Al día siguiente, en el buzón, había una postal de Antoine. Sellada en Mombasa. Escrita con rotulador negro de punta gruesa.

Feliz Navidad, mis amorcitos. Pienso mucho en vosotras, tanto como os quiero. Estoy mejor, pero todavía es demasiado pronto para que pueda viajar y reunirme con vosotras. Os deseo un año nuevo lleno de sorpresas, de amor y de éxito. Besad a mamá por mí. Hasta muy pronto.

Vuestro papá querido.

Joséphine analizó la letra: era la de Antoine. Siempre dibujaba la letra jota sólo hasta la mitad, en lugar de escribirla hasta el final, como si fuese demasiado cansado alargar la línea hasta arriba, y retorcía las eses como muñones de chinas con los pies vendados.

Después echó un vistazo al matasellos: 26 de diciembre. Esta vez no podía pensar que era una vieja postal escrita antes de morir. La releyó varias veces. Sola frente a la letra de Antoine. Shirley y Gary habían vuelto tarde el día anterior, las niñas todavía dormían. Depositó la postal sobre la mesa de la entrada, bien a la vista, y fue a hacerse una taza de té. Mientras esperaba a que el agua hirviese, acodada cerca del hervidor eléctrico verde almendra, esperando las primeras burbujas, le vino una pregunta a la mente: ¿por qué Antoine no daba nunca ni dirección ni teléfono para localizarle?

Era su segundo envío sin indicar la más mínima seña. Cualquier cosa: una dirección e-mail, un apartado de correos, un número de teléfono, un hotel… ¿Tenía miedo de que le encontraran y le pidiesen explicaciones? ¿Estaba tan desfigurado que temía provocar aversión? ¿Vivía en el metro de París? Y si vivía en París, ¿dirigía sus cartas a sus amigos del Crocodile Café de Mombasa para que las enviasen, y sus hijas creyeran que estaba todavía allí? ¿O todo eso no era más que una superchería y estaba muerto, bien muerto? Pero entonces… ¿a quién le interesaba hacer creer que estaba vivo? ¿Y por qué razón?

¿Para asustarla? ¿Para extorsionarla? Ahora era rica. Es lo que subrayaban los periódicos que, cuando evocaban el éxito del libro, no se privaban nunca de hablar de los millones que había ganado la escritora.

¿Se habría enterado de que ella era la auténtica autora de Una reina tan humilde? Si no estaba muerto, leía los periódicos. O los había leído en el momento del escándalo provocado por Hortense en la televisión. Y, en ese caso, ¿existía una relación entre la agresión de la que había sido víctima y la reaparición de Antoine? Porque, si a ella le pasaba cualquier cosa, serían las niñas las que heredarían.

Las niñas y Antoine.

Estoy delirando, se dijo, mirando cómo el nivel de agua del hervidor se alborotaba por las burbujas. ¡Antoine era incapaz de disparar contra un conejo de feria! Sí, pero el dulce, el sensible, siempre sueña con la rudeza, la virilidad, como un medio para escapar de la realidad, de la presión que sufre, de la ineluctable constatación de su impotencia. La sociedad actual empuja a la gente a la violencia como única afirmación de sí misma. Si se ha enterado de mi éxito, ¿cómo no pensar que no lo haya vivido como un insulto personal? Yo, Joséphine, la tonta de la Edad Media, a quien siempre había mantenido bajo tutela, consigo el éxito y me convierto en una provocación viviente, que compara con sus repetidos fracasos. Eso desarrolla en él un sentimiento de inferioridad y de frustración, que sólo puede suprimir suprimiéndome a mí. Rápida ecuación en la mente de un hombre en fuga.

Antoine creía en el éxito, en el éxito fácil. No creía ni en Dios ni en el Hombre, creía en él. Tonio Cortès, el deslumbrante. Un fusil en la cadera, una bota sobre la fiera sacrificada, la luz de un flash que le inmortaliza. ¿Cuántas veces le he dicho que debía edificarse pacientemente, que no debía quemar etapas? El éxito se construye desde el interior. No llega por arte de magia. Han sido mis años de estudios e investigación los que han hecho que mi novela estuviese viva, llena de mil detalles que resonaron en la mente de los lectores. El alma tiene su papel. El alma de la investigadora humilde, erudita, paciente. La sociedad, hoy, ha dejado de creer en el alma. Ya no cree en Dios. Ya no cree en el Hombre. Ha abolido las mayúsculas, lo escribe todo en minúscula, engendra la desesperación y la amargura en los débiles, las ganas de desertar de los demás. Impotentes e inquietos, los sabios se alejan, dejando campo libre a los ávidos locos.

Sí pero… ¿por qué habría asesinado a la señora Berthier? ¿Porque llevaba el mismo sombrero y creyó que era yo en la oscuridad? Eso no es posible si lleva en Francia algún tiempo. Si me espía, si me sigue, si conoce mis costumbres.

Oyó el canto de las burbujas en el hervidor, el lento crescendo del agua que ruge hasta llegar al clic. Vertió el agua hirviendo sobre las hojas de té negro. Tres minutos y medio de infusión, insistía Shirley. Más de tres minutos y medio, queda agrio, menos, queda insípido. El detalle tiene su importancia, todos los detalles tienen siempre su importancia, recuérdalo, Jo.

Hay un detalle que no encaja, un detallito de nada. Un detalle que he visto sin verlo. Recapituló. Antoine. Mi marido. Muerto a los cuarenta y tres años, cabello castaño, talla media, francés medio, calza un treinta y nueve, víctima de sudores abundantes en público, fan de Julien Lepers y de «Cuestiones para un campeón», de las manicuras rubias, de los vivaques africanos y de las fieras convertidas en alfombra. Mi marido, que vendía fusiles con la condición de no meter cartuchos en ellos. En Gunman le apreciaban por su dulzura, por sus buenas maneras, por su conversación. Estoy divagando. Desde ayer por la noche no pienso más que tonterías.

Permaneció un momento pensativa, rodeando la tetera ardiente con las manos, pensando en Antoine, y después en el hombre del cuello vuelto rojo, el ojo cerrado, la cicatriz…

Antoine no es un asesino. Antoine es débil, eso seguro, pero no me desea ningún mal. No estoy dentro de una novela policíaca, estoy dentro de mi vida. Tengo que calmarme. Está en París, quizás, me sigue, es posible, quiere acercarse a mí, pero no se atreve. No quiere llamar a la puerta y decir: «Hola, soy yo». Quiere que sea yo la que vaya hacia él, le aborde, le proponga alojamiento, comida, ayuda. Como he hecho siempre.

En un andén de metro…

Dos líneas que se cruzan.

¿Por qué en ese trayecto, la línea 6, que siempre cogía ella? Le gustaba esa línea que atravesaba París sobrevolando los tejados. Que se elevaba sobre las lucernas, robando trozos de vida. Un beso por aquí, un mentón de barba blanca por allá, una mujer que se cepilla el pelo, un niño que moja su tostada en el café con leche. Una línea que juega al potro, un salto por encima de los edificios, un salto por debajo, un salto y ahora te veo, otro salto y ahora no te veo, gran serpiente de tierra, el monstruo del lago Ness parisino. Le gustaba entrar en las estaciones de Trocadéro, Passy o, cuando hacía buen tiempo, caminar hasta Bir-Hakeim pasando por el puente. Por la placita donde se besaban los enamorados, donde el Sena refleja sus besos en el espejo de sus felinas aguas.

Corrió a buscar la postal que había dejado en la entrada y leyó la dirección. Era la dirección correcta. Su dirección actual. Escrita de su puño y letra. No corregida por una simpática señora de correos.

Sabía dónde vivían.

El hombre del jersey rojo de cuello vuelto del metro no estaba en la línea 6 por casualidad. La había elegido porque estaba seguro de cruzársela, un día.

Tenía todo el tiempo del mundo.

Mojó los labios en la taza e hizo una mueca. Agrio, ¡demasiado agrio! Había dejado el té en infusión demasiado tiempo.

Sonó el teléfono de la cocina. Dudó en contestar. ¿Y si era Antoine? Si sabía su dirección, debía también de conocer su número de teléfono. Pero no. ¡No aparezco en el listín! Descolgó, tranquila.

—¿Se acuerda de mí, Joséphine, o me ha olvidado?

¡Luca! Adoptó una voz jovial.

—¡Buenos días, Luca! ¿Está usted bien?

—¡Qué educada es usted!

—¿Ha pasado unas buenas fiestas?

—Detesto esta época del año en la que la gente se cree obligada a besarse, a cocinar pavos infectos…

El sabor del pavo volvió a su boca, cerró los ojos. Diez minutos y medio de tierra que se abre en dos, de felicidad fugaz.

—Pasé la Nochebuena con una mandarina y una lata de sardinas.

—¿Solo?

—Sí. Es una costumbre que tengo. Odio la Navidad.

—A veces, las costumbres cambian… Cuando se es feliz.

—¡Qué palabra tan vulgar!

—Si usted lo dice…

—Y usted, Joséphine, pasó una alegre Nochebuena, por lo que parece…

Hablaba con una voz siniestra.

—¿Por qué dice eso cuando no lo piensa ni por un segundo?

—Claro que lo pienso, Joséphine, la conozco. Se contenta con cualquier cosa. Y le gustan las tradiciones.

Captó un tono de condescendencia en esa última frase, pero lo ignoró. No quería hacer la guerra, quería comprender lo que estaba pasando en su interior. Algo que se estaba deshaciendo a sus espaldas. Se despegaba. Un viejo trozo de corazón reseco. Ella habló del fuego en la chimenea, de los ojos brillantes de los niños, de los regalos, del pavo quemado, llegó incluso a evocar el relleno de queso fresco y ciruelas, como un sabroso peligro que osaba afrontar, y no sintió sino una deliciosa duplicidad, una nueva libertad que crecía dentro de ella. Comprendió entonces que ya no sentía nada por él. Cuanto más hablaba ella, más se borraba él. El hermoso Luca que la hacía temblar cuando se cogía de su mano, cuando la metía en el bolsillo de su parka, desaparecía como una silueta en la bruma. Nos enamoramos y, un día, nos levantamos y ya no estamos enamorados. ¿Cuándo había empezado ese desamor? Lo recordaba muy bien: el paseo alrededor del lago, la conversación de las chicas que corrían, el labrador sacudiéndose el agua, Luca que no la escuchaba. Su amor se había gastado ese día. El beso de Philippe contra la barra del horno había hecho el resto. Sin que ella se diese cuenta, se había deslizado de un hombre a otro. Había desnudado a Luca de sus hermosos atavíos para vestir con ellos a Philippe. El amor se había evaporado. Hortense tenía razón: nos damos la vuelta un momento, percibimos un detalle y lo guay desaparece. Entonces ¿no es más que una ilusión?

—¿Quiere que vayamos al cine? ¿Está libre, esta noche?

—Esto…, la verdad es que Hortense está aquí y me gustaría aprovechar mientras…

Hubo un silencio. Ella le había ofendido.

—Bueno. Ya me llamará cuando esté libre…, cuando no tenga nada mejor que hacer.

—Luca, por favor, lo siento, pero no viene a menudo y…

—Lo he comprendido: ¡el tierno corazón de una madre!

Su tono de burla enfadó a Joséphine.

—¿Su hermano está mejor?

—En estado estacionario…

—Ah…

—No se sienta obligada a preguntar por él. Es usted demasiado amable, Joséphine. Demasiado amable para ser sincera…

Sintió cómo aumentaba la cólera en su interior. Él se convertía en un intruso con quien ya no tenía ganas de hablar. Observaba ese sentimiento nuevo con extrañeza y una cierta seguridad. Le bastaba presionar sobre esa cólera para hacer palanca y tirarle por la borda. Un hombre al agua de su indiferencia. Dudó.

—¿Joséphine? ¿Sigue ahí?

El tono era burlón, despreocupado. Reunió todo su coraje y empujó la palanca.

—Tiene usted razón, Luca, me da completamente igual su hermano, que se pasa el tiempo tratándome de alcornoque sin que usted vea mal en ello.

—Está enfermo, no consigue adaptarse a la vida.

—¡Eso no le prohíbe a usted defenderme! Me da pena que no me defienda. Y que además me lo cuente. Como si estuviese orgulloso de humillarme. No me gusta su actitud, Luca, quiero dejarlo claro.

Las palabras se precipitaban como si las hubiese reprimido demasiado tiempo. Notaba cómo su corazón latía con fuerza y la emoción le quemaba las orejas.

—¡Ay, ay, ay! ¡La monjita se rebela!

¡Y ahora se ponía a hablar como su hermano!

—Adiós, Luca… —dijo ella casi sin palabras.

—¿La he molestado?

—Luca, creo que no merece la pena que me vuelva a llamar.

Sintió que cogía altura. Después repitió, con una especie de indiferencia estudiada y una lentitud calculada que la embriagó:

—Adiós.

Colgó. Miró el teléfono como si fuese el arma de un crimen, extrañada por su temeridad, invadida por una ola de respeto hacia esa nueva Joséphine, que colgaba en las narices a un hombre. ¿Soy yo? ¿Soy yo la que ha hecho eso? Se echó a reír. ¡He roto! ¡Por primara vez en mi vida, he roto con un hombre! Me he atrevido. Yo, la zoquete, la que lleva la nariz como una tonta en medio de la cara, la que se señala como ahogada de oficio, la que se abandona por una manicura, la que cubrían de deudas, de acusaciones, la que se manipula. Lo he hecho.

Levantó la cabeza. Era demasiado pronto para hablar con las estrellas pero, esta noche, se lo contaría. Contaría cómo ella había mantenido su promesa: ya nunca nadie la trataría como a una cantidad despreciable, ya nadie la aplastaría con su desdén, ya nadie la ofendería sin que ella se defendiese. Había mantenido su palabra.

Corrió a despertar a Shirley para contarle la buena noticia.

* * *

Henriette Grobz salió del taxi recolocándose el vestido de seda cruda e, inclinándose hasta la ventanilla, pidió al taxista que la esperase. El hombre masculló que tenía cosas mejores que hacer. Henriette le prometió con tono seco una buena propina; él asintió mientras ajustaba la frecuencia de la radio. «Le ofrezco dinero para que se quede sentado detrás del volante sin moverse, ¡y protesta!», gruñó Henriette aplastando bajo sus tacones cuadrados la grava del paseo. «¡Qué asco de vagos!».

Venía a buscar a su hija. «Ya basta, ya has descansado bastante, no te vas a pudrir en la habitación de una clínica, eso ya no es más que autocomplacencia; haz las maletas y prepárate para marcharte», la había prevenido por teléfono.

Los médicos habían dado su conformidad, Philippe había pagado la factura, Carmen la esperaba en casa.

—¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó Iris, ya sentada en el taxi, las manos apoyadas en las rodillas—. Aparte de una buena manicura…

Escondió las manos bajo el bolso para disimular sus uñas estropeadas.

—Estaba bien en mi pequeña habitación. Nadie venía a molestarme.

—Vas a luchar. A recuperar a tu marido, a reconquistar tu posición y tu belleza, que tienes tendencia a desatender. ¡Un montón de espinas! ¡En eso te has convertido! Se corta una al darte un beso. Una mujer que se abandona es una mujer sin porvenir. Eres demasiado joven para enclaustrarte.

—Estoy acabada —dijo Iris con voz calmada, como si constatara un hecho.

—¡Tonterías! Haces un poco de gimnasia, engordas un poco, te maquillas y recuperas a tu marido. A cualquier hombre se le atrapa con una buena danza del vientre. ¡Aprende a mover las caderas!

—Philippe… —suspiró Iris—. Viene a verme por caridad.

Le molesto, se dijo. No sabe qué hacer conmigo. No se debe molestar cuando el amor ha terminado. Hay que conseguir que te olviden, hacerse muy pequeña para no precipitar la caída. Esperar a que el otro te olvide, que no recuerde lo que tiene que reprocharte. Esperar que vuelva a ti, una vez pasada la tormenta.

—¡Haz un esfuerzo!

—No tengo ganas…

—Las ganas tendrás que recuperarlas, si no, acabarás como yo: vestida con chándales que pican y comiendo atún en aceite de coche usado, y guisantes del Día.

Iris se incorporó con una chispa de ironía en los ojos.

—¿Así que es por eso por lo que me sacas de allí? ¿Porque ya no tienes dinero y cuentas con Philippe para recuperarte económicamente?

—¡Ah! Ya veo que estás mejor ¡estás recuperando fuerzas!

—No te he visto muy a menudo durante estas semanas en la clínica. Tu ausencia era notable.

—Me deprimía.

—Y, de pronto, vienes porque me necesitas, o más bien necesitas el dinero de Philippe. ¡Es desesperante!

—Lo desesperante es que tú renuncies mientras Joséphine, en cambio, se pavonea. Ha ido a comer a casa de ese cerdo de Marcel. ¡Del brazo de tu marido!

—Lo sé, me lo ha dicho él… No se esconde, ¿sabes? Ni siquiera hace ese esfuerzo… Preferiría que me mintiese, eso me dejaría algo de esperanza. Podría decirme que me preserva, que todavía le importo.

—¿Y tú te dejas hacer?

—¿Qué quieres que haga? ¿Que me eche a llorar? ¿Que me arrastre a sus pies? Eso estaba muy bien en tus tiempos. Hoy en día la piedad ya no funciona. Ahora hay que competir en todo, incluso en amor. Se necesita nervio, siempre más nervio, seguridad, aplomo y yo carezco absolutamente de todo eso.

—No importa. Lo recuperarás…

—Además, ni siquiera estoy segura de quererle. No quiero a nadie. Hasta mi hijo me deja indiferente. No le di un beso en Nochebuena. ¡No tenía ganas de agacharme para besarle! Soy un monstruo. Así que mi marido…

Había pronunciado las últimas palabras con un tono despreocupado, como si esa observación la divirtiese en vez de afligirla.

—¿Quién te pide que le ames? ¡Eres tú la pasada de moda, querida!

Iris se volvió hacia su madre y decidió que la conversación se volvía interesante.

—¿Tú quisiste a papá?

—¡Qué pregunta más estúpida! Era un marido, no me planteaba esas cuestiones. Nos casábamos, vivíamos juntos, a veces reíamos, otras no, pero no sufríamos por ello.

Iris no recordaba haber oído a sus padres reír juntos. Él se reía solo de los juegos de palabras que inventaba. ¡Qué hombre más curioso! No se hacía notar, hablaba poco, murió como vivió: sin hacer ruido.

—De todas formas —prosiguió Henriette—, el amor es un engañabobos que se inventó para vender libros, periódicos, cremas de belleza y entradas de cine. En realidad, lo es todo salvo romántico.

Iris bostezó.

—Quizás deberías haber pensado en todo eso antes de tener hijos… Ahora es un poco tarde, ¿no?

—En cuanto al sexo al que tanta importancia dais hoy en día, prefiero no hablar… Es un aspecto repugnante que hay que esforzarse en cumplir para satisfacer al hombre que se menea encima de una.

—Cada vez peor. Si querías darme ganas de volver a mi habitación de enferma ¡no podrías hacerlo mejor!

—¡Pero si no has salido de allí para enamorarte! Has salido para recuperar tu posición, tu piso, tu marido, tu hijo…

—¡Mi cuenta en el banco y compartirla contigo! Lo he entendido. Pero tengo miedo de decepcionarte.

—No dejaré que caigas por la pendiente de la desesperación. ¡Es demasiado fácil! Voy a cogerte de la mano, hija. ¡Cuenta conmigo!

Iris sonrió con una especie de desencanto tranquilo, y volvió su rostro melancólico a la ventanilla. ¿Qué les pasaba a todos que estaban empeñados en que pasara a la acción? El médico que la trataba le había encontrado un profesor de gimnasia, que iba a ir a su casa a «reconectarla a su cuerpo». ¡Qué espantosa jerga! Como si yo fuese un cable que se conecta a un enchufe. Era un médico joven. Alto, dulce, el pelo castaño, los ojos marrones, redondos como canicas, una barba de bardo melancólico. Un hombre preciso y sin misterio, con el que una está segura de no sufrir nunca. Un hombre que debía de llegar siempre puntual. Él la llamaba señora Dupin, ella le llamaba doctor Dupuy. Ella podía leer, en sus ojos, el diagnóstico preciso que estaba estableciendo. Podía casi descifrar en ellos el nombre de los medicamentos que iba a prescribirle. Ella no provocaba ninguna reacción en él. Antes de entrar en esa aterciopelada clínica, todavía gustaba. Las miradas de los hombres no resbalaban sobre mí como la del doctor Dupuy. Mi madre tiene razón, debo recuperarme. No tengo más que mentir, pretender que tengo cinco años menos y rellenar mi mentira de Botox.

Buscó a tientas la polvera dentro del bolso, y la abrió con el fin de contemplarse en el espejo. Percibió dos manchas azules inmensas y graves, que la miraban. ¡Mis ojos! ¡Me quedan mis ojos! ¡Mientras tenga mis ojos, estoy salvada! Los ojos no envejecen nunca.

—¡Qué bien se está fuera! —dijo Iris, apaciguada por haberse reencontrado con su belleza.

Después, volviendo al espectáculo de la calle bajo la lluvia, exclamó:

—¡Qué feo es! ¿Cómo hace la gente para vivir en esas jaulas? Entiendo que les prendan fuego. Amontonan a la gente en conejeras y luego les asombra que se rebelen…

—Piénsalo bien. Si no quieres terminar en una de esas torres, te interesa arreglarte y recuperar a tu marido. Si no, te verás obligada a descubrir el encanto escondido de los barrios pobres…

Iris esbozó una sonrisa cansada. No volvió a pronunciar palabra y se apoyó en la ventanilla.

No ha apreciado mucho mi comentario, pensó Henriette, observando con el rabillo del ojo el perfil terco de su hija mayor. Cada vez que Iris se ve ante una realidad desagradable, intenta evitarla. Nunca se enfrenta a ella. Siempre sueña en otra cosa. Transportada a un mundo ideal con un golpe de varita mágica, que borra todos los problemas y resuelve todas las dificultades. Un mundo aterciopelado, dulce, en el que ella sólo debe aparecer. Estaría dispuesta a escuchar a cualquier charlatán que viniese a venderle la felicidad más blanca que blanca y sin el menor esfuerzo. Dispuesta a ofrecerse al señor que la colme: Botox o Dios. Podría convertirse en monja, encerrarse en un convento, simplemente para no tener que luchar. Ella, a quien todos creen tan fuerte, no se sostiene más que sobre un sueño de pacotilla. Cualquier cosa antes que hundir sus manos en el pringue de la realidad. Sin embargo, va a tener que esforzarse mucho, Philippe no se dejará volver a atrapar fácilmente. Qué hija más extraña. Te barre con su sonrisa luminosa, te roza con su mirada de azul intenso, sin verte. Ni la sonrisa ni la mirada transmiten una pizca de calor, ni el menor interés. Al contrario, las despliega como dos biombos que la protegen. Y sin embargo, todos sucumben a ella: es tan hermosa… ¡Y decir que estoy hablando de mi hija! Podría decirse que estoy enamorada de ella. Como esa Carmen que la espera en casa. En todo caso, no pagaré el taxi. ¡Esta carrera es una ruina!

¿Qué va a ser de mi vida?, se preguntaba Iris limpiando con la yema del dedo el vaho de la ventanilla. Tendré que salir, enfrentarme a los demás. A esas bocas sedientas de calumnias que se han atiborrado evocando mi caso, estos últimos meses. Escuchaba sus cuchicheos malintencionados, sus silbidos de comadres: la bella Iris Dupin agoniza en una clínica a las afueras de París. Lanzó un suspiro. Tengo que encontrar una defensa. Un caballo de Troya que me reintegre a esa alta sociedad cruel y fétida. ¿Bérengère? Demasiado frívola. No da la talla. ¿Un hombre? Un hombre rico y poderoso. Un hombre eminente que se fije en mí. Soltó una risita. ¡En mi estado! Me he hecho invisible. No me queda nada más que seducir a mi marido. Mi madre tiene razón. Esa mujer tiene razón a menudo. Es prudente, tenaz. No me queda más que Philippe. No tengo elección. Es mi única carta. Está colado por ese pavo de Joséphine. Un elefante en una cacharrería. Volcaría las mesas a su paso si la invitara a comer, y sería capaz de agradecer efusivamente a la chica del guardarropa que hubiera colocado bien su abrigo. De pronto se incorporó y golpeó el bolso con las palmas de sus manos.

¿Por qué no se me había ocurrido antes?

¡Sería Joséphine, su caballo de Troya! ¡Pero, claro! Sería con ella con quien se mostraría. ¿Quién mejor que ella podría hacer ver al mundo parisino que la historia del libro no era más que un asunto injusto y exagerado? Uno de esos chismes inflados hasta la desmesura, que la punta de una aguja hace estallar. Hacerles creer a esas bocas de alcantarilla que esa historia no era más que un terrible malentendido, un pacto entre las dos hermanas. La una quería escribir, pero se negaba a firmar, a aparecer en público; la otra, a quien le hizo gracia la broma, consintió interpretar un papel. Sólo querían divertirse. Como cuando eran pequeñas e inventaban juegos de rol.

Lo que debía haber sido una diversión, se había convertido en un escándalo. Y si ellas tenían culpa de algo, era de no haber previsto el éxito.

¿Cómo no se le había ocurrido antes? Por culpa de estar rumiando en aquella clínica. Estaba perdiendo toda mi creatividad, embrutecida por pildoritas de todos los colores. No es a mi marido a quien debo conquistar primero, es a Joséphine. Será mi ábrete sésamo, la llave para mi regreso al mundo. No debe de soportar estar enfadada conmigo, y debe de sonrojarse de vergüenza ante la idea de haber seducido a mi marido. Las llamas del Infierno le acarician los dedos de los pies y ponen al rojo vivo su conciencia. La invitaré a comer en un restaurante conocido. Habré reservado una mesa bien a la vista. Mostrarme al lado de quien pretenden mi víctima bastará para acallar las lenguas de víbora. Ya se imaginaba los diálogos en las mesas vecinas: ¿no son ésas las hermanas enemigas, esas sentadas allí? ¡Sí! Creía que se habían peleado. No era tan terrible, entonces, ya que están comiendo juntas. El olvido descendería sobre este mundo de memoria agujereada como un colador. Hay demasiadas villanías que memorizar para permitirse el lujo de recordarlas todas. Y así, sin rebajarme, sin explicarme, sin pedir perdón, retomaré mi lugar y borraré la baba de los chismes. Luminoso. Fácil. Eficaz. Sintió ganas de aplaudirse. Y después, decidió, tamborileando sobre su bolso Chanel, encantada y ligera, después sólo tendré que recuperar a mi marido.

Sacó una barra de labios y retocó su sonrisa.

Tendré que comprar otra barra de este color.

Poner mi guardarropa al día.

Pedir cita en la peluquería.

Ponerme extensiones para recuperar mi pelo largo.

Cuidado de manos, cuidado de pies.

Botox.

Vitaminas buen aspecto.

Braga brasileña.

Y después, danza del vientre ¡ya que es necesario!

El paisaje había cambiado. Percibía las torres de La Défense y, más lejos, los árboles del Bois de Boulogne. Los edificios de piedra tallada reemplazaron pronto a los bloques de hormigón, y las farolas se volvieron más estilizadas. Siempre había sabido salir de las peores situaciones con un golpe maestro. Había que reconocerle esa cualidad. Quizás no sepa hacer gran cosa, pero camuflo mis crímenes con maestría.

Se estiró y extendió los brazos.

—Parece que te encuentras mejor —remarcó Henriette—. ¿Acaso reconocer el camino a tu casa es lo que fustiga tu humor?

—Hay que desconfiar del agua que duerme, madre querida. Los peores planes fermentan bajo la aparente quietud. Pero tú eso ya lo sabes, ¿verdad? Nunca se es exactamente quien los demás creen.

Se inclinó hacia el taxista y le pidió que se detuviese.

—Creo que voy a hacer el resto del camino andando. ¡Me sentará bien y acabará dándome ese latigazo del que hablas!

Henriette lanzó una mirada horrorizada al taxímetro. Iris sorprendió su mirada.

—Te dejo pagar… No llevo dinero encima. Lo siento.

—Si lo hubiese sabido ¡habríamos vuelto en autobús! —gruñó Henriette.

—No presumas de lo que no eres… Odias el transporte público.

—¡Huele a cebolla verde y a pies!

Iris le dedicó su famosa sonrisa. Esa que ignoraba los taxímetros y los tropiezos de la vida. Una risa maliciosa atravesó sus ojos. Henriette se sintió aliviada. Pagaría la carrera, pero pronto se lo devolverían multiplicado por cien. Había tenido gastos importantes estos últimos tiempos, gastos imprevistos. Pero si todo funcionaba como tenía pensado, esa secretaria asquerosa no se saldría con la suya. De hecho, a esas horas, ya no debía de estar haciéndose tanto la interesante.

A esas horas, incluso debía de haber dejado de ser interesante del todo.

* * *

De vuelta a su casa, de pie en el cuarto de baño, vestida con su camisón largo, Henriette Grobz reflexionaba. Si el plan A no resultaba satisfactorio, el plan B, con Iris, estaba en marcha. Su jornada había sido, a pesar del taxímetro —¡noventa y cinco euros sin la propina!—, positiva.

Ya no se la volverían a jugar más. Con Marcel había pecado de negligencia. Se había dejado llevar, había creído que su vida estaba bien trazada. Gran error. Pero había aprendido una lección: no fiarse nunca de la aparente seguridad, prever, anticipar. La vida de un ama de casa se gestiona como una empresa. La competencia está al acecho, ¡dispuesta a desalojarte! Lo había olvidado, y el despertar había sido brutal.

Plan A, plan B. Todo estaba en marcha.

Contempló con ternura la antigua marca de una quemadura en su muslo. Un pálido rectángulo rosa, liso y suave.

¡Y pensar que todo empezó ahí! ¡Un simple accidente doméstico y se había vuelto a poner en marcha! ¡Qué buena idea había tenido, ese día de primeros de diciembre, al decidir hacerse el moño sola! Se felicitó por ello calurosamente, acariciando el rectángulo.

Ese día, lo recordaba bien, había ido a buscar el alisador del pelo al armario del cuarto de baño. ¡Hacía siglos que no lo utilizaba! Lo había enchufado. Se había desenredado los mechones largos que se agarraban al peine como paja seca, los había separado en bloques iguales y esperaba pacientemente a que la plancha se calentara para alisarlos uno por uno, y levantarlos después para hacerse un moño en lo alto del cráneo. Debía aprender a peinarse sin ayuda de Campanilla, su peluquera. Antes, en los benditos tiempos en los que Marcel Grobz le llenaba la cartera, Campanilla venía a peinarla cada mañana, antes de marcharse a su salón parisino. La había bautizado Campanilla porque realizaba maravillas con sus dedos de hada. Y porque siempre se olvidaba de su nombre. Y además eso tenía un toque afectuoso que revalorizaba a aquella pobre chica que seguía siendo bastante fea, y disminuía el monto de las propinas.

Ya no tenía los medios para regalarse los servicios de Campanilla. Ahora, debía tener cuidado para ahorrar, un euro es un euro. Por la noche, cuando se levantaba para ir al servicio, se iluminaba con una linterna y sólo tiraba de la cadena una de cada tres veces. Al principio, esa caza a los gastos superfluos la había irritado, humillado. Pero había empezado a cogerle el gustillo y debía reconocer que aquello añadía sal a su vida cotidiana. Por ejemplo, por las mañanas, se fijaba una suma de gastos que no debía rebasar en todo el día. Hoy ¡no más de ocho euros! A veces necesitaba grandes dosis de imaginación para cumplir su propósito, pero la necesidad agudiza el ingenio. Una mañana, invadida por una audacia repentina, había decidido: ¡cero euros! Había tenido un pequeño sobresalto de sorpresa. ¡Cero euros! ¿Había dicho eso? Le quedaban algunas galletas, jamón, zumo de naranja, pan de molde, pero para la baguette tierna de la mañana y el lápiz de labios Bourjois de Monoprix habría que encontrar una estratagema. Había permanecido en su cama hasta que dieron las doce. Se revolvía, cavilaba, imaginaba todo tipo de trampas para recuperar una moneda descuidada, un lápiz de labios que cae del mostrador y que empujaría con el pie hasta la salida, ante las narices del vigilante; se retorcía de satisfacción, arrugaba una nariz que volvía a ser femenina, exquisitos hoyuelos de placer horadaban sus mejillas ásperas y arrugadas, cloqueaba, ¡ayayay, qué aventura! Y después, sin poder aguantar más, se había levantado, había escondido sus mechones bajo el sombrero, se puso una blusa, una falda, un abrigo y pisó, con pie de conquistadora, la calle. Valor, se había dicho, mientras el viento se estrellaba en sus ojos y la hacía lagrimear. El frío le atenazaba los dedos, las dos manos no le bastaban para mantener quieto el gran tocado que amenazaba con volar de su cabeza. Le llegó un dulce olor a baguette caliente procedente de la panadería cercana. Miró a su alrededor, buscando un medio para obtener sus fines, y de pronto se arrepintió de haberse dejado llevar hasta tal extremo: ¡cero euros! Había apretado los dientes y había levantado el mentón. Había permanecido un buen rato inmóvil, buscando con la mirada una solución que no encontraba. ¿Irse sin pagar? ¿Dejarlo a deber? Sería hacer trampa. Lágrimas de frío le quemaban las mejillas, sacudía la cabeza, descorazonada, cuando, de pronto, bajó la mirada al suelo y vio un mendigo. Un pobre diablo con bastón blanco que había colocado su platillo al alcance de la mano. Un platillo, además, bien repleto. ¡Salvada! En el paroxismo de su codicia, había buscado en las alturas lo que tenía a sus pies. Un suspiro de felicidad se había escapado de sus labios. Se había estremecido de alegría, pero enseguida volvió a serenarse. Se había secado el sudor de la frente y estudió con calma la situación, los peatones en la avenida, su posición. El ciego había estirado sus delgadas piernas sobre la acera, y golpeaba con la punta de su bastón blanco con el fin de atraer la atención. Ella había mirado a la derecha, a la izquierda, y había vaciado el platillo con un rápido gesto de la mano. ¡Nueve monedas de un euro, seis de cincuenta céntimos, tres de veinte y ocho de diez! Era rica. Había estado a punto de besar al ciego y había subido corriendo a su casa. La risa contenida llenaba sus grandes arrugas y, cuando cerró la puerta, dejó estallar su alegría. ¡Ojalá esté allí mañana! Si vuelve, si no se da cuenta de nada, ¡doblo mi apuesta de cero euros diarios!

La aventura le cosquilleaba el vientre, ya no tenía hambre.

El ciego había vuelto. Sentado sobre la acera, un gorro en los ojos, gafas oscuras, un trozo de bufanda alrededor del cuello y las manos atrozmente mutiladas. Ella ponía mucho cuidado en no mirarle para no sentir, en lugar del delicioso escalofrío por el peligro que había corrido, los tormentos de una conciencia poco acostumbrada a cometer hurtos.

Esa caza del gasto cero convertía en apasionantes sus jornadas. Olvidamos a menudo mencionar esa voluptuosidad fuera de la ley de los necesitados obligados a sisar, pensaba Henriette. Ese placer prohibido que transforma cada instante de la vida en una aventura. Porque si, por desgracia, el mendigo cambiaba de lugar, tendría que encontrar otra víctima. Por esa razón había decidido no robarle más que unas monedas cada vez, dejándole algo para subsistir. Y para que no pensara que le estaba desvalijando, hacía tintinear las monedas sustraídas para que creyese que las depositaba en lugar de llevárselas.

Ese famoso día, pues, esa mañana en la que esperaba que la plancha se calentara, se había preguntado de pronto si el ciego estaría en su lugar y, llena de angustia, queriendo verificar en el acto si su pitanza estaba asegurada, se había levantado bruscamente y había tirado la plancha al rojo vivo que había caído sobre su muslo, produciéndole una quemadura horrible. Jirones enteros de piel saltaron cuando retiró el metal candente. La sangre fluía entre la piel arrasada. Lanzó un grito de horror y corrió a ver a la portera, suplicándole que fuese a buscar una pomada, o pidiese consejo a la farmacéutica de la esquina. Fue entonces cuando la buena mujer, a la que antaño había encumbrado con regalos que ella ya no quería, la hizo entrar en su portería, descolgó el teléfono y marcó, con aire misterioso, un número.

—En unos minutos, no sentirá calor y en una semana, ¡la piel estará sonrosada y hermosa! —le aseguró, golpeando el aparato con expresión de conspiradora.

Después le había pasado a su interlocutora.

Y así fue. El calor desapareció y después la carne abotargada se alisó como por encanto. Cada mañana, Henriette, atónita, constataba la rápida curación.

A pesar de todo, le había costado cincuenta euros y ya podía gruñir, la curandera al otro lado de la línea no cedía. Era su precio. Si no, soplaba por el teléfono y el dolor volvería. Henriette había prometido pagar. Más tarde, en posesión del precioso número, había llamado a la que ya había bautizado como la bruja. Le había dado las gracias, había preguntado a qué dirección debía enviar el cheque y después, cuando estaba a punto de colgar, la otra propuso:

—Si necesita usted otros servicios…

—¿Qué hace usted además de curar quemaduras?

—Esguinces, picaduras de insectos, venenos, herpes…

Enumeraba con tono mecánico un catálogo de servicios a la carta.

—Inflamaciones diversas, pérdidas blancas, eccemas, asma…

Henriette la había interrumpido. Le había venido, de forma fulgurante, una idea a la cabeza:

—¿Y las almas? ¿Trabaja usted las almas?

—Sí, pero es más caro… Retorno de afecto, depresión, caza de espíritus, desencantamientos…

—¿También realiza encantamientos?

—Sí, y es aún más caro. Porque tengo que protegerme si no quiero que me rebote…

Henriette había reflexionado, y concertó una cita.

Un buen día, pues, justo antes de las fiestas de Navidad que iban a consagrar su soledad y su pobreza, se había presentado en casa de Chérubine. En un viejo edificio del distrito veinte. Calle Vignoles. Sin ascensor, una moqueta verde tachonada de manchas y agujeros, un olor a col rancia, una vivienda en el tercer piso en la que, sobre el timbre, un cartel decía: «Llame aquí si está perdido». Le abrió una mujer gruesa. Entró en un apartamento minúsculo donde cabía con dificultad el diámetro de la cintura de su propietaria.

Todo era rosa en casa de Chérubine. Rosa y en forma de corazón. Los cojines, las sillas, los cuadros de las paredes, los platos, los espejos y las flores de papel maché. Hasta la frente abombada y reluciente de Chérubine estaba adornada con tirabuzones lacados. Sus brazos, grasos y blanduzcos como el queso blanco, salían de una chilaba de fular rosa. A Henriette le pareció que había entrado en la caravana de una gitana obesa.

—¿Me ha traído ella una foto? —preguntó Chérubine encendiendo velas rosas sobre una mesa de bridge cubierta con un mantel rosa.

Henriette sacó de su bolso una foto de cuerpo entero de Josiane, y la colocó ante la gruesa mujer cuyo pecho se levantaba emitiendo un silbido. Tenía la tez pálida, el pelo extraño. Le debía de faltar clorofila. Henriette se preguntó si saldría alguna vez de casa. Quizás haya entrado un día y ya no pudo volver a salir, vista su envergadura y la estrechez de la estancia.

Levantando la mirada, mientras Chérubine sacaba una caja de labor de debajo de la mesa, Henriette percibió, colocada sobre la esquina de una cómoda, una gran estatua de la Virgen María que, las manos juntas y una corona dorada sobre su velo blanco, se inclinaba hacia ellas. Se sintió aliviada.

—¿Y qué desea ella exactamente? —preguntó entonces Chérubine, adoptando el mismo aire devoto e inclinado que la Virgen.

Henriette dudó durante un instante, preguntándose si Chérubine se dirigía a ella o a la Virgen. Después se rehízo.

—En realidad no quiero recuperar un afecto —explicó Henriette—, quiero que mi rival, la mujer de la foto, caiga en una profunda depresión, que todo lo que toque se agrie y que mi marido vuelva.

—Ya veo, ya veo… —dijo Chérubine cerrando los ojos y cruzando los dedos sobre su abundante pecho—. Es una petición muy cristiana. El marido debe permanecer junto a la mujer que ha elegido como compañera el resto de su vida. Ésos son los lazos sagrados del matrimonio. El que los deshace provoca la furia divina. Vamos a pedir, pues, un encantamiento de primer grado. ¿Desea ella su muerte?

Henriette dudó. El uso del pronombre personal de tercera persona del singular la turbaba. Le costaba entender a quién se dirigía Chérubine.

—No quiero su muerte física, sólo quiero que desaparezca de mi vida.

—Ya veo, ya veo… —salmodió Chérubine, los ojos todavía cerrados, pasando y repasando sus manos sobre su pecho como si lo amasara.

—Esto… —preguntó Henriette—, ¿qué es exactamente un encantamiento de primer grado?

—Pues bien, esa mujer se sentirá muy cansada, perderá el gusto por todo, el gusto por el acto sexual, por las tartaletas de fresas, por la conversación, por jugar con sus hijos. Irá marchitándose como una flor cortada. Perderá su belleza, su risa, su fuerza. En una palabra: perecerá lentamente, tendrá pensamientos sombríos e incluso suicidas. Una flor cortada, no puede decirse mejor…

Henriette se preguntó si era por esa razón que el apartamento estaba lleno de flores de papel maché. Una flor por víctima.

—¿Y mi marido volverá?

—El aburrimiento y el asco se extenderán a todo lo que toque esa mujer y, a menos que él esté movido por un amor extraordinario, más fuerte que el sortilegio, se alejará de ella.

—Perfecto —dijo Henriette, hinchándose de satisfacción bajo su sombrero—. Necesito que él siga en forma para mantener su negocio y ganar dinero.

—Entonces le protegeremos… Ella deberá traerme una foto suya.

¡Ah! ¡Tendrá que volver! La boca de Henriette se arrugó con una mueca de asco.

—¿Tiene hijos con esa mujer?

—Sí. Un hijo.

—¿Quiere ella que se le trabaje también?

Henriette dudó. Al fin y al cabo, era un bebé…

—No. Primero quiero desembarazarme de ella…

—Perfecto. Ahora ella puede marcharse, voy a concentrarme en la foto. Los efectos serán inmediatos. El sujeto va a sumergirse en una languidez y un malestar perpetuos, en una tristeza existencial, y perderá el gusto por todo.

—¿Está usted segura? ¿Completamente segura?

—Ella podrá verificarlo, si está en sus manos… Chérubine no fracasa nunca.

Se volvió hacia la estatua de escayola y juntó las manos en signo de sumisión a la Virgen.

—El hombre casado no debe abandonar a su esposa. El sacramento del matrimonio es sagrado. Ya lo verá —añadió volviéndose hacia Henriette—. Ella sabrá decírmelo… ¿Tiene ella un medio para verificar la eficacia del sortilegio?

Henriette pensó en la criada que encontraba en el parque cuando ésta paseaba al niño, y a la que sobornaba desde hacía varios meses para conseguir noticias de la repudiada pareja.

—Sí. Podré, en efecto, seguir los progresos de su…

Quiso pronunciar la palabra «trabajo», pero no lo consiguió. Se sentía oprimida en esa atmósfera de calor sofocante, en la que los muebles parecían acercarse a ella poco a poco y rodearla.

—Serán seiscientos euros. En efectivo. Acepto cheques para las pequeñas sumas, para las grandes quiero efectivo. ¿Ella lo ha comprendido?

Henriette se atragantó. Había calculado que la bruja le pediría doscientos, trescientos euros como mucho.

—Es que sólo tengo trescientos euros aquí…

—No hay problema, ella me los da y volverá con el resto cuando traiga la foto del marido. Pero hay que volver pronto… —añadió con cierto tono de amenaza en la voz—. Porque si empiezo el trabajo…

Se acentuó el silbido de su respiración. Apoyó la mano en el pecho, lanzó un largo suspiro que terminó en un mugido. Henriette tembló. Se preguntaba si no había cometido un gran error recurriendo a esa mujer. Pero la imagen de Marcel y Josiane cubiertos de amor, beatíficos en su gran piso, barrió sus escrúpulos.

Había sacado los billetes escondidos en el sujetador y los había dejado sobre la mesa.

Ese día había salido a la calle, aturdida. Sin un céntimo. Había tenido que hacer un esfuerzo para entrar en una boca de metro y había vuelto a su casa, preocupada. Debería multiplicar sus días a cero euros para pagar a Chérubine.

Tres semanas más tarde, se había desplazado hasta el parque Monceau en busca de la sirvienta, a la que encontró sentada en un banco leyendo una revista, mientras el retoño en su sillita estaba inmerso en la contemplación de un pegajoso envoltorio de caramelo.

—Buenos días… —había dicho sentándose al lado de la chica.

—Buenas —había respondido la chica levantando los ojos de la revista.

—¿Ha pasado buenas fiestas?

—Así, así…

—Feliz Año Nuevo —añadió Henriette, que pensaba que la muchacha no hacía muchos esfuerzos para animar la conversación.

—Gracias. Igualmente…

—¿Qué está haciendo? —había preguntado Henriette señalando al niño con la punta de su escarpín.

—Es el papel de su piruleta —había contestado la chica, inclinándose para limpiar las mejillas maculadas de caramelo—. Le encantan las piruletas. Las mordisquea…

—¡Parece que los devore! —exclamó Henriette—. ¡El caramelo y el papel!

—Está intentando leer el chiste que hay escrito.

—¿Es que lee?

—¡Uf! ¡Hace maravillas este niño! No me lo puedo creer. No sé en qué estaban pensando cuando lo fabricaron, ¡pero no debían de estar contándose tonterías!

Dejó a la criada hablar del niño, de los asombrosos progresos que hacía cada día, de sus expresiones joviales o enojadas, del estado de sus dientes, de sus pies, de sus excrementos bien compactos.

—¡Sólo le falta hablar! Y si quiere usted mi opinión ¡no va a tardar mucho!

Henriette intentó aparentar interés, escuchó todavía algunas anécdotas sorprendentes viniendo de un niño de esa edad, y después la cortó.

No iba a empezar a enternecerse ante un retoño que babeaba con el papel de una piruleta.

—¿Y la madre? ¿Se encuentra bien? Ya no la veo por el parque…

—¡No me hable! Está completamente deprimida.

—Pero ¿qué le pasa?

—Tiene una languidez terrible.

—¿Ah, sí? ¿Con toda la felicidad que acaba de entrar en su vida?

—¡Resulta completamente incomprensible! —dijo la chica sacudiendo la cabeza—. Se pasa los días en la cama. Llorando a todas horas. Empezó una mañana, me dijo creo que tengo la gripe, me siento débil, todo me da vueltas y se volvió a acostar… y desde entonces, no ha levantado cabeza. ¡El pobre señor no sabe ya qué hacer! Le van a salir costras en el cráneo de tanto rascarse la cabeza. Incluso el pequeño ha dejado de balbucear. Se dedica a sus lecturas, atrapa todo lo que cae en sus manos y, como le digo, ¡pronto leerá solo! A la fuerza, no tiene a nadie que le divierta, se aburre ¡y entonces lee!

Henriette escuchaba, maravillada. Habría besado el aire que respiraba. ¡Así que funcionaba! Era como la quemadura: Josiane iba a desaparecer como por encanto.

—¡Dios mío! ¡Eso es terrible! —dijo con un tono que pretendía ser de compasión, pero que relinchaba de felicidad—. ¡Pobre señor!

La chica asintió y prosiguió:

—Da vueltas como una peonza. Ella está acostada todo el día, no quiere ver a nadie, ni siquiera quiere que le abran las cortinas, la luz le hace daño en los ojos. Hasta Navidad, todo iba bien. En Navidad, se levantó, incluso tuvo invitados, pero después ¡terrible!

Henriette leía en los labios de la muchacha el boletín de su victoria.

—Tengo que hacerlo todo yo. ¡La casa, la cocina, la ropa y el niño! ¡No tengo ni un minuto libre! Salvo cuando salgo a pasearle… Entonces, respiro un poco, puedo leer un libro.

—A veces ocurren, ¿sabe?, esas depresiones. Se llaman depresiones posparto. En fin, en mis tiempos decíamos eso.

—Ella se niega a ir al médico. ¡Se niega a todo! Dice que hay mariposas negras revoloteando en su cabeza. Se lo juro, son sus propias palabras. ¡Mariposas negras!

—¡Dios mío! —suspiró Henriette—. ¡Tan grave es!

—¡Ya se lo estoy diciendo! A mí eso no me viene bien. ¡Y es imposible hacerla entrar en razón! Dice que se le pasará. Y lo que va a pasar ¡es que vamos a acabar marchándonos todos!

—¡Oh! ¡Él no hará eso! ¡Está enamorado de Josiane! —había protestado Henriette, a quien le costaba contener su alegría.

—¿Conoce usted a muchos hombres que aguanten la enfermedad? Quince días bueno, ¡pero no más! Y esto ¡hace semanas que dura! No le auguro mucho futuro a esa pareja. Y lo siento por el niño. Siempre son ellos los que pagan en esos casos…

Había dirigido su mirada hacia el bebé, que las observaba fijamente, como si intentara comprender lo que se decía por encima de su cabeza.

—Pobre pequeñín —había susurrado Henriette—. ¡Es tan rico! Con sus ricitos rojos y sus encías en carne viva.

Se había inclinado hacia el retoño, había querido posar su mano sobre su cabeza. Él había lanzado un grito estridente, se había puesto tenso y había retrocedido hasta el fondo de la sillita para evitar su caricia. Peor aún: había unido los pulgares y los dos índices y blandió hacia ella una especie de rombo amenazante, gritando para que se alejase.

—¡Pero bueno! ¡Se diría que es usted el mismísimo diablo! ¡Así es como alejan al Maligno en El exorcista!

—¡No, mujer, es mi sombrero! Le da miedo. Me pasa mucho con los niños.

—Es cierto que es extraño. Parece un platillo volante. ¡No debe de ser muy práctico en el metro!

Henriette se contuvo para no mandarla a paseo. ¿Acaso tengo pinta de coger el metro? Su boca se torció para impedir que se le escapara una réplica hiriente. Necesitaba a esa chiquilla.

—Bueno —había dicho levantándose—, la dejo a usted con su lectura…

Había deslizado un billete en el bolso entreabierto de la chica.

—¡Oh! No es necesario. Me quejo, pero son buenos conmigo…

Henriette se había marchado con una sonrisa en los labios. Chérubine había trabajado bien.

Todo eso costaba dinero, seguro, calculaba Henriette en camisón, acariciándose la quemadura rosa y lisa del muslo, pero también era una inversión. Pronto Josiane no sería más que un despojo. Con un poco de suerte, se volvería amargada, agresiva. Rechazaría a papá Grobz, le echaría de su cama. Marcel, desamparado, volvería con ella. Él podía llegar a ser así de pánfilo. Siempre le había extrañado que un hombre tan temible en los negocios pudiese ser tan ingenuo en el amor. Y además, la criada tenía razón, a los hombres no les gustan las enfermas. Las soportan durante un rato, luego se desentienden.

Ahora quizás, se dijo metiéndose en su cama, sería el momento de pasar a la etapa siguiente de mi plan: acercarme a Grobz, fingir que quiero discutir los términos del divorcio, mostrarme dulce, comprensiva, dar muestras de arrepentimiento. Entonar el mea culpa. Adormecerle y atraparle. Y, esta vez, ya no se volvería a escapar.

Y si eso no funcionaba, siempre estaría el plan B. Iris había vuelto a la vida, por lo que parecía. Había esbozado una gran sonrisa triunfante cuando se había bajado del taxi. Plan A, plan B… ¡Estaría salvada!

* * *

Gary y Hortense, en un Starbucks café, saboreaban un capuchino. Gary se había citado con Hortense durante su pausa para comer; miraban a través del escaparate pasar a la gente por la acera, hundiendo los labios en la espuma blanca y espesa. Era uno de esos días de invierno que los ingleses llamaban «gloriosos». What a glorious day!, decían, por la mañana, saludándose con una gran sonrisa satisfecha, como si fueran personalmente responsables. Cielo azul, frío intenso, luz brillante.

Hortense se fijó en un hombre que caminaba mientras terminaba de vestirse con una mano y comía un donut con la otra. ¡Qué tarde! ¡Qué tarde!, canturreó estudiando su caminar de pingüino retrasado. Estaba tan ocupado que no vio la pared transparente de una marquesina de autobús y se golpeó de frente; por efecto del golpe, se dobló y soltó todo lo que llevaba. Hortense se echó a reír y dejó la taza que sorbía lentamente.

—Bueno… Se diría que estás en forma —declaró Gary con tono siniestro.

—¿Por qué? ¿Tú no lo estás? —respondió Hortense sin dejar de mirar al hombre.

Ahora él estaba a cuatro patas, intentando recuperar el contenido de su maletín derramado sobre la acera, la marea de peatones se abría para evitarle y se cerraba una vez franqueado el obstáculo.

—Ayer por la tarde fui convocado por mi abuela…

—¿En Palacio?

Gary asintió. El capuchino había dibujado un fino bigote blanco encima de sus labios. Hortense lo borró con el dedo.

—¿Por algún motivo en particular? —preguntó mientras seguía mirando con el rabillo del ojo al hombre arrodillado que respondía al teléfono e intentaba cerrar el maletín a la vez.

—Sí, dijo que ya he holgazaneado bastante, que debo decidir lo que voy a hacer el año que viene. Estamos en enero… Es ahora cuando tengo que inscribirme en la universidad…

—¿Y qué le has respondido?

El hombre había colgado, se preparaba para volver a ponerse de pie, cuando se puso a golpearse los muslos y el pecho con todas sus fuerzas, con expresión de pánico, los ojos mirando a todos lados.

—Pues ése es el problema, nada. ¿Sabes?, ¡impresiona mucho! Tienes que obedecerla en todo…

Hortense contuvo la risa. ¿Y ahora qué le pasaba?

—Me dio a elegir entre una academia militar o una facultad de derecho, algo así. Me precisó que todos los hombres de la familia habían pasado por el ejército, ¡incluso ese viejo pacifista de Carlos!

—¡Te van a afeitar la cabeza! —exclamó Hortense, sin dejar de ver el espectáculo en la calle—. ¡Y vas a llevar un uniforme!

El hombre parecía haber perdido su teléfono y volvió a ponerse a cuatro patas entre el gentío para buscarlo.

—¡No iré a una academia militar, no entraré en el ejército ni estudiaré derecho, negocios o cualquier otra cosa!

—Bueno, al menos está claro… Entonces ¿cuál es el problema?

—¡El problema es la presión a la que va a someterme ella! No te suelta así como así, ¿sabes?

—¡Eres tú quien decide, es tu vida! Tienes que decirle lo que tú tienes ganas de hacer.

—Quiero hacer música… Pero no sé todavía de qué modo. Pianista. ¿Es una profesión, pianista?

—Si estás dotado y trabajas como un loco.

—Mi profe dice que tengo un oído absoluto, que debo continuar pero… No sé, Hortense. No sé. Sólo hace ocho meses que estudio piano. Es angustioso decidir a mi edad lo que voy a hacer durante toda la vida…

El hombre había encontrado el móvil y, todavía agachado, intentaba recolocar la tapa, mientras mantenía su maletín agarrado bajo el brazo, lo que no facilitaba la tarea.

—Vuelve a acostarte, chaval —suspiró Hortense—, ¡hoy no es tu día!

—¡Muchas gracias! —exclamó Gary—. ¡La verdad es que a ti se te ocurren fácilmente las soluciones!

—¡No te lo decía a ti! Hablaba del hombre que se acaba de caer en la calle. ¿No has visto nada?

—¡Creía que me estabas escuchando! ¡Eres realmente increíble, Hortense! ¡Los demás te importan un comino!

—No es eso… Es que empecé a ver el culebrón del tío ese en la calle antes de que empezases a hablar. Bueno, ya no le miro más, te lo prometo…

Sólo un último vistazo: el hombre se había incorporado y buscaba algo por el suelo. ¡No irá a recoger su donut! Levantó ligeramente las nalgas para seguirle. El hombre escrutaba la acera, localizó el bollo un poco más lejos, al lado del pie de la marquesina, se agachó, lo recogió, le quitó el polvo y se lo llevó a la boca.

—¡Agg, qué tío más asqueroso!

—Muchas gracias —dijo Gary, levantándose—. ¡Vete a la mierda, Hortense!

Abrió la puerta del café y salió cerrándola de golpe.

—¡Gary! —gritó Hortense—, vuelve…

No se había terminado el capuchino y dudaba si dejarlo en la mesa. Era su comida.

Se precipitó a la calle y buscó con la mirada en qué dirección se había marchado Gary. Percibió sus espaldas anchas, su gran estatura que giraba en la esquina de Oxford Street con una pirueta furiosa. Le alcanzó y le cogió del brazo.

—¡Gary! Please! ¡No estaba hablando de ti cuando he dicho «tío asqueroso»!

Gary no respondió. Avanzaba con grandes zancadas y a ella le costaba seguirle.

—Teniendo en cuenta que mides dieciocho centímetros más que yo, tus zancadas son, pues, un dieciocho por ciento más grandes que las mías. Si continúas a ese ritmo, pronto me dejarás atrás y ya no podremos hablar…

—¿Quién te ha dicho que tengo ganas de hablar? —masculló él.

—Tú, hace un momento.

Él permaneció mudo y continuó a paso ligero, arrastrándola del brazo derecho.

—¿Es que voy a tener que tirarme al suelo? —preguntó ella, sin aliento.

—Vete a la mierda.

—¡Qué argumento tan poco consistente! Tu abuela tiene razón, deberías continuar tus estudios, estás perdiendo vocabulario.

—¡Que te jodan!

—¡No estás mejorando!

Continuaron caminando. What a glorious day! What a glorious day!, canturreaba mentalmente Hortense. Esa mañana, había sacado la mejor nota en clase de estilo y había dibujado un ojal muy elegante para la clase de la tarde. Los otros alumnos la detestarían. Si apreciaba el estilo, no dejaba de lado la técnica y recordaba una frase que leyó en una revista: «Un diseñador que no conoce la técnica no es más que un ilustrador».

—Te doy hasta la esquina de la calle para cambiar de humor, porque en la esquina nuestros caminos se separan. Mi tiempo es valioso.

Él se detuvo con tanta brusquedad que ella chocó contra él.

—Quiero hacer música, es la única cosa de la que estoy seguro. No fumo, no bebo, no me drogo, no siso en las tiendas para conseguir un determinado look, no me dedico a escuchar cómo me crece el pelo esperando a Dios, no tengo gustos caros, pero quiero hacer música…

—Pues entonces, dile todo eso…

Gary se encogió de hombros y la miró desde su gran altura. Sus ojos se detuvieron por encima de ella y dibujaron un techo de cólera.

—¿Saco el pararrayos o me fulminas ahora mismo? —preguntó ella.

—¡Como si fuese tan sencillo! —dijo él levantando los ojos al cielo.

—Y tu madre, ¿qué dice?

—Que haga lo que quiera, que todavía tengo tiempo…

—¡Y tiene mucha razón!

Él se había sentado sobre un murete y se había levantado el cuello del chaquetón. Estaba enternecedor, refugiado dentro de las grandes solapas, con unos rizos de pelo negro cayendo sobre sus ojos perdidos. Ella fue a sentarse a su lado.

—Escucha, Gary, te puedes permitir el lujo de poder hacer lo que quieras. No tienes problemas de dinero. Si tú no intentas hacer lo que te apasiona en la vida, ¿quién podría hacerlo?

—Ella no lo entenderá.

—¿Desde cuándo dejas que otro decida tu vida?

—Tú no la conoces. No cede fácilmente. Presionará a mamá, que se sentirá culpable por no ocuparse de mí «seriamente» —dibujó unas comillas en el aire— e intervendrá.

—Pídele que confíe en ti durante un año…

—¡Pero un año no bastará! Necesitaré mucho más tiempo para hacer música de verdad… ¡No voy a hacer un curso de cocina!

—Inscríbete en una escuela de música. Una buena escuela de música. Una que imponga.

—No querrá oír hablar de eso…

—¡Pasa de ella!

—Es más fácil decirlo que hacerlo.

—Es extraño, hasta hoy, ¡no te había imaginado como un perdedor!

—¡Ja, ja, ja! ¡Muy graciosa!

Inclinó la cabeza como para decir venga, pisotea al hombre caído en el suelo, aplástame con tu desprecio, eres muy buena jugando a eso.

—Renuncias incluso antes de haberlo intentado. Ya que dices que es tu pasión, demuéstrale que es algo serio y ella confiará en ti. Si no será como si tiraras la toalla incluso antes de haber subido al ring.

Sus miradas se cruzaron y se interrogaron en silencio.

—¿Así es como lo haces tú? —preguntó sin dejar de mirarla a los ojos, como si su respuesta pudiese cambiarle la vida.

—Sí.

—¿Y funciona?

Ella tenía la carne de gallina de tan fijamente como la miraba.

—Para todo. Pero hay que trabajar. Yo quería mi selectividad con matrícula, la saqué, quería venir a Londres, he venido a Londres, quería estudiar en esa escuela, me admitieron y voy a convertirme en una gran diseñadora, quizás incluso en una gran modista. Nadie ha conseguido desviarme de mi camino ni un centímetro, porque yo he decidido que nadie lo haría. Me fijé un objetivo, es muy sencillo, ¿sabes? Cuando decides hacer algo de verdad, lo consigues siempre. Basta con estar convencido de ello y convencer a los demás. ¡Incluso a una reina!

—¿Y existe alguna otra cosa que te hayas jurado tener? —preguntó sintiendo que aquel momento era precioso, que ella había bajado la guardia.

—Sí-respondió ella, sin temblar, sabiendo exactamente a qué se refería él, pero rechazando responderle.

No dejaban de mirarse fijamente.

—¿Como qué?

Not your business!

—Sí. Dímelo…

Ella sacudió la cabeza.

—¡Te lo diré cuando haya conseguido mi objetivo!

—Porque lo conseguirás, por supuesto.

—Por supuesto…

Él esbozó una sonrisita enigmática, como si reconociera que ella podría tener razón, pero que el asunto no estaba todavía resuelto. Ni mucho menos. Quedaban todavía algunas formalidades pendientes. Siguió después un minuto de gran solemnidad que les llevó a un terreno en el que todavía no habían entrado nunca: el del abandono. Se analizaban el interior del alma, el terciopelo del corazón y podían decirse, aunque sin pronunciar palabra, lo que pensaban exactamente. Se lo dijeron con los ojos. Como si aquello no existiera o no debiera existir todavía. Bailaron dos pasos de tango con ese terciopelo del corazón, se besaron dulcemente en la boca del alma, y después volvieron al ruido de los coches en la calle y a los peatones que perdían su donut al correr.

—Bueno, recapitulemos —dijo Hortense, aturdida por esas confidencias mudas—. Primero vas a encontrar una buena escuela de música. Harás lo necesario para que te acepten. Vas a trabajar, a trabajar…

Él la seguía con la mirada y escuchaba su futuro.

—Después, te enfrentas a tu abuela y consigues lo que quieres… Tendrás argumentos, habrás movido el culo lo suficiente como para demostrarle que se trata de una pasión. No de un pasatiempo. Eso la impresionará, te escuchará. Eres demasiado indolente, Gary.

—¡Forma parte de mi encanto! —bromeó él, abriendo sus largos brazos, haciéndolos planear por encima de ella para proseguir su tango mudo.

Ella se apartó y volvió a su expresión seria.

—A los diecinueve años sí. Pero dentro de diez años serás un viejo seductor inútil y desengañado. Así que ponte manos a la obra y demuestra a los demás que no se equivocan si confían en ti…

—Hay veces en que no tengo ganas de nada. Sólo de ser una ardilla que salta por Hyde Park…

Se había levantado una brisa de viento frío y la nariz de él enrojecía. Hundió sus manos en los bolsillos como si quisiese que estallaran, golpeó el suelo con la punta de sus zapatos, mantuvo por un momento lo que parecía ser un monólogo interior. Ella lo observaba, divertida. Se conocían desde hacía tanto tiempo…; no había nadie de quien se sintiera tan próxima. Se acercó, le pasó una mano bajo el brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—¡No te rindes nunca! —gruñó él.

Ella levantó la cabeza hacia él y sonrió.

—¡Nunca! ¿Y sabes por qué?

—…

—Porque no tengo miedo. Tú, en cambio, estás acojonado. Te dices que en la música son muchos los llamados y pocos los elegidos, y tienes miedo de no ser elegido…

—No te falta razón…

—Tu miedo te impide pasar a la acción. Y te impedirá que tu sueño se transforme en realidad.

Él la escuchaba, emocionado, casi aterrado por la exactitud de lo que decía.

—¿Quieres que vayamos al cine esta tarde? —preguntó, para recuperar la atmósfera distendida.

—No. Tengo que trabajar. Tengo que entregar un trabajo mañana.

—¿Vas a trabajar hasta tarde?

—Sí. Pero el fin de semana, si quieres, estaré más libre.

—¿Cuánto te debo por la consulta?

—Me pagarás la entrada del cine.

—De acuerdo.

Hortense miró su reloj y lanzó un chillido.

—¡Jo! ¡Voy a llegar tarde!

—Eres como tu madre, ¡nunca dices joder!

—¡Gracias por el cumplido!

—Pero si es un buen cumplido. ¡Quiero mucho a tu madre!

Ella no respondió. Cada vez que le hablaban de su madre, se cerraba en banda. Él la acompañó hasta la entrada de la escuela.

—¿Sabes otra cosa que dijo mi abuela?

—¿Te dijo qué puesto ocupabas en la línea de sucesión?

No way. Quiero ser músico, ¡ya te lo he dicho!

Hortense esbozó una pequeña sonrisa que parecía decir «buena respuesta» y aceleró el paso.

—Me habló de mis conquistas sentimentales, así es como ella llama a las guarras que me tiro, y me dijo con su aire de real delicadeza… «Mi querido Gary, cuando uno da su cuerpo, da también su alma».

—¡Impresionante!

—¡Gélido, sí! ¡Después de una réplica así, dejas de follar para toda la vida!

—¡Deja de quejarte! Eres un privilegiado. No lo olvides nunca. ¡No hay muchos tíos que sean el nieto de la reina! Además, tienes todas las ventajas: eres de sangre real y nadie lo sabe. Así que shut up!

—¡Afortunadamente nadie lo sabe! ¿Te imaginas mi vida, perseguido por los paparazzi?

—A mí eso me iría muy bien. ¡Saldría en todas las fotos y sería famosa! ¡Lanzaría mi marca en un abrir y cerrar de ojos!

—¡No cuentes con ello! ¡Yo me iría a una isla desierta y no me verías nunca más!

Habían llegado frente a la escuela de Hortense en Piccadilly Circus. Ella le plantó un rápido beso en la mejilla y se fue.

Gary la vio desaparecer entre el tumulto de estudiantes que entraba en el edificio. Esa chica tenía el don de arreglar los problemas. No perdía el tiempo con los estados de ánimo. ¡Hechos y nada más que hechos! Tenía razón. Iba a ponerse a buscar una escuela. Aprendería solfeo y practicaría escalas. Hortense le había dado una patada en el trasero y una patada en el trasero siempre te hace avanzar. Y borra los pensamientos sombríos. Ya no tenía la impresión de cargar con su vida como un fardo, sino que la había colocado sobre la acera y la contemplaba con mirada distante. Como algo que debía orientar, norte, sur, este, oeste. Sólo tenía que elegir. Le invadió una ola de alegría y quiso volar tras Hortense para besarla. Gritó: «Hortense, Hortense», pero ella había desaparecido.

Se volvió hacia la calle, los peatones, los semáforos, los coches, las motos y las bicicletas y sintió ganas de lanzarse contra ellos.

«What a glorious day!», dijo al ver un autobús rojo de dos pisos, que destacaba majestuoso sobre el cielo azul. Pronto sería reemplazado por un autobús de un solo piso, pero no tenía importancia, la vida continuaría porque la vida era hermosa, porque iba a cogerla de la mano y librarse de esa coraza negra que a veces cargaba sobre la espalda.

* * *

A primera hora, tenía clase de historia del arte.

El profesor, un hombre completamente gris, con cutis de marfil, hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y tenía una barriguita redonda que sobresalía de un chaleco burdeos. El cuello de su camisa era un cuello rácano. Habría que darle amplitud al cuello, a las mangas, a los faldones, observaba Hortense mientras dibujaba croquis sobre su hoja en blanco. Insuflarle el viento de alta mar. Él explicaba cómo el arte y la política caminan a veces de la mano, y a veces iban cada uno por su lado. Preguntó a la adormecida clase cuándo habían nacido los primeros partidos políticos.

—¿En el mundo? —preguntó Hortense levantando la cabeza de su cuaderno.

—Sí, señorita Cortès. Pero más concretamente en Inglaterra, pues los primeros partidos, mal que le pese, nacieron en Inglaterra. No tienen ustedes la exclusividad de la democracia, a pesar de su Revolución francesa.

Hortense no tenía ni idea.

—En Inglaterra —prosiguió tirando de las puntas de su chaleco—. En el siglo XVII. Existieron primero lo que llamaban «agitadores», que arengaban a los hombres en los ejércitos, después, en 1679, una querella enfrentó a los parlamentarios con las personalidades del reino. Los debates se hicieron más intensos, se insultaban tratándose de tories, ladrones de ganado, y de whigs, asaltantes de caminos. Estos insultos permanecieron y así nacieron los nombres de las dos grandes formaciones políticas inglesas. Más tarde, en 1830, se fundó el primer partido político, se trataba del partido conservador, el primer partido europeo y podemos decir también del mundo…

Se detuvo, satisfecho. Su mano tamborileó sobre su vientre redondo. Hortense cogió un lápiz y se dedicó a vestirle con brillantez. Un hombre tan cultivado debería ser elegante. Se puso a dibujar una camisa de caballero: el cuello, las mangas, los botones, la caída, la forma larga, con faldones regulares, irregulares.

Pensó en el torso de Gary y garabateó un torso juvenil dentro de un cuello de chaquetón. Su Alteza Real Gary. Gary perseguido por los paparazzi. Dibujó camisas de golfo cubiertas de cazadoras estrechas, y añadió sonriendo unas gafas negras. Gary en Buckingham, en una recepción, ¿frente a la reina? Esbozó una camisa romántica de esmoquin con múltiples pliegues. No demasiado anchos, los pliegues. Se le rompió la punta de su lápiz, y cayó un montón de mina sobre la hoja en blanco. «¡Jolines!», dejó escapar. «Eres como tu madre, ¡nunca dices joder!». Se sentía incómoda con su madre. Su amor pesaba toneladas. El deseo de querer dar todo al hijo que se ama envenena el amor. Encierra al niño en una gratitud obligada, en un reconocimiento pueril. No era culpa de su madre, pero era pesado soportarlo.

La emoción era un lujo que no podía permitirse. Cada vez que estaba a punto de sucumbir a ella, la bloqueaba. Clic, clac, cerraba escotillas. Y así continuaba siendo un buen ejemplo para sí misma. Seguía siendo su mejor amiga. Es el problema de las emociones, te torpedean. Te destrozan en mil pedazos. Te enamoras y, de pronto, te ves demasiado gorda, demasiado delgada, senos demasiado pequeños, senos demasiado grandes, demasiado baja, demasiado alta, nariz demasiado grande, boca demasiado pequeña, dientes amarillos, cabello graso, estúpida, sarcástica, pegajosa, ignorante, parlanchina, muda. Dejas de ser tu mejor amiga.

Al volver de ir de compras con su madre, mientras levantaban el brazo para parar un taxi, habían visto a un caracol refugiado en el borde de la avenida, metido en su concha, intentando pasar desapercibido bajo una hoja seca. Su madre se había agachado, lo había recogido y le había hecho cruzar la avenida. Hortense se había encerrado inmediatamente en un reproche mudo.

—Pero ¿qué te pasa? —había preguntado Joséphine, al acecho del menor cambio de humor que apareciese en el rostro de su hija—. ¿No estás contenta? Creía que lo pasarías bien si te regalaba un día de compras…

Hortense había sacudido la cabeza, exasperada.

—¿Te sientes obligada a ocuparte de todos los caracoles que encuentras?

—¡Pero es que iban a aplastarle si cruzaba!

—¿Y tú qué sabes? Quizás le ha costado tres semanas cruzar la calzada, y estaba descansando, aliviado, antes de ir al encuentro de su pareja y tú, en diez segundos, ¡le devuelves a su punto de partida!

Su madre la había mirado, pasmada. Sus ojos asustados se habían llenado de lágrimas. Había corrido a buscar el caracol y habían estado a punto de atropellada. Hortense la había cogido por la manga y la había empujado dentro de un taxi. Ése era el problema de su madre. La emoción le enturbiaba la vista. Y a su padre también. Lo tenía todo para triunfar, pero se licuaba en cuanto se enfrentaba a una sombra de adversidad, a una nube de hostilidad. Sudaba la gota gorda. Ella, de pequeña, sufría durante las comidas en casa de Iris o de Henriette, cuando veía aparecer los primeros signos de angustia. Juntaba las manos bajo la mesa, rezando para que la inundación se detuviese, y sonreía, inerte. Los ojos hacia dentro para no ver.

Así que ella lo había aprendido todo. A bloquear su transpiración, a bloquear sus lágrimas, a bloquear la onza de chocolate que la engordaría, a bloquear la glándula sebácea que se transformaría en espinilla, el azúcar del caramelo que se convertiría en caries. Bloqueaba todas las entradas de la emoción. La chica que quería convertirse en su mejor amiga, el chico que la acompañaba e intentaba besarla. No quería correr ningún peligro. Cada vez que corría el riesgo de dejarse llevar, pensaba en la frente humedecida de su padre y la emoción se paraba de golpe.

¡Así que nadie le dijera sobre todo que se parecía a su madre! Era el trabajo de toda una vida el que se ponía en entredicho.

No se controlaba únicamente porque le desagradaran las emociones, lo hacía también por una cuestión de honor. El honor perdido de su padre. Quería creer en el honor. Y el honor, estaba segura, no tenía nada que ver con las emociones. En el colegio, cuando había estudiado El Cid, se había implicado hasta el fondo en los tormentos de Rodrigo y Jimena. Él la ama, ella le ama, eso es la emoción, eso les convierte en débiles y cobardes. Pero él había matado a su padre, ella debía vengarse, su honor estaba en juego y ahí se alzaban. Corneille lo había dejado bien claro: el honor engrandece al hombre. La emoción lo doblega. Al contrario que Racine. No aguantaba a Racine. Berenice la ponía nerviosa.

El honor era una mercancía escasa. La compasión había reemplazado al honor. Los duelos se habían prohibido. A ella le hubiese encantado batirse en duelo. Provocar a quien le faltase al respeto. Despedazar de un sablazo al ofensor. ¿Con quién, de esta adormecida clase, me gustaría cruzar la espada?, se preguntó sobrevolando con la mirada a la asistencia.

Percibió, a su izquierda, el perfil de su compañera de piso. Agathe había hundido la cabeza bajo el brazo como si estuviese tomando apuntes, pero dormitaba. De frente podían creerla absorta por el discurso del profesor, pero de lado se veía perfectamente que estaba dormida. Había vuelto a casa a las cuatro de la mañana. Hortense la había oído vomitar en el cuarto de baño. Esa nunca luchaba. Reptaba. Dejaba que esos enanos de mal gusto dictaran su ley. Iban a buscarla casi todas las noches. Ni siquiera llamaban para avisarla. Llegaban, gritaban: «¡Venga! ¡Vístete que salimos!», y ella los seguía. No puedo creerme que esté enamorada de uno de ellos. Son gnomos vulgares, brutales, vanidosos. Tienen una voz extraña como de brasas ardientes, una voz que se te agarra a la garganta, que te quema el rostro, que te provoca temblores en todo el cuerpo. Ella les evitaba, pero también se entrenaba para no dejarse dominar por el miedo cuando se los cruzaba. Los mantenía a distancia, imaginaba que había un kilómetro entre ellos. Era un ejercicio difícil, porque eran terroríficos, a pesar de sus sonrisas forzadas.

Y sin embargo esa chica tenía talento. Era una diseñadora bastante inspirada, una estilista que no dibujaba, sino que encontraba instintivamente la línea del vestido, los cortes. Añadía el pequeño detalle que afinaría el talle y estilizaría la silueta. Sabía trabajar una tela. No conocía el gusto por el esfuerzo y el trabajo. Las habían elegido a las dos, entre ciento cincuenta candidatos, para un periodo de prácticas en Vivienne Westwood. Sólo contratarían a una. Hortense esperaba ser la elegida. Todavía había que pasar una entrevista. Se había documentado sobre la historia de la marca, con el fin de salpicar la entrevista de esos pequeños detalles que le darían ventaja. Seguramente Agathe ni siquiera había pensado en eso. Estaba demasiado ocupada en salir, bailar, beber, fumar, mover las caderas. Y vomitar.

Story of her Life[8] pensó Hortense dibujando el último botón de la camisa blanca de esmoquin de Gary, cenando en Buckingham Palace.

* * *

—¿No quieres ir a Londres?

Zoé sacudió la cabeza, bajando la mirada.

—¿Ya no quieres ir nunca más a Londres?

Zoé emitió un largo suspiro que quería decir no.

—¿Te has peleado con Alexandre?

La mirada de Zoé se deslizó hacia un lado. Nada en su rostro le permitía saber si estaba enfadada, infeliz o amenazada por algún peligro.

—¡Pero di algo, Zoé! ¿Cómo quieres que lo adivine? —se enfadó Joséphine—. Antes dabas saltos de alegría cuando te ibas a Londres, ¡y ahora ya no quieres volver! ¿Qué te pasa?

Zoé lanzó una mirada furiosa a su madre.

—Son las ocho menos cinco. Voy a llegar tarde al colegio.

Cogió su cartera, se la echó a la espalda, ajustó las correas y abrió la puerta de entrada. Antes de salir, se volvió y la amenazó.

—¡Y no entres en mi habitación! ¡Prohibido!

—¡Zoé! ¡Ni siquiera me has dado un beso! —continuó Joséphine viendo desaparecer la espalda de su hija.

Corrió por la escalera, bajó los escalones de cuatro en cuatro y alcanzó a Zoé en el vestíbulo del inmueble. Se vio en el espejo, en pijama con una camiseta que le había regalado Shirley que decía: Muerte a los glúcidos. Sintió vergüenza cuando cruzó su mirada con la de Gaétan Lefloc-Pignel, que se había reunido con Zoé. Giró sobre sí misma y se metió en el ascensor. Allí se encontró frente a una joven rubia que no tenía mejor aspecto que ella.

—¿Es usted la mamá de Gaétan? —preguntó, feliz de conocer a la señora Lefloc-Pignel.

—Había olvidado su plátano para el recreo. A veces tiene bajadas de tensión, necesita azúcar. Así que he corrido para alcanzarle y… No he tenido tiempo de vestirme, he salido tal cual.

Llevaba puesto un impermeable sobre el camisón y estaba descalza.

Se frotaba los brazos, evitando la mirada de Joséphine.

—Me alegra mucho conocerla. No la había visto nunca…

—¡Oh! Es mi marido, no le gusta que yo…

Se detuvo como si pudiesen oírla.

—¡Se pondría furioso si me viera sin vestir en el ascensor!

—Yo no estoy en mejor situación que usted —exclamó Joséphine—. He corrido detrás de Zoé. Se ha marchado sin darme un beso; no me gusta empezar el día sin un beso de mi hija…

—¡A mí tampoco! —suspiró la señora Lefloc-Pignel—. Qué suaves son los besos de los niños.

Parecía una niña. Enclenque, pálida, dos grandes ojos pardos asustadizos. Bajaba la mirada y temblaba ajustándose los faldones del impermeable. El ascensor se detuvo y salió del ascensor diciendo varias veces adiós, aguantando la pesada puerta. Joséphine se preguntó si querría confiarle algo. De sus cabellos recogidos en dos trenzas finas se escapaban algunos mechones rubios. Lanzaba miradas inquietas a derecha e izquierda.

—¿Quiere usted tomar un café en mi casa? —preguntó Joséphine.

—¡Oh, no! No sería…

—Podríamos conocernos mejor, hablar de los niños… Vivimos en el mismo edificio y no nos conocemos.

La señora Lefloc-Pignel se frotaba los brazos de nuevo.

—Tengo una lista de cosas que hacer. No debo retrasarme…

Hablaba como si se sintiese aterrada de olvidar algo.

—Es usted muy amable. En otra ocasión, quizás…

Seguía reteniendo la puerta del ascensor con su brazo enjuto.

—Si ve usted a mi marido, no le diga que me ha visto usted así, desaliñada… Es demasiado… ¡Le da mucha importancia a la etiqueta!

Lanzó una risita incómoda, se frotó la nariz con el codo, escondiendo su rostro en la manga del impermeable.

—Gaétan es encantador. A veces llama a casa… —tanteó Joséphine.

La señora Lefloc-Pignel la miró, aterrada.

—¿No lo sabía?

—A veces me echo la siesta por la tarde…

—No conozco bien a sus otros dos hijos, Domitille y…

La señora Lefloc-Pignel alzó las cejas, dudó como si también ella tratara de recordar el nombre de su hijo mayor. Joséphine repitió:

—Pero Gaétan es encantador.

Ya no sabía qué más decir. Le hubiese gustado que ella soltara la puerta del ascensor. Hacía frío y la camiseta Muerte a los glúcidos no era muy gruesa.

Finalmente, como con lástima, la señora Lefloc-Pignel dejó que la puerta se cerrase. Joséphine le hizo un gesto amistoso con la mano. Debe de tomar tranquilizantes. Tiembla como una hoja, se sobresalta al menor ruido. No debe de ser una compañía muy agradable, ni una madre muy presente. Nunca la había visto en el colegio, ni en el supermercado del barrio. ¿Dónde iría a hacer la compra?

Después cambió de opinión. Quizás hace como yo, que vuelvo al Intermarché de Courbevoie. Una costumbre que conservo de mi vida anterior. Todavía tenía la tarjeta de cliente. Antoine tenía también una. Dos tarjetas para una sola cuenta. Era todavía un vínculo que conservaba con él.

Entró en casa y decidió ir a correr. Pasó delante del cuarto de Zoé y empujó la puerta. No entró. Una promesa es una promesa. Había llegado otra postal. Con la letra de Antoine. Se la había entregado a Zoé, que se había encerrado en su habitación para leerla. Había oído la doble vuelta de llave que significaba que no había que molestarla. Joséphine no había preguntado nada.

Zoé permaneció encerrada en su habitación con Papatabla. Joséphine pegaba la oreja en la puerta, y escuchaba a Zoé pedirle su opinión sobre una regla gramatical o un problema de matemáticas, una falda o un pantalón. Hacía las preguntas y daba las respuestas. Decía: «Claro, qué tonta soy, tienes razón» y se echaba a reír. Con una risa forzada, que inquietaba a Joséphine.

Por la noche, Zoé cenaba en silencio, evitando su mirada, sus preguntas.

«Pero ¿qué puedo hacer?», se preguntaba Joséphine corriendo alrededor del lago esa mañana. Había hablado con los profesores de Zoé pero no, le habían contestado, todo va bien, participa, juega en el patio, entrega los deberes limpios y bien hechos, aprende las lecciones. Echaba de menos a la señora Berthier. Le hubiera gustado confiarse a ella.

La investigación sobre su muerte no avanzaba. Joséphine había vuelto a ver a la capitán Gallois. Amable como una circular administrativa.

—Tenemos muy pocos elementos. Le mentiría si le dijera lo contrario…

Esa mujer tenía una manera muy desagradable de dirigirse a ella.

Concluyó una primera vuelta al lago y comenzó una segunda. Percibió al desconocido que iba a su encuentro, las manos en los bolsillos, el gorro hundido hasta las cejas. Se la cruzó sin mirarla.

Tenía que recordar exactamente cuándo había empezado la metamorfosis de Zoé. La noche de Nochebuena. Durante los regalos, todavía estaba alegre, haciendo el payaso. Fue la entrada en escena de la efigie de su padre la que lo había desencadenado todo. A partir de ese momento, a partir del momento en el que Antoine se sentó con nosotros, Zoé empezó a alejarse. Como si tomara partido por su padre en contra mía… Pero ¿por qué? ¡Jolines!, exclamó Joséphine, ¡pero si fue él el que se marchó con su manicura! Debería llamar a Mylène. No había tenido tiempo. ¿Falta de tiempo o de ganas? Dudaba en confiarse a Mylène. No sabía por qué. No soy de esas mujeres que dan una palmadita en los muslos de su rival y se convierten en su mejor amiga. Se detuvo. Había forzado demasiado en la cuestecita antes del embarcadero frente a la isla.

Se estiró, levantó los brazos al aire, hundió la cabeza hacia abajo, estiró los brazos, las piernas. Le echaba de menos. Le echaba de menos. Pensaba en él todo el tiempo. Se introducía en su cabeza, ocupaba todo el espacio. Vuelve, suplicó en voz baja, vuelve, viviremos clandestinamente, nos esconderemos, robaremos instantes de felicidad esperando a que pase el tiempo, a que Iris se cure, a que las niñas crezcan. ¡Las niñas! Quizás Zoé lo sabía. Los niños saben de nosotros cosas que nosotros mismos ignoramos. No se les puede mentir. ¿Sabrá Zoé que he besado a Philippe? Ella siente el gusto de sus besos cuando me inclino hacia ella.

Se incorporó. Se masajeó las piernas, las pantorrillas. Se estiró una vez más. Tengo que hablar con ella. Hacerle confesar.

Dio algunos pasos. Reflexionó mientras trotaba. Avanzaba, absorta en sus reflexiones, cuando oyó gritar su nombre:

—¡Joséphine! ¡Joséphine!

Se volvió. Luca venía hacia ella. Los brazos abiertos, una gran sonrisa en el rostro.

—¡Luca! —gritó.

—Sabía que la encontraría aquí. ¡Conozco sus costumbres!

Ella le miró fijamente para asegurarse de que en verdad era él.

—¿Está usted bien, Joséphine?

—Sí. ¿Y usted, está mejor?

Él la miró sonriendo.

—¡Joséphine! Tengo que hablar con usted. No podemos prolongar este malentendido.

—Luca…

—Siento lo del otro día. He debido de herirla, pero no quería hacerle daño, ni reírme de usted.

Ella sacudía la cabeza, secándose el sudor que corría por su frente y separando el pelo pegado a su rostro.

—¿Me permite invitarla a un café?

Ella enrojeció y rechazó su brazo.

—Es que estoy toda pegajosa, he estado corriendo y…

Joséphine no podía creérselo: Luca, el hombre más indiferente del mundo, ¡corriendo detrás de ella! Notó que le flaqueaban las rodillas. No estaba acostumbrada a suscitar pasiones. No sabía cómo comportarse. Por un lado, le estaba reconocida. Se sentía importante, seductora. Por otro, le miraba y se decía que era tan guapo como un trozo de madera reseca. Se dirigieron hacia el quiosco cercano al lago. Luca pidió dos cafés y los colocó ante ella. Ella cerró las rodillas, metió los pies bajo la silla y se preparó.

—¿Está usted bien, Joséphine?

—Bien, sí…

No estaba muy dotada para mantener a los hombres a distancia. No estaba acostumbrada. Prefería dejarle hablar.

—Joséphine, he sido injusto con usted…

Ella hizo un gesto con la mano para excusarle.

—Me he comportado mal.

Ella le miró pensando que mucha gente se comporta mal con los que les quieren. No era el único.

—Me gustaría que olvidáramos todo eso…

Levantó hacia ella una mirada sincera.

—Es que… —balbuceó ella.

No sabía qué decir. Es que es demasiado tarde, es que se acabó, es que desde entonces hay otro que…

—No estoy muy acostumbrada a las cosas del amor. Soy un poco tonta…

Y añadió, en voz baja:

—Eso lo sabe usted bien, de hecho…

—La echo de menos, Joséphine. Estaba acostumbrado a usted, a su presencia, a su atención delicada, generosa…

—¡Oh! —exclamó ella, sorprendida.

¿Por qué no le había dicho antes esas palabras? Cuando todavía estaba a tiempo. Cuando ella se moría por oírlas. Le miró, desamparada. Él leyó la desolación en su mirada.

—Ya no siente usted nada por mí, ¿verdad?

—Es que he esperado tanto una señal suya que… creo que me he…

—¿Que se ha cansado?

—Sí, de alguna manera…

—¡No me diga que es demasiado tarde! —declaró, jovial—. Estoy dispuesto a todo… ¡para que me perdone!

Joséphine estaba sufriendo una tortura. Intentó atrapar un pedazo de amor, un hilo del que poder tirar, enhebrar, fruncir, bordar, zurcir, hasta hacer un gran pompón. Se hundió en la mirada de Luca, hundió sus grandes ojos abiertos, buscó, buscó. ¡No podía desvanecerse así como así! Buscó un trozo de hilo en sus ojos, en su boca, en el escote de su manga, me gustaba acurrucarme allí cuando dormíamos juntos, percibía su brazo reteniéndome, se sentía emocionada, cerraba los ojos para retener esa imagen. Buscó, buscó, pero no encontró el extremo del hilo. Emergió a la superficie con las manos vacías.

—Tiene usted razón, Joséphine. No es casualidad que esté solo a mi edad. ¡Nunca he sido capaz de conservar a nadie! Usted, al menos, tiene a sus hijas…

Joséphine volvió a pensar en Zoé. Haría como Luca. Se desnudaría delante de ella y le diría háblame, soy una inútil expresando amor, pero te quiero tanto que si ya no me besas por las mañanas, ya no puedo respirar, ya no recuerdo mi nombre, pierdo el gusto por la primera tostada, el gusto por mis estudios, el gusto por todo.

—Pero tiene usted a su hermano. Él le necesita…

La miró como si no entendiese. Frunció el ceño. Intentó saber a quién se refería ella, después se repuso y dijo sarcásticamente:

—¡Vittorio!

—Sí, Vittorio… Es usted su hermano, y también la única persona en la que puede confiar.

—¡Olvídese de Vittorio!

—Luca, no puedo olvidarme de Vittorio. Siempre ha estado entre nosotros.

—¡Olvídese de él, le digo!

Su voz estaba llena de autoridad y de cólera. Se echó hacia atrás, sorprendida por el cambio de tono.

—Forma parte de nuestra historia. No puedo olvidarlo. He vivido con él porque yo le he…

—Porque usted me ha amado… ¿Es eso, Joséphine? Antes. Hace mucho tiempo…

Ella bajó la cabeza, incómoda. No se trataba de amor, si se había acabado tan pronto.

—Joséphine… Se lo ruego…

Se volvió. No pensaba suplicarle. Sería embarazoso.

Permanecieron un buen rato en silencio. Él jugaba con la bolsita de azúcar, la apretaba entre sus largos dedos, la presionaba, la enrollaba, la aplastaba.

—Tiene usted razón, Joséphine. Soy una carga. Arrastro a los demás hacia el fondo.

—No, Luca. No es eso.

—Sí, es exactamente eso.

Los cafés se habían enfriado. Joséphine hizo una mueca.

—¿Quiere usted otro? ¿U otra cosa? ¿Un zumo de naranja? ¿Un vaso de agua?

Ella lo rechazó con un gesto de la mano. Déjelo, Luca, suplicó en silencio, déjelo. No quiero que se convierta usted en un hombre suplicante, servil.

Él volvió la mirada hacia el lago. Vio un perro que se lanzaba al agua y sonrió.

—Fue ese día cuando empezó todo… ¿Verdad? Aquel día en que yo no la escuché…

Ella no respondió y siguió al perro con los ojos. Su amo había vuelto a tirar la pelota al lago y se tiró a él para buscarla. El amo esperaba, orgulloso de sus cualidades como adiestrador, orgulloso de chascar los dedos y que el animal le obedeciese. Buscaba en la mirada de la gente que le rodeaba el reconocimiento de ese poder.

—¿Sabe qué vamos a hacer, Joséphine?

Se había incorporado, con expresión decidida.

—Voy a darle una llave de mi casa y…

—¡No! —protestó Joséphine, aterrada por la responsabilidad con la que le iba a cargar.

—Voy a darle una llave de mi casa y cuando haya perdonado mi indiferencia, mi grosería, vendrá y yo la esperaré…

—Luca, no debe…

—Sí. Nunca he hecho algo así. Es una prueba de a…

Ella escuchó la palabra que él estuvo a punto de decir. Pero no la pronunció.

—Una prueba de afecto…

Se levantó, buscó una llave en el bolsillo. La dejó sobre la mesa al lado del café frío. Besó a Joséphine en el pelo y repitió:

—Hasta pronto, Joséphine.

Ella le vio partir, cogió la llave. Todavía estaba caliente. La encerró en su mano como la prueba inútil de un amor difunto.

* * *

Zoé no quiso hablar.

Joséphine la esperó a la vuelta del colegio. Dijo a su hija, cariño, tenemos que hablar. Estoy dispuesta a escucharlo todo. Si has hecho algo de lo que te arrepientes o que te avergüenza, dímelo, hablaremos y no me enfadaré, porque te quiero por encima de todo.

Zoé dejó su cartera en la entrada. Se quitó el abrigo. Fue a la cocina. Se lavó las manos. Cogió un trapo. Se secó las manos. Cortó tres rebanadas de pan. Las untó con mantequilla. Guardó la mantequilla en el frigorífico. El cuchillo en el lavavajillas. Tomó dos barras de chocolate negro con almendras. Lo colocó todo en un plato. Volvió a buscar su cartera a la entrada y, sin escuchar a Joséphine que insistía: «Tenemos que hablar, no podemos seguir así», cerró la puerta de su habitación y se encerró hasta la hora de cenar.

Joséphine recalentó el pollo a la vasca que había preparado, a Zoé le gustaba el pollo a la vasca.

Cenaron una frente a la otra. Joséphine se tragaba las lágrimas. Zoé mojaba el pan en la salsa del pollo sin mirar a su madre. La lluvia golpeaba los cristales de la cocina y quedaba pegada en forma de gruesas gotas. Cuando las gotas son espesas, pesadas, se pegan al cristal y puedes contarlas.

—Pero ¿qué te he hecho yo? —gritó Joséphine, que se había quedado sin palabras, que había perdido los nervios, que se había quedado sin argumentos.

—Lo sabes muy bien —soltó Zoé, imperturbable.

Retiró su plato, su vaso y sus cubiertos. Los colocó en el lavavajillas. Pasó la esponja sobre la mesa, delimitando precisamente su sitio, teniendo buen cuidado de no recoger las migas de su madre, dobló su servilleta, se lavó las manos y se retiró.

Joséphine saltó de la silla, corrió tras ella. Zoé cerró la puerta de su habitación. Oyó dos vueltas de llave.

—¡No soy tu chacha! —gritó Joséphine—. Agradece la cena.

Zoé abrió la puerta y dijo:

—Gracias. El pollo estaba delicioso.

Después cerró, dejando a Joséphine sin voz.

Volvió a la cocina. Se sentó delante del plato que no había tocado. Miró el pollo frío cubierto de salsa. Los tomates arrugados, los pimientos acartonados. Esperó un buen rato, echada sobre la mesa, la cabeza entre sus brazos.

Una canción de los Beatles estalló en la habitación de Zoé. Don’tpass me by, don’t make me cry, don’tmake me blue, cause you know, darling, I love only you[9]. Es inútil. No servirá de nada forzar las confidencias. No se puede luchar contra un muerto. Y menos aún contra un muerto viviente. Soltó una risa amarga. Nunca había oído esa risa en su boca. No le gustaba. Tengo que ponerme a trabajar. Tengo que encontrar un director de tesis. Tengo que defender mi trabajo. Estudiar me ha salvado siempre de las peores situaciones. Cada vez que la vida me la juega, la Edad Media viene a salvarme. Recitaba el simbolismo de los colores a las niñas, para disimular la angustia del mañana o la tristeza de la víspera. Azul, color de duelo, violeta asociado a la muerte, verde, la esperanza y la savia que asciende, amarillo, la enfermedad, el pecado, rojo, a la vez fuego y sangre, rojo como la cruz del cruzado sobre su pecho o la ropa del verdugo, negro, el color de los Infiernos y de las tinieblas. Ellas escuchaban con la boca abierta, aterradas, y yo olvidaba mis problemas.

El teléfono interrumpió sus pensamientos. Lo dejó sonar y sonar, y después se levantó.

—¿Joséphine?

La voz era jovial. El timbre despreocupado y alegre.

—Sí —articuló Joséphine, las manos crispadas en el auricular.

—¿Te has quedado muda?

Joséphine soltó una risita incómoda.

—Es que no me esperaba para nada…

—¡Pues sí! Soy yo. De vuelta a la vida activa… y preciso, sin rencor alguno. Hacía mucho tiempo, ¿verdad, Jo?

—…

—¿Estás bien, Jo? Porque se diría que no estás bien en absoluto…

—Sí, sí. Estoy bien. ¿Y tú?

—En plena forma.

—¿Dónde estás? —preguntó Joséphine, buscando un punto por donde agarrar el vestido de ese fantasma.

—¿Por qué?

—Por nada…

—Sí, Joséphine. Te conozco, tienes algo metido en la cabeza.

—No, te lo aseguro… Es sólo que…

—La última vez que estuvimos juntas, es verdad, fue un poco violento. Y te pido perdón. Lo siento de verdad… Y te lo voy a demostrar: te invito a comer.

—Me gustaría que dejáramos de pelearnos.

—Coge un lápiz y escribe la dirección del restaurante.

Apuntó la dirección. Hotel Costes, calle Saint-Honoré, 239.

—¿Estás libre pasado mañana, jueves? —preguntó Iris.

—Sí.

—Entonces, el jueves a la una… Cuento contigo, Jo, es muy importante para mí que nos veamos.

—Para mí también, lo sabes.

Y después, añadió en voz baja:

—Te he echado de menos…

—¿Qué has dicho? —preguntó Iris—. Ya no te oigo…

—Nada. Hasta el jueves.

Cogió su edredón y fue a instalarse en el balcón. Levantó la cabeza hacia el cielo y dirigió la mirada hacia las estrellas. Un hermoso cielo estrellado iluminado por una luna llena y brillante como un sol frío. Buscó su estrellita al final de la Osa Mayor. Torció la cabeza para localizarla. La localizó. Al final de la estela. Juntó las manos. Gracias por haberme devuelto a Iris. Gracias. Es como si volviese a casa. Haced que Zoé vuelva. No quiero la guerra, sabéis, soy una pésima guerrera. Haced que nos volvamos a hablar. Esta noche, me comprometo ante vosotras… Si me devolvéis el amor de mi hija, os prometo, ¿me oís?, os prometo que renunciaré a Philippe.

¿Estrellas? ¿Me oís?

Sé que me oís. No siempre me respondéis enseguida, pero tomáis nota.

Miró la pequeña estrella. Había planteado su problema allí arriba, arriba del todo, a millones de kilómetros. Hay que plantear los problemas lejos, muy lejos, porque así se ven de forma diferente. Vemos lo que hay detrás. Cuando los tenemos ante las narices, ya no vemos nada. Ya no vemos la belleza, la felicidad que permanece, a pesar de todo, a nuestro alrededor. Detrás del silencio obstinado de Zoé, estaba el amor de su hija pequeña por ella. Estaba segura de ello. Pero ya no lo veía. Ni Zoé tampoco. La belleza y la felicidad volverían…

Bastaba con esperar, con ser paciente…

Se había convertido en un hombre ocioso. Un hombre que pasaba el tiempo en los bares de hotel con libros y catálogos de arte. Le gustaban los bares de los grandes hoteles. Le gustaba la iluminación, el ambiente aterciopelado, la música de jazz de fondo, las lenguas extranjeras que se oían, los camareros que pasaban con sus bandejas y su caminar fluido. Podía imaginarse en París, en Nueva York, en Tokio, en Singapur, en Shanghai. No estaba en ninguna parte, estaba en todos lados. Eso le iba muy bien. Estaba convaleciente de amor. No era muy viril como estado de ánimo, se decía.

Adoptaba una expresión poco atractiva, un aire de hombre de negocios ocupado en leer obras serias. De hecho, leía a Auden, leía a Shakespeare, leía a Pushkin, leía a Sacha Guitry. Todos esos tipos que nunca había leído en su vida anterior. Quería comprender la emoción, los sentimientos. Los grandes negocios del mundo se los dejaba a los demás. A los demás como él, antes. Cuando era serio, tenía prisa, se peinaba con la raya al lado, el cuello de la camisa bien cerrado, una corbata de rayas y dos teléfonos móviles. Un hombre atiborrado de cifras y certidumbres.

Ya no tenía ninguna certidumbre. Avanzaba a tientas. ¡Y tanto mejor! Las certidumbres te nublan la vista. Estaba leyendo Eugenio Oneguin, de Pushkin. La historia de un joven ocioso que se retira al campo, cansado de vivir, directo hacia la apatía. Eugenio le gustaba muchísimo.

Por las mañanas, pasaba por su despacho de Regent Street y seguía algunos asuntos en curso. Telefoneaba a París. Al que le había reemplazado. Si al principio todo había ido bien, ahora sentía en este último una invitación apenas disimulada. Ya no soporta mi ociosidad. Ya no soporta que continúe embolsándome dividendos sin sudar la gota gorda. Después llamaba a Magda, su antigua secretaria reconvertida en la secretaria del Sapo. Ése era el nombre clave de su sustituto: el Sapo. Ella hablaba en voz baja, temiendo que el Sapo la oyese, y le contaba los últimos chismes del despacho. El Sapo era un obseso sexual.

—El otro día —dijo Magda con una risita— estuve a punto de tirarlo por la ventana por sobón.

El Sapo permanecía en el despacho hasta las once de la noche, era de una fealdad perfecta, hipócrita, odioso, pretencioso.

—¡En los negocios es un hombre notable! Ha doblado los beneficios desde que está al mando… —decía Philippe.

—Sí, pero ¡puede explotar en cualquier momento! En todo caso, tenga cuidado, ¡le odia! Después de hablar con usted parece que los botones del chaleco le fueran a estallar.

Philippe había aumentado la nómina de sus dos abogados para guardarse bien las espaldas. ¡Hay que ser prevenido en este mundo de tiburones martillo! El Sapo era martillo, tiburón, pero brillante.

Asistía a menudo a comidas de prospección. Con clientes que escogía ricos, agradables y cultos. Para no perder el tiempo. Esbozaba las primeras negociaciones y luego los dirigía hacia el Sapo, en París. Por la tarde, elegía el bar de un hotel de lujo, un buen libro, y leía. Sobre las diecisiete treinta, iba a buscar a Alexandre al liceo y volvían juntos charlando. A menudo se detenían en un museo o en una galería. O iban al cine. Eso dependía de los deberes de Alexandre.

A veces, mientras estaba ocupado leyendo, se sentaba una chica a su lado. Una profesional disfrazada de turista, que ligaba con un hombre de negocios abandonado. Él la veía acercarse. Contonearse. Simular que leía una revista. Él no se movía, continuaba leyendo. Al cabo de un momento, ella se cansaba. A veces sucedía que una chica más emprendedora le pedía alguna información o una dirección. Siempre respondía con la misma frase:

—¡Lo siento, señorita, estoy esperando a mi mujer!

Durante su último viaje a París, Bérengère, la mejor amiga de Iris, le había llamado para invitarle a una copa. Con el pretexto de obtener información sobre las escuelas inglesas para su hijo mayor. Había empezado, maternal y preocupada, y después se había acercado, el pecho en tensión bajo la blusa entreabierta, una mano que pasaba y repasaba por detrás del cuello, levantándose la melena, doblando la nuca en una postura de sumisión lasciva, la sonrisa porfiada.

—Bérengère, no me digas que esperas que nos convirtamos en… ¿cómo decirlo?, ¿íntimos?

—¿Y por qué no? Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Tú ya no sientes nada por Iris, supongo, después de lo que te hizo, y yo me aburro soberanamente con mi marido…

—Pero Bérengère, ¡Iris es tu mejor amiga!

—Lo era, Philippe, lo era. Ya no la veo. He cortado toda relación. ¡No me gustó en absoluto la forma en la que se comportó contigo! ¡Fue asqueroso!

Él había esbozado una sonrisa.

—Lo siento. Si quieres, tú y yo seguiremos…

No encontraba la palabra.

—Seguiremos así.

Había pedido la cuenta y se había marchado.

Ya no quería perder el tiempo. Había decidido trabajar menos para ganar tiempo. Reflexionar, aprender. No iba a dilapidar ese tiempo con Bérengère o alguien parecido. Había dejado a su asesora en el mercado del arte. Un día que estaban los dos en una galería, cuyo propietario les enseñaba obras de un pintor joven y prometedor, él vio un clavo. Un clavo plantado en una pared blanca, esperando a que colgaran un cuadro allí. Él le había hecho remarcar lo ridículo que le parecía ese clavo. Ella le había escuchado con expresión de reproche, y había contestado: no se equivoque, Philippe, ese clavo es en sí mismo el principio de una obra de arte, ese clavo participa en la belleza de la obra que va a recibir, ese clavo… Él la había interrumpido: ese clavo es un pobre clavo, sin interés, ese clavo simplemente va a soportar el peso de un cuadro. ¡Ah, no, Philippe! No estoy de acuerdo con usted, ese clavo es, ese clavo existe, ese clavo le interpela. Se había quedado un rato en silencio y había dicho, mi querida Elizabeth, a partir de ahora, prescindiré de sus servicios. Estoy dispuesto a inclinarme, a cuestionarme delante de Damien Hirst, David Hammons, Raymond Pettibon, de la bailarina de Mike Kelley, de los autorretratos de Sarah Lucas, ¡pero no delante de un clavo!

Hacía el vacío a su alrededor. Soltaba lastre. Quizás por eso Joséphine se había alejado. Me veía demasiado pesado, demasiado cargado. Ella tiene ventaja sobre mí, ella ha aprendido a despojarse. Aprenderé. Tengo todo el tiempo del mundo.

Echaba de menos a Zoé. Los fines de semana con Zoé. Los largos conciliábulos entre Zoé y Alexandre, cuando él les vigilaba con el rabillo del ojo. Alexandre no preguntaba por su prima, pero podía ver en su mirada triste del viernes por la tarde que la echaba de menos. Volvería. Estaba seguro. Habían ido demasiado lejos besándose la noche de Nochebuena. Todavía quedaban demasiadas cosas sin resolver entre ellos. Y estaba Iris… Pensó en su última velada en París. Iris había salido de la clínica. Habían cenado «en casa». ¿Podríamos hacer una cenita, los tres juntos? ¡Ir al restaurante era una pesadez! Ella había cocinado. No había quedado muy bien, pero había hecho un esfuerzo.

Dejó el libro. Cogió otro. El teatro de Sacha Guitry. Cerró los ojos y se dijo, lo abro al azar y medito la frase que me encuentre. Se concentró, abrió el libro, y sus ojos cayeron sobre esta afirmación: «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea».

No bajaré los ojos. Esperaré, pero no renunciaré.

La única mujer cuya presencia soportaba era Dottie. Se habían vuelto a ver, por azar, una noche en una recepción en la New Tate.

—¿Qué hace usted aquí? —había preguntado al verla.

Ya no recordaba su nombre.

—Dottie. ¿Lo recuerda? Me regaló usted un reloj, un hermoso reloj que todavía llevo, por cierto…

Había levantado la muñeca y le había enseñado el reloj Cartier.

—Vale una pasta, ¿no? Siempre tengo miedo de perderlo. No le quito ojo…

—Eso está muy bien: es un reloj, ¡sirve para eso!

Ella se había echado a reír, abriendo mucho la boca, dejando a la vista tres empastes en mal estado.

—¿Qué hace usted aquí, Dottie? —había repetido él con cierto aire de superioridad, como si ella no estuviese en su lugar.

Enseguida se arrepintió de su tono arrogante y se mordió la lengua.

Ella había respondido, dolida:

—¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a que me interese el arte? ¿No soy lo bastante inteligente, lo bastante chic, lo bastante…?

—¡Tocado! —había reconocido Philippe—. Soy un imbécil, un pretencioso y…

—Un esnob. Idiota. Arrogante. Frío.

—¡No siga! Voy a sonrojarme…

—Lo he entendido. Soy una pobre contable tonta del culo, que no PUEDE interesarse por el arte. Simplemente una chica con la que se folla y a la que no se vuelve a ver.

Él había adoptado una expresión tan contrita que ella se había echado a reír de nuevo.

—De hecho, tiene usted razón. Todo esto me parece tonto y absurdo, pero me ha traído una amiga… Me estoy aburriendo, ¡no se puede imaginar cuánto! No entiendo nada de arte moderno. ¡Me quedé en Turner y ni eso! ¿Vamos a tomar una cerveza?

Él la había invitado a cenar en un pequeño restaurante.

—¡Ajá! Estoy subiendo posiciones. Tengo derecho al restaurante, al mantel blanco…

—Es sólo por esta noche. Y porque tengo hambre.

—Me olvidaba de que el señor estaba casado y no quería comprometerse.

—Y sigo en las mismas…

Ella había bajado la mirada. Estaba absorta en la lectura de la carta.

—¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo desde su cumpleaños fracasado? —había preguntado Philippe intentando no parecer demasiado irónico.

—Un encuentro y una ruptura…

—¡Oh!

—Por SMS, la ruptura. ¿Y usted?

—Más o menos lo mismo. Un encuentro y una ruptura. Pero no por SMS. En silencio. Sin una palabra de explicación. No es mucho mejor.

Ella no había hecho ninguna pregunta acerca del papel de su supuesta mujer en esa malograda historia de amor. Él se lo había agradecido.

Habían acabado en casa de ella. Sin saber demasiado cómo.

Ella había abierto una botella de Chardonnay. El osito de peluche marrón, al que le faltaba un ojo de cristal, seguía allí, al igual que los pequeños cojines bordados reclamando amor y el póster de Robbie William sacando la lengua.

Habían acabado pasando la noche juntos. Él no había estado muy brillante. Ella no había hecho comentarios.

Al día siguiente, él se había levantado pronto. No quería despertarla, pero ella había abierto los ojos y había posado la mano en su espalda.

—¿Te vas a dar inmediatamente a la fuga o tienes tiempo para un café?

—Creo que me daré a la fuga…

Ella se había apoyado en el codo y le había observado, como quien contempla a una gaviota cubierta de petróleo.

—Estás enamorado, ¿verdad? Lo veo. No estabas realmente conmigo esta noche…

—Lo siento.

—¡No! Soy yo la que lo siente por ti. Así que…

Había cogido un cojín y se lo había encajado sobre los pechos.

—¿Cómo es ella?

—Así que de verdad quieres hacerme hablar.

—No estás obligado, pero sería mejor. ¡Como no estamos destinados a vivir una gran pasión física, mejor dedicarnos a la amistad! Así que ¿cómo es?

—Cada vez más guapa…

—¿Eso es importante?

—No… Con ella descubro una forma de ver la vida y eso me hace feliz. Vive entre libros y salta sobre los charcos con los pies juntos…

—¿Qué edad tiene? ¿Doce años y medio?

—Tiene doce años y medio y todo el mundo se aprovecha de ella. Su ex marido, su hermana, sus hijas. Nadie la trata como merece y a mí me gustaría protegerla, hacerla reír, hacerla volar…

—Estás seriamente afectado…

—¡Pero no me aporta nada! ¿Me haces un café?

Dottie se había levantado y preparaba el café.

—¿Vive en Londres?

—No. En París.

—¿Y qué es lo que os impide vivir vuestra hermosa historia de amor?

Él se incorporó y cogió su camisa.

—Se acabaron las confidencias. ¡Y gracias por esta noche en la que he estado particularmente lamentable!

—A veces pasa, ¿sabes? ¡No vamos a hacer un drama de eso!

Bebía el café y añadía terrones de azúcar a medida que el nivel de la taza bajaba. Él hizo una mueca.

—¡Me gusta así! —dijo viendo su expresión de disgusto—. ¡Me puedo comer una tableta de chocolate sin engordar un gramo!

—¿Sabes qué? Me parece que vamos a volver a vernos… ¿Te apetece?

—¿Aunque no seas Tarzán, el rey del estremecimiento?

—¡Eso lo decides tú!

Ella puso cara de pensárselo y dejó la taza.

—De acuerdo —dijo—. Pero con una condición… Que me enseñes pintura moderna, me lleves al teatro, al cine…, en fin, que me instruyas… Ya que ella está en París, no será un problema.

—Tengo un hijo, Alexandre. Él está por encima de todo.

—¿Sales con él por la noche?

—No.

It’s a deal?[10]

It’s a deal.

Se habían estrechado la mano como amigos.

Él la llamaba. La llevaba a la ópera. Le explicaba el arte moderno. Ella escuchaba, calladita como una niña buena. Apuntaba los nombres, las fechas. Con una seriedad sin tacha. Él la acompañaba a su casa. A veces, subía y se dormía en sus brazos. A veces, emocionado por su abandono, su inocencia, su simplicidad, la besaba y caían sobre la cama king size que ocupaba toda la habitación.

Él no la hacía infeliz. Actuaba con mucho cuidado. Vigilaba el temblor del labio que reprime un sollozo o la arruga de una ceja que bloquea un dolor. Aprendía sobre las emociones con ella. Ella no sabía mentir, simular. Él le decía ¡estás loca! Aprende a disimular, se lee en tu cara como en un libro abierto.

Ella se encogía de hombros.

Él se preguntaba si aquello podía durar mucho tiempo.

Ella había dejado de buscar hombres por Internet.

Él le había dicho que no debía interrumpir esa búsqueda por su culpa. Que no era ese hombre. El hombre que la llevaría en brazos. Ella suspiraba lo sé, lo sé. E imaginaba la tristeza futura. Porque eso siempre termina con tristeza, ella lo sabía bien.

Él había terminado preguntándole la edad. Veintinueve años.

—¿Ves? ¡Ya no soy un bebé!

Como si diera a entender, puedo defenderme y también saco provecho de nuestra extraña relación.

Él le estaba infinitamente agradecido.

* * *

Desde que estaban esperando la respuesta de Vivienne Westwood para saber cuál de las dos candidaturas sería elegida para el periodo de prácticas, la atmósfera entre Agathe y Hortense era muy tensa. Casi no se hablaban. Escondían sus apuntes, sus cuadernos. Agathe se levantaba pronto, asistía a clase, ya no salía. Chocaban una con la otra en el piso. Se había puesto a trabajar y reinaba una calma extraña en el piso. Hortense se felicitaba por ello. Podía trabajar sin tapones en los oídos, aquello era un gran progreso.

Una noche, Agathe volvió con un plato preparado de un chino, y le propuso a Hortense compartir la cena. Hortense desconfió.

—Si pruebas la comida tú primero… —declaró.

Agathe lanzó una risa infantil y cayó sobre el sofá agarrándose el vientre.

—¿Crees realmente que voy a envenenarte?

—¡De ti me lo espero todo! —gruñó Hortense, que se encontraba un poco ridícula, pero seguía desconfiando a pesar de todo.

—Escucha. Si eso te tranquiliza, comeré primero y te pasaré el plato después… ¿De verdad no confías en mí?

—No confío en absoluto, si quieres saberlo.

Habían cenado sentadas sobre la alfombra de pelo largo. Agathe no había volcado nada. No había bebido desmesuradamente. Había recogido y guardado las cosas. Había vuelto a sentarse con las piernas cruzadas sobre la alfombra.

—Yo estoy tan nerviosa como tú, ¿sabes?

—Yo no estoy nerviosa —había replicado Hortense—. Estoy muy tranquila. Yo seré quien lo consiga. ¡Espero que seas buena perdedora!

—Mañana por la noche hay una fiesta en Cuckoo’s. Una fiesta a la que asistirá toda la escuela francesa, ya sabes, Esmod…

No sólo estaban Saint Martins o la Parsons School de Nueva York, también estaba Esmod, en París. Si Hortense no había elegido ir allí, era porque quería dejar París y a su madre. Vanina Vesperini, Fifi Chachnil, Franck Sorbier y también Catherine Malandrino habían salido de esa escuela. Si hacía cinco años sólo se hablaba de Londres, ahora París había vuelto al centro del planeta moda. Con una especialidad francesa: el modelismo. En Esmod se aprendía a dominar las técnicas del moldeado de la tela, el trabajo del corte, del patrón. Un saber hacer valioso que Hortense tenía muchas ganas de aprender. Dudó.

—¿Estarán tus amigos?

Agathe hizo una mueca que significaba «qué remedio».

—No son precisamente un regalo, esos tíos. Son una pandilla de cerdos.

—Pero también son buenos, ¿sabes?

—¿Buenos?

Hortense se echó a reír.

—A veces, me ayudan, me animan, me dan alas…

—¡Si los cerdos tuviesen alas se sabría! ¡No se restregarían el culo en la mierda, sino que volarían! ¡Y ellos no parecen listos para despegar!

Había terminado aceptando ir a la fiesta con Agathe.

Habían cogido un taxi. Agathe había dado una dirección que no era la de la discoteca.

—¿Te molesta si pasamos antes por su casa?

—¡A casa de ellos! —había gritado Hortense—. Yo no subo a casa de esos tíos.

—Por favor —había suplicado Agathe—. Contigo tendré menos miedo… Me acojonan un poco cuando estoy sola.

Parecía realmente asustada.

Hortense había subido a su pesar.

Estaban sentados en el salón. Un decorado que brillaba por su mal gusto. Lleno de mármol, oro, candelabros, cortinas con bordados dorados, poltronas de lentejuelas, sillones obesos. Cinco hombres de negro. Sentados sobre sus gordos culos de cerdo. No le había gustado que se levantaran todos a la vez y se acercasen a ella. No le había gustado nada que Agathe se hubiese alejado con el pretexto de ir al baño.

—Bueno… Parece que se te ha cerrado el pico de repente. ¿Son cosas mías, Carlos, o la chiquilla se lo ha hecho encima? —había preguntado un fortachón bajito.

Hortense no había respondido, esperando a que Agathe saliese del baño.

—Oye, chavala, ¿sabes por qué te hemos traído aquí?

Había caído en una trampa. Como una novata. La fiesta del Cuckoo’s era tan inexistente como el buen gusto de ese salón.

—Ni idea. Pero seguramente me lo vais a contar.

—Queríamos hablarte de algo… Después, te dejamos tranquila.

Me van a pedir que me prostituya. Que me venda para esas jetas de cerdo que no vuela. Que les llene los bolsillos mientras las chicas curran. Así que de ahí viene la pasta de Agathe, sus vaqueros de trescientos euros y sus chaquetas Dolce & Gabbana.

—Creo que me hago una idea y podéis esperar ahí sentados…

—Pues yo creo que no tienes ni la menor idea —dijo el que debía de ser el jefe, porque medía por lo menos un metro setenta y cinco y los demás le llegaban al hombro.

—Me extrañaría. No me he caído de un guindo, ¿sabéis?

Muchas estudiantes se dedicaban a la prostitución. Para pagar sus estudios o ir a esquiar a Val-d’Isère. Existían agencias especializadas que las contrataban los fines de semana. Viajaban a países del Este a pasar una noche con un gordo y volvían con los bolsillos llenos.

—Vamos a pedirte un favorcito algo especial… Que te interesa aceptar. Porque si no, nos vamos a enfadar. Y mucho. ¿Ves allí, la puerta del cuarto de baño…?

Hortense se obligó a no volver la vista y miró fijamente al que debía de pasar por un gigante comparado con los enanos que le rodeaban. Tiene el vello recio y el mentón azul, se dijo rechazándole con la mirada, y una manchita en el ojo, como una salpicadura de mayonesa.

—Detrás de la puerta del cuarto de baño, te arriesgas a que te den una paliza. Una paliza de las buenas…

—¿Ah, sí? —dijo Hortense intentando evadirse mentalmente, pero sentía cómo el miedo de un blanco algodonado la invadía y le hacía temblar las piernas.

—Así que esto es lo que vas a hacer…, vas a retirarte amablemente de la competición con Agathe. Vas a dejarle la plaza en Vivienne Westwood.

—¡Jamás! —gritó Hortense, que ahora entendía la comida china, la repentina limpieza de su compañera de piso, el ambiente estudioso en la casa.

—Piénsatelo. Me duele pensar en lo que vas a sufrir detrás de la puerta del cuarto de baño…

—Ya está pensado, y la respuesta es no.

Agathe no reaparecía. Zorra, pensó Hortense. ¡Y yo que pensaba que estaba enmendándose! Tenía razón en desconfiar de sus buenos sentimientos.

Sobre todo no debía derrumbarse frente a esos chulos de mal gusto. Todos vestidos de negro, con zapatos puntiagudos. ¿Estamos en un campamento de verano o qué?

—Tienes dos minutos para pensártelo. ¡Sería estúpido por tu parte que salieses malparada de aquí!

Y sería idiota privaros de una entrada gratuita en ese mundo, se dijo Hortense, que pensaba con rapidez. Utilizáis a esa idiota de Agathe para entrar en un abrir y cerrar de ojos en el templo de la moda. No contéis conmigo, tíos. No contéis conmigo.

Pasaron cinco minutos. Hortense inspeccionó el lugar con la aplicación de una turista en Versalles: los dorados de las cómodas, los cajones abultados, el servicio de plata sobre el mantelete —¿para hacer creer que tomaban el té, quizás?—, el péndulo del reloj que batía el aire en silencio, los espejos biselados, el parqué bien encerado. Estaba atrapada.

—Ha pasado el tiempo —dijo ella consultando su reloj—. Os voy a dejar, encantada de conoceros y espero que no nos volvamos a ver…

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.

Uno de los chulos se levantó y fue a bloquear la salida y la devolvió al punto de partida. Otro eligió un CD, la obertura de La urraca ladrona, de Rossini, y subió el volumen a tope. Iban a pegarle, eso seguro. No gritaré. No les daré ese gusto. No iban a cargársela. ¡Menudo lío con un cadáver bajo el brazo!

—Encárgate tú, Carlos —dijo el más alto con su tono de jefe.

—OK —respondió el interpelado.

La empujó hasta el cuarto de baño, la tiró al suelo. Volvió a salir. Ella se levantó, esperó un momento, de pie, con los brazos cruzados. Me ha dejado aquí para que me lo piense. Está decidido. No voy a echar raíces aquí.

Volvió a salir del cuarto de baño, se enfrentó a ellos en el salón y preguntó:

—¿Y bien? ¿Nos hemos desinflado?

El alto que se tomaba por el jefe enrojeció. Se fue hacia ella, la arrastró hasta el cuarto de baño y la lanzó contra el suelo gritando ¡puta! Cerró la puerta. Le he ofendido, se dijo Hortense. Punto para mí. Eso no va a suavizar los golpes pero, al menos, están prevenidos. No me voy a dejar hacer.

Se ajustó la chaqueta y se frotó los hombros. Permanecer digna y erguida. Era lo único que le quedaba. La atmósfera seguía igual de blanca, algodonosa, y tenía ganas de vomitar.

Sobre todo no debía dejarse dominar por el miedo. Tendría que mantenerlo a distancia. Poner detalles entre el miedo y ella. A lo práctico. Nada del abstracto que aterra y nubla el pensamiento. Nada de grandes ideas del estilo no es justo, no está bien lo que estáis haciendo, me quejaré a quien haga falta… Eso sería arrodillarme ante ellos.

Escuchó al llamado Carlos. Siempre tenía que hacer ruido, gritar para anunciarse. Allí estaba. En el cuarto de baño. Todo blanco. Ni un detalle de color al que agarrarse, del que obtener un poco de resistencia. Ese hombre era un cubo. Un metro cincuenta y cinco por un metro cincuenta y cinco. Un cubo calvo y graso. Un auténtico gnomo. Sólo le faltaban los pelos en la nariz, la glotis como una gota de aceite y las orejas puntiagudas. Aunque los pelos en la nariz, mirándole de cerca, los tenía.

Su ancha silueta ocultó la luz del aplique de cristal opaco. Todo estaba oscuro. Ante la violencia que tenía delante, lo olvidó todo. Ni siquiera podía mirar sus ojos de tanto que brillaban de cólera. Si quería conservar algo de sangre fría, sería mejor que se fijase en la cortina de la ducha. Blanca, todo blanco, como el blanco algodonado que la invadía y la ahogaba. Las paredes también eran blancas. El espejo, la ventanita, el mueble sobre el lavabo. Blanco el lavabo. La bañera, blanca. La alfombrilla de baño, también blanca.

Alargó el brazo, se quitó el cinturón y le pidió que se bajase los vaqueros.

—¡Ni lo sueñes! —exclamó Hortense, los dientes apretados para rechazar todo el blanco que la ahogaba.

—Bájate los vaqueros, o saco la navaja de afeitar…

Ella pensó con rapidez. Si se bajaba los pantalones, sacaría la navaja después. No quedaría nada de ella.

—Ni lo sueñes —repitió, buscando un detalle de color en el cuarto de baño.

Él dejó el cinturón sobre el borde de la bañera, abrió el botiquín y cogió una navaja de afeitar. Una navaja negra de cuchilla larga, plegable. La navaja de abuelete mafioso que usa Marlon Brando en El Padrino. Se agarró a esa escena, la reprodujo mentalmente. Él tiene el mentón completamente blanco y desliza la cuchilla haciendo una mueca, una mueca apática y cruel. No podía agarrarse a Marlon Brando para salir de aquello. No era fiable.

—No me das miedo… —dijo localizando una toalla amarilla enrollada en la bañera.

«Desde el rojo hasta el verde, todo el amarillo muere». Apollinaire. Fue su madre quien se lo había enseñado cuando eran pequeñas. Su madre que les contaba la historia de los colores. Azul, verde, amarillo, rojo, negro, violeta… Ella lo había utilizado en un trabajo sobre el tema «Armonía y color» no hacía mucho tiempo. Había sacado la mejor nota. Muy buena cultura, había dicho el profesor, referencias interesantes que profundizan en la idea. Se lo había agradecido mentalmente a su madre, al siglo XII, a Apollinaire, y había hecho propósito de enmienda por haberse burlado tanto de todo aquello.

El miedo retrocedió más de diez centímetros. Si encontraba otro detalle de color, estaría salvada.

—Agathe, ven a ver aquí… —vociferó el cubo.

Agathe entró, los hombros encogidos, la mirada pegada al suelo. Muerta de miedo. Hortense buscó su mirada, pero la otra se escapó como una anguila.

—¡Enséñale el dedo del pie! —ladró el cubo.

Agathe se apoyó en la pared blanca del cuarto de baño, deshizo el lazo de su escarpín y exhibió el muñón de un dedo meñique de pie. Una cosa minúscula, arrugada, que había debido de ser seccionada de raíz. Era una visión asquerosa: un trozo de carne completamente violeta con algo de rojo. Ninguna uña, sólo rojo. Rojo vino, rojo estropeado, ¡pero rojo!

—¡Puedes guardártelo! ¡Lárgate!

Agathe salió como había entrado: arrastrándose apoyada en la pared.

Hortense la oyó gemir al otro lado de la puerta.

—¿Has comprendido cómo se hace obedecer a las chicas?

—Yo no soy una chica. Soy Hortense. Hortense Cortès. ¡Y a ti que te jodan!

—¿Lo has comprendido o tengo que dibujártelo?

—Venga. Os denunciaré. Iré a ver a la poli. ¡No tenéis ni idea del marrón en el que os habéis metido!

—Yo también conozco gente, pequeña. Quizás no muy recomendable ¡pero también bien situada!

Había dejado la navaja y vuelto a coger el cinturón.

Recibió el primer golpe. En plena cara. No lo había visto venir. No se movió. No debía mostrarle que le dolía o que sentía miedo. El segundo golpe lo dejó llegar, no se agachó y apretó los dientes para no gritar. Eran como descargas de fuego por todo el cuerpo. Punzadas que partían desde lo alto y bajaban hasta el vientre.

—Vamos…, me da igual, no cambiaré de idea. Estáis perdiendo el tiempo.

Otro golpe en el pecho. Después otro más en la cara. La golpeaba con todas sus fuerzas. Ella podía ver cómo tomaba impulso y se lanzaba. Tenía expresión seria, aplicada. Estaba ridículo.

—He avisado a mi amigo —jadeó Hortense, la boca llena de saliva—, si no he vuelto a medianoche, llamará a la poli. He dado tu nombre, el de Agathe, el de la discoteca. Os encontrarán…

Ya no sentía los golpes. Sólo pensaba en la palabra que debía añadir a la ya pronunciada. Usaba la excusa de hablar para colocarse de lado y no recibir todo de frente.

—Tú le conoces —escupió entre dos golpes—. Es el moreno alto que está a todas horas en mi casa. Su madre trabaja para el servicio secreto. Puedes comprobarlo. Forma parte de la policía secreta de la reina. No son gente amable. No os divertiréis con ellos…

Él debía de estar escuchando porque golpeaba con menos fuerza. Había una ligera vacilación en su brazo. Ella intentaba no gritar porque, si se ponía a gritar, él se diría que estaba a punto de rendirse y redoblaría los golpes. Tenía la impresión de que la piel le saltaba a jirones, que perdía sangre, que le iban a saltar los dientes. Oía resonar los golpes en la mandíbula, en las mejillas, en el cuello. Le saltaban las lágrimas, pero él no debía verlas. Estaba demasiado oscuro y además él bloqueaba toda la luz con su torso de bruto, sus brazos de bruto, sus jadeos de bruto.

Al cabo de un momento, ya no sintió más que un gran torbellino en el que sólo las palabras, que intentaba pronunciar de forma que se acercaran en lo posible a su pensamiento, conservándolo de la forma más precisa, y más determinada posible, le impedían rendirse y dejarse caer al suelo. Mientras se mantuviese en pie, podría discutir. De igual a igual. Y más aún con el gnomo, al que sacaba dos buenas cabezas. ¡Debía de ponerle de los nervios tener que ponerse de puntillas para golpearla!

—¿Acaso no me crees? ¿No crees que si no estuviese tan segura ya me habría echado a tus pies?

Veía su barrigón subir y bajar cada vez que respiraba. Había puesto un pie hacia delante, como si quisiera conservar el equilibrio. Recuperar fuerzas. No está en buena forma, tuvo tiempo de pensar antes de que él volviese a estabilizarse. Eso la hizo reír, le imaginó derrumbándose, víctima de un infarto porque había pegado demasiado fuerte.

—¡Das pena, tío! Deberías hacer un poco de deporte, estás en un estado lamentable.

Y le escupió en la cara.

El golpe le alcanzó de lleno, desgarrándole el labio superior. Hizo un movimiento de sorpresa y le saltaron las lágrimas sin que pudiese retenerlas. El cuero la alcanzó por segunda vez. Estaba como loco.

—Se llama Weston. Paul Weston. Puedes comprobarlo. Y su madre es Harriet Weston, guardaespaldas de la reina. A su último amante le enviaron a Australia porque la otra opción era desaparecer con un peso atado a los pies…

Su voz estaba llena de sangre y de lágrimas, pero no se rendía.

—Y el jefe… Su jefe es Zachary Gorjiack… Tiene una hija, Nicole, que está inválida y eso le pone hecho una fiera con los tipos de tu clase. Porque si Nicole se encuentra en ese estado, es por culpa de un tipo como tú. Así que no puede tragar a los tipos como tú. Los aplasta con el pulgar, y escucha el ruido que hacen. Parece ser que es un ruido de papilla crujiente. ¿Conoces ese ruido? Debería interesarte, puede que lo escuches muy pronto…

Era la verdad. Shirley les había contado cómo ese Zachary era un cuchillo afilado, cómo acababa con los que intentaban intimidarle o estafarle. Los degollaba fríamente. Y los hombres caían inertes. También les había contado, a Gary y a ella, cómo uno de esos hombres se había vengado atrepellando a su hija y pasándole con el coche por encima. La chica había acabado en una silla de ruedas. Zachary se había vuelto más loco aún, aún más violento, más encarnizada su caza de hombres a quienes acuchillar.

El cubo flaqueaba. Sus golpes eran menos precisos. Ahora podía soportarlos.

—¿Y Diana, te suena de algo, Diana? ¿El túnel del puente del Alma? Acabarás así. Porque me sé todos vuestros nombres. Se los he dado a mi amigo por si acaso… Hace ya tiempo que no puedo tragarte. De acuerdo, soy una chica, pero no gilipollas. Porque las hay, ¿sabes? ¡Tenaces y no gilipollas! Te tocó el número equivocado. ¡Mala suerte! Y siempre os podrán encontrar por medio de Agathe… Os han filmado en las discotecas junto a ella. Me lo ha dicho mi colega. Me había dicho también que no me fiara de vosotros. Tenía razón. ¡Mucha razón! Y esta noche, cuanto más tiempo pasa, más se pregunta dónde estoy, por qué no llamo. No me gustaría estar en tu lugar…

Ya no podía dejar de hablar. Eso la mantenía en pie. Miraba fijamente la toalla amarilla, se agarraba a ella para borrar el blanco. Ya no tenía miedo. Lo bueno que tiene el dolor es que al cabo de un momento ya no lo sientes. Es un eco ajeno, un pequeño eco, y después se disuelve en la masa. Una gruesa masa que se levanta a cada golpe, pero que ya no se siente.

Se echó a reír y volvió a escupirle.

Él dejó el cinturón y salió.

Ella miró a su alrededor. Tenía un ojo tan hinchado que no veía nada con él, no podía cerrarlo sin estremecerse, pero el otro estaba todavía en buen estado. Tuvo la impresión de estar encerrada en una caja. Una caja blanca y húmeda. Se quedó de pie. Por si acaso volvía. Se tocó la cara cubierta de sangre, de lágrimas, de sudor. Se lamió con la lengua, la sintió espesa y viscosa. Tragó el agua salada de su garganta. Debían de estar discutiendo en la habitación de al lado. El cubo les repetía todo lo que le había soltado. ¿Los servicios secretos de Su Majestad? Zachary Gorjiack, debían de conocer su nombre.

Le daba igual que le hubiesen pegado. Podían incluso cortarle el dedo del pie si querían. ¿Eso no vuelve a crecer? Había leído que el hígado volvía a crecer, así que el dedo del pie también debía de volver a crecer.

Se desplazó hasta el lavabo. Abrió los grifos. Cambió de idea. Podrían volver a entrar y eso les daría ideas. Del estilo la cabeza bajo el agua y te ahogo. Ahí estaba menos segura de aguantar. Miró a su alrededor. Vio un cerrojo en la puerta. Lo cerró. Se inclinó sobre el lavabo y se enjuagó la cara. El agua estaba helada. Le hacía tanto daño que estuvo a punto de gritar.

Después, vio la ventana encima de la bañera. Un pequeño tragaluz blanco. Lo abrió muy despacio. Daba a una terraza. Esos cerdos vivían en un buen barrio, con terrazas floridas.

Se encaramó hasta la ventana, pasó una pierna, la otra, la atravesó y aterrizó suavemente, se deslizó en la noche hasta la terraza vecina, después a otra, y a otra, y se encontró en la calle.

Se volvió, anotó la dirección.

Levantó la mano para parar a un taxi. Se cubrió la cara para que el taxista no se asustase al verla. Debía de parecer un auténtico Picasso, periodo escacharrado.

El taxi se detuvo. Le dio la dirección de Gary con una mueca de dolor: tenía un corte muy profundo en el labio superior. Casi podía pasar un dedo entre las dos mitades partidas.

¡Jolines!, gimió, ¿y si me quedo con un labio bífido?

Se hundió en el asiento del taxi y estalló en sollozos.