una rápida sonrisa. Te conozco, sobrevivirás a nuestra separación. Porque tú no me quieres. Porque tú no quieres a nadie. Porque no tienes emociones. Las nubes sobrevuelan tu corazón, pero no lo impregnan. Como un niño mimado al que se le regala un juguete. Da palmadas, juega un rato y después lo abandona. Para pasar a otro. Aún más grande, aún más bonito, aún más decepcionante. Nada puede colmar el vacío de tu corazón. Ya no sabes qué buscar que te haga estremecer… Necesitas tormentas, huracanes para sentir una ligera, una ligerísima emoción. Estás haciéndote peligrosa, Iris, peligrosa para ti misma. Ten cuidado, te vas a estrellar. Debería protegerte, pero ya no siento deseos, ya no tengo ganas. Te he protegido mucho tiempo, mucho, pero ese tiempo ha terminado.
—Te he traído regalos —acabó diciendo Iris para romper el silencio.
—Qué amable…
—¿Dónde has puesto mi bolsa? —preguntó ella con tono casual.
Lo sabes muy bien, estuvo a punto de decir.
—En la entrada…
—¿En la entrada? —repitió ella, extrañada.
—Sí.
—Ah…
Se levantó, fue a buscar su bolsa. Sacó un jersey de cachemir azul y una caja de pastelitos de almendra. Se lo tendió con la sonrisa de un explorador yanqui negociando con un astuto sioux.
—¿Pastelitos? —se extrañó Philippe, recibiendo la caja blanca en forma de rombo.
—¿Recuerdas? Nuestro fin de semana en Aix-en-Provence… Habías comprado diez cajas para tenerlos siempre a mano: en el coche, en el despacho, en casa… A mí me parecían demasiado dulces…
Su voz canturreaba, feliz; él escuchó el estribillo que ella no osaba entonar. ¡Éramos tan felices!, entonces ¡tú me amabas tanto!
—Eso fue hace mucho tiempo… —dijo Philippe, haciendo un esfuerzo de memoria.
Dejó la cajita sobre la mesa baja, como si rechazara volver atrás, hacia una felicidad inventada.
—¡Oh! ¡Philippe! ¡Aquellos tiempos no están tan lejos!
Ella se había sentado a sus pies y le estrechaba las rodillas. Estaba tan guapa que la compadeció. Librada a sí misma, sin la protección de un hombre que la ame, sus debilidades harían de ella una presa tan fácil… ¿Quién la protegerá cuando yo no esté?
—Se diría que has olvidado que nos quisimos…
—¡Yo te quise! —corrigió él con voz dulce.
—¿Qué quieres decir?
—Que fue en una sola dirección… y que se acabó.
Ella se había incorporado y le miraba fijamente, incrédula.
—¿Se acabó? ¡Pero eso es imposible!
—Sí, nos vamos a separar, a divorciar…
—¡Oh, no! Te quiero, Philippe, te quiero. He pensado en ti, en nosotros, todo este tiempo en el tren, me decía, vamos a empezar de cero, vamos a recomenzar todo. Cariño…
Le había cogido de la mano y la estrechaba con fuerza.
—Te lo ruego, Iris, no hagas las cosas más difíciles, ¡sabes muy bien lo que pasa!
—He cometido errores. Lo sé… Pero también he comprendido que te amaba. Que te amaba de verdad… Me he comportado como una niña mimada, pero ahora lo sé, lo sé…
—¿Sabes qué? —preguntó él, aburrido por adelantado de sus explicaciones.
—Sé que te quiero, que no te merezco, pero te quiero…
—Como querías a Gabor Minar…
—¡Nunca lo quise!
—En todo caso, lo disimulabas muy bien.
—¡Me dejé engañar!
—¡Tú me engañaste! No es lo mismo. Y además ¿qué más da? Eso es cosa del pasado. He pasado página. He cambiado, ya no soy el mismo hombre, y este hombre nuevo no tiene nada en común contigo…
—¡No digas eso! También cambiaré. Eso no me da miedo, ¡nada puede darme miedo contigo!
Él la miró, irónico.
—Te crees que porque me digas que vas a cambiar, cambiarás, y porque me digas que lo sientes ¡yo me olvidaré de todo y seguiremos igual! ¡La vida no es tan sencilla, querida!
Ella recobró esperanzas al escuchar esa palabra afectiva. Posó su cabeza sobre sus rodillas y acarició su pierna.
—Te pido perdón por todo.
—¡Iris! ¡Te lo ruego! Me incomodas…
Sacudió la pierna como si se librara de un perro molesto.
—¡Pero no podría vivir sin ti! ¿Que voy a hacer?
—Ése no es problema mío, pero que sepas que, en lo material, no te abandonaré…
—¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?
—Todavía no lo sé. Tengo ganas de paz, de ternura, de compartir… Tengo ganas de cambiar de vida. Durante mucho tiempo tú has sido la razón de mi vida, después me apasionó mi trabajo, mi hijo al que he descubierto no hace tanto tiempo. Me he cansado de mi trabajo, tú has hecho todo lo posible para que me canse de ti, me queda Alexandre y las ganas de vivir de forma distinta. Tengo cincuenta y un años, Iris. Me he divertido mucho, he ganado mucho dinero, pero también he derrochado mucho. Ya no quiero refinamiento, ni frivolidades, ni falsas declaraciones de amor y de amistad, ni concursos de egos viriles. Tu amiga Bérengère se me insinuó la última vez que la vi…
—¡Bérengère!
Puso cara extrañada y divertida.
—Ahora sé cómo quiero ser feliz y esa nueva felicidad no tiene nada que ver contigo. Incluso tú eres lo opuesto a ella. Así que te miro, te reconozco, pero ya no te quiero. Me ha hecho falta tiempo, el tiempo de un reloj de arena de dieciocho años, el tiempo para que los minúsculos granos de arena caigan de un lado al otro del reloj. Tú has agotado tus reservas de arena y yo he pasado al montón de al lado. Es muy sencillo, en el fondo…
Ella levantó hacia él un rostro adorable y crispado donde se leía la incredulidad.
—¡Pero eso no es posible! —gritó ella de nuevo leyendo la determinación en su mirada.
—Se ha hecho posible, Iris, lo sabes muy bien, no sentimos nada el uno por el otro. ¿Para qué seguir disimulando?
—¡Pero yo te amo!
—¡Por favor! ¡No te vuelvas indecente!
Él esbozó una sonrisa indulgente. Le acarició el pelo como quien acaricia la cabeza de un niño para calmarle.
—Déjame aquí contigo. Estaré en mi lugar.
—No, Iris, no… He esperado mucho tiempo, pero se acabó. Te quiero mucho, pero ya no te amo. Y ante eso, querida, no puedo hacer nada.
Ella se estremeció como picada por una serpiente.
—¿Hay otra mujer en tu vida?
—Eso no te interesa.
—¡Hay otra mujer en tu vida! ¿Quién es? ¿Vive en Londres? ¡Por eso has venido a vivir aquí! ¿Me engañas desde hace mucho?
—Esto es ridículo. Vamos a ahorrárnoslo.
—Quieres a otra. Lo he sentido desde que llegué. Una mujer sabe cuando ya no la desean porque se ha vuelto transparente. Me he vuelto transparente. ¡Es insoportable!
—Me parece que estás en mala posición para montarme una escena, ¿verdad?
Él dirigió hacia ella una expresión de burla y ella estalló en gritos de cólera.
—¡Nunca te he engañado con él! ¡No pasó nada entre nosotros! ¡Nada de nada!
—Es posible, pero eso no cambia nada. Se acabó y no merece la pena preguntarse cómo ni por qué. O más bien eres tú la que deberías preguntarte cómo y por qué… ¡Para no cometer los mismos errores con otro!
—¿Y qué dices del amor que siento por ti?
—Eso no es amor, es amor propio; te curarás pronto. Encontrarás otro hombre, ¡confío en ti!
—Entonces ¡no hacía falta hacerme venir!
—¡Como si me hubieses pedido mi opinión! Te has impuesto, yo no he dicho nada para no herir a Alexandre, pero no te he invitado.
—¡Hablemos de Alexandre! Me lo llevo conmigo porque sí. No lo dejaré aquí con tu… ¡amante!
Ella había escupido esa palabra como si le ensuciase la boca.
Él la agarró del pelo, tiró de él hasta hacerle daño, pegó su boca a su oído y murmuró:
—¡Alexandre se quedará aquí conmigo y eso ni siquiera se discute!
—¡Suéltame!
—¿Me oyes? Lucharemos si hace falta, pero no le tocarás ni un pelo. Tú me dirás cuánto te debo para saldar cuentas, yo te daré dinero, pero no tendrás la custodia de Alexandre.
—¡Eso ya lo veremos! ¡Es mi hijo!
—Tú nunca te has ocupado de él, nunca te has preocupado y me niego a que te sirvas de él como un instrumento para hacerme bailar a tu son. ¿Lo has entendido?
Ella bajó la cabeza y no respondió.
—En cuanto a esta noche, irás a dormir al hotel. Hay un hotel muy bueno, justo al lado. Pasarás allí la noche y mañana volverás sin montar el número. Yo explicaré a Alexandre que te has puesto enferma, que has vuelto a París y que, a partir de ahora, vendrás a verle aquí. Decidiremos juntos las fechas, la planificación y, mientras te comportes convenientemente, podrás verlo siempre que quieras. Con una condición, que quede bien claro entre nosotros, que le dejes fuera de todo esto.
Ella se soltó y se levantó. Se arregló. Y, sin mirarle, añadió:
—Entendido. Voy a pensarlo y volveremos a hablar. O mejor contrataré a un abogado para que hable contigo. Quieres la guerra, pues bien, ¡tendrás guerra!
Él soltó una carcajada.
—¿Y cómo vas a hacer la guerra, Iris?
—¡Como todas las madres que luchan para conservar a su hijo! ¡Nunca se retira la custodia de un hijo a su madre! ¡A menos que sea una perdida, una alcohólica o una drogada!
—Quienes, te recuerdo, pueden ser muy buenas madres. En todo caso ¡mejores madres que tú! No midas tus fuerzas contra mí, Iris, podrías perderlo todo…
—¡Eso ya lo veremos!
—Tengo fotos de ti en un periódico besando a un adolescente, tengo testigos de tu reprochable conducta en Nueva York, incluso había contratado a un detective privado para saber los detalles de tu historia con Gabor Minar, he pagado tu larga estancia en una clínica, pago las facturas de tu peluquero, de tu masajista, de tu sastre, de los restaurantes, pago los miles de euros que gastas sin contar, ¡sin ser capaz siquiera de sumarlos! Tu papel de madre afligida no sería muy creíble. El juez se reirá de ti. ¡Sobre todo si es una mujer y se gana la vida! Tú no sabes lo que es la vida, Iris. No tienes ni la menor idea. Serías el hazmerreír de un tribunal.
Ella estaba pálida, deshecha, el azul de sus ojos había perdido todo su brillo, tenía las comisuras de los labios caídas, dibujando la mueca de una vieja jugadora de casino arruinada, sus largas mechas de pelo colgaban como cortinas negras, había dejado de ser la espléndida, la magnífica Iris Dupin; ahora era una mujer derrotada, que veía cómo se escapaba su poder, su belleza, su cuenta corriente.
—¿He sido lo bastante claro? —preguntó Philippe.
Ella no respondió. Pareció buscar una réplica hiriente, pero no la encontró. Cogió su chal, su bolso Birkin y su bolsa de viaje. Y huyó dando un portazo.
No tenía ganas de llorar. Por el momento, se sentía estupefacta. Avanzaba por un largo corredor blanco y, al fondo del pasillo, lo sabía, el cielo caería sobre su cabeza. Entonces, sufriría, y su vida no sería más que un montón de escombros. Ignoraba cuándo llegaría ese momento, sólo quería retrasar el mayor tiempo posible el llegar al final del pasillo. Le detestaba. No soportaba que se le escapase. ¡Es mío! Nadie tiene derecho a quitármelo. Me pertenece.
Había visto el hotel cuando volvieron a pie del restaurante.
Iría sola. No necesitaba que reservasen una habitación. Sólo necesitaba su tarjeta de crédito. Y, hasta nueva orden, todavía la tenía. Y no pensaba dejar que se la quitaran.
Eso no impide, se dijo, caminando con paso furioso, que él nunca haya estado tan seductor como esta noche y que yo nunca haya estado tan cerca de echarme a sus brazos. ¿Por qué se quiere siempre a los hombres que te rechazan, que te tratan mal? ¿Por qué no nos conmueven los hombres que se echan a nuestros pies?
Pensaré en ello mañana.
Abrió la puerta del hotel, tendió su tarjeta de crédito y pidió la suite más cara.
* * *
Al día siguiente de la reunión de copropietarios, Joséphine decidió ponerse las zapatillas y salir a correr. Y daré dos vueltas al lago para librarme de las miasmas de esa reunión fétida.
Sobre la mesa de la cocina, dejó una nota para Zoé, que todavía dormía. Era sábado, no tenía clase. Pronto volverían a hablarse, las estrellas se lo habían prometido.
En el ascensor se cruzó con el señor Merson que iba a dar un paseo en bicicleta. Llevaba un calzón corto ajustado, un bolso de cintura y un casco.
—¿Un poco de footing, señora Cortès?
—¿Un poco de pedaling, señor Merson?
—¡Es usted muy espiritual, señora Cortès!
—¡Muchas gracias, señor Merson!
—Ayer noche hubo otra fiestecita en el trastero, me parece…
—No sé lo que hacen ¡pero parece que lo pasan bien!
—Los jóvenes deben divertirse… Todos hemos pasado por el trastero, ¿no es cierto, señora Cortès?
—¡Hable por usted, señor Merson!
—¡Ya está usted otra vez jugando a las vírgenes asustadas, señora Cortès!
—¿Vendrá usted a la fiesta de Iphigénie, esta noche, señor Merson?
—¿Es esta noche? ¡Va a correr la sangre! Me temo lo peor.
—No. Los que vengan sabrán comportarse.
—¡Si usted lo dice! Entonces me pasaré, señora Cortès. ¡Sólo para contemplar sus hermosos ojos!
—Venga con su mujer. Así la conoceré.
—¡Tocado, señora Cortès!
—Y además será un placer para Iphigénie, señor Merson.
—Pero si es a usted a quien quiero dar placer, señora Cortès. Tengo unas ganas locas de besarla. Podría bloquear el ascensor, ¿sabe?…, y hacerle sufrir los peores ultrajes. ¡Soy excelente para los peores ultrajes!
—¡Usted no se rinde nunca, señor Merson!
—¡Forma parte de mi encanto! Tengo un aspecto liviano, pero soy muy tenaz… ¡Que tenga usted un buen día, señora Cortès!
—¡Lo mismo digo, señor Merson! Y no lo olvide, esta tarde, a las siete, en la portería. ¡Con su mujer!
Se separaron y Joséphine se alejó trotando, con la sonrisa en los labios. Ese hombre había nacido para bromear. Una burbuja de champán. Parecía más juvenil, más frívolo que su hijo. ¿Qué hacía Zoé en el trastero? Se detuvo en el cruce, esperando a que se abriese el semáforo, y continuó corriendo en el sitio. No desacelerar el ritmo, si no el metabolismo dejaba de quemar grasa.
Estaba saltando cuando vio sobre un gran cartel frente a ella un anuncio en el que reconoció a Vittorio Giambelli, el hermano gemelo de Luca. Posaba en slip, los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño fruncido. Tenía aspecto huraño. Viril, pero huraño. El eslogan se desplegaba sobre su cabeza como un friso de color: Sea masculino, vístase con Excelencia. ¡No me extraña que esté deprimido! Verse en slip ajustado sobre las paredes de París no debe de llevar a sentir gran estima por uno mismo.
El semáforo se puso en verde. Cruzó pensando que debería devolverle la llave a Luca. Pasaría luego por su casa cuando fuese a hacer la compra con Iphigénie. Y si me lo encuentro, le digo que no puedo quedarme, que Iphigénie me espera en el coche. Saltó por encima de un pequeño parapeto. Llegó a la gran avenida que llevaba al lago, reconoció a los jugadores de petanca de los sábados por la mañana. Los sábados jugaban por parejas. Las mujeres llevaban el picnic. La botella de rosado, los huevos duros, el pollo frío y la mayonesa en la nevera.
Empezó a dar su primera vuelta al lago. Iba a su ritmo. Tenía sus puntos de referencia: la cabaña roja y ocre del alquiler de barcas, los bancos públicos que jalonaban el recorrido, el seto de bambú que invadía el camino y obligaba a ceñirse a la izquierda, y el árbol seco y recto al que había bautizado el Indio y que señalaba la mitad del trayecto. Se cruzaba con los habituales del sábado: el viejo señor que corría curvado soplando con fuerza, un gran labrador negro, que hacía pis bajando el trasero y olvidando que era un macho, un boyero berlinés que se lanzaba siempre al agua por el mismo sitio y que salía inmediatamente, como si hubiese cumplido una tarea, hombres que corrían de dos en dos hablando de su trabajo, chicas que se quejaban de que los hombres sólo hablaban de su trabajo. Todavía era un poco pronto para cruzarse con el caminante misterioso. Los sábados aparecía sobre el mediodía. Hacía buen tiempo, se preguntó si no se habría quitado una bufanda o el gorro. Así podría percibir sus rasgos, decidir si era amable o arisco. Quizás sea alguien famoso que no quiere que le importunen. Una mañana se había cruzado con Alberto de Mónaco, otra vez con Amélie Mauresmo. Ella se había apartado para dejarla pasar y la había aplaudido.
A lo lejos, sobre la isla, escuchó el grito estridente de los pavos reales «meu-meu». Vio, divertida, cómo un pato hundía la cabeza en el agua para buscar su pitanza, y ofrecía el espectáculo de su trasero flotando en la superficie, como el flotador de una caña de pescar. A su lado, una pata esperaba con aspecto satisfecho de mujer endomingada. Algunos corredores olían a jabón, otros a sudor. Los unos miraban fijamente a las mujeres, los otros las ignoraban. Era un baile de habituales que giraban, sudaban, sufrían y volvían a girar. A ella le gustaba formar parte de ese mundo de derviches giradores. Su cabeza se vaciaba poco a poco, se sentía flotar. Los problemas se despegaban como trozos de piel muerta.
La música de su móvil la llamó al orden. Leyó el nombre de Iris y descolgó.
—¿Jo?
—Sí-dijo Joséphine parándose, sin aliento.
—¿Te molesto?
—Estaba corriendo.
—¿Podemos vernos esta tarde?
—¡Pero si vamos a vernos esta tarde! ¿Lo has olvidado? ¿La copa en casa de mi portera? Y después, habíamos dicho que cenábamos juntas… No me digas que lo habías olvidado.
—¡Ah, sí! Es verdad.
—Lo habías olvidado… —constató Joséphine, herida.
—No, no es eso pero… ¡Tengo que hablar contigo inmediatamente! De hecho, estoy en Londres y es terrible, Jo, es terrible…
Su voz estaba rota y Joséphine se alarmó.
—¿Ha pasado algo?
—¡Quiere divorciarse! Me ha dicho que se había acabado, que ya no me quería. Jo, creo que me voy a morir. ¿Me oyes?
—Sí, sí —murmuró Joséphine.
—Hay otra mujer en su vida.
—¿Estás segura?
—Sí. Primero, lo sospeché por la forma en la que me hablaba. Ya no me ve, Jo, me he vuelto transparente. ¡Es horrible!
—Que no… ¡Son impresiones tuyas!
—Te aseguro que no. Me ha dicho que habíamos terminado, que íbamos a divorciarnos. Me ha enviado a dormir al hotel. ¡Oh, Jo, te das cuenta! Y esta mañana, cuando volví para verle, había salido a tomar un café, ya sabes lo que le gusta leer el periódico, solo, por la mañana, en la terraza de un café, ¡entonces hablé con Alexandre y me lo dijo todo!
—¿Te dijo qué? —preguntó Joséphine, con el corazón en un puño.
—Me dijo que su padre se veía con una mujer, que iba con ella al teatro y a la ópera, que dormía en su casa a menudo, que se las arreglaba para volver por la mañana temprano para que Alexandre no se diese cuenta de nada, que se ponía el pijama y fingía que se levantaba, bostezaba, se frotaba el pelo…, que él no decía nada para tranquilizar a su padre porque, espera, ahí creí que me moría, me dijo que desde que veía a esa mujer parece menos apesadumbrado, que ha cambiado. ¡Te digo que lo sabe todo! Sabe incluso su nombre… Dottie Doolittle. ¡Ay, Jo! Creo que me voy a morir…
Yo también me voy a morir, se dijo Joséphine, apoyándose en el tronco de un árbol.
—¡Qué desgraciada soy, Jo! ¿Qué voy a hacer ahora?
—¿Y no puede ser que Alexandre se lo haya inventado todo? —sugirió Joséphine agarrándose a esa esperanza.
—Parecía muy convencido. Me lo contó todo con tonillo pedagógico, tranquilo, indiferente. Como si quisiera decirme, no importa, mamá, no montes un drama… Incluso empleó una palabra extraña, me dijo que esa chica era sin duda «transitoria». Qué amable es, ¿no? Me dice eso para consolarme… ¡Ay, Jo!
—¿Dónde estás?
—En la estación de Saint Pancras. Estaré en París dentro de tres horas. Puedo ir a tu casa, ¿verdad?
—Tengo que ir de compras con Iphigénie…
—¿Y ésa quién es?
—Mi portera. Le prometí llevarla de compras para su fiesta…
—Voy de todas formas. No quiero quedarme sola.
—Quería echarle una mano para preparar la reunión… —dudó Joséphine, que había prometido ayudar a Iphigénie.
—Nunca estás cuando te necesito, ¡te ocupas de todos menos de mí!
Su voz temblaba, estaba a punto de llorar.
—Estoy acabada, nula, ya no valgo para nada. ¡Soy vieja!
—¡Que no! ¡Para!
—¿Puedo ir a tu casa directamente? Llevo mi bolsa. No quiero quedarme sola. Me voy a volver loca…
—De acuerdo. Nos vemos en casa.
—De verdad que no me merezco esto, ¿sabes? Ay, si supieses cómo me miraba. Sus ojos no me veían, ¡era horrible!
Joséphine colgó, aturdida. «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea. Te quiero y te deseo». Le había creído. Había cogido esas palabras de amor, había hecho de ellas un estandarte con el que se había envuelto. No sé nada de los meandros del amor. Soy tan ingenua… Tan torpe… Las piernas ya no la sostenían, se dejó caer sobre un banco público.
Cerró los ojos y pronunció las palabras: «Dottie Doolittle». Es joven, es bonita, lleva pendientes pequeños, tiene los dientes separados, le hace reír a carcajadas, no es la hermana de nadie, baila rock y canta La Traviata, conoce los Sonnets de Shakespeare y el Kamasutra. Me ha apartado como quien barre una hoja seca. Me voy a acurrucar en el suelo como una hoja muerta. Voy a retomar mi vida de mujer sola. Voy a vivir sola. O más bien, sé sobrevivir. La almohada de al lado que permanece fría y lisa, la cama en la que una se acuesta abriéndola por un solo lado, dejando el sitio para el otro que no llega, al que a veces se espera con la frente gacha y terca, y los brazos familiares y fríos de la tristeza, que se cierran sobre esa espera que se adivina infinita. Sola, sola, sola. Ni siquiera un trozo de sueño que acariciar, un trozo de película que ver. Y sin embargo ¡con qué impulso me lancé contra él en Nochebuena! Mi inocencia de niña pequeña cuando me besó, y mis sueños de primer amor que le ofrecía. Por él volvía a mi infancia. Estaba dispuesta a todo. A esperarle, a respirarle de lejos, a no beber de su amor más que las palabras garabateadas sobre una guarda. Eso hubiera bastado para hacerme esperar meses y años.
Sintió un aliento sobre su brazo y abrió los ojos, asustada.
Un perro negro la estaba mirando, con la cabeza inclinada a un lado.
—¡Du Guesclin! —articuló reconociendo al perro negro vagabundo de la víspera—. ¿Qué haces aquí?
Un hilillo de saliva colgaba de su morro. Tenía aspecto desolado por verla tan apenada.
—Estoy triste, Du Guesclin. Estoy muy triste…
Él inclinó la cabeza como para señalar que la escuchaba.
—Estoy enamorada de un hombre, creía que él me amaba y me he equivocado. Ése es mi problema, ¿sabes?, siempre confío en la gente…
Parecía comprender y esperar el final de la historia.
—Nos besamos una noche, un auténtico beso de amor, y vivimos… Una semana de amor loco. No nos decíamos nada, apenas nos rozábamos, pero nos comíamos con los ojos. Qué hermoso, Du Guesclin, qué fuerte, qué violento, qué dulce… Y después, no sé qué me ocurrió, le pedí que se marchara, y se fue.
Ella sonrió, le acarició el hocico.
—Y ahora estoy llorando en un banco porque acabo de enterarme de que se ve con otra chica y eso duele, Du Guesclin, eso duele mucho.
Él sacudió la cabeza y el hilillo de saliva fue a pegarse en el pelo del morro. Era un filamento pegajoso que brillaba a la luz del sol.
—Eres un perro muy extraño, tú… ¿Sigues sin tener amo?
Él inclinó la cabeza como para decir «eso es, no tengo amo». Y permaneció así, la cabeza colocada en una posición extraña con su hilillo de baba pegajoso a modo de collar.
—¿Qué esperas de mí? No puedo llevarte conmigo.
Le acarició con la mano la larga y abultada cicatriz en el flanco derecho. Su áspero pelo presentaba costras en algunos lugares.
—Es verdad que eres feo. Tiene razón Lefloc-Pignel. Tienes eczemas… No tienes cola. Te la han cortado de cuajo. Tienes una oreja colgando, la otra no es más que un muñón. No eres un premio de belleza, ¿sabes?
Elevó hacia ella una mirada amarilla y vidriosa y se dio cuenta de que tenía el ojo derecho prominente y lechoso.
—¡Te han dejado tuerto! ¡Mi pobre viejo!
Ella le hablaba mientras le acariciaba, él se dejaba hacer. Ni gruñía ni se echaba hacia atrás. Doblaba el cuello bajo la caricia y entrecerraba los ojos.
—¿Te gusta que te acaricien? ¡Apuesto a que estás más acostumbrado a las patadas!
Gimió suavemente como para asentir, y ella sonrió de nuevo.
Buscó los restos de un tatuaje en la oreja, inspeccionó el interior de sus muslos. No encontró ninguno. Él se acostó a sus pies y esperó jadeando. Ella comprendió que tenía sed. Le mostró con el dedo el agua del lago, después sintió vergüenza. Lo que él quería era una buena escudilla de agua clara. Miró la hora. Iba a llegar tarde. Se levantó bruscamente y él la siguió. Trotaba a su lado. Alto y negro. A su memoria vinieron los versos de Cuvelier:
Creo que no hubo nadie tan feo desde Rennes hasta Dinan
Era negro y achatado, macizo y contrahecho
El padre y la madre le detestaban tanto
Que a menudo en su corazón deseaban
Que fuese muerto o ahogado en el agua corriente.
La gente se apartaba para dejarles pasar. Joséphine sintió ganas de reír.
—¿Has visto, Du Guesclin? ¡Das miedo a la gente!
Se detuvo, le miró y gimió:
—¿Qué voy a hacer contigo?
Él se balanceaba sobre sus ancas como para decirle venga, deja de pensártelo, llévame. Le suplicaba con su ojo bueno del color del ron viejo, y parecía esperar su asentimiento. Ojo con ojo, se analizaban. Él esperaba, confiado, ella calculaba, dubitativa.
—¿Quién te cuidará cuando yo vaya a trabajar a la biblioteca? ¿Y si ladras o empiezas a aullar? ¿Qué dirá la señorita de Bassonnière?
Su hábil morro vino a hundirse en su mano.
—¡Du Guesclin! —gimió Joséphine—. No es razonable.
Se había puesto a correr de nuevo, él la seguía, el hocico pegado a sus suelas. Se detenía cuando ella se detenía. Trotaba cuando volvía a empezar. Se quedó quieto en el primer semáforo, reanudó su marcha junto a ella, respetando su velocidad, sin echarse a sus pies. La siguió hasta el portal. Se deslizó tras ella cuando abrió la puerta. Esperó a que llegase el ascensor. Se metió en él con la agilidad de un contrabandista orgulloso de engañar al enemigo.
—¿Acaso crees que no te veo? —dijo Joséphine pulsando el botón de su piso.
Y siempre esa misma mirada que ponía su suerte en sus manos.
—Escucha, vamos a hacer un trato. Te cuido una semana y si te portas bien, lo prolongo otra semana, y así… Si no, te llevo a la Sociedad Protectora.
Emitió un largo bostezo, que seguramente significaba que estaba de acuerdo.
Entraron en la cocina. Zoé estaba desayunando. Levantó la cabeza y exclamó:
—¡Guau, mamá! ¡Eso sí que es un perro, y no un ratón!
—Me lo encontré en el lago y no me ha dejado.
—Seguramente lo han abandonado. ¿Has visto cómo nos mira? ¿Podemos quedárnoslo, mamá? ¡Di que sí! ¡Di que sí!
Había recuperado el habla y sus gruesas mejillas de niña coloreadas por la excitación. Joséphine puso cara de duda. Zoé suplicó:
—Siempre he soñado con tener un perro grande. Ya lo sabes.
La mirada de Du Guesclin iba de la una a la otra. De la ansiedad suplicante de Zoé a la calma aparente de Joséphine, que se reencontraba con la complicidad de su hija y la saboreaba en silencio.
—Me recuerda a Perro Azul, ya sabes, el cuento que nos leías por la noche para dormirnos y nos daba tanto miedo que teníamos pesadillas…
Joséphine adoptaba una voz ronca y amenazante, cuando Perro Azul era atacado por el Espíritu del Bosque, y Zoé desaparecía bajo las sábanas.
Ella abrió los brazos. Zoé se abrazó a ella.
—¿De verdad quieres que nos lo quedemos?
—¡Oh, sí! Si no nos lo quedamos, nadie le querrá. Se quedará solo.
—¿Te ocuparás de él? ¿Lo sacarás a pasear?
—¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! ¡Vamos, di que sí!
Joséphine recibió la mirada suplicante de su hija. Una pregunta le quemaba en los labios, pero se la calló. Esperaría a que Zoé quisiese hablar de ello. Estrechó a su hija contra su pecho y suspiró, sí.
—¡Oh, mamá! ¡Estoy tan contenta! ¿Cómo lo vamos a llamar?
—Du Guesclin. El dogo negro de Brocéliande.
—Du Guesclin —repitió Zoé, acariciando al perro—. Creo que necesita un buen baño. Y una buena comida…
Du Guesclin movió su grupa sin cola y siguió a Zoé hasta el cuarto de baño.
—Va a venir Iris. ¿Abrirás tú? —gritó Joséphine en el pasillo—. Me voy de compras con Iphigénie.
Escuchó la voz de Zoé que respondía: «Sí, mamá», mientras hablaba al perro, y salió a buscar a Iphigénie, feliz.
Tendría que comprar comida para Du Guesclin.
* * *
—¡Y ahora, tengo un perro! —anunció Joséphine a Iphigénie.
—¡Pues sí que la ha hecho buena, señora Cortès! ¡Habrá que sacarlo por la noche y no tener miedo a la oscuridad!
—Él me defenderá. Junto a él nadie se atreverá a atacarme.
—¿Lo ha adoptado usted por eso?
—Ni siquiera he pensado en ello. Estaba sentada en un banco y…
—¡Llegó y empezó a lamerla! ¡Menuda es usted! ¡Recogería a cualquiera! Bueno, tengo mi lista, mis bolsas, porque ahora ya no dan bolsas gratuitas, ¡hay que pagarlo todo! ¡En marcha! Nos vamos…
Joséphine verificó que había cogido la llave de Luca.
—Tengo que pasar dos minutos por casa de un amigo para dejar una llave.
—La esperaré en el coche.
Puso la mano en el bolsillo y pensó que, no hacía mucho tiempo, se hubiese vuelto loca de alegría por poseer esa llave.
Aparcó delante del portal de Luca, levantó la cabeza hacia su apartamento. Las persianas estaban cerradas. No estaba allí. Respiró, aliviada. Buscó un sobre en la guantera. Encontró uno viejo. Arrancó la hoja de un cuaderno y escribió deprisa: «Luca, le devuelvo su llave. No era una buena idea. Buena suerte en todo. Joséphine». La releyó, mientras Iphigénie miraba deliberadamente a otro lado. Tachó «no era una buena idea». Pasó el mensaje a limpio en otra hoja y la introdujo en el sobre. No tendría más que dejárselo a la portera.
Estaba pasando el aspirador en su portería. Fue a abrirla con el tubo del aspirador enrollado alrededor del hombro como una boa metálica. Joséphine se presentó. Preguntó si podía dejar un sobre para el señor Luca Giambelli.
—Querrá usted decir Vittorio Giambelli.
—No. Luca, su hermano.
¡Sólo faltaría que Vittorio encontrase una nota de «la lerda»!
—¡Aquí no vive ningún Luca Giambelli!
—¡Claro que sí! —sonrió Joséphine—. Un hombre alto y moreno, con un mechón de pelo en los ojos y que lleva siempre una parka.
—Vittorio —repitió la mujer, apoyándose en el tubo del aspirador.
—¡No! Luca. Su hermano gemelo.
La portera sacudió la cabeza, soltando el nudo de la boa.
—Ni idea.
—Vive en el quinto.
—Vittorio Giambelli. Pero no Luca…
—¡Pero bueno! —se enfadó Joséphine—. Ya he estado en su casa. Puedo describirle su estudio. Y también sé que tiene un hermano gemelo llamado Vittorio, que trabaja como modelo, pero que no vive aquí.
—Pues justamente es él el que vive aquí. ¡Al otro no lo he visto nunca! Y de hecho, ni siquiera sabía que tenía un hermano gemelo. ¡Nunca me ha hablado de él! ¡Ni tampoco me he vuelto loca!
Se había molestado y amenazaba con cerrar la puerta.
—¿Puedo hablar con usted un minuto? —preguntó Joséphine.
—Es que tengo otras cosas que hacer.
Le hizo una señal para que entrase a su pesar. Dejó el aspirador en el suelo y posó encima el nudo de la boa.
—El que yo conozco se llama Luca —recapituló Joséphine estrechando el sobre entre sus manos—. Escribe una tesis sobre la historia de las lágrimas para un editor italiano. Pasa mucho tiempo en la biblioteca, tiene aspecto de estudiante envejecido. Es sombrío, melancólico, no se ríe a menudo…
—¡Eso seguro! ¡No tiene buen carácter! Se enfada por cualquier tontería. Es porque tiene ardores de estómago. Se alimenta mal. Claro, un hombre solo ¡no se cocina platitos buenos!
—¡Ah! ¿Ve usted?, estamos hablando del mismo hombre.
—Sí, sí. La gente que digiere mal es imprevisible, está sometida a sus jugos gástricos. Y él es así, un día te sonríe, el otro te pone cara de perro. Vittorio, le digo. Un hombre muy guapo. Modelo de revista…
—¡No, su hermano Luca!
—Ya le he dicho que aquí no vive ningún Luca. ¡Vive un Vittorio que no digiere bien! Creo que sé de qué hablo, ¡yo soy la que le sube el correo! Y en los sobres no está escrito Luca, sino Vittorio. Y las multas, Vittorio. Y las reclamaciones de facturas, ¡Vittorio! Hay tantos Luca por aquí como fuentes de oro en la esquina de la calle. ¿No me cree? ¿Tiene usted la llave? Suba a comprobarlo usted misma…
—Pero si ya he estado aquí y sé que es la casa de Luca Giambelli.
—Y yo le digo que no hay más que uno, y que es Vittorio Giambelli, modelo de profesión, hombre difícil de intestinos frágiles. Que pierde los papeles, pierde las llaves, pierde la cabeza y pasa la noche en comisaría. Así que no venga a contarme historias y a hacerme creer que son dos cuando sólo hay uno. Y mejor así porque, con dos como él, ¡me volvería loca!
—Eso no es posible —murmuró Joséphine—. Es Luca.
—Vittorio. Vittorio Giambelli. Conozco a su madre. He hablado con ella. Lo ha pasado muy mal por su culpa… Es su único hijo y no se merecía eso. La he visto como la veo a usted. Sentada en esa silla…
Señaló una silla donde dormía un gran gato gris.
—Lloraba y me contaba todas las cosas horribles que le hacía. No vive muy lejos. En Gennevilliers. Puedo darle su dirección si usted quiere.
—Eso no es posible —dijo Joséphine sacudiendo la cabeza—. No he estado soñando…
—Me temo que le ha contado a usted un montón de embustes, mi querida señora. Es una pena que no esté. Se ha marchado a Italia. A Milán. Por un desfile. Vuelve pasado mañana. Vittorio Giambelli. Apariencia la tiene, sin duda. Con él solito se monta todo el decorado y las mandolinas…
La portera rumiaba como si saliese de una decepción amorosa.
—Lo de Luca ha debido de inventárselo para hacerse el interesante. Odia que le digan que posa para las revistas. ¡Eso le pone furioso! Eso no le impide vivir de ello. ¿Cree que me divierte a mí limpiar la porquería de los demás? ¡Pero es de lo que vivo! ¡Y a esa edad! Ya sería hora de que se volviese razonable.
—¡Pero esto es una locura!
—Miente como respira, pero un día va a acabar mal ¡se lo digo yo! Porque en cuanto alguien le lleva la contraria, se pone como loco… Incluso hay gente en el edificio que quiere echarle, para que vea. Se enfadó con una pobre señora que quería que le dedicase una de sus fotos, la amenazó ¡y hay que ver de qué forma! Le lanzó un cajón a la cabeza. Hay gente en libertad que estaría mejor encerrada.
—Nunca lo hubiese creído… —balbuceó Joséphine.
—¡No es usted la primera a la que le pasa! ¡Ni la última, desgraciadamente!
—No le diga usted que he venido, ¿quiere? —dijo Joséphine—. No quiero que sepa que lo sé. Por favor, es importante…
—Como usted quiera. No me supondrá ningún esfuerzo, no voy buscando su compañía. ¿Y qué va a hacer con la llave? ¿Se la queda?
Joséphine cogió el sobre. Ya se la enviaría por correo.
Hizo como que se alejaba, esperó a que la portera hubiese cerrado la puerta y volvió a sentarse al pie de la escalera. Oyó el aspirador bramar en la portería. Necesitaba respirar antes de volver con Iphigénie. Luca era el hombre en slip que fruncía el ceño en los carteles. Recordó que, al principio de su relación, se pasaba el tiempo desapareciendo. Después reaparecía. Ella no se atrevía a hacer preguntas.
¿Quién era? ¿Vittorio y Luca? ¿Vittorio que soñaba con ser Luca? ¿O Luca encerrado en Vittorio? Cuanto más lo pensaba, más la mentira creaba un abismo profundo y misterioso, que se abría sobre otro abismo en el que se precipitaba.
Tiene una doble vida. La de modelo, que desprecia, y la de investigador erudito, que respeta… Eso explicaba por qué era tan distante, por qué la llamaba de usted. No podía acercarse por miedo a ser desenmascarado. No podía abandonarse por miedo a confesarlo todo.
Y cuando le había dicho, en noviembre, justo antes de su agresión: «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante», tenía quizás ganas de confesarse, de librarse de esa mentira. Y, en el último minuto, no había tenido el valor. No había venido. ¡No era extraño que no me prestase atención! Estaba ocupado en otra parte. Como un malabarista concentrado en sus pelotas, estaba vigilando cada mentira. Mentir es un trabajo duro, exige una tremenda organización. Una atención constante. Y mucha energía.
Se dirigió hacia el coche en el que esperaba Iphigénie. Se dejó caer pesadamente sobre su asiento. Puso el contacto, los ojos perdidos en el vacío.
—¿Algo va mal, señora Cortès? Parece usted trastornada.
—Ya se me pasará, Iphigénie.
—¡Está completamente pálida! ¿Ha tenido usted una revelación?
—Podemos llamarlo así.
—Pero ¿no hay nada roto?
—Algo… sí —suspiró Joséphine, intentando encontrar el camino al Intermarché.
—Así es la vida, señora Cortès, ¡así es la vida!
Se colocó una mecha que había escapado de su fular, como si pusiese orden en su vida, precisamente.
—¿Sabe, Iphigénie? —explicó Joséphine, un poco molesta por haber sido inmediatamente archivada en la categoría «accidentes de la vida»—, mi vida había sido durante mucho tiempo aburrida y monótona. No estoy acostumbrada.
—Pues va a tener que acostumbrarse, señora Cortès. La vida es a menudo un camino de heridas y chichones. Pocas veces es un camino de rosas. O puede que se quede dormida y, cuando se despierta, ¡empieza a golpearte sin cesar!
—En mi caso, precisamente, me gustaría que se parase un poco.
—No es usted la que decide…
—Lo sé, pero al menos puedo formular un deseo, ¿no?
Iphigénie soltó su ruidito de flauta atascada con los labios cerrados, con aspecto de decir no cuente usted con ello, y Joséphine reconoció al final de la calle la gran avenida que llevaba al Intermarché.
Llenaron dos carritos de comida y bebida. Iphigénie lo cargó hasta los topes. Joséphine la frenó. No estaba segura de que los vecinos acudiesen en procesión. El señor y la señora Merson, el señor y la señora Van den Brock y el señor Lefloc-Pignel habían prometido pasarse; dos parejas del edificio B y una señora que vivía sola con su caniche blanco habían dicho sí también. Iris. Zoé. Pero ¿y los demás? Iphigénie había colocado su invitación en el recibidor y pretendía que los del edificio B acudirían en tropel. Ésos no se andan con exquisiteces, no como los del edificio A, que dicen sí para halagarla a usted, no a mí.
—Diga, Iphigénie, no estará reconstruyendo la lucha de clases…
—Digo lo que pienso. Los ricos sólo se juntan con los ricos. Los pobres se mezclan. O en todo caso, les gustaría mezclarse, ¡pero no siempre les dejan!
Joséphine estuvo a punto de decir que, desde el principio, pensaba que no era muy juicioso reunir a gente que se ignoraba durante el resto del año. Pero después pensó ¿para qué? Seamos positivos y optimistas. Le costaba ser positiva y optimista: la traición de Philippe, la mentira de Luca y, ahora, ¡la lucha de clases!
Iphigénie enumeraba los canapés y los bocadillos, los vasos para refresco y para vino, las servilletas de papel, los vasos de plástico, las aceitunas, los cacahuetes, las lonchas de rosbif y las salchichas cóctel. Consultaba su lista. Añadía una botella de Coca Cola para los niños, una botella de whisky para los hombres. Joséphine cogió croquetas para perros. Un gran saco para perro sénior. ¿Qué edad podría tener Du Guesclin?
En la caja, Iphigénie sacó orgullosa su dinero. Joséphine la dejó hacer. La cajera les preguntó si tenían tarjeta de cliente e Iphigénie se volvió hacia Joséphine.
—¡Es el momento de sacar su tarjeta y que yo se la llene!
Saltaba de alegría ante la idea de engordar el crédito de Joséphine, se balanceaba abanicando el aire con sus billetes. Joséphine tendió su tarjeta.
—¿Cuántos puntos hay? —preguntó Iphigénie, impaciente.
La cajera levantó una ceja y dejó caer su mirada sobre la pantalla de la caja.
—Cero.
—¡Eso no es posible! —exclamó Joséphine—. ¡No la he utilizado nunca!
—Quizás, pero el saldo es cero…
—¡Pero bueno, señora Cortès!
Iphigénie la contemplaba con la boca abierta.
—No entiendo nada… —murmuró Joséphine, incómoda—. ¡Nunca la he utilizado!
E inmediatamente pensó que nunca había creído en esa tarjeta de cliente. Olía a timo, a descuentos en patés caducados o en queso enmohecido, a stock de medias defectuosas del que librarse, o a dentífrico que producía caries.
—Debe de haber un error. Vaya a buscar a la responsable de la caja central —exigió Iphigénie, haciendo frente a la adversidad.
—Déjelo, Iphigénie, estamos perdiendo el tiempo…
—No, señora Cortès. Usted ha cotizado, tiene usted derecho. A lo mejor es un error de la máquina.
La cajera, cansada de tener veinte años y de estar detrás de una caja registradora, encontró la fuerza para pulsar un timbre. Se presentó una señora entrecana y apuesta: era contable y supervisaba las cajas. Las escuchó desplegando una gran sonrisa comercial. Les pidió que esperaran un poco, que iba a realizar una verificación.
Se echaron a un lado y esperaron. Iphigénie refunfuñaba. Joséphine pensaba que le daba igual que le birlaran sus puntos de cliente Aquél era un día fantasma, un día en el que todo desaparecía: los puntos de la tarjeta y los hombres.
La contable volvió balanceándose. Caminaba como si fuese aplastando colillas de cigarrillos con la punta de los pies. Eso le daba aspecto de jaca torpe.
—Todo es completamente normal, señora Cortès. Hay registrada una serie de compras efectuadas con su tarjeta estos tres últimos meses en diversos Intermarché…
—Pero… ¡eso no es posible!
—¡Sí, señora Cortès! Lo he verificado y…
—Pero ya le digo que…
—¿Está usted segura de tener la única tarjeta de la cuenta?
¡Antoine! ¡Antoine tenía una tarjeta!
—Mi marido… —consiguió articular Joséphine—. Él…
—Ha debido de utilizarla y se olvidó de avisarla. Porque lo he verificado, las compras han sido realizadas, podría darle el detalle y las fechas precisas, si lo desea…
—No. No merece la pena —dijo Joséphine—. Muchas gracias.
La contable esbozó una última sonrisa comercial y, satisfecha de haber resuelto un problema, se alejó con su paso de jaca apagando incendios.
—¡Vaya cara que tiene su marido, señora Cortès! ¡Ya no vive con usted y le manga sus puntos! ¡No me extraña! Son todos iguales, aprovechándose de nosotras. ¡Espero que le haga usted un repaso completo la próxima vez que lo vea!
Iphigénie seguía enfadada y lanzaba chorros de bilis contra el género masculino. Dio un portazo al entrar en el coche, y continuó mascullando mucho tiempo después de que Joséphine pusiera el coche en marcha.
—No sé cómo lo hace para seguir tranquila, señora Cortès.
—¡Hay días en los que una no debería levantarse, ni poner un pie en el suelo!
—¿Se ha dado usted cuenta de que las malas noticias llegan siempre a rachas? ¡A lo mejor esto sólo acaba de empezar!
—¿Dice usted eso para animarme?
—Debería usted consultar el horóscopo de hoy.
—¡No tengo muchas ganas! Y además creo que ya he tenido suficiente por hoy. ¡No sé qué más podría pasarme!
—¡El día no ha terminado! —se rio amargamente Iphigénie, haciendo su ruido de trompeta desafinada.
* * *
La fiesta en la portería estaba en su apogeo. Hasta el último minuto Joséphine e Iphigénie habían colocado sillas, untaron paté de anchoas en pan de molde, descorcharon botellas de vino, de Coca Cola, de champán. El champán era una gentileza del edificio B.
Iphigénie había acertado: el edificio B se había presentado casi al completo, y del edificio A sólo estaban, por el momento, el señor y la señora Merson y su hijo, Paul, Joséphine, Iris y Zoé.
—¡Está zampándose todos los canapés, mamá! —remarcó la pequeña Clara señalando a Paul Merson, que se atiborraba sin vergüenza.
—Oiga, señora Merson, ¿da usted de comer a su hijo? —exclamó Iphigénie golpeando los dedos de Paul Merson.
—¡Paul! ¡Compórtate! —canturreó la señora Merson con voz cansina.
—¡Tienen hijos y después ni se molestan en educarles! —protestó Iphigénie, fulminando a Paul Merson con la mirada.
Éste hizo una mueca, se limpió las manos en los vaqueros y se lanzó sobre un bol de pollo en gelatina.
La dama del caniche blanco parecía muy interesada por la conversación de Zoé, que contaba el baño de Du Guesclin y su primera escudilla de croquetas.
—Se lanzó sobre ella como si hiciese años que no comiera y después vino a tumbarse a mis pies en señal de reconocimiento.
La dama felicitó a Zoé por su vocabulario y le aconsejó el nombre de su veterinario.
—Pero ¿por qué? No está enfermo. Sólo tenía hambre.
—Pero habrá que vacunarle… Todos los años.
—Ah… —respondió Zoé, que miraba hacia la puerta—. ¿Todos los años?
—De la rabia, es obligatorio —afirmó la señora estrechando al caniche en sus brazos—. ¡Arthur está al día! Y tendrás que limpiarlo regularmente, porque si no tendrá pulgas y se rascará…
—¡Buff! —dijo Zoé—. Du Guesclin viene de la calle, ¡no de un salón de belleza!
Una pareja, él con los dientes podridos, ella embutida en un traje barato, hablaba del increíble aumento de los precios inmobiliarios en el barrio a una anciana empolvada de blanco, mientras que otra felicitaba a Iphigénie, y daba gracias al cielo por haberla recompensado haciéndole ganar la lotería.
—No siempre son justos, esos juegos de azar, pero en su caso puede decirse que se lo merece. ¡Con todo lo que trabaja para limpiar este edificio!
—¡Dígaselo a la señorita de Bassonnière! —respondió Iphigénie—. ¡No para de criticarme y hace lo que puede para que me despidan! ¡Pero no dejaré mi portería ahora que es un palacio!
El señor Sandoz sacó pecho. La palabra «palacio» se le había clavado directamente en el corazón. Sintió una atracción irresistible hacia Iphigénie. Ella se había lavado el pelo con un champú colorante rosa chicle con puntas azul marino, y llevaba un vestido rojo de cuadros. ¡Qué pedazo de mujer! El día antes, en el momento de colocar el último mueble, él había murmurado: «Iphigénie, es usted hermosa como una valkiria», ella había entendido «vaca que ríe» y había hecho su ruido de trompeta. La acarició con la mirada, suspiró y decidió eclipsarse. Nadie se daría cuenta de su ausencia. Nadie se daba nunca cuenta de su presencia o de su ausencia.
—¡Vamos! ¡No es tan terrible, la señorita de Bassonnière! Defiende como puede nuestros intereses —dijo un señor que llevaba una boina y el lazo de la Legión de Honor.
—¡Es una vieja bruja! —exclamó el señor Merson—. Usted no estaba allí, anoche, en la reunión. Noté mucho su ausencia, de hecho…
—Había cedido mis poderes —dijo el hombre dándole la espalda.
—¡Peor para mí! —concluyó el señor Merson—. En todo caso, lo que es seguro es que no la veremos esta noche.
—¿Y el señor Pinarelli, ha venido? —preguntó la dama del caniche.
—¡Su madre no le ha dado permiso para salir! Le ata en corto. Se cree que todavía tiene doce años. Él intenta hacer trastadas a sus espaldas ¡pero ella le castiga! Me lo ha dicho él. ¿Sabía que tiene prohibido salir por la noche? ¡Estoy seguro de que es virgen!
En una esquina, sentada en una silla Ikea, Iris contemplaba la escena y se lamentaba de lo bajo que había caído. A estas horas tendría que estar en Londres, en el hermoso piso de Philippe, cambiando de sitio un jarrón para marcar su presencia o guardando sus cachemires, y en cambio se encontraba en la vivienda de una portera, escuchando charlas sin interés o rechazando canapés insípidos y champán barato. Ni un solo hombre interesante, aparte de ese señor Merson que se la comía con la mirada. Era muy del estilo de Joséphine tratarse con gente tan ordinaria. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mi vida? Todavía tenía la sensación de caminar por el largo pasillo blanco. Buscaba una salida.
—Su hermana es deslumbrante —suspiró el señor Merson al oído de Joséphine—. Un poco fría, quizás, ¡pero yo la descongelaría con gusto!
—Señor Merson, ¡refrene sus ardores!
—Me gustan los casos difíciles, las circunstancias imposibles que dan un giro y se funden en la voluptuosidad… ¿Qué le parecería un ménage á trois, señora Cortès?
Joséphine perdió su templanza y enrojeció completamente.
—¡Ah! Se diría que he tocado un punto sensible. ¿Ya lo ha probado usted?
—¡Señor Merson!
—Debería. El amor sin sentimientos, sin posesión, es delicioso… Uno se entrega sin encadenarse. El alma y el corazón descansan mientras el cuerpo se agita… ¡Es usted demasiado seria!
—¡Y usted, no lo suficiente! —replicó Joséphine, precipitándose hacia Zoé, que miraba hacia la puerta de la portería con desespero.
—¿Te estás aburriendo, cariño? ¿Quieres subir? ¿Quieres ver a Du Guesclin?
—No, no…
Zoé le sonrió con tierna indulgencia.
—¿Estás esperando a alguien?
—No. ¿Por qué?
Espera a alguien, pensó Joséphine, leyendo una madurez nueva en el rostro de su hija. Esta mañana, en el desayuno, era mi bebé, esta tarde, es casi una mujer. ¿Será que está enamorada? Su primer amor. Creía que se sentía atraída por Paul Merson, pero ni siquiera lo mira. ¡Mi hija pequeña, enamorada! Se le encogió el corazón. Se preguntó si sería como Hortense o como ella. ¿Corazón de caramelo blando o de turrón duro? No sabía qué desearle.
Iphigénie abría sus armarios, enseñaba las diferentes disposiciones, señalaba los colores, los carteles enmarcados y puntuaba cada frase arqueando las cejas, atenta a la menor crítica, al menor comentario. Léo y Clara circulaban, llevando las bandejas, distribuyendo las servilletas de papel. Se oyó una música. Era Paul Merson, que buscaba una emisora de radio.
—¿Bailamos? —preguntó la señora Merson desperezándose, los senos apuntando hacia delante—. ¡Un guateque sin música es como un champán sin burbujas!
Fue el momento que eligieron Hervé Lefloc-Pignel, Gaétan y Domitille para hacer su entrada. Seguidos de los Van den Brock y de sus dos hijos. Hervé Lefloc-Pignel, alto, sonriente. Los Van den Brock tan disparejos como siempre, el uno pálido, agitando sus largas pinzas de coleóptero, la otra sonriente y valerosa, haciendo girar sus ojos como canicas enloquecidas. La atmósfera cambió sutilmente. Todos parecieron ponerse firmes, salvo la señora Merson, que continuaba contoneándose.
Joséphine sorprendió la mirada ansiosa de Zoé sobre Gaétan. Así que era él. Él se acercó a ella, le murmuró algo al oído que la hizo enrojecer y bajar la mirada. Corazón de melón, concluyó Joséphine, emocionada.
La llegada de refuerzos del edificio A fue como un jarro de agua fría. Iphigénie lo notó y se apresuró a ofrecer champán a los recién llegados. Era toda sonrisas y Joséphine comprendió que también ella se sentía incómoda. Ya podía levantar el puño y entonar La Internacional en los pasillos del Intermarché, ahora estaba intimidada.
La señora Lefloc-Pignel no había bajado. Hervé Lefloc-Pignel felicitó a Iphigénie, los Van den Brock también. Inmediatamente, la gente se arremolinó a su alrededor como si fuesen altezas reales. Joséphine observó extrañada. El poder del dinero, el prestigio de la hermosa casa, la ropa de buena calidad imponían respeto, a pesar de todas las burlas. Ironizaban de lejos, se inclinaban de cerca.
El señor Van den Brock transpiraba abundantemente y no dejaba de tirar del cuello de su camisa. Iphigénie abrió la ventana que daba al patio. Él la cerró con un gesto brusco.
—Tiene miedo de los microbios, ¡es el colmo en un médico! —dijo una vivaracha señora del edificio B—. Cuando te examina, ¡se pone guantes! Resulta extraño sentir manos de plástico paseándose por una… ¿Ha estado usted en su consulta? Todo está limpio e impecable… ¡Se diría que no quiere ni tocarte!
—Yo fui sólo una vez y no he vuelto a ir. Me pareció un poco…, ¿cómo decir?…, apresurado —dijo otra, engullendo un canapé de salmón—. ¡Tiene una forma de agitar los dedos mirándote fijamente! Como si fuese a ensartarte y a pegarte en una colección de mariposas. Es una lástima. Resulta práctico, un ginecólogo en el edificio.
—A mí hay dos cosas que no me gusta hacer en el médico: ¡abrir la boca y abrirme de piernas! ¡Huyo de los dentistas y de los ginecólogos!
Se echaron a reír y cogieron una copa de champán. Vieron que la señora Van den Brock las observaba, con el ojo giratorio, y se preguntaron si las había oído.
—¡Esa tiene un ojo mirando a Valparaíso y el otro a Toronto! —dijo una.
—¿La han oído cantar? ¡Están todos chiflados en el edificio A! ¿Qué piensan de la recién llegada? Siempre metida en la portería… Eso no es normal.
Iris esperaba, en una esquina, a que Joséphine hiciese las presentaciones. Como su hermana no hacía el menor gesto, avanzó hacia Lefloc-Pignel.
—Iris Dupin. Soy la hermana de Joséphine —declaró, deslumbrante de timidez y elegancia.
Hervé Lefloc-Pignel se inclinó en un besamanos Cortès. Iris observó el traje de alpaca gris oscuro, la camisa a rayas, azul y blanca, la corbata de nudo grueso, de colores, el discreto pañuelo, el torso de atleta, la elegancia sutil, el saber estar del hombre atractivo acostumbrado a los salones. Respiró el agua de colonia Armani, un ligero olor a «Aramis» sobre el repeinado pelo negro. Y cuando levantó la mirada hacia ella, se sintió transportada por una ola de felicidad. Él sonreía y esa sonrisa era como una invitación a un baile. Joséphine les observaba, asombrada. Él se inclinaba sobre ella como quien respira una flor rara, ella se abandonaba con una calculada reserva. No pronunciaron palabra, pero tanto el uno como el otro parecían imantados. Silenciosos, asombrados, sonrientes. No dejaban de mirarse, a pesar de las conversaciones que les empujaban de un lado a otro. Se inclinaban hacia los unos, hacia los otros y volvían a rozarse, temblorosos.
Cuando Joséphine había vuelto de hacer la compra, Iris le había preguntado si asistiría a la fiesta de Iphigénie y si ella estaba realmente obligada a ir.
—Haz lo que quieras.
—¡No! Dímelo tú…
—Es una fiesta entre vecinos. ¡No asistirán ni Putin ni Bush! ——había contestado para cortar de raíz las preguntas de su hermana.
Iris había empezado a refunfuñar.
—¡Te da igual lo que estoy sufriendo! ¡Te da igual que Philippe me haya tratado como un trapo viejo! ¡Al final resulta que, bajo esa máscara de dama benefactora, no eres más que una egoísta!
Joséphine se había quedado mirándola fijamente, estupefacta.
—¿Soy una egoísta porque no me intereso exclusivamente por ti? ¿Es eso?
—Me siento desgraciada. Estoy a punto de morir y tú te vas de compras con una…
—¿Acaso tú me has preguntado cómo estaba yo? No. ¿Qué tal estaba Zoé? ¿Hortense? No. ¿Has comentado algo sobre mi nuevo piso? ¿Sobre mi nueva vida? No. ¡Lo único que te preocupa eres tú, tú y tú! Tu pelo, tus manos, tus pies, tu ropa, tus arrugas, tu estado de ánimo, tu humor, tu…
Se ahogaba. Ya no dominaba sus palabras. Las escupía como un volcán escupe la lava que le obstruía el cráter y lo mantenía dormido.
—La última vez que comimos juntas, después de haber anulado nuestra cita tres veces, por razones tan fútiles que me dan ganas de llorar, no hablaste más que de ti. Todo se reduce a ti. Constantemente. Y yo estoy ahí para escucharte, para servirte. Lo siento, Iris, estoy cansada de servirte. Te había avisado de que habría esa fiesta para Iphigénie… Había previsto que cenaríamos juntas después, ¡yo estaba tan contenta y tú te vas a Londres! Olvidando que yo estaba aquí, esperándote, ¡que me alegraba de poder enseñarte mi nuevo piso! Y ahora te quejas de injusticia porque tu marido, del que te preocupabas como de un mueble mal encerado, se ha hartado y se ha largado con otra… Qué quieres que te diga: ¡que lleva mucha razón y que espero que te sirva de lección! Y que, a partir de ahora, prestarás un poco más de atención a los demás. Porque a fuerza de no dar nada, de acapararlo todo, te vas a quedar sola y tus magníficos ojos sólo te servirán para llorar.
Iris la había escuchado, atónita.
—¡Pero si tú nunca me habías hablado así!
—Estoy cansada… Harta de tu necesidad irritante de ser siempre el centro de atención. Deja un poco de espacio a los demás, ¡escúchales respirar y serás menos infeliz!
Habían bajado a la portería sin hablarse. Zoé charlaba por las tres. Contaba los asombrosos progresos de Du Guesclin, que había recibido su primer baño sin protestar y ni siquiera había llorado cuando se habían ido. Habían preparado la fiesta, con Iris rumiando en una esquina, ayudando de mala gana, hostil y silenciosa. Ignorando a los primeros invitados, ignorando a los siguientes.
Hasta que apareció Hervé Lefloc-Pignel.
Joséphine se puso a la altura de Iphigénie y le susurró al oído:
—Dígame, ¿acaso no sale nunca la señora Lefloc-Pignel?
—¡Ya sabe usted que no la veo nunca! ¡Ni siquiera me abre cuando le llevo el correo! Lo dejo sobre el felpudo.
—¿Está enferma?
Iphigénie se llevó el dedo a la sien y soltó:
—Enferma de la cabeza… ¡Pobre hombre! Es él quien se ocupa de los niños. Parece ser que ella se pasa el día en camisón. La encontraron un día en la calle. Deliraba, pedía ayuda, decía que la perseguían… Hay mujeres que no saben lo que tienen. Si yo tuviera un marido tan guapo como él, un piso tan grande como el suyo y tres rubitos, ¡le aseguro que no me pasearía por ahí en camisón! ¡Disfrutaría en Don Disfrute!
—Me he enterado de que había perdido un hijo pequeño en un horrible accidente. Quizás no se haya recuperado de aquello…
Iphigénie suspiró, llena de compasión. Una desgracia tan grande explicaba seguramente lo del camisón.
—¡Menudo éxito su fiesta! ¿Está contenta?
Iphigénie le tendió una copa de champán y levantó su vaso.
—¡A la salud de mi hada madrina!
Bebieron en silencio, observando el baile de gente a su alrededor.
—El señor Sandoz se ha marchado muy pronto… Creo que su corazón late por usted, Iphigénie…
—¡No sueñe! Ayer mismo ¡me llamó Vaca que ríe! ¡He oído declaraciones de amor mejores! Todo esto no va a impedir que mañana ¡tenga que limpiarlo todo y llenar los cubos de basura!
—Le echaré una mano, si quiere…
—De eso nada. Mañana es domingo y usted a dormir…
—¡Tendremos que recogerlo todo bien, para que esa Bassonnière no se queje!
—¡Oh, ésa, que se quede donde está! ¡Es demasiado malvada! ¡La verdad es que hay gente que uno se pregunta por qué Dios la deja vivir!
—¡Iphigénie! ¡No diga usted eso! ¡Va a traerle mala suerte!
—¡No creo! Es robusta como una cucaracha…
El señor Merson, que pasaba detrás de ella, levantó el vaso y murmuró:
—Entonces, señoras… ¡A la salud de la cucaracha!
* * *
Zoé no bajó al trastero esa noche. Se quedó con su madre y su tía. Tenía ganas de cantar, de gritar. Esa tarde, durante la fiesta en casa de Iphigénie, Gaétan le había susurrado: «Zoé Cortès, estoy enamorado de ti». Ella se había transformado en una zarza ardiente. Él había continuado hablándole al oído, mientras simulaba que bebía del vaso. Había dicho locuras como: «¡Estoy tan enamorado de ti que tengo celos de tus almohadas!». Y después, se había separado para no hacerse notar y a ella le había parecido alto, muy alto. ¿Sería posible que hubiese crecido desde el día anterior? Y después había vuelto y había dicho: «Esta noche no podré bajar al trastero, así que dejaré mi jersey bajo tu felpudo y así te dormirás pensando en mí». Y entonces, el tapón de su garganta había saltado y le había contestado: «Yo también estoy enamorada de ti», y él la había mirado con tanta seriedad, que ella había estado a punto de echarse a llorar. Antes de acostarse, iría a coger su jersey bajo el felpudo y dormiría con él.
—¿En que estás pensando, hija? —preguntó Joséphine.
—En Du Guesclin. ¿Puede dormir en mi habitación?
Iris terminó la botella de Burdeos y levantó la mirada al cielo.
—¡Un perro es una carga, hay que ocuparse de él! ¿Quién le va a sacar a pasear esta noche, por ejemplo?
—¡Yo! —gritó Zoé.
—¡No! —respondió Joséphine—. No vas a salir a estas horas. Iré yo…
—¿Ves? Ya empezamos —suspiró Iris.
Zoé bostezó, declaró que estaba cansada. Dio un beso a su madre y a su tía y fue a acostarse.
—¿Y cómo se llamaba tu atractivo vecino?
—Hervé Lefloc-Pignel.
Iris se llevó el vaso a los labios y murmuró:
—¡Un hombre guapo! ¡Muy guapo!
—Está casado, Iris.
—Eso no impide que sea atractivo… ¿Conoces a su mujer? ¿Cómo es?
—Rubia, frágil, un poco perturbada…
—¡Ah! No debe de ser una pareja muy unida. Esta noche ha venido sin ella.
Joséphine empezó a recoger. Iris preguntó si quedaba un poco más de vino. Joséphine le propuso abrir una botella.
—Me gusta beber un poco por la noche… Me calma.
—No deberías beber con todas estas pastillas que sigues tomando…
Iris soltó un largo suspiro.
—Dime, Jo, ¿podría quedarme en tu casa? No tengo ganas de volver a la mía… Carmen me deprime.
Joséphine, inclinada sobre la basura, vaciaba los platos antes de meterlos en el lavavajillas. Pensó: «Si Iris se queda, se acabó mi intimidad con Zoé. Apenas acabo de recuperarla».
—¡No te pongas tan contenta! —dijo Iris sarcásticamente.
—No… No es eso, pero…
—¿Preferirías que no?
Joséphine reflexionó. Iris la había acogido tantas veces en su casa… Se volvió hacia su hermana y mintió:
—Tenemos una vida tan tranquila… Tengo miedo de que te aburras.
—¡No te preocupes! Buscaré alguna ocupación. A menos que de verdad no quieras saber nada de mí.
Joséphine protestó, no es eso, no es eso. Con tan poca convicción que Iris se molestó.
—Cuando pienso en todas las veces que os he recogido, a ti y a las niñas… Y tú, al primer favor que te pido, dudas…
Se había servido otro vaso de vino y divagaba. Aturdida por el alcohol, no sorprendió la mirada furiosa pero herida de Joséphine. Tú no nos has «recogido», Iris, nos has «acogido», que es distinto.
—¡Toda mi vida he estado a tu lado! Te he ayudado económicamente, te he ayudado moralmente. ¡Mira, incluso el libro, no lo habrías escrito sin mí! He sido tu impulso, tu ambición.
Lanzó una risita irónica que la sacudió.
—¡Tu musa, podemos decir! Temblabas ante la idea de existir. Yo te obligué a sacar lo que había de bueno en ti, yo construí tu éxito ¡y mira cómo me lo agradeces!
—Iris, deberías dejar de beber… —sugirió Joséphine, las manos crispadas sobre un plato—. Estás diciendo tonterías.
—¿Acaso no es la verdad?
—Te venía bien que estuviese allí. Las niñas hacían compañía a Alexandre y yo ¡servía de filtro entre Philippe y tú!
—¡Hablemos de ése! ¡A estas horas, debe de estar tirándose a la tal miss Doolittle! ¡Dottie Doolittle! ¡Vaya nombre! ¡Debe de vestirse de rosa chicle y llevar tirabuzones!
¿Será rubia o morena, miss Doolittle?, se preguntó Joséphine vertiendo el detergente del lavavajillas. «Transitoria», había dicho Alexandre. Eso quería decir que no estaba enamorado. Que se estaba divirtiendo. Que después encontraría otra y otra y otra. Joséphine formaba parte de la retahíla. Una guirnalda para Nochebuena.
—Me pregunto si me engañó cuando vivíamos juntos —continuaba Iris vaciando el vaso—. No lo creo. Me quería demasiado. ¡Hay que ver lo que me quería! ¿Te acuerdas?
Sonreía en el vacío.
—Y después, un día, se acaba y no sabes por qué. Un gran amor debería ser eterno, ¿no?
Joséphine inclinó bruscamente la cabeza. Iris se echó a reír.
—Te lo tomas todo por el lado trágico, Jo. Son los vaivenes de la vida. Pero tú no puedes saberlo, no has vivido nada…
Miró su vaso vacío y se volvió a servir.
—Sin embargo, ¿de qué sirve haber vivido tanto? ¿Para que luego los sentimientos se erosionen?
Suspiró.
—Pero el dolor, ése no se erosiona. De hecho es extraño: el amor se gasta, pero el dolor permanece intacto. Cambia de máscara, pero permanece. Nunca se deja de sufrir mientras que, un día, se deja de amar. ¡La vida está mal hecha!
No estoy tan segura, se dijo Joséphine, la vida precipita acontecimientos que la imaginación no osaría relacionar. Recordaría durante mucho tiempo ese día. ¿Qué había querido decirle la vida? Despierta, Joséphine, que te duermes. ¿Despierta o rebélate?
—Ya no tengo nada. Ya no soy nada. Mi vida ha terminado, Jo. Destruida. Hecha una bola. A la basura.
Joséphine leyó el pánico en los ojos de su hermana y su cólera se borró. Iris temblaba y sus brazos abrazaban su torso en un gesto desesperado.
—Tengo miedo, Jo. Si supieses el miedo que tengo… Me ha dicho que me daría dinero, pero el dinero no lo reemplaza todo. El dinero nunca me ha hecho feliz. Es extraño cuando lo piensas. Todo el mundo lucha por tener siempre más dinero y ¿acaso el mundo es mejor? ¿Acaso la gente está mejor? ¿Acaso van silbando por la calle? No. Con el dinero nunca se está satisfecho. Siempre encuentras a alguien que tiene más que tú. Quizás tienes razón y sólo el amor te llena de verdad. Pero ¿cómo aprender a amar? ¿Lo sabes tú? Todo el mundo habla de ello, pero nadie sabe lo que es. Tú repites continuamente que hay que amar, amar, pero ¿eso se aprende? Dime.
—Olvidándose de uno mismo —murmuró Joséphine, aterrorizada por el estado de su hermana, que divagaba vaciando y volviendo a llenar su vaso.
Iris soltó una risa sarcástica.
—¡Otra respuesta que no entiendo! Se diría que lo haces adrede. ¿Podrías hablar más claramente?
Balanceaba la cabeza, jugaba con el pelo, manoseaba un mechón, lo enrollaba, lo desenrollaba, se tapaba el rostro con él.
—De todas formas, es demasiado tarde para aprender. ¡Es demasiado tarde para todo! Estoy acabada. No sé hacer nada. Y voy a terminar sola… Una vieja como las que se ven en la calle. ¿Te conté lo del mendigo con el que me había cruzado hace unos años? Por aquel entonces yo era joven y no me había parado porque tenía los brazos llenos de paquetes. Se quedó allí, sobre la acera, bajo la lluvia. La gente le pisaba y él se apartaba para no molestar…
Se golpeó la frente con el puño.
—¿Por qué no dejo de pensar en aquel mendigo? Vuelve y vuelve a mí y tomo su lugar en la calle, tiendo la mano a los transeúntes que no me miran. ¿Crees que voy a acabar así?
Joséphine la miró largamente, intentando percibir lo que había de sincero en ese terror. Du Guesclin, a sus pies, bostezó como si quisiera desencajar su mandíbula. Se aburría. Iris le parecía lamentable. Joséphine pensó en la divisa del auténtico Du Guesclin: «El valor da lo que la belleza niega». En realidad, se dijo Joséphine, simplemente le falta valor. Sueña con una solución lista para llevar. Sueña con una felicidad que no tenga más que ponérsela, como un vestido de fiesta. Se imagina princesa y espera a su príncipe. Él tomará su vida de la mano y ella no tendrá que hacer ningún esfuerzo. Es cobarde y perezosa.
—Vamos, venga, necesitas descansar…
—¿Estarás ahí, Jo, no me abandonarás? Envejeceremos juntas como dos manzanitas arrugadas… Di que sí, Jo. Di que sí.
—No te abandonaré, Iris.
—Qué buena eres. Siempre has sido buena. Era tu carta de presentación, la bondad. Y también la seriedad. Se decía siempre: «Jo es una trabajadora, una chica seria» y yo tenía lo demás, todo lo demás. Pero si no se pone atención en lo demás, se volatiliza… Ya ves, la vida, en el fondo, es un capital. Un capital que haces fructificar o no… Yo no he hecho fructificar nada. ¡Lo he dilapidado todo!
Tenía la voz pastosa. Se hundía sobre la mesa de la cocina y su mano amorfa y dubitativa buscaba el vaso a tientas.
Joséphine la cogió por el brazo, la levantó y la dirigió suavemente hasta la habitación de Hortense. La echó sobre la cama, la desvistió, le quitó los zapatos y la metió entre las sábanas.
—¿Dejarás encendida la luz del pasillo?
—Dejaré la luz del pasillo…
—¿Sabes lo que me gustaría? Me gustaría algo inmenso. Un inmenso amor, un hombre como los de tu Edad Media, un valeroso caballero que me llevara, que me protegiera… La vida es demasiado dura, demasiado dura. Me da miedo…
Deliró un momento más, se volvió sobre un lado y se durmió inmediatamente con un sueño profundo. En poco tiempo, Joséphine la oyó roncar.
Fue a refugiarse en el salón. Se tumbó en un sofá. Se caló un cojín en la espalda. Los acontecimientos se apelotonaban en su cabeza. Debería afrontarlos uno por uno. Philippe, Luca, Antoine. Esbozó una sonrisa. Tres hombres, tres mentiras. Tres fantasmas que la acosaban bajo sus sábanas blancas. Acurrucada, cerró los ojos y vio a los tres hombres bailar bajo sus párpados. La ronda se detuvo y emergió la silueta de Philippe. Sus ojos negros brillaban en su sueño, percibió la punta enrojecida de su cigarro, respiró el humo, contó una voluta, dos volutas que él dejaba escapar redondeando la boca. Lo vio en brazos de Dottie Doolittle, la atraía por las solapas del abrigo, la empujaba contra la puerta de un horno en su cocina y la besaba posando sus labios cálidos y suaves sobre los labios de ella. Aquello le producía un nudo en el estómago, un nudo de dolor frío que crecía, y crecía. Puso las manos contra el cuerpo para impedir que el nudo creciera.
Se sintió muy sola, muy infeliz, posó su cabeza sobre el brazo del sofá y lloró suavemente, con pequeños sollozos medidos, con el cuidado y la parsimonia de la contable que no quiere perder ni un céntimo. Era su manera de negarse a dejarse llevar por la corriente de la pena. Lloró, la nariz hundida en la manga, hasta que oyó el eco de otros sollozos. Largos gemidos, una lenta cantinela en respuesta a su queja.
Levantó la cabeza y vio a Du Guesclin. Las patas juntas, el cuello estirado, lanzaba su queja contra el techo, la modulaba como una sierra musical, la amplificaba, la atenuaba, la repetía, los ojos cerrados en un canto de sirena desesperado. Ella se echó sobre él. Le abrazó, le cubrió de besos, repitió hasta la saciedad: «¡Du Guesclin! ¡Du Guesclin!», hasta que se calmó, hasta que él calló y se miraron los dos, extrañados por ese derroche de lágrimas.
—Pero ¿tú quién eres? ¿Quién eres? ¡Tú no eres un perro! ¡Eres humano!
Le acariciaba, era cálido al tacto de sus dedos y más duro que un muro de hormigón. Se apoyaba sobre sus patas fuertes y musculosas y la contemplaba con la atención de un niño que aprende a hablar. Tuvo la impresión de que él la imitaba para comprenderla mejor, para amarla mejor. No dejaba de mirarla. No le interesaba nada más que ella. Ella recibió su amor como una bola caliente, y sonrió a través de sus lágrimas. Él parecía decir: «Pero ¿por qué lloras? ¿No ves que estoy aquí? ¿No ves todo el amor que siento por ti?».
—¡Y no has salido aún! ¡Eres realmente un perro increíble! ¿Vamos?
Él movió la grupa. Ella sonrió pensando que nunca podría mover la cola, que nunca se vería si estaba contento o no. Pensó que habría que comprarle una correa y después pensó que no serviría de nada. No la dejaría nunca. Estaba escrito en su mirada.
—Tú no me traicionarás, ¿eh?
Él esperaba moviendo el trasero a que ella se decidiese a salir.
Cuando volvió a subir, entreabrió la puerta de la habitación de Zoé y Du Guesclin fue a acostarse al pie de la cama. Dio una vuelta sobre el cojín y lo olfateó antes de dejarse caer pesadamente con un profundo suspiro.
Zoé dormía enrollada en una prenda de lana. Joséphine se acercó, reconoció un jersey, lo tocó con los dedos. Vio el rostro feliz de su hija, la sonrisa en sus labios, y comprendió que era el jersey de Gaétan.
—No hagas como yo —murmuró a Zoé—. No pases al lado del amor con el pretexto de que estás tan poco acostumbrada que no lo reconoces.
Sopló sobre la cálida frente de Zoé, sopló sobre sus mejillas, sobre sus mechones de pelo pegados a su cuello.
—Aquí estaré, velaré para que no te pierdas ni una migaja, haré que tengas todos los triunfos en la mano…
Zoé suspiró en su sueño y murmuró: «¿Mamá?». Joséphine le cogió la yema de los dedos y los besó.
—Duerme, hermosura, mi amor. Está aquí tu mamá que te quiere y te protege…
—Mamá —balbuceó Zoé—. Soy tan feliz… Me ha dicho que estaba enamorado de mí, mamá, enamorado de mí…
Joséphine se inclinó para recoger sus palabras turbadas por el sueño.
—Me ha dado su jersey… Creo que finalmente soy guay.
Tuvo un pequeño estremecimiento y cayó en un sueño profundo. Joséphine subió la sábana, colocó el jersey y dejó la habitación cerrando suavemente la puerta. Se apoyó en la pared y pensó, eso es la felicidad, reencontrar el amor de mi hija pequeña, mezclar mis dedos, mi aliento con sus dedos, con su aliento, inmovilizar ese momento, hacerlo durar, huir, degustarlo, lentamente, lentamente, si no la felicidad se alejará antes de que haya podido probarla.
* * *
Júnior tenía un año. Había decidido que ya era hora de independizarse. Se acabó. Ya he jugado lo suficiente a los bebés para divertirles. Me toca tomar el mando porque, en este momento, el mundo se ha vuelto loco.
Se había incorporado, había dado algunos pasos torpes y se había caído sobre sus pañales —éstos no los llevaré mucho tiempo, habrá que deshacerse de ellos rápidamente, menuda idea la de dejar un paquete de caca entre las piernas de un angelito—, se había levantado y había vuelto a empezar. Hasta atravesar la habitación sin dificultad. No era tan difícil eso de poner un pie delante del otro y facilitaba mucho la vida. Empezaba a tener irritaciones en los codos y en las rodillas a fuerza de gatear.
Después había levantado los ojos hacia el pomo de la puerta de su habitación. ¡Menuda idea haberle encerrado! No le ponían las cosas fáciles. Debía de ser una manía de esa chiquilla tan poco espabilada que le habían impuesto como niñera. Una boba hipócrita que se pasaba el tiempo leyendo revistas estúpidas, y cobrando los billetes que le daba el Platillo Volante para comprar sus confidencias. Todo estaba patas arriba en la casa. Su madre yacía postrada en la cama. Su padre lloraba desesperadamente rascándose el cráneo y tenía eczemas por todas partes: en el cuello, en los codos, en las cejas, en los brazos, en las piernas, en el torso, e incluso en el testículo izquierdo, el del corazón. Se oía el vuelo de una mosca, y ya ni una sola risa. Ni visitas, ni comidas bien regadas, ni el olor de esos puros que le picaban en la nariz, ni manos desatadas de papá toqueteando a mamá que se dejaba hacer con esa risa gutural que a él tanto le gustaba. ¡Oh, Marceeel! ¡Marceeel! Bailaba en su pecho como una gárgara cálida y entonaba la melodía de la felicidad. Nada. Un gran silencio, caras largas y llantos enterrados en el fondo de gargantas ahogadas. Mi pobre mamá, te han echado un sortilegio, lo sé muy bien. Y los médicos hablando de depresión. ¡Imbéciles! Han olvidado de dónde vienen, han olvidado que estamos ligados al Cielo y que somos turistas en la Tierra. ¡Como la mayoría de la gente, de hecho! Se creen muy importantes y piensan que lo dominan todo: el cielo y la tierra, el fuego y el viento, el mar y las estrellas. Se las dan de listos. Oyéndoles hablar ¡se diría que han creado el mundo! Se han olvidado tanto de dónde vienen que presumen de ser más fuertes que el Bien y el Mal, que los ángeles y los diablos, que Dios y Satán. Lanzan sus peroratas desde lo alto de su cerebrito de humanos. Invocan la Razón, el Uno más Uno, el si no lo veo no lo creo y cruzan las manos sobre la barriga, riéndose del ingenuo que tiene fe en esas pamplinas. Yo que, no hace mucho, estaba sentado al lado de los ángeles y lo pasaba de fábula, lo sé. Sé que venimos de allí arriba y que volveremos allí. Sé que hay que elegir campo, sé que hay que luchar contra el otro campo y sé que los malvados de enfrente han raptado a Josiane y que quieren su pellejo. Para que Henriette recupere su pasta. Lo sé. Ya puedo dar mis primeros pasos pero no he olvidado de dónde vengo.
Cuando me pidieron, Allí Arriba, si quería volver a trabajar en la Tierra, con una parejita encantadora que se lamentaba de no poder tener hijos y que hacían todo lo que podían para obtener uno guapo, calentito, dorado, los analicé a conciencia, a esa Josiane y ese Marcel, y me parecieron enternecedores. Generosos, meritorios, cremosos, nada tontos. Entonces me dije, sí, vale. Pero es mi última misión. Porque se está la mar de bien Allí Arriba, porque tengo un montón de cosas que hacer allí, libros que leer, películas que ver, cosas que inventar, fórmulas que descubrir y, todo el mundo lo sabe, a la Tierra no se viene a jugar. Es casi el Infierno. Se pasan el día poniéndote zancadillas. Llaman a eso los celos, la maldad, la hipocresía, el afán de lucro, tiene un montón de nombres como los Siete Pecados capitales y eso te retrasa. Si consigues llevar a buen puerto una o dos ideas, puedes darte por satisfecho. Pongamos por ejemplo a Mozart. Le conozco bien. Era mi vecino Allí Arriba. Mira cómo terminó en la Tierra: acosado por los celos, plagiado, ridiculizado, en la miseria. ¡Y sin embargo no hay nadie más encantador y divertido que él! ¡Una auténtica delicia! ¡Una sinfonía!
Pero bueno…
Había hablado de su partida con Mozart que le había dicho, por qué no, son buena gente… Yo, si no tuviese que rehacer mi Marcha Turca porque me dejé llevar por algunos caminos fáciles, por una serie de arpegios un poco jactanciosos, también bajaría a tocarles una melodía al piano, una pequeña Sonata para Dos viejos felices en si mayor. Podía confiar en Mozart. Era un tío legal. Modesto y jovial. Venían todos a visitarle, Bach, Beethoven, Schumann y Schubert, Mendelssohn, Satie y muchos otros más, y hablaba con ellos sin pavonearse. Hablaban sobre todo de trabajo, corchea y doble corchea, todo un galimatías del que no entendía nada. Él era más bien ecuaciones, tiza, pizarra. Había terminado diciendo «sí», y había bajado con Josiane y Marcel. Una buena madre, un buen padre. Dos humanos maravillosos encerrados durante mucho tiempo en la infelicidad, pero el Cielo había decidido recompensarles al final de su vida por los servicios prestados a la humanidad.
¡Qué alegría la de los dos viejecitos cuando llegó! Gritaban milagro. Encendían cirios. Rezaban alabanzas, rebosaban felicidad. Sobre todo él. ¡No se podía estar quieto! Blandía a su hijo como a un trofeo, lo exhibía, lo instalaba al lado de su mesa y le explicaba sus negocios. Apasionante de hecho. El viejo era realmente espabilado. Listo como nadie. Vendía su mercancía en el mundo entero. ¡Había que oírle negociar! Lo que disfrutaba cuando Marcel le llevaba al despacho. No podía participar de verdad, porque estaba prisionero en ese cuerpo de bebé balbuceante y titubeante, pero se las arreglaba como podía desde su sillita para enviarle señales. A veces, Marcel las comprendía. Guiñaba los ojos, se preguntaba si no estaba viendo visiones, pero le escuchaba. Le hablaba en chino, en inglés, le hacía leer balances, análisis financieros, informes de estudios. No tenía de qué quejarse: con el Viejo le había tocado el premio gordo, tenía intuición celestial. Lo duro eran los demás: los que le babeaban encima y le hacían muecas idiotas. Sobre su cuna, las bocas se convertían en gárgolas terroríficas. Le regalaban juguetes para tontos. Peluches mudos, libros de tela con una letra por página, móviles que le impedían dormir. La próxima vez que bajase —¡si tenía que haber una próxima vez!— se encarnaría directamente en Matusalén. Se saltaría la infancia y sus sinsabores. Mozart dice que eso no es posible. ¡Que hay que pasar por los baberos! Ese sí que sabe, Mozart, de las vidas anteriores: las acumulaba. Si no ¿cómo crees que hubiese escrito la Pequeña serenata nocturna con seis años y medio? ¿Eh? Porque tenía mucha vida detrás. ¡Vidas y vidas de compositores ignorados, a quienes vengué de un plumazo! De hecho, si lo pienso un poco, ésa también debería reescribirla, tiene algo de cantinela, ¿no? ¿Tú qué piensas, Albert?
Pero no tuvo tiempo de responder, le habían mandado a la Tierra, a una deslumbrante clínica del distrito dieciséis, en París, Francia. Allí Arriba había empujones para bajar a esa clínica. Cuatro estrellas. Personal cualificado. Atención puntillosa. Un baño caliente y caricias desde que llegas. Su vida había empezado bien. Felicidad, comodidad, culito caliente y dos gorditos amorosos inclinados sobre el monito azul. Sólo cuando apareció el Platillo Volante las cosas empezaron a torcerse. La primera vez que la vio, hizo un gesto reflejo: hizo el signo de defensa que se enseña Allí Arriba para defenderse del Maligno, los pulgares y los índices en un rombo tendido hacia el adversario, y los tobillos cruzados. Le había cerrado la entrada. Ella no había podido atacarle. Pero había fallado en proteger a su madre. Era ella la que se lo había tragado todo.
Ya era hora de coger la sartén por el mango.
Hora de neutralizar al Platillo Volante. De ella procedían todos sus problemas. Según el viejo refrán policial: ¿a quién aprovecha el crimen? Leído en un envoltorio de piruleta. No están mal los dichos de las piruletas. Te permitían ponerte al día cuando caías en la Tierra. Y además eran una de las pocas cosas que se podían leer, de bebé, aparte de los libros de tela con una vocal por página. ¡Menuda lectura! ¡Había que tragarse las cortinas para tener una frase entera!
Había estado reflexionando mientras mordisqueaba su piruleta, y había deducido que el Platillo Volante les había lanzado una maldición. Había hecho un pacto con las fuerzas del Mal y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡abracadabra te meto en un lío! Más tarde, un día en el que la Boba lo había dejado delante de la tele —se pasaba todo el tiempo delante de la tele, mirando espectáculos estúpidos que ablandan el cerebro—, había visto algo que le había recordado una cosa. Una bruja que lanzaba sortilegios arrugando la nariz. De hecho resulta extraño, porque ese programa había tenido mucho éxito. Todo el mundo lo veía, encantado, pero nadie creía en él. Llamaban a eso entretenimiento. ¡Pobres! Si supieran… El entretenimiento podía tener dos alas en la espalda o dos cuernos en la frente ¡y aquello sería harina de otro costal! Otra vez, viendo una película, sentado sobre su montón de caca que la Boba Hipócrita cambiaba cuando le venía en gana, llamada Ghost. Decían que había sido un blockbuster. Eso quería decir que había tenido un éxito tremendo. Y en lugar de escuchar las enseñanzas de la película, que explicaba exactamente cómo era lo de Allí Arriba, ¡no se habían quedado más que con la historia de amor! La bella Demi Moore que lloraba manipulando arcilla. Ese día había golpeado como un loco su Lego para hacer un llamamiento a la población y hacerles comprender qué era eso. ¡Exactamente eso! El Bien y el Mal. La Luz y la Oscuridad. Los demonios que se deslizan por doquier y la Luz que lucha contra el Diablo. ¡Nada! No habían visto nada. Ya podía volverse loco golpeando todo lo que encontraba. Se había mordido el puño hasta hacerse sangre con su único diente, y se habían enfadado con él. «Pues sí que es violento», decía Josiane abriendo los ojos como platos. ¡Violento no!, babeaba él eructando: ¡clarividente!
No llegó a ver el final de la película. Le habían acostado. Esa noche, en su cuna, se había puesto furioso. Había mordido los barrotes. Te dan las instrucciones, te lo dan todo mascado ¡y sigues ciego!
¡Ay, si pudiese hablar!
¡Si pudiese contaros! ¡Viviríais de otro modo! ¡Os ganaríais el paraíso en la tierra, en lugar de coceros al fuego lento en el Infierno, librándoos a vuestros apetitos más viles! El Platillo Volante va a acabar chamuscada, en cueros, desfigurada, si continúa jugando con el Diablo.
Ese día era domingo. Domingo 24 de mayo. Hacía quince días que caminaba y tenía unas ganas locas de salir de su habitación. Y sin embargo, ya podía intentar descubrir algún ruido en la casa, no oía nada y ese silencio no le decía nada bueno. ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué hacía su madre? ¿La Hipócrita se había tomado el día libre? ¿Por qué no venían a buscarle? Su estómago rugía de hambre y la idea de un buen desayuno le hacía la boca agua.
Ese día, pues, en su habitación, tras haber arrastrado una silla para alcanzar el pomo de la puerta y poder huir, había decidido pasar a la acción. Combatir la desgracia. Sabía que tenía una aliada: la famosa madame Suzanne que no era una de esas descreídas. Ya no venía, le había perdido el gusto al asunto, pero nunca se sabe, el Cielo podría ponerse de su lado y empujar su amabilidad hasta hacerla volver. Había pedido a los de Allí Arriba que le echaran una mano, al despertar, a la hora en que el Cielo y la Tierra se mezclan, en la que uno sueña, despierto, con los ángeles.
Abrió la puerta, enfiló el pasillo, echó un vistazo al salón, al cuarto de la lavadora, no vio a nadie, aceleró, sin caerse, hasta la habitación de su madre y ahí, lo que vio le hizo gritar. Un largo grito estridente surgió de su pecho y rebotó hasta la interesada, que pareció emerger de un sueño.
Josiane había colocado una silla sobre el balcón de su habitación —vivían en el sexto— y, vestida con un largo camisón blanco que cubría sus pies, vacilaba, atraída irresistiblemente por el vacío. Estrechaba contra su corazón una foto de su hombre y de su hijo y oscilaba, con los ojos cerrados y los labios blancos.
Como arrancada bruscamente de su letargo, había abierto los ojos y vio, a sus pies, a su hijo que la miraba gritando y tendía su manita hacia ella.
—¡Arrgg! —gritó él colocándose entre ella y el vacío.
—Júnior… —balbuceó ella reconociéndole—. ¿Ya andas? Y yo no lo sabía.
—Grumfgrumf… —articuló él, maldiciendo su envoltorio de bebé.
—Pero ¿qué pasa? —se preguntó pasándose la mano sobre la frente—. ¿Qué hago aquí?
Miró la silla, sus pies, el vacío ante sí. Estuvo a punto de caerse. Se balanceó de pie, los brazos tendidos hacia el vacío. Júnior se incorporó, le ofreció el apoyo de sus brazos para amortiguar el choque y recibió a su madre en pleno pecho.
Rodaron sobre el parqué, se derrumbaron haciendo un ruido sordo, el ruido terrible de dos cuerpos que caen, que sobresaltó a la criada ocupada en rellenar los crucigramas del Tele 7 juegos en la cocina. Se oyeron pasos precipitados, gritos, «¡Dios mío! ¡No es posible!». La Boba les levantó, se aseguró de que no se habían roto nada, repitió hasta la saciedad que no había oído nada, que estaba en la cocina preparando el desayuno… Enseguida llegó Marcel, rojo y descompuesto. ¡Su mujer, su niño! ¡Completamente contusionados, completamente lívidos! Se retorcía las manos. La bolsa de cruasanes calientes que había ido a buscar para obsequiarles cayó al suelo.
Júnior atrapó uno y se lo metió en la boca. Tenía hambre. Con la barriga llena pensaba mejor. Había que actuar deprisa. Esta noche iría a dar una vuelta por Allí Arriba, hablaría con Mozart, él le diría lo que tendría que hacer.
Más tranquilo, agarró un segundo cruasán.
* * *
Ese mismo domingo, Hortense tomaba un brunch en Fortnum & Mason en compañía de Nicholas Bergson, director artístico de Liberty. Le gustaba Liberty, esa gran tienda de moda a la vez retro y vanguardista, cuya entrada en Regent Street parecía la de una vieja casa alsaciana. Merodeaba mucho por allí. Había conocido a Nicholas Bergson mientras vagaba por entre la ropa expuesta, tomando notas y fotos de detalles interesantes. Era un hombre seductor, a condición de olvidarse de su reducida estatura. Nunca le habían gustado los enanos, pero sentado, no se veía. Era gracioso, se le ocurría una idea por minuto, y tenía esa deliciosa actitud inglesa que consiste en guardar siempre las distancias entre uno mismo y los demás.
Estaban hablando de su trabajo de fin de curso. Un portafolio que debía presentar y que decidiría su paso al curso superior. De mil estudiantes, sólo quedarían setenta. Ella había elegido como tema Sex is about to be slow[16]. Era original, pero no fácil. Estaba segura de que nadie tendría la misma idea, pero no tanto de conseguir ilustrarla. Además de presentar un libro de bocetos, debía organizar un desfile con seis modelos. Seis modelos que dibujar, realizar, y un cuarto de hora para convencer. Así que iba en busca del detalle. El detalle que infiltraría la seducción en una minucia, la puesta en escena de la lenta expansión del deseo sexual. Un vestido completamente negro, cerrado con un nudo elaborado, una espalda al aire abierta en trampantojo, una sombra dibujada sobre una mejilla, un velito transparente que esconde un ojo negro, la hebilla de un zapato sobre un tobillo arqueado… Nicholas podía echarle una mano. Y además, no era tan pequeño, decidió, tenía simplemente un torso largo. Un torso muy largo.
La había invitado al cuarto piso de Fortnum & Mason, a su salón de té preferido. Ya iban tres veces seguidas que Gary declinaba sus propuestas dominicales de brunch. No era tanto el rechazo lo que la preocupaba, era el tono educado que había empleado. Quien dice «educación» dice reserva, incomodidad, secreto oculto. El brunch del domingo se había convertido en un rito para ellos. Tenía que pasar algo realmente importante para abandonarlo. Algo o alguien. Y era esa segunda propuesta la que no le gustaba nada.
Frunció la nariz y Nicholas creyó que no estaba de acuerdo con él.
—Que sí, te puedo asegurar que el negro y el deseo van tan bien juntos, que debes hacer un modelo completamente negro de la cabeza a los pies. Y hablo también del modelo. La chica deberá ser más negra que el carbón y sólo su blanca sonrisa sugerirá la hendidura, la hendidura abierta al deseo, el abismo del tiempo en la grieta del deseo, el abismo del deseo masculino en la hendidura del deseo femenino…
—Quizás tengas razón —dijo Hortense retomando un trozo de scone y un sorbo de té lapsang-souchong, deliciosamente aromatizado por la madera del cedro sobre la que se había secado. Sí, el cedro estaba bien, aunque había cierto toque a ciprés que se descubría al final de la degustación.
—Por supuesto que tengo razón y por cierto…
Y por cierto, ¿desde cuándo no se habían visto los dos, solos? Desde la famosa cena en el restaurante donde ella le había invitado, desde ese paseo nocturno por Londres, desde que vivía con Li May. Había estado muy ocupada con la mudanza, las clases, el próximo fin de curso, organizar el desfile, se había saltado un domingo, dos, tres, quizás cuatro, y cuando ella le había llamado, con un gesto seductor en la boca, dispuesta a recuperar el tiempo perdido, él había contestado con ese tono educado. Ese horrible tono educado. ¿Desde cuándo éramos educados, nosotros dos? Era lo que le gustaba de estar con él: poder decir en alto lo que pensaba en voz baja sin sentir vergüenza, sin enrojecer, ¡y ahora se volvía educado! Turbio, huidizo. Sinuoso. Sí, sinuoso. Cada nuevo adjetivo era una nueva puñalada en el corazón, y ella seguía apuñalándose alegremente. Mordió el borde de su taza de té. Nicholas, inmerso en su perorata, no se dio cuenta. Ahí hay una chica, se dijo dejando su taza de lapsang-souchong, y ciprés en el té, estoy segura. Estoy segura. De acuerdo, lo que me gusta de Gary, entre otras muchas cosas, es su independencia, y el hecho de que camina tranquilo hacia su destino, pero no me gusta cuando se me escapa. No me gusta cuando los hombres se me escapan. Y no me gusta cuando se me pegan. ¡Uffff! ¡Demasiado complicado! ¡Demasiado complicado!
—Y en cuanto a las modelos, no te preocupes, te encontraré seis deliciosamente lentas y turbadoras. Ya tengo tres nombres en la cabeza.
—No tengo presupuesto para pagarlas —replicó Hortense, aliviada de que interrumpieran sus estériles ensoñaciones con una oferta generosa.
—¿Y quién habla de pagarlas? Lo harán gratis. Saint Martins es una escuela prestigiosa, ese día estarán todos los que tienen algo que decir en el mundo de la moda, los medios de comunicación. Todos quieren acudir, querida, y ellas vendrán corriendo.
Tenía que pasar. Es guapo como un príncipe de Las mil y una noches, inteligente, divertido, rico, culto. Tiene aspecto de pura sangre, cualquier mujer soñaría con atraparlo… ¡Y se me ha escapado! Y no se atreve a decírmelo. ¿Cómo se hace para estar enamorado?, se preguntó. ¿Podría enamorarme de Nicholas esforzándome un poco? No está mal, Nicholas. Y podría servirle. Frunció la nariz. No pegaba lo de «estar enamorado» con «servir». NO QUIERO QUE GARY ESTÉ ENAMORADO DE OTRA. Sí, pero… quizás haya caído de cuatro patas sin proponérselo. Por eso se muestra Cortès y huidizo. No sabe cómo decírselo.
Sintió cómo toda la infelicidad del mundo —o lo que ella imaginaba como toda la infelicidad del mundo— caía sobre sus hombros. No, se dijo, Gary no. Estaría tras la pista de una auténtica guarra que ocupaba todo su tiempo, o había decidido releer de un tirón Guerra y Paz. Lo leía una vez al año y se retiraba a su habitación. «Sex is about to be slow but nobody is slow today because if you want to survive you have to be quick»[17]. Era su argumento final. Podría terminar su desfile con una chica que se derrumba, fingiendo morir, y las otras cinco empiezan a andar a toda prisa, remitiendo el deseo lento a la categoría de accesorio de novela barata. No era mala idea.
—Sería como una película que se acelerara para terminar en un remolino deslumbrante —explicó a Nicholas, que pareció encantado.
—Querida, tienes tantas ideas que me gustaría contratarte para Liberty…
—¿De verdad? —preguntó Hortense, seducida.
—Cuando hayas terminado tus tres años de estudios.
—Ah —dijo ella, decepcionada.
—Pero recuerda, lo que es lento es exquisito… Lo has dicho tú.
Ella sonrió. Sus grandes ojos verdes se tiñeron de un interés que no dejó indiferente al hombre. Él levantó la mano para pedir la cuenta, pagó sin mirar la nota y añadió: «¿Levamos anclas, compañera?». Ella cogió el bolso Miu Miu que él le había regalado antes de pedir el té y los scones y le siguió.
Fue al dejar el cuarto piso, mientras esperaban el ascensor, cuando sucedió la cosa horrible.
Ella esperaba a un lado balanceando su nuevo bolso, calculando su precio entre seiscientas y setecientas libras como mínimo —se lo había regalado con tanta desenvoltura, que se preguntó si no lo habría cogido de un contenedor para ponérselo bajo el brazo antes de dejar la tienda—, Nicholas hablaba por teléfono, decía «que no, que no» con tono impaciente, ella se entretenía pasándose el bolso de una mano a otra, colocándoselo bajo el brazo derecho, bajo el brazo izquierdo, examinaba su reflejo en la puerta del ascensor, giraba, revoloteaba, cuando la puerta se abrió dando paso a una mujer magnífica. Una de esas criaturas tan elegantes, que una se detiene a estudiarlas en la calle, para intentar comprender cómo han conseguido ese milagro: ser única y deslumbrante sin un miligramo de banalidad. Llevaba un vestido negro ceñido, un collar de perro con diamantes falsos gruesos como onzas de chocolate, manoletinas, guantes negros largos, y un enorme par de gafas negras que subrayaban una deliciosa naricita respingona y una boca roja delicada como una cereza que se acaba de morder. Un enigma de la belleza. Una emanación de feminidad embriagadora. Sólo negro, un negro que brillaba con mil colores de tan negro que era. A Hortense se le desencajó la mandíbula. Estaba dispuesta a seguir a la deslumbrante criatura hasta el fin del mundo para descubrir sus secretos. Giró sobre sí misma para seguir a la aparición, y cuando volvió a las puertas abiertas del ascensor, divisó a un hombre ocupado en recoger el contenido de un bolso que se había volcado. Nicholas impedía que la puerta del ascensor se cerrase y escuchó al hombre decir: «Perdónenme… Muchas gracias». ¿Qué aspecto tendría el hombre que acompañaba a esa mujer magnífica?, se preguntó Hortense, conteniendo el aliento, esperando a que el hombre agachado se incorporara.
Tenía el aspecto de Gary.
Vio a Hortense y se echó hacia atrás como si se hubiese quemado con aceite hirviendo.
—¿Gary? —llamó la criatura magnífica—. ¿Vienes, love?
Hortense cerró los ojos para no ver nada más.
—Ya voy… —dijo Gary, besando a Hortense en la mejilla—. ¿Nos llamamos?
Ella abrió los ojos y los volvió a cerrar. Aquello era una pesadilla.
—Humm… Humm —hizo Nicholas, que había terminado su conversación—. ¿Nos vamos?
La deslumbrante criatura se había instalado en una mesa y hacía una señal a Gary para que se reuniese con ella, levantando la gruesa montura de sus gafas, descubriendo dos almendrados ojos negros de cierva al acecho, extrañados de no ver a la horda de paparazzi pisándole los talones.
—¿Vamos? —repitió Nicholas manteniendo la puerta del ascensor abierta—. No tengo la intención de hacerme ascensorista.
Hortense asintió con la cabeza, saludó a Gary como si no lo reconociese.
Entró en el ascensor y se apoyó contra la pared. Me voy a estrellar contra el sótano. Descenso a los infiernos garantizado.
—¿Damos una vuelta por Camden? —preguntó Nicholas—. ¡La última vez encontré dos cardigan Dior por diez pounds! A real bargain![18]
Ella le miró. El torso demasiado largo de verdad, pensó ella acercándose, pero ojos bonitos, una hermosa boca, un aire de corsario… Quizás, si me concentro en el corsario…
—Te quiero —dijo inclinándose hacia él. Él se sobresaltó, sorprendido, y la besó dulcemente. Besa bien. Se toma su tiempo.
—¿Lo piensas de verdad?
—No. Sólo quería saber qué sensación producía el decirlo. Nunca se lo he dicho a nadie.
—Ah… —dijo él, decepcionado—. Ya me imaginaba que era…
—Un poco precipitado… Tienes razón.
Ella le cogió del brazo y caminaron hacia Regent Street.
De pronto, Hortense se quedó inmóvil.
—¡Pero si es una vieja!
—¿Quién?
—¡La criatura del ascensor, es una vieja!
—Exageras… Charlotte Bradsburry, hija de lord Bradsburry, confiesa veintiséis años, ¡para no reconocer veintinueve!
—¡Una vieja!
—Un icono, querida, ¡un icono de la sociedad londinense! Diplomada en Cambridge, con criterio literario y erudita, atenta a todo lo que se hace en arte, en música, a veces mecenas, y generosa además: ¡tiene fama de descubridora de talentos! Dedica su tiempo y sus relaciones al servicio de jóvenes desconocidos que, muy pronto, se convierten en famosos.
—¡Veintinueve años! ¡Ya sería hora de que se muriese!
—Deslumbrante y redactora en jefe de The Nerve, ya sabes, la revista que…
—The Nerve! —gimió Hortense—. ¿Es ella? ¡Estoy acabada!
—Pero ¿por qué, querida, por qué?
Había hecho una señal a un taxi que se detuvo ante ellos.
—¡Porque tengo la firme intención de ocupar su puesto!
* * *
En ese domingo 24 de mayo, Mylène Corbier estaba en su puesto. Había reemplazado la televisión por un enorme par de prismáticos y espiaba a sus vecinos. Estaba deseando volver del trabajo para inmiscuirse en la vida de los demás. Sacaba la lengua, mojaba los labios, lanzaba grititos o condenaba haciendo chascar la lengua. Cuando se los cruzaba, se reía ahogadamente al verlos. Lo sé todo de vosotros, pensaba, podría denunciaros si quisiera…
Esa mañana, hubo una redada de la policía en el quinto, y habían arrestado a una pareja. Dos pobres diablos que habían partido rodeados por un escuadrón de hombres, que golpeaban el suelo con el tacón de sus botas para advertir a los vecinos de que no violasen la ley. El señor y la señora Wang no pagaban el impuesto por el hijo suplementario. Se había descubierto que tenían dos hijos, y escondían a uno cuando tenían visita. No salía nunca o lo hacía a hurtadillas, a escondidas de sus padres, vestido con la ropa de su hermana mayor. Eso era lo que le había traicionado. Él era muy menudo mientras que su hermana era fuerte. Flotaba en su ropa como un abejorro en la ropa de Espinete. Mylène había visto a los dos niños desde hacía mucho tiempo. Rezaba para que el pequeño no fuese descubierto. Tenía grandes ojos negros asustados y la cabeza llena de remolinos. No paraba de rezar. Tenía miedo. El señor Wei la hacía seguir, estaba segura. Había intentado localizar a Marcel Grobz, pero él no respondía a sus llamadas.
Quería volver a Francia. Ya estoy harta de estar sola, ya estoy harta de pasarme el día trabajando, ya estoy harta de que me toquen la nariz porque soy extranjera, ¡ya estoy harta de sus karaokes televisados! Quiero la tranquilidad de Anjou.
Los domingos eran terribles. Se quedaba en la cama el mayor tiempo posible. Alargaba la hora del desayuno, tomaba un baño, leía los periódicos, subrayaba una dirección, estudiaba un maquillaje, un peinado, buscaba ideas que copiar. Después hacía un poco de gimnasia. Se había comprado el programa de fitness de Cindy Crawford. Ella no se habría podrido en China. Ella se habría marchado enseguida.
Sí pero ¿qué hacer? ¿Me voy dejando mi dinero?
Ni hablar.
¿Voy a refugiarme al consulado de Francia? ¿Lo cuento todo y pido un nuevo pasaporte? Wei se enteraría y me castigaría. Puedo acabar encerrada en un ataúd. Y no tengo familia en Francia que vaya a alarmarse.
Puedo intentar mitigar la desconfianza de Wei… Que me devuelva el pasaporte. Lo ideal sería compartir mi tiempo entre Francia y China.
Eso no resolvería nada. No podría vivir dividida entre Blois y Shanghai. Wei lo sabe muy bien, por eso no quiere que me marche.
No dejaba de decirle que era frágil, desequilibrada. Lo que seguro la desequilibraba era que él repitiese eso cien veces al cabo del día. Acabaría por creerle. Y ese día, estaría perdida. Definitivamente perdida.
Él concluía diciendo que debía confiar en él, encomendarse a él, que la había hecho rica, sin quien ella no sería nada. Trabaje, trabaje, es bueno para la salud, si deja de trabajar, usted… Y se ponía las dos manos sobre la espalda imitando una camisa de fuerza. Dos bofetadas que le perforaban los tímpanos. Mylène se estremecía y callaba.
Sobre las siete de la tarde se ahogaba en la tristeza. Era la hora terrible. El sol se acostaba en medio de los rascacielos de vidrio y acero, temblando en una capa de contaminación rosa y gris. ¡Hacía diez meses que no había visto el cielo azul! Recordaba muy bien la última vez que había visto azul en el cielo: habían anunciado la llegada de un tifón y el viento había soplado alejando la nube gris. Se asfixiaba, ya no podía más.
Ese domingo 24 era como todos los demás domingos.
Uno más, suspiró.
Iba a escribir una carta. Ya no le divertía. Antes, jugaba a las mamás, se montaba toda una historia, se había exiliado para pagar los estudios de sus hijos, ropa bonita. Ahora ya no estaba segura. ¿Para qué servía eso si debía permanecer prisionera aquí?
El lunes por la noche iría a cenar con un francés que fabricaba juguetes en China, que después vendía en las grandes superficies de Francia. El jueves viajaba a París. Ella quería noticias frescas, no noticias pescadas en Internet. Le preguntaría cómo estaban las calles, cuál era la canción que más se oía, ¿y Operación Triunfo? ¿Quién era el favorito esta temporada?, ¿y el último disco de Raphael?, ¿y los vaqueros, todavía pitillos o pata de elefante? ¿Y la baguette, había aumentado de precio? Era su vida, sus trozos de vida que le ofrecían entre dos platos en un restaurante. Una vida por poderes. A los hombres los encontraba en Internet. Sólo tenía que preocuparse de escoger. Estaban impresionados por su éxito, por su piso. No esperaba nada de ellos, más que un alivio inmediato, y que después se marcharan…, ¿qué era lo que cantaba ya su madre? ¿Tres vueltecitas y se van?
Tres vueltecitas y se iban.
Y yo me quedo.
Cuando caía la noche, volvía a coger sus prismáticos y espiaba la vida de sus vecinos. Eso la mantenía ocupada hasta que llegara la hora de irse a la cama. Se acostaba pensando mañana irá mejor, mañana volveré a llamar a Marcel Grobz, terminará contestando, encontrará una solución para sacar mi dinero.
Marcel Grobz… Era su último y único recurso.
* * *
Ese domingo, a última hora de la tarde, Joséphine, que había trabajado todo el día en su HDI sobre la historia de las rayas de los hermanos carmelitas, decidió hacer una pausa y sacar a pasear a Du Guesclin.
Iris se había pasado la tarde tumbada en el sofá del salón. Veía la televisión y charlaba por teléfono, mientras se masajeaba los pies y las manos con una crema, aguantando el auricular entre el hombro y el mentón. Me va a llenar el sofá de grasa, había murmurado Joséphine al pasar una primera vez delante de su hermana para ir a prepararse una taza de té a la cocina. Cuando pasó por segunda vez, Iris seguía al teléfono y seguía ante la televisión. Michel Drucker entrevistaba a Céline Dion. Iris se masajeaba los antebrazos. La última vez que pasó, había cambiado de posición y hacía tres cosas a la vez: ver la tele, hablar por teléfono y arquear el cuerpo, reafirmar sus muslos.
—No… No está nada mal la casa de mi hermana. El mobiliario no es nada del otro mundo, pero bueno… Prefiero estar aquí que en casa, con Carmen, que se pregunta cómo subirse a la Cruz y clavarse los clavos ¡para salvarme! Ya no la soporto, qué pegajosa es, qué pegajosa.
Joséphine había aplastado el té con rabia en el filtro, y derramó la mitad del agua del hervidor al lado de la tetera.
Zoé había pedido permiso para ir al cine, estaré aquí para la hora de cenar, te lo prometo, he hecho todos los deberes, todo lo del lunes, el martes y el miércoles. ¿Y cuándo tendrás tiempo para explicarme por qué te has enfadado, por qué me has odiado todo este tiempo?, pensó Joséphine. Zoé se había cambiado seis veces de ropa, irrumpiendo en la habitación de su madre y preguntando: «¿Está bien así? ¿No me hace el culo gordo?». «¿Y así, los muslos no parecen más gordos?». «Y di, mamá, ¿es mejor botas o manoletinas?». «¿Y el pelo, me lo recojo o no?». Entraba y salía, empezaba la pregunta en el pasillo, la terminaba plantándose delante de su madre, volviendo con ropa nueva y una nueva pregunta, a Joséphine le costaba concentrarse en su trabajo. La discriminación por las rayas. Una hermosa historia para ilustrar su capítulo sobre los colores.
A finales del verano de 1250, los hermanos carmelitas, de la orden del Carmelo, desembarcan en París con un hábito castaño, y un abrigo de rayas blancas y marrones o blancas y negras encima. ¡Escándalo! Las rayas están muy mal vistas en la Edad Media. Están reservadas a la gente malvada, Caín, Judas, a los felones, a los condenados, a los bastardos. Así que, cuando los pobres monjes se paseaban por París, se reían de ellos. Les llamaban los «hermanos rayados», eran víctimas de agresiones verbales y físicas. Les asociaron al diablo. Les ponían cuernos, se tapaban la cara cuando pasaban. Ellos se alojaron cerca del convento de las Beguinas, pidieron refugio a las monjas, pero ellas se negaron a abrirles la puerta.
El conflicto durará treinta y siete años. En 1287, el día de la fiesta de María Magdalena, renuncian por fin al abrigo «rayado» y adoptan una capa blanca.
—Ponte una camiseta blanca —había aconsejado Joséphine, luchando entre el siglo XIII y el XXI—. Destaca la tez y vale para todo.
—Ah… —había respondido Zoé, no muy convencida.
Du Guesclin, acurrucado a sus pies, dormitaba. Joséphine había cerrado sus libros, se había frotado la punta de la nariz, síntoma de enorme fatiga, y había decidido que un poco de aire fresco no le vendría mal. No había ido a correr esa mañana. Iris no había dejado de quejarse, de repetir las mismas preguntas sobre su futuro incierto.
Se levantó, se puso una chaqueta, pasó por el salón haciendo una señal a Iris de que se iba. Iris respondió apartando el teléfono y retomó su conversación.
Joséphine cerró la puerta de golpe y bajó los escalones de cuatro en cuatro.
La cólera crecía en su interior, más negra que el humo del carbón. Estaba al borde de la asfixia. ¿Voy a tener que encerrarme en mi habitación para estar en paz? ¿Ir a hacerme el té de puntillas sobre el parqué para no molestar su cháchara? La cólera aumentaba y el humo negro le oscurecía el cerebro. Iris no había levantado un dedo para poner o quitar la mesa del desayuno. Había pedido que le tostaran el pan, dorado, no calcinado, por favor, y había añadido ¿no tendréis miel de la casa Hédiard, por casualidad?
Cruzó el bulevar y llegó al Bois. ¡Anda!, pensó, no he visto el cartel de Luca. Le parecía extraño decir «Luca» y no «Vittorio». He debido de pasar al lado sin darme cuenta… Aceleró el paso, dio una patada a una vieja pelota de tenis. Du Guesclin le lanzó una mirada extrañado. Para calmarse, volvió a pensar en su trabajo sobre los colores. En el simbolismo de los colores. Sería su primer capítulo, una exposición antes de profundizar en el tema. Impresionar al profesor gruñón para suscitar su interés. Hacerle tragar las cinco mil páginas que seguirían… El azul era, en la Edad Media, la expresión de la melancolía. Así podía ser un color de duelo. Las madres que habían perdido un hijo portaban la cerula vestís, un vestido azul, durante dieciocho meses. En la iconografía, la Virgen, vestida de azul, lleva luto por su hijo. El amarillo era el color de la enfermedad y del pecado. De la palabra latina galbinus procedía la francesa jaune, amarillo, palabra construida sobre una raíz germánica referida al hígado y la bilis. Se detuvo y se llevó la mano a la cadera: tenía flato. Estaba generando bilis, ¡estaba fabricando amarillo! El amarillo, color de los envidiosos, de los avaros, de los hipócritas, de los mentirosos y de los traidores. La enfermedad del cuerpo y la enfermedad del alma se aúnan en ese color. Judas aparece siempre vestido de amarillo. Transmitió su color simbólico al conjunto de comunidades judías en la sociedad medieval. Los judíos fueron perseguidos, relegados a barrios aislados, el ghetto, en Roma. Los concilios se pronunciaron contra el matrimonio entre cristianos y judíos, y se exigió que los judíos llevaran un signo distintivo, una estrella que se convertiría en la siniestra estrella amarilla impuesta por los nazis, que adoptaron esa idea de los símbolos medievales.
Mientras que el verde…, piensa en el verde, se exhortó Joséphine mirando a los árboles, el césped, los bancos públicos. Aspira los vapores de la clorofila que emiten las hojas tiernas. Llena tus ojos de hierba verde, del ala del pato que se confunde con el verde del agua, del color del cubo del niño que siembra su pasta de césped cortado. El verde se asocia a la vida, a la esperanza, simboliza a menudo el paraíso, pero si está un poco ennegrecido, evoca el mal y hay que desconfiar. Desconfiar del negro que invade mi cabeza. No sofocarme bajo la lluvia de la cólera. Es mi hermana, es mi hermana. Sufre. Debo ayudarla. Cubrirla con un manto blanco. De luz. ¿Qué me está pasando? Antes no me enfadaba cuando me manejaba a su antojo. No lo veía todo amarillo o negro. Obedecía. Bajaba los ojos. Enrojecía. Rojo, color de la muerte y de la pasión, los verdugos iban vestidos de rojo, los cruzados llevaban una cruz roja en el pecho. Roja también la ropa de las putas, de las mujeres adúlteras. Roja la sangre de la mujer que se libera y se pone furiosa… Estoy cambiando. Estoy creciendo como una adolescente furiosa, rebelándome contra la autoridad. Empezó a reír. Estoy echando cuentas, hago inventario de mis nuevos sentimientos, los evalúo, los sopeso, los pruebo en frío, en caliente y me despego de Iris, me alejo rabiando como una niña, pero me alejo.
Du Guesclin iba y venía a su alrededor. Trotaba echando el morro hacia delante, a ras de suelo, llenándose de olores. El hocico pegado a las huellas de otros cuadrúpedos que habían pasado antes que él. Avanzaba dibujando círculos más o menos amplios. Pero siempre volvía hacia ella. Ella era el centro de su vida. A la luz del día se distinguían sobre sus flancos rayas de carne rosada, de ese rosa enfermizo que señala la piel de las quemaduras graves, y sobre su cara, dos trazos negros que parecían la máscara del Zorro. Se alejaba, vagabundeaba, iba a olisquear a otro perro, regaba un arbusto, una rama en el suelo, volvía a echarse a sus pies, celebrando el encuentro tras una larga separación.
—¡Para, Du Guesclin, me vas a hacer caer!
La miraba con devoción, ella le frotó el morro subiendo desde el hocico hasta las orejas. Él dio tres pasos pegado a ella, sus patas en sus piernas, sus anchos omoplatos pegados a sus muslos, y volvió a marcharse a olisquear, atrapando al vuelo una hoja que caía. Arrancaba con una rapidez, con una brutalidad que asustaba, y después se detenía en seco, localizando una presa para obligarla a salir.
A lo lejos vio a Hervé Lefloc-Pignel y al señor Van den Brock, que caminaban a lo largo del lago. Así que son amigos. Pasean juntos los domingos. Dejan a sus mujeres y a sus hijos en casa para hablar entre hombres. Antoine no hablaba nunca «entre hombres». No tenía amigos. Era un solitario. Le hubiera gustado saber de qué estaban hablando. Ambos llevaban un jersey rojo echado sobre los hombros. Parecían dos hermanos vestidos por su madre. Sacudían la cabeza, preocupados. No parecían estar de acuerdo. ¿Bolsa? ¿Inversiones? Antoine nunca había tenido suerte en la Bolsa. Cada vez que le echaba el ojo a un valor que le aseguraba ganancias rápidas y cómodas, el valor «se desinflaba». Ése era el término que empleaba. Había invertido todos sus ahorros en el Eurotúnel y esa vez, sólo había dicho: «Se ha desinflado enormemente». Y ahora, ¡le sisaba los puntos del Intermarché! ¡Pobre Tonio! Un vagabundo que vive en el metro, entre bolsas de plástico que llena de vituallas robadas. Un día volverá y llamará a mi puerta. Me pedirá techo y comida… y yo le acogeré. Evocaba esa posibilidad con serenidad. Se había acostumbrado a su regreso. Ya no tenía miedo de su fantasma. Casi estaba deseando que volviese. Deseando que terminaran sus dudas. No hay nada peor que no saber.
¿Acaso existe realmente la tal Dottie Doolittle, o se la ha inventado Iris para justificar su separación de Philippe? La duda crecía en su interior. A veces Iris podía contar cualquier bobada. Es terrible confesar que su marido la ha dejado por su culpa. Es mucho más fácil decir que te ha dejado por otra. Tendría que ir a ver. No necesitaría hacer preguntas, me sentaría frente a él y hundiría mi mirada en sus ojos.
Ir a Londres…
Mi editor inglés me ha pedido que vaya a verle. Podría utilizar ese pretexto. Era una idea. Caminar o correr le daba siempre ideas. Miró la hora y decidió volver a casa.
Iphigénie estaba a punto de vaciar la basura, Joséphine se propuso ayudarla.
—Lo único que hemos de hacer es dejarlo todo en la entrada del local —propuso Iphigénie.
—Si quiere… ¡Du Guesclin, ven aquí! ¡Enseguida!
El perro había entrado en el patio como una flecha.
—¡Ay, Dios! ¡Si se hace pis en el patio y le ven, ya me puedo preparar para llevarlo a la Sociedad Protectora! —dijo Joséphine ahogando una risita con la mano.
Se había pegado contra la puerta del cuarto de la basura y olisqueaba con furia.
—Pero ¿qué le pasa? —dijo Joséphine, extrañada.
Rascaba la puerta con la pata e intentaba abrirla empujándola con el morro.
—Quiere echarnos una mano… —conjeturó Iphigénie.
—Qué raro…, se diría que sigue una pista. ¿Esconde usted droga, Iphigénie?
—No bromee, señora Cortès, ¡mi ex sería perfectamente capaz de hacerlo! Le pillaron una vez por tráfico de drogas.
Joséphine agarró una bolsa llena de platos de cartón y vasos de plástico, y se dirigió hacia el local. Iphigénie iba detrás arrastrando por el suelo las dos enormes bolsas de basura.
—Separaré el vidrio del papel mañana, señora Cortès.
Abrieron la puerta del local y Du Guesclin saltó al interior, el hocico pegado al suelo, rascando el hormigón con sus garras. El aire era irrespirable, caliente, fétido. Joséphine notó cómo el olor amargo y repugnante de la carne pasada le asfixiaba la garganta.
—Pero ¿qué está buscando? —se preguntó tapándose la nariz—. ¡Esto apesta! ¡Voy a terminar creyendo que esa Bassonnière tenía razón!
Se llevó la mano a la boca, invadida por unas repentinas ganas de vomitar.
—Du Guesclin… —murmuró, presa del asco.
—¡Ha debido de oler una salchicha podrida!
El olor era insistente, penetrante. Du Guesclin había ido a buscar un trozo de moqueta vieja enrollada contra la pared, y se dedicó a acercarlo a la puerta. Lo había agarrado entre las fauces y tiraba, apoyado en las patas traseras.
—Quiere enseñarnos algo —dijo Iphigénie.
—Creo que voy a vomitar…
—Sí, sí. ¡Mire! Ahí detrás…
Se acercaron, apartaron tres cubos grandes, miraron al suelo y lo que vieron las horrorizó: un brazo de mujer, blanquecino, sobresalía de la moqueta sucia.
—¡Iphiiiigénie! —gritó Joséphine.
—Señora Cortès… ¡No se mueva! ¡Quizás sea una aparición!
—¡Que no, Iphigénie! Es un… ¡cadáver!
Miraban fijamente el brazo que sobresalía y parecía pedir ayuda.
—¡Deberíamos avisar a la policía! Usted quédese aquí, yo voy a la portería…
—¡No! —dijo Joséphine tiritando—. Yo voy con usted…
Du Guesclin continuaba tirando de la moqueta y, con las fauces llenas de espuma y de baba, terminó descubriendo un rostro pálido, amoratado, oculto bajo un pelo apelmazado, casi pegajoso.
—¡La Bassonnière! —exclamó Iphigénie mientras Joséphine se apoyaba en la pared para no caerse—. La han…
Se miraron, espantadas, incapaces de moverse, como si la muerta les ordenase permanecer a su lado.
—¿Asesinado? —dijo Joséphine.
—Tiene toda la pinta.
Permanecieron inmóviles, mirando fijamente el rostro descompuesto y desencajado del cadáver. Iphigénie se recuperó la primera y soltó su trompeteo.
—En todo caso, ¡sigue teniendo esa expresión tan poco amable! No se puede decir que esté sonriendo a los ángeles…
* * *