CAPÍTULO DÉCIMO

EL BARCO ATRACÓ EN LA ORILLA y todos nosotros saltamos a tierra, cada uno corriendo en una dirección, como si fuéramos pájaros escapando de una jaula. El clérigo se despidió rápidamente y a pasos gigantescos se dirigió al palacio. Los estudiantes se metieron detrás de unos matorrales para sacudirse los abrigos, afeitarse y asearse un poquito en un riachuelo. La nueva doncella se marchó con su canario y su hatillo bajo el brazo hacia la taberna que le recomendé, porque conocía a la dueña, que era muy amable. Allí podría cambiarse de vestido para presentarse adecuadamente en palacio. Yo estaba contento y feliz y me dirigí directamente a los jardines.

Quería pasar primero por mi casita de aduanero, que seguía en el mismo sitio. Los altos árboles continuaban susurrando como siempre y el cerillo cantor que había escuchado todas las noches cantaba como si nada hubiera cambiado. La ventana de la casita estaba abierta y corrí a mirar por ella. Dentro no había nadie, el reloj de pared sonaba igual, el escritorio seguía bajo la ventana y la larga pipa continuaba en el rincón de siempre. No pude contenerme, salté al interior por la ventana y me senté en el escritorio mirando el libro de cobros. Como antes, los rayos del sol atravesaban el castaño directos hacia el libro, iluminando las cifras con un tono verde dorado, mientras las abejas zumbaban y el cerillo seguía cantando. De pronto, la puerta se abrió y entró un viejo, un larguirucho aduanero vestido con la bata de lunares. Al verme se quedó parado en la puerta, se quitó las gafas y me miró furioso. Me asusté y, sin decir palabra, salí corriendo por la puerta a través del huerto, donde casi me enredé con los hierbajos de las patatas que el aduanero había plantado en lugar de las flores que yo cultivaba. Pude oír cómo salía tras de mí, regañándome, pero yo había llegado ya a lo alto del muro y contemplaba los jardines de palacio con el corazón en un puño.

Percibí los olores, los destellos, oí el júbilo de todos los pajarillos; las plazas y los caminos estaban vacíos, pero las copas de los altos árboles parecían hacerme reverencias al son del viento, como si quisieran saludarme, y el Danubio mandó sus destellos entre los árboles.

De pronto oí un canto en el jardín, procedente de muy lejos:

Cuando el tumulto humano cesa
se oye a la tierra como en sueños
susurrar con todos sus árboles.
El corazón no se da cuenta,
piensa en viejos y tristes tiempos;
dulces espasmos atraviesan,
como relámpagos, el pecho.

La voz y la canción me sonaron muy extrañas, pero a la vez tan conocidas como si las hubiera oído en sueños. Me quedé pensativo durante largo rato.

—¡Es don Guido! —exclamé contentísimo. Era la misma canción que había interpretado desde el balcón de la taberna italiana durante aquella noche de verano en la que lo vi por última vez.

Seguía cantando cuando salté directo hacia a la música a través de los arriates de flores y los setos. Al salir de entre los rosales me quedé tan quieto que parecía hechizado. Allí, en la plaza junto al estanque de los cisnes, sentada en un banco de piedra estaba su excelencia, la bella dama, iluminada por la luz del atardecer, con un maravilloso vestido y una guirnalda de rosas rojas y blancas en su pelo negro. Mirando al suelo, jugaba en la hierba con su fusta. La encontré igual que cuando me hicieron cantar una canción en aquella barca. Frente a ella se sentaba otra joven dama. La vi por detrás, con su melena de rizos color castaño bajándole por la nuca, mientras cantaba al son de la guitarra y los cisnes daban vueltas por el estanque. De pronto, la bella dama levantó la vista y al verme dio un grito. La otra se giró, sus rizos casi le taparon la cara, y, cuando me miró detenidamente, rompió a reír a carcajadas, saltó del banco y dio un par de palmas. Salieron de pronto de entre los arbustos muchas niñas pequeñas, todas vestidas de blanco con lazos verdes y rojos. No podía imaginarme de dónde surgían tantas pequeñas. Formaron un círculo a mi alrededor, se pusieron a bailar y cantaron:

Te traemos nupcial corona
hecha de seda violeta,
te llevamos al jovial baile
y a la alegría de la boda.
Bella corona nupcial verde
hecha de seda violeta.

Era una canción de El cazador furtivo[13]. Reconocí en algunas de las pequeñas cantantes a chiquillas del pueblo. Les di algún que otro pellizco en sus mejillas, pero no me dejaron salir del círculo. En realidad no tenía ni idea de lo que podía significar todo aquello y me quedé quieto.

De repente detrás de los arbustos surgió un joven vestido con finos paños de cazador. No quería dar crédito a mis ojos, ¡era el alegre don Leonhard! Las chiquillas abrieron el círculo, se pusieron firmes, como hechizadas, y cada una se sostuvo a la pata coja, con la otra pierna ligeramente levantada hacia delante, sujetando con sus manos las guirnaldas de flores lo más alto que pudieron. Don Leonhard cogió de la mano a su excelencia, la bella dama, que aún permanecía muy quieta, echándome una miradita de vez en cuando, y la acercó a mí diciendo:

—El amor, querido amigo —y en eso están de acuerdo todos los sabios—, es una de las características más extrañas del corazón humano, echa por tierra todas las barreras de rango y posiciones con una sola mirada ferviente; el mundo le parece demasiado estrecho y la eternidad demasiado corta. En realidad es un manto de poesía que alguna vez envuelve a todo soñador para emigrar a la Arcadia y escapar de este frío mundo. Cuanto más lejos estén los enamorados el uno del otro, más sopla el viento y abre tras ellos un manto de destellos, un manto cuyos pliegues se alargan más y más, un talar de enamorados que crece y crece, y así un caminante neutral no puede atravesar el campo sin pisar sin querer alguna de sus colas. ¡Mi queridísimo señor aduanero y novio! Aunque habéis llegado a las orillas del Tíber con este manto, la pequeña mano de vuestra novia lo sujetaba bien, y vos teníais que volver al suave hechizo de sus bellos ojos. ¡Así pues, como por fin ha ocurrido, queridos enamorados, coged el manto, envolveos en él y olvidaos del resto del mundo! ¡Amaos y sed felices!

Cuando don Leonhard apenas había terminado su sermón, apareció la otra joven dama, la que antes había estado cantando. Se acercó a mí, me puso rápidamente una guirnalda de mirra en la cabeza y, mientras la colocaba, empezó de nuevo a cantar de forma muy coqueta acercando mucho su cara a la mía.

Por esto te quiero yo tanto:
por tu cabeza engalanada
y por las veces que tu arco
me ha solazado el corazón.

Después retrocedió unos pasos.

—¿No te acuerdas de los bandidos que aquella noche de verano sacudieron el árbol donde estabas escondido hasta hacerte caer? —me preguntó mirándome con tanta alegría que mi corazón dio un vuelco. Sin esperar mi contestación, giró a mi alrededor diciendo—: ¡Sigue siendo el mismo y no se le ha pegado nada de los romanos!

—¡Pero mire, mire! —dijo de repente a la otra dama—. ¡Observe que llevaba los bolsillos llenos: ropa, el violín, un cuchillo de barbero, una maleta, todo mezclado!

Me cogió y me hizo girar en todas direcciones sin cesar de reírse. Mientras tanto, su excelencia, la bella dama, seguía muy callada y tan siquiera miró de la vergüenza y consternación que le causaba la situación. Tuve la sensación de que le molestaba tanta risa y tanta tontería. Vi cómo se le escapaban algunas lágrimas, escondió con las manos su cara y se reclinó hacia la otra dama. Ésta la miró sorprendida y la abrazó.

Me quedé allí de pie, totalmente perplejo. Cuanto más miraba a la dama desconocida, más me recordaba al joven pintor don Guido… ¡y en verdad lo era!

No supe qué decir y, cuando iba a hacer un intento de preguntar, se acercó don Leonhard hablando en secreto con ella.

—¿Pero aún no lo sabe? —le oí decir. Ella negó con la cabeza, y él se quedó un instante muy pensativo.

—Bien, bien —dijo al fin—. Tiene que enterarse lo antes posible para evitar más chismorreos y equívocos.

—Señor aduanero —me dijo finalmente—, no tenemos mucho tiempo para explicaciones, pero hazme el favor de librarte ahora mismo de todas las dudas para que luego no empieces de nuevo con más preguntas, sorpresas, invenciones y suposiciones tuyas.

Tras estas palabras me tomó del brazo y nos adentramos algo más entre los arbustos. Entretanto vi a la señorita gesticular con la fusta que había soltado la bella dama. Su rizada melena le tapaba completamente la cara, pero noté que se había puesto coloradísima.

—Pues bien —empezó don Leonhard—, la señorita Flora, que ahora finge que no quiere saber absolutamente nada de toda esta historia, había intercambiado su corazón con alguien. Después llegó otro que, con sus parrafadas y fanfarrias, quiso entregarle su corazón a cambio del suyo. Pero su corazón ya no era libre puesto que ella se lo había dado a otro, y ese otro ya no quería que le devolviera su corazón ni ella renunciar a su amor. —Ponía el grito en el cielo—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Parece que no has leído una novela en toda tu vida!

Contesté que no.

—Pero ahora por lo menos has participado en una, es decir, que había tal confusión en los corazones que yo finalmente tuve que intervenir. En una tibia noche de verano cogí dos caballos, me monté en el mío y en el otro subí a la señorita Flora haciéndola pasar por el pintor Guido y, de este modo, partimos hacia el sur, para esconderla en uno de mis solitarios castillos en Italia hasta que se pasara la confusión de los corazones.

»No obstante, nos descubrieron en el camino. Desde el balcón de la taberna, donde tú hacías guardia durmiendo, Flora vio a nuestros perseguidores.

—¿Así que el jorobado?

—Era un espía. Por eso partimos a escondidas hacia los bosques y te dejamos para que cogieras tú solo el carruaje que habíamos contratado. Eso despistaba a nuestros perseguidores y también al personal de mi castillo, que esperaban de un momento a otro a una Flora vestida de hombre, por lo que pensaron, siendo más serviciales que inteligentes, que tú eras la señorita Flora. Incluso aquí en palacio creyeron que Flora estaba viviendo en el castillo de la montaña. Querían saber de ella, le escribieron. ¿Es que no has recibido una cartita?

Oyendo esas palabras, saqué de mi bolsillo aquella nota.

—¿Es esta la carta?

—Sí, es para mí —contestó la señorita Flora, que parecía que no estaba atenta a nuestra conversación. Me quitó la carta, la leyó y se la guardó en el pecho.

—Ahora —dijo don Leonhard— tenemos que ir a palacio, donde nos esperan; y, para finalizar, como es obvio, nuestra «novela» termina como es debido: revelación, arrepentimiento, reconciliación, todos juntos y contentos, ¡y pasado mañana hay boda!

Mientras hablaba se escuchaba cada vez más alto un ruido espantoso de bombos, trompetas, trompas y trombones. Tiraron salvas, gritaron vivas y las niñas pequeñas de antes salieron por doquier y se pusieron a bailar. Yo saltaba de un lado para otro. Estaba anocheciendo, pero poco a poco fui reconociendo las caras. El viejo jardinero hacía sonar el bombo, los estudiantes de Praga tocaban en medio de todos y, al lado de ellos, el conserje hacía sonar su fagot. Al reconocerle, me acerqué para darle un fuerte abrazo. Eso lo trastornó bastante.

—¡Hay que ver, aunque éste se fuera al fin del mundo seguiría siendo un idiota! —dijo a los estudiantes y siguió tocando aún con más ímpetu.

Entretanto, su excelencia la bella dama se había alejado del alboroto. Iba corriendo como un ciervo espantado hacia el interior de los jardines. La vi a tiempo y corrí tras ella. Los músicos ni se dieron cuenta, aunque luego comentaron que creyeron que nos habíamos ido a palacio, por lo que ellos también se encaminaron hacia allí con su música.

Nosotros llegamos casi al mismo tiempo a la casita de verano, situada en una ladera de los jardines. Tenía las ventanas abiertas hacia el lejano valle. El sol había desaparecido detrás de las montañas hacía un buen rato y sólo quedaban unos destellos rojizos envolviendo la tarde que se desvanecía. El silencio era total, y sólo a lo lejos se oía murmurar al Danubio. Estuve contemplando a la bella condesa, que había llegado ligeramente acalorada por la carrera. Cuando la tuve frente a mí pude percibir el latido de su corazón. Le profesaba tanto respeto que no sabía qué decir. Pero al cabo de un rato me armé de valor, tomé su pequeña mano y entonces ella se arrimó y me estrechó fuertemente entre sus brazos.

Pero al instante se soltó algo aturdida para acercarse a la ventana donde refrescar sus ardientes mejillas con la brisa de la noche.

—¡Ay! —exclamé—. ¡Mi corazón está a punto de estallar! No puedo pensar, todo me parece un sueño.

—A mí también me sucede lo mismo —confesó la bella dama.

Después de un rato siguió diciendo:

—El verano pasado, cuando volví de Roma con la condesa en compañía de la señorita Flora, a la que por fin encontramos sana y salva, no sabíamos absolutamente nada de ti y pensé que no volvería a verte. Hasta este mediodía, cuando un jinete llegó galopando a palacio y, totalmente exhausto, anunció que venías en el barco correo. —Se detuvo sonriendo—. ¿Te acuerdas —prosiguió— de cuando me viste por última vez ahí arriba en el balcón? Era una noche suave con música sonando en el jardín, igual que hoy.

—A todo esto —seguí yo—, ¿quién se ha muerto?

—¿A quién te refieres? —quiso saber la bella dama un tanto extrañada.

—¡Al esposo de su excelencia! —respondí—. El que estaba en el balcón.

Ella se puso muy colorada.

—¡Pero qué cosas más extrañas tienes en la cabeza! —exclamó—. ¡Era el hijo de la condesa, que justo ese día había vuelto de viaje y, como coincidió que era mi cumpleaños, me cogió de la mano para que también me dedicaran a mí un viva! ¿Fue por eso por lo que te marchaste tan deprisa y corriendo?

—¡Ya lo entiendo! —exclamé dándome con la mano en la frente. Movió la cabeza y se rió.

Me invadió una sensación de bienestar al sentirla tan cercana y alegre, charlando conmigo con tal confianza que podría haberla escuchado durante toda la noche. Busqué en mi bolsillo, donde había guardado almendras de Italia, que a ella también le gustaron, y permanecimos así bastante tiempo, comiendo y mirando el paisaje.

Al rato me dijo:

—¿Ves ahí el palacete blanco que brilla a la luz de la luna? Es un regalo del conde para nosotros. ¡Viviremos allí! Él sabía desde hace tiempo que nos gustábamos, y a ti te aprecia muchísimo. Si no lo hubieras acompañado en el viaje y permanecido con ellos en la taberna cuando se fugó con la señorita, los habrían cogido antes de hacer las paces con la condesa y todo sería diferente.

—¡Dios mío, mi queridísima y bellísima condesa, no sé donde tengo la cabeza de tantas novedades como hay! ¿Así que don Leonhard…?

—¡Sí, sí! —me interrumpió—. Así se hizo llamar en Italia, donde es dueño de todo aquello, y se casará con la hija de nuestra condesa, la bella Flora. ¿Pero por qué me llamas condesa?

La miré extrañado.

—Yo no soy condesa. A mí la condesa me acogió en palacio porque mi tío, el conserje, me trajo aquí de pequeña cuando me quedé huérfana.

De repente me sentí aliviado.

—¡Dios bendiga al conserje! —exclamé entusiasmado—. ¡Que sea nuestro tío! ¡Siempre me ha gustado!

—A él también le agradas, pero le gustaría que te comportaras con un poco más de compostura. También tendrás que vestir con elegancia.

—¡Ay, sí! —grité de alegría—. ¡Con un frac inglés, sombrero de paja, pantalones bombachos y espuelas! ¡Y justo después de la boda nos iremos a Italia, a ver las fuentes de Roma, y nos llevaremos a los estudiantes de Praga y al conserje!

Se quedó sonriendo, mirándome muy complacida. En la lejanía seguía oyéndose la música y desde palacio volaron cohetes iluminando los jardines en la noche. El Danubio enviaba su murmullo ¡y todo resultaba perfecto!