CAPÍTULO NOVENO
ALLÁ esperan las montañas
«¿Quién anda por ahí, al alba,
por el prado, en la lejanía?»
Estoy mirando a las montañas
y sonrío de corazón,
y de mi interior brotan gritos
y palabras al mismo tiempo:
¡Viva Austria!Ahora sí que me reconocen
y me saludan los riachuelos,
y los pájaros, y los bosques,
mientras brilla el Danubio al fondo,
y la torre de San Esteban
se asoma por el horizonte
y quiere verme; si no es ella,
seguro que vendrá en seguida.
¡Viva Austria!
HABÍA LLEGADO a una alta montaña desde donde por primera vez pude divisar Austria. Agité mi sombrero lleno de alegría y de nuevo me puse a cantar la última estrofa de la canción. Desde el bosque percibí que me acompañaban con instrumentos de viento. Me giré y vi tres hombres jóvenes vestidos con largos abrigos azules. Uno tocaba el oboe, otro el clarinete y el tercero, que llevaba un sombrero de tres picos, el cuerno de caza. Me acompañaban con su música que resonaba por todo el bosque. Ni corto ni perezoso, saqué mi violín y toqué y canté con todas mis fuerzas. De pronto se miraron unos a otros muy pensativos y el del cuerno dejó de tocar hasta que todos se quedaron mirándome en silencio. Me detuve igual que ellos, observándolos.
—Creíamos —dijo por fin el del cuerno de caza— que vestido así, de frac largo, era usted un viajero inglés contemplando la bella naturaleza de estos parajes y pretendíamos ganarnos un viatikum[6]. Pero parece que también es usted músico.
—En realidad soy aduanero —respondí— y vengo directamente de Roma. Pero como hace mucho tiempo que no cobro nada, me gano el sustento con mi violín.
—Eso hoy en día no da para mucho —respondió el del cuerno, que con su sombrero empezaba a avivar una pequeña hoguera encendida por los otros—. Después de ingerir algo calentito los instrumentos sonarán mucho mejor. Confiamos en que, cuando los señores estén almorzando en un restaurante y aparezcamos nosotros en la antesala tocando nuestra música, salga rápidamente un camarero para acallarnos con un poco de dinero o de comida. Pero, en fin, ¿le apetece a usted compartir con nosotros un frugal refrigerio?
La pequeña hoguera llameaba alegremente, la mañana era fresca y todos nos sentamos en la hierba alrededor del fuego. Dos de los músicos retiraron de la lumbre una pequeña olla con leche y café y se la pasaron mojando en ella pan que sacaron de sus bolsillos. Comían con tanto placer que daba alegría verlos. El del cuerno se dirigió hacia mí diciendo:
—No puedo con este brebaje negro —me dio la mitad de un bocadillo de mantequilla y me ofreció una botella de vino—. ¿Quiere el señor echar un trago? —Di un buen trago, pero lo interrumpí rápidamente porque el sabor era horrible—. Es de por aquí —dijo el músico de la cuerna—, pero supongo que en Italia al señor se le habrá estropeado el gusto alemán.
Después de eso extrajo de su bolsa un montón de cachivaches, entre ellos un viejo mapa donde aún se distinguía al Emperador en traje de ceremonia, con el cetro en la mano derecha y el globo imperial en la izquierda. Puso el mapa en el suelo, los otros se acercaron y deliberaron sobre la ruta a elegir.
—Las vacaciones están llegando a su fin —dijo uno de ellos—. Si giramos hacia la izquierda desde Linz, llegaremos a tiempo a Praga.
—¡De verdad! —exclamó el corneta—. ¿A quién quieres engañar? ¡Sólo habrá bosques y campesinos sin sensibilidad alguna por el arte!
—¡Vaya tontería! —añadió el otro—. A mí los campesinos son los que más me gustan, porque saben dónde nos duele y no se mosquean cuando te equivocas en una nota.
—Eso significa que careces de point d’honneur[7] —dijo el del cuerno—. Odi profanum vulgus et arceo[8], dice el latinista.
Y el tercero añadió:
—Imagino que por el camino habrá algunas iglesias, así que podremos contar con los curas.
—Querido amigo, precisamente los curas dan poquito dinero y muchos sermones. Dirán que no vagabundeemos por el mundo y que nos apliquemos a las ciencias, sobre todo cuando adviertan que soy un futuro clérigo. No, no, clericus clericum non decimat[9]. ¡¿Pero qué problema hay?! Los señores profesores aún están en Karlsbad y todavía no se preocupan demasiado de sus menesteres diarios.
—Sí, distinguendum est inter et inter[10] —contestó el otro—. Quod licet Jovi, non licet bovi![11].
Entonces comprendí que eran estudiantes de Praga y me sobrevino un escalofriante respeto hacia ellos, sobre todo porque el latín salía de sus bocas como si fuera agua.
—¿Y el señor, también es estudiante? —me preguntó el de la cuerna.
Contesté humildemente que siempre había tenido muchas ganas de estudiar, pero que no disponía de dinero.
—Eso no importa —añadió—, nosotros tampoco tenemos dinero ni amistades ricas. Pero una cabeza lista tiene que saber ingeniárselas. Aurora musis amica, que quiere decir: no estropees tu tiempo con desayunos abundantes. Pero cuando las campanas de mediodía tañen de una torre a otra, de montaña a montaña, por encima de la ciudad, cuando los chicos de los sombríos colegios salen a las calles bañadas por el sol, nosotros entonces nos vamos a ver al padre cocinero de los Capuchinos y encontramos la mesa puesta y, si no lo está, por lo menos hay un cuenco para cada uno y, sin hacer muchas preguntas, comemos al tiempo que perfeccionamos nuestros conocimientos de latín. Así pues, el Señor ve que estudiamos día tras día. Y cuando llegan las vacaciones, los demás se van con sus padres, pero nosotros cogemos nuestros instrumentos, emprendemos la marcha y el mundo es nuestro.
Lo que me estaba contando me llegó al alma y sentí lástima de que gente tan instruida estuviera sola en el mundo. No pude evitar pensar en mí, que me hallaba en la misma situación, y los ojos se me llenaron de lágrimas. El del cuerno de caza me miró sorprendido.
—No importa —me dijo—, no me gustaría viajar con caballos, café, camas recién hechas, gorros de dormir y un mozo esperándonos. Lo más bonito es salir de madrugada y contemplar en lo alto del cielo las aves migratorias sin saber dónde podremos comer y qué cosas nos sucederán hasta que se haga de noche.
—Es más —añadió otro—, a donde quiera que vamos, en cuanto sacamos nuestros instrumentos, todo se vuelve alegre. Cuando al mediodía llegamos a un caserío y nos ponemos a tocar en la entrada, las criadas empiezan a bailar, los señores entreabren las puertas de sus salones para escuchar mejor la música, nosotros oímos el tintineo de los platos y nos llega el olor de los asados mientras las señoritas giran sus cabezas para ver un poquito a los músicos…
—¡La verdad —exclamó de repente el del cuerno—, dejad a los demás que repitan sus compendios, nosotros estudiamos en el gran libro de dibujos que ahí afuera nos abre el buen Dios! Nuestro Señor sabrá que nosotros vamos por el buen camino, que sabemos contar cosas a los campesinos y que desde el púlpito hablaremos con tal autoridad que todos se quedarán boquiabiertos y contentos.
Conforme avanzaba la conversación, me invadía una alegría que me empujó a querer estudiar con ellos. No me cansaba de escucharlos, porque en el fondo me encanta parlotear con gente estudiosa de la que siempre aprendo. En ese momento interrumpieron la charla, porque uno de los estudiantes recordó que las vacaciones llegaban a su fin. Preparó rápidamente su clarinete y, con una partitura encima de sus rodillas, empezó a ejecutar una parte muy difícil de una misa que querían tocar al llegar a Praga. Aún sonaba bastante estridente, tan fuerte que a ratos no podíamos escuchar ni nuestras propias palabras.
De pronto, el del cuerno gritó con voz grave:
—¡Lo encontré! —Y, muy alegre, enseñó un punto en el mapa. El otro dejó de tocar mirándole extrañado—. Aquí —añadió—, no muy lejos de Viena, hay un castillo donde vive un conserje, y ese conserje es mi primo. Estimados compañeros, allí es a donde debemos dirigirnos, para saludar a mi primo y que él se ocupe de ayudarnos a seguir.
Al oír esto, me levanté de un salto.
—¿Ese primo toca el fagot? —exclamé—. ¿Es de cuerpo alto y fuerte, con una elegante nariz muy grande?
El del cuerno de caza asintió con la cabeza. De alegría, le abracé tan fuerte que se le cayó su sombrero y rápidamente todos decidimos embarcarnos hacia el palacio de la bella dama en el buque correo del Danubio.
Nada más llegar a la orilla comprobamos que se disponía a zarpar. El posadero gordo de la taberna donde el barco había amarrado por la noche estaba en el umbral de la puerta —que por cierto tapaba completamente—, contando algún que otro chiste, mientras por las ventanas se asomaban las chicas saludando a los marineros que cargaban los últimos paquetes.
Un señor mayor, bien vestido con una capa gris y un pañuelo negro, que también deseaba viajar en el barco, conversaba vivamente con un muchacho joven que montaba a su lado en un precioso caballo. Se trataba de un chico muy delgado, vestido con pantalones de cuero y chaqueta roja. Me parecía que los dos me miraban y hablaban de mí. El señor mayor se rió y el muchacho, chasqueando la fusta, se alejó galopando como si quisiera echar una carrera a las golondrinas de lo alto del cielo.
Mientras, los estudiantes y yo reunimos todo el dinero que pudimos encontrar en nuestros bolsillos. El capitán se echó a reír cuando le pagamos en monedas pequeñas de cobre. Yo estaba loco de contento cuando vi ante mí el Danubio. Subimos al barco, el capitán dio la señal y zarpamos inmediatamente. Parecía que volábamos entre montañas y praderas bajo el sol de la mañana. Oímos el canto de los pájaros y las campanadas matutinas procedentes de los lejanos pueblos repartidos a ambas orillas.
Dentro del barco un canario trinaba maravillosamente. Pertenecía a una muchacha joven y guapa que navegaba con nosotros. Llevaba la jaula del pajarito a un costado y al otro sujetaba bajo el brazo un hatillo con ropa. Iba sentada, muy tranquila, mirando con satisfacción sus zapatos nuevos —que sobresalían un poco por debajo de sus faldas—, y el agua que se abría ante ella. El sol se reflejaba en su frente y en su pelo muy limpio, peinado con raya al medio. Me di cuenta de que los estudiantes deseaban trabar conversación con la chica, porque pasaron ante de ella varias veces. Pero carecían del coraje necesario y la muchacha bajaba la mirada cada vez que se le acercaban.
También mostraban cierto reparo delante del señor mayor, el del capote gris, que se sentaba justo frente a ellos, porque le tenían por un clérigo. Leía un breviario cuyos bordes dorados e imágenes de santos destelleaban entre las hojas a la luz del sol. De vez en cuando levantaba la vista hacia el paisaje y observaba los pájaros, pero tampoco perdía detalle de cuanto sucedía en el barco. Al poco rato empezó a conversar en latín con uno de los estudiantes. Se acercaron los tres, se despojaron de sus sombreros y le contestaron igualmente en latín.
Entretanto, yo me había sentado a babor con las piernas colgando mientras oía cómo se encrespaban por abajo las olas y miraba al infinito azul abierto ante mí. Vi aparecer a lo lejos torres, castillos y pueblos que se acercaban para desaparecer de nuevo poco a poco.
«¡Ay, si tuviera alas!», pensé. Saqué mi violín y empecé a tocar todas las viejas melodías que había aprendido primero en casa y después en el castillo de la bella dama.
De repente, alguien me dio por detrás un toque en el hombro. Era el clérigo, que había cerrado su libro y desde hacía un buen rato me estaba escuchando.
—¡Ay, ay! —exclamó riéndose—. ¡Ay, ay, señor Ludi magister[12], se olvida de comer y beber!
Me invitó a que dejara mi violín a un lado y le acompañara a tomar un refrigerio. Me llevó al centro del barco donde los marineros habían preparado un rinconcito con plantas, y allí, encima de barriles y paquetes, nos hizo sentar alrededor de una mesita a los estudiantes, a la muchacha y a mí.
El clérigo empezó a sacar cuidadosamente un asado, pan con mantequilla, algunas botellas de vino y un vaso de plata dorado en su interior. Echó un poco de vino, lo probó, lo olió y nos lo pasó a cada uno de nosotros. Los estudiantes, tiesos como velas, sentados sobre los barriles, probaron muy poquito de tanto respeto como le tenían, y la muchacha tampoco se atrevió a comer mucho. Primero nos miraba a nosotros y luego al clérigo, pero poco a poco se le fue pasando la vergüenza.
Por fin empezó a contarle al clérigo que se separaba por primera vez de su familia para empezar un trabajo en palacio con sus nuevos señores. Enrojecí de pies a cabeza, porque el palacio que mencionaba era de su excelencia, la bella dama.
«¡Así que ésta sería mi futura doncella!», pensé, y casi me desmayo al mirarla.
—En palacio se celebrará pronto una gran boda —dijo el clérigo.
—Sí, sí —confirmó la muchacha, con ganas de saber algo más de la historia—. Se dice que mantenían un amor secreto desde hace mucho tiempo, pero la condesa nunca quiso admitirlo.
El clérigo sólo contestó con un «¡Um, um!», mientras llenaba su vaso y bebía a sorbitos con cara de preocupación. Entretanto, yo me había inclinado hacia delante para no perder detalle de la conversación. El clérigo se dio cuenta.
—Os puedo decir que las dos condesas me han enviado para averiguar si el novio ya anda por estos parajes. Una dama de Roma me escribió que éste hace ya mucho tiempo que había partido de allí.
Según empezó a hablar de la dama de Roma, enrojecí de nuevo.
—¿Reverendo padre, conoce usted al novio?
—No —me dijo—. Pero debe de ser un tipo muy rarito.
—Oh, sí —añadí yo rápidamente—, un tipo que cuando tiene ocasión se escapa para gozar de su libertad.
—Y que vaga por ahí —siguió diciendo el hombre—, trasnochando y durmiendo ante de los portales durante el día.
Eso me molestó mucho.
—Reverendo padre, me parece que estáis mal informado. El novio es un joven bueno, delgado y muy respetuoso, que durante una temporada ha vivido a lo grande en un castillo de Italia, ha alternado con condesas, pintores famosos y doncellas, y sabría administrar muy bien el dinero, si lo tuviera, y…
—Bueno, bueno, no sabía que lo conocieras tan bien —irrumpió el clérigo riéndose con tantas ganas que se puso colorado y se le saltaron las lágrimas.
—Pues yo he oído que el novio es un señor alto y muy rico —dijo de pronto la muchacha.
—¡Ay Dios! ¡Sí, sí! ¡Qué confusión, sólo son conjeturas! —exclamó el clérigo empezando a toser mientras seguía riéndose. Cuando se repuso un poco, cogió el vaso para brindar—: ¡A la salud de los novios!
No sabía muy bien qué pensar del clérigo y de sus historias. Me avergonzaba de mis aventuras en Roma y delante de toda la gente no quería confesarle que el novio era yo.
El vaso hacía de nuevo su ronda, el clérigo, ahora muy amable, hablaba con todos, y los presentes conversaban entre ellos muy animados. Los estudiantes empezaron a contarle sus viajes por las montañas y finalmente sacaron sus instrumentos y se pusieron a tocar. Poco a poco nos envolvió la fresca brisa que subía del río y el sol del atardecer bañó de oro el paisaje. El clérigo se iba animando cada vez más y empezó a contar batallitas de su juventud: cómo pasaba sus vacaciones yendo de marcha de un lado para otro, a veces hambriento, a veces con sed, pero siempre muy alegre. Su vida estudiantil ahora le parecía como unas vacaciones comparada primero con la lúgubre escuela y después con la seriedad del oficio. Los estudiantes echaron otro trago y empezaron a cantar a viva voz:
Hacia el sur se dirigen todos
los pájaros volando, mientras
alegres viandantes saludan
a la aurora con sus sombreros
Aquellos son los estudiantes,
están saliendo por la puerta
de la ciudad y se despiden
haciendo oír sus instrumentos,
diciendo adiós por todas partes.
¡Oh Praga, nos marchamos lejos!
Et habeat bonam pacem,
qui sedet post fornacem.Cruzamos la ciudad de noche
y, a lo lejos, vemos brillar
luz en unas ventanas. Dentro
habrá, seguro, gente alegre
Llamamos a la puerta, muertos
de sed, cansados de la mucha
música interpretada. ¡Tráeme,
tabernero, algo de beber
fresquito! ¡Sírveme una copa
de esa jarra de rojo vino!
Venit ex sua domo -
Beatus ille homo!Ya empieza a soplar por los bosques
un Bóreas gélido, y nosotros
vamos andando por los campos,
empapados de nieve y lluvia,
y se nos vuelan los abrigos
y se nos rompen los zapatos.
Y, a pesar de todo, tocamos
y, sin cesar, también cantamos:
Qui sedet in sua domo
et sedet post fornacem
et habet bonam pacem!
Aunque los marineros, la muchacha y yo no teníamos ni idea de latín, acompañamos la última estrofa entusiasmados. No obstante, me parecía que el más alegre era yo, puesto que a lo lejos, entre los árboles, ya había visto aparecer mi casita de aduanero y el palacio.