CAPÍTULO QUINTO
CRUZÁBAMOS MONTAÑAS Y VALLES DÍA Y NOCHE. No me quedaba tiempo para pensar. Cuando llegamos a la siguiente posta, los caballos de refresco ya estaban listos. No podía entenderme con la gente, mis gestos no me servían de nada y muchas veces, mientras comía en las posadas, el postillón empezaba a tocar y me veía obligado a dejar cuchillo y tenedor para salir corriendo, sin saber a dónde ni porqué debía viajar a tanta velocidad.
Por lo demás, esta forma de vivir no me parecía nada mal. El interior del carruaje era tan cómodo como un canapé y podía ir tumbándome de un lado a otro. Conocí muchas personas y países. Al atravesar cada ciudad, me inclinaba por las ventanas del carruaje apoyado en mis brazos y daba las gracias a la gente que se descubría a mi paso. Saludaba a las muchachas de las ventanas como si fuera un viejo conocido, y ellas, un tanto extrañadas, me miraban con curiosidad durante mucho rato.
Pero llegó la hora de asustarme. En ningún momento del viaje se me había ocurrido contar el dinero que me habían dejado en el saquito. Y como los postillones y los posaderos siempre me cobraron mucho, sin darme cuenta me encontré con que el saquito estaba vacío. En un primer momento decidí saltar cuando íbamos a atravesar un bosque solitario, con la intención de escabullirme por allí. Pero me daba pena dejar abandonado tan maravilloso carruaje, con el que posiblemente habría llegado hasta el fin del mundo.
Mientras permanecía así sentado, muy pensativo aunque sin llegar a ninguna conclusión, noté que dejábamos la carretera principal. A gritos pregunté al postillón a dónde se dirigía, pero lo único que me contestaba invariablemente era:
—¡Sí, sí, signore! —y proseguía camino campo a través, zarandeándome de un rincón a otro del coche.
No me gustaba esa manera de llevarme porque el camino discurría por un paisaje precioso. Parecía que nos dirigiéramos directamente hacia el sol, sumergido en un mar de brillos y destellos, a punto de esconderse en la noche. Pero giró hacia otro lado, donde se veían feas montañas y grises cañadas en completa oscuridad. Cuanto más nos alejábamos, más agreste y solitario se volvía todo. Por fin la luna salió detrás de las nubes y su luz iluminó árboles y rocas, otorgándoles formas espeluznantes. Por el camino entre las cañadas íbamos muy despacio y el eco del monótono estrépito del carruaje devuelto por las paredes de roca llenaba el silencio de la noche. Daba la sensación de que entrábamos en una inmensa cripta. Lejos, del fondo del bosque, llegaba el murmullo de las cascadas y los gritos incesantes de las lechuzas.
El cochero, que por cierto me di cuenta en ese momento de que no llevaba uniforme, y por tanto no era tal postillón, se dio la vuelta varias veces y, muy inquieto, aceleró. Miré al exterior y vi salir de entre los matorrales un jinete que cruzó a toda velocidad directamente delante de nuestros caballos, para perderse después al otro extremo del bosque. Totalmente desconcertado, me pareció reconocer al hombrecillo jorobado de la posada —el mismo que creí que me iba a atacar con su nariz aguileña— montado en su caballo blanco. El cochero meneó la cabeza, soltó una carcajada y se puso a hablar conmigo sin parar. Yo no entendía nada y él cada vez conducía más rápido.
Pronto distinguí a lo lejos una tenue luz y empecé a sentirme algo mejor. Poco a poco las luces se multiplicaron, haciéndose cada vez más grandes y brillantes y, finalmente, pasamos ante unas mugrientas cabañas que parecían colgar de las rocas como nidos de golondrinas. La noche era templada, todas las puertas estaban abiertas y podía distinguir en las estancias iluminadas gentes andrajosas, como sombras alrededor de los fogones. Nosotros continuamos montaña arriba por un camino de piedras. El desfiladero a veces aparecía totalmente cubierto por enormes árboles y arbustos colgantes, otras se podía ver todo el firmamento y debajo de nosotros bosques y extensos valles. La cima de la montaña estaba presidida por un gran castillo viejo con muchas almenas que brillaban bajo la luz de la luna.
—¡Dios dirá! —exclamé. Me sentí de nuevo vivo por dentro y lleno de curiosidad por saber cuál sería el destino final al que me llevaban.
Pasaría fácilmente más de media hora hasta que llegamos a las puertas del castillo. Dejamos a un lado una gran torre redonda, que por arriba parecía a punto de desplomarse en cualquier momento. El cochero chasqueó tres veces el látigo, que extendió su eco hasta muy dentro del castillo, y un grupo de grajillas emprendió el vuelo en desbandada desde todos los agujeros y rendijas, provocando un ruido espantoso. El carruaje se adentró finalmente por un largo y oscuro camino. Las herraduras de los caballos soltaban chispas al chocar contra los adoquines, ladró un perro, las grajillas continuaron chillando y así, provocando un tremendo estrépito entre los muros curvados del camino, llegamos al estrecho patio del castillo.
—¡Qué posta tan curiosa! —pensé cuando el coche se detuvo. La puerta del vehículo fue abierta desde el exterior, en donde aguardaba un viejo muy alto con una linterna, que me miró con ojos huraños bajo unas cejas muy pobladas. Me cogió por el brazo y me ayudó a bajar tratándome como a un gran señor. Fuera, delante de la puerta, esperaba una mujer muy vieja y fea, vestida de negro con delantal blanco y cofia también negra atada con una cinta que le llegaba hasta la nariz. A un costado le colgaba de su cintura un gran manojo de llaves, y al otro sujetaba un anticuado candelabro de dos velas. Cuando me vio, empezó a hacerme reverencias, parloteando y preguntando sin cesar. Como siempre, no entendí nada y devolví las reverencias. Me sentía completamente confuso.
El viejo, mientras tanto, había iluminado todos los costados del carruaje y gruñó negando con la cabeza al no encontrar ninguna maleta u otro utensilio de viaje. El cochero, sin tan siquiera pedirme propina, condujo el coche hasta un cobertizo habilitado para ello. La vieja me pidió que la siguiera utilizando todo tipo de señas. Con sus dos velas me guió por un largo y estrechísimo pasillo, después subimos una escalera de piedra. Cuando pasamos ante la cocina, algunas criadas jóvenes sacaron sus cabezas por la puerta entornada y me miraron extrañadas, haciéndose señas entre ellas como si en su vida hubieran visto un hombre. Una vez arriba, la vieja abrió una puerta y me quedé atónito. Se trataba de una gran habitación preciosa y señorial. El techo estaba decorado con ornamentos dorados y de las paredes colgaban hermosos tapices con todo tipo de figuras y grandes flores. En el centro de la habitación vi una mesa puesta y mi corazón dio un vuelco de alegría: había asado, tarta, ensalada, fruta, vino y dulces. Entre las dos ventanas colgaba un enorme espejo que llegaba del techo al suelo.
Tengo que decir que todo esto me satisfizo mucho. Me estiré un par de veces e iba de un lado para otro a grandes pasos. No pude resistir mirarme por lo menos una vez en el gran espejo, y observé que la ropa nueva que me dejó don Leonhard me sentaba estupendamente. Además, desde que estaba en Italia, la mirada de mis ojos había adquirido cierta chispa. Por lo demás no había cambiado gran cosa, seguía siendo el mismo barbilampiño de cuando estaba en mi casa, con un poquito de vello en el labio superior.
La vieja, entretanto, movía su boca desdentada de tal forma que parecía morderse la punta de su larga nariz. Finalmente me obligó a sentarme, me acarició la barbilla con sus largos dedos, diciéndome poverino (pobrecito), me miró con ojos pícaros mientras su cara se convertía en una mueca y, dedicándome una gran reverencia, desapareció por la puerta.
Me estaba sentando a la mesa cuando entró a servirme una atractiva muchacha. Inicié alguna conversación galante, pero ella no me entendió. Se limitaba a mirarme de reojo admirando mi buen apetito. La comida estaba buenísima. Cuando no quise comer más y me levanté, ella cogió una lámpara de la mesa y me condujo a otra estancia. Allí había un sofá, un espejito y una enorme cama con cortinas verdes de seda. Mediante señas le pregunté si era para mí. Afirmó que «sí» con la cabeza, pero me pareció imposible porque ella se quedó allí clavada. Decidí volver de nuevo al comedor para servirme un gran vaso de vino. Le dije:
—Felicssima notte! —porque ya había aprendido un poco de italiano. Cuando me vio beber el vaso de un trago se echó a reír, se sonrojó y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.
«¿Dónde está la gracia? —pensé para mí algo extrañado—. Me parece que en Italia todos se han vuelto locos».
Por un momento sentí miedo al asaltarme la idea de que el postillón podía llamarme en cualquier momento. Escuché un rato desde la ventana, pero fuera todo seguía en silencio.
«¡Déjale que llame!», me dije. Me desvestí y me metí en aquella hermosa cama. Tenía la sensación de encontrarme en un lecho de rosas. Durante algún tiempo oí por la ventana el susurro del viejo tilo y el ruido de alguna grajilla emprendiendo el vuelo desde el tejado, hasta que me quedé plácidamente dormido.