CAPÍTULO TERCERO
¡PERO QUÉ DILEMA! No se me había ocurrido que en realidad desconocía el camino correcto. A esas horas de la mañana, por los alrededores no había un alma a quien poder preguntar y, un poco más adelante, el camino se bifurcaba en otros que llevaban muy lejos, por encima de las montañas, como si quisieran salirse del mundo. Me mareaba tan sólo de pensarlo.
Por fin vi acercarse por la carretera a un campesino que, como era domingo, creí que se dirigía a la iglesia. Vestía una capa antigua con botones plateados y un bastón español con empuñadura de plata que brillaba a la luz del sol. Sin pensármelo, le pregunté con mucha cortesía:
—¿Podría decirme cuál de estos caminos conduce a Italia? —El campesino se paró, se quedó un rato muy pensativo y, con el labio inferior hacia fuera, me miró.
Volví a decirle:
—¡A Italia, donde crecen las naranjas!
—Pero bueno, ¡a mí qué me importan sus naranjas! —contestó el buen hombre, y se marchó.
Hubiera esperado de él más educación, ya que parecía un hombre de bien.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Dar la vuelta y regresar a mi pueblo? La gente me señalaría con el dedo y los chicos harían corro para burlarse de mí. El portero de la nariz grande, poseedor de muchos conocimientos del mundo, siempre me decía:
—Querido señor aduanero, Italia es un país muy bello, donde el buen Dios se ocupa de todo… Te puedes echar una siesta al sol y las uvas te caen directamente en la boca, y cuando te pica una tarántula te pones a bailar como loco, como si no hubieras hecho otra cosa en la vida[1].
—Pues sí, ¡a Italia, a Italia! —exclamé con entusiasmo, y me puse a correr por un camino sin pensar si era o no el correcto.
Después de recorrer un buen trecho, hallé a mi derecha un precioso arbolado que filtraba los destellos del sol de la mañana entre troncos y copas y donde el césped parecía de oro puro. Al no encontrarme con nadie, trepé por la valla, más bien bajita, me tumbé bajo un manzano y sentí todos mis huesos debido a mi acampada nocturna del día anterior encima de un árbol. A lo lejos podía divisar el paisaje; era domingo y las campanas de la iglesia tañían lejanas. Vi cómo los campesinos, vestidos con sus trajes de domingo, atravesaban campos y caminos hacia la iglesia. Me sentí estupendamente escuchando el canto de los pajaritos y pensé en mi molino, en la bella dama, en lo lejos que quedaba todo aquello…, hasta que me quedé dormido.
Soñé con mi bella dama, que venía hacia mí desde los prados, casi volando, con largos velos blancos flotando en el aire, acompañada por el sonido de las campanas. Luego parecía que ya no estábamos en el extranjero, sino a la sombra de mi molino. Allí todo era silencio, como los domingos, cuando todo el mundo acude a la iglesia y sólo se oye a través de los árboles el sonido del órgano. Me dolía el corazón. La bella dama, no obstante, era buena y muy simpática, me cogía de la mano, paseábamos y, acompañada de una guitarra, cantaba aquella canción que yo escuchaba siempre bajo su ventana abierta. Contemplaba su imagen en el estanque, mil veces más hermosa, pero de extraños ojos, con una mirada tan fija que daba miedo. El molino empezó entonces a dar vueltas, con lentos golpes que cada vez se sucedían más deprisa, y el estanque oscureció. Encrespada, la bella dama se puso pálida, sus velos se estiraron más y más y revolotearon terriblemente como neblinas que ascendían con ella a lo más alto del cielo. Oí un silbido cada vez más fuerte, como si el portero tocara su fagot… hasta que me desperté con el corazón en un puño.
En realidad se había levantado un viento que soplaba suavemente entre las copas de los árboles. Pero lo que hacía tanto ruido no era ni el molino ni el portero, sino aquel campesino que poco antes no había querido indicarme el camino a Italia. Y no llevaba ropa de domingo, sino una camisa blanca.
—¿Qué? —preguntó mientras yo me restregaba los ojos—. ¿Quiere él acaso recoger aquí las na-narenjas? ¡En vez de ir a la iglesia, él, el holgazán ha aplastado mi bonito césped!
Me fastidió muchísimo que me despertase semejante patán. Me levanté de un salto y contesté:
—¡Me va a regañar usted a mí! ¡A mí, que he sido jardinero y aduanero y, si estuviéramos en la ciudad, hubiese tenido que descubrirse ante mí! ¡A mí, que tenía casa y una bata roja con lunares amarillos!
Pero a aquel tipejo no le interesó nada lo que dije y, con los brazos apoyados en los costados, se limitó a exclamar:
—¡Qué quiere usted! ¡Eh! ¡Eh!
Entonces me fijé en que se trataba en realidad de un tipo pequeño, regordote, de piernas curvadas, ojos saltones y una nariz roja y torcida, y que lo único que decía era «¡Eh! ¡Eh!», acercándose cada vez más a mí. Me dio muy mala espina, salté la valla apresuradamente y, sin mirar atrás, corrí a través de los campos a tal velocidad que el violín resonaba en mi costado.
Cuando por fin paré para tomar aliento ya no quedaba rastro del valle. Me hallaba en un precioso bosque. Pero no presté mucha atención porque era consciente del desagradable espectáculo que había vivido y de que aquel tipo siempre me llamaba «él», y todavía estuve mucho rato maldiciéndolo. Sumido en tales pensamientos, anduve deprisa alejándome cada vez más y metiéndome completamente entre las montañas. El camino por donde avanzaba se terminó y sólo quedó un estrecho pasillo. Por los alrededores no se veía un alma ni se oía nada. No obstante, era muy agradable pasear por allí, entre el susurro de las altas copas de los árboles y el canto de los pájaros. Me encomendé a Dios, saqué mi violín e interpreté todas mis piezas favoritas para que su alegre sonido pudiera escucharse por todo el bosque.
Pero el tocar y caminar no duró mucho, porque tropezaba cada dos por tres con las raíces de los árboles que sobresalían por todas partes y, además, empecé a sentir hambre sin atisbar por ninguna parte el final del bosque. Así estuve vagando todo el día. El sol empezaba a esconderse cuando por fin llegué a otro pequeño valle rodeado de montañas. Había miles de flores rojas y amarillas sobre las que aún revoloteaban las últimas mariposas del día. Estaba todo tan solitario como si el mundo hubiera quedado a mil millas de distancia. Sólo se oía el chirrido de los grillos. En la otra orilla, un pastor tumbado entre las altas hierbas tocaba tan tristemente su dulzaina que me dolió en el corazón. «¡Quién pudiera vivir tan bien como ese holgazán! —pensé—. Cuando uno que se va al extranjero, como yo, siempre ha de estar atento a todo». Se interponía entre nosotros un pequeño riachuelo que no podía cruzar, así que lo llamé preguntándole por el pueblo más cercano. Pero no se molestó mucho, alzó un poco su cabeza, me señaló con su dulzaina en dirección hacia otro bosque y continuó tocando.
Pronto empezó a oscurecer, pero seguí andando. Cuando los últimos rayos del sol iluminaron el bosque, los pájaros callaron, todo quedó en silencio y el susurro de los árboles casi me dio miedo. Desde lejos oí ladridos de perro. Aceleré el paso, el bosque clareó más y más y, de pronto, me encontré en una plaza llena de niños alborotadores que jugaban alrededor de un gran tilo plantado en el centro. Al lado de la plaza algunos campesinos echaban partidas de cartas y fumaban sentados a una mesa delante de una taberna. En el otro extremo, ante otra puerta, conversaban sentados chicos y chicas; ellas con sus brazos cobijados del frescor de la noche bajo sus delantales.
No me lo pensé mucho y, mientras me acercaba desde el bosque, saqué mi violín y toqué algunos bailes tiroleses.
Las chicas no ocultaron su asombro y las risas de los viejos llegaron hasta el bosque. Me acerqué al tilo de la plaza, me apoyé en él y seguí tocando. De pronto, los jóvenes comenzaron a cuchichear, los chicos dejaron sus pipas, cogieron a sus novias y, sin que me diera cuenta de nada, los encontré bailando a mi alrededor, con los perros ladrando como locos, las chaquetas volando al viento y los niños que me rodeaban mirando con mucha curiosidad cómo mis dedos recorrían el instrumento a toda velocidad.
Cuando terminé el primer vals me di cuenta de la fuerza con que puede levantar el ánimo la buena música. Los muchachos que se sentaban en los bancos con sus pipas y gesto de aburrimiento, habían cambiado totalmente: adornados con pañuelos en sus ojales rodearon a las chicas ejecutando unas cabriolas que daba gusto ver. Uno de ellos, que posiblemente se creía mejor que los demás, hurgó en los bolsillos de su chaqueta hasta encontrar una moneda de plata que intentó darme. Aunque no llevaba en mis bolsillos ni un penique, aquello me fastidió bastante y le dije que se guardara su moneda, que yo tocaba por gusto y alegría y que estaba contento de encontrarme de nuevo entre gente. Poco después acudió una muchacha guapísima con una copa de vino.
—A los músicos les gusta beber —dijo riéndose.
Sus dientes, blancos como perlas, brillaban entre sus labios rojos y me hubiera encantado besarla. Probó un poco del vino mientras me miraba por encima de la copa y, después, me la pasó. Bebí el vino de un trago y continué tocando con nuevos bríos, dejando que todos giraran a mi alrededor.
Los viejos dejaron pronto de jugar a las cartas, los jóvenes empezaron a cansarse y, poco a poco, todos se marcharon. Delante de la taberna la plaza se quedó vacía y, de repente, reinó el silencio. La muchacha que me trajo el vino también se fue; caminaba muy despacito hacia el pueblo y, de vez en cuando, se volvía como si hubiera perdido algo. Por fin se paró y buscó algo por el suelo, pero yo vi perfectamente que al inclinarse me miraba por debajo de su brazo. En palacio ya había aprendido bastante sobre modales, así que me acerqué rápido preguntándole:
—¿Ha perdido algo, preciosa señorita?
—Pues no —dijo, y se ruborizó—. Sólo era una rosa, ¿la quiere?
Le di las gracias y me puse la rosa en el ojal de la chaqueta. Se quedó mirándome y comentó:
—Toca de maravilla.
—Sí —contesté—. Tengo ese don de Dios.
—No hay muchos músicos por esta zona —empezó de nuevo la muchacha, balbuceando un poco y fijando sus ojos en el suelo—. Podría ganarse un buen dinero. Mi padre también toca algo el violín y le encanta que le cuenten cosas de sitios lejanos. Y mi padre es muy rico. —De repente se echó a reír y añadió—: Si no fuera porque usted cuando toca gira siempre la cabeza poniendo caras raras.
—Queridísima señorita —contesté—, en primer lugar no me hable siempre de usted, y en lo que respecta a mis movimientos de cabeza, es lo que acostumbramos a hacer los virtuosos.
—¡Ah!, bien —contestó ella y, cuando iba a decir algo más, se escuchó un tremendo ruido producido por la violenta apertura de la puerta de la taberna, por la que vi cómo salía casi volando un tipejo delgado y hecho polvo al que acaban de expulsar. Detrás de él la puerta se cerró de nuevo.
Nada más oír aquel estruendo, la muchacha salió disparada, corriendo como una gacela. El tipo se recompuso rápidamente delante de la puerta, se levantó y empezó a chillar hacia la taberna con tal furia que me quedé escuchándolo:
—¡Qué! ¡Borracho yo, y que no pago mis deudas! ¡Ya podéis borrar todas las rayas con mis deudas que habéis pintado en vuestra mugrienta puerta! ¡Borradlas! ¡Borradlas! ¡Ayer os he afeitado y depilado la nariz! ¡Y me habéis destrozado un cucharón! Así que afeitaros cuesta una raya, el cucharón otra, la tirita en la nariz otra más. ¿Cuántas malditas rayas más queréis que os pague, eh? Pero bien, de acuerdo, abandonaré el pueblo y a toda su maldita gente. Idos por ahí con vuestras barbas. ¡Me importa un bledo si el día del juicio el buen Dios no sabe si sois judíos o cristianos! ¡Podéis colgaros todos de vuestras propias barbas, osos mugrientos!
Dicho esto rompió a llorar y siguió murmurando entre dientes:
—¡Que beba agua yo, como si fuera un maldito pez! ¿Es eso lo que llamáis amar al prójimo? ¿Acaso no soy persona y un buen barbero? ¡Ahora estoy muy furioso, pero mi corazón es sensible y rebosa amor!
Tras pronunciar estas palabras empezó a alejarse poco a poco, mientras la casa continuaba en silencio. Al verme se me acercó con los brazos abiertos; creo que me quería abrazar. Así que me retiré, y él prosiguió su camino dando tropezones. Durante mucho tiempo se le oyó discutir en la oscuridad consigo mismo, a veces en alto, otras bajito.
Mi cabeza, sin embargo, le daba vueltas a otro asunto. La muchacha que antes me regaló la rosa era joven, muy bonita y rica —podría hacer fortuna casándome con ella—. Tendría corderos asados, cerdos, pavos y gansos rellenos de manzana. Sí, sí, ya me parecía ver al portero diciéndome:
—Tómalo muchacho, no te lo pienses. Quien tiene suerte se lleva la novia, se queda en casa y come a placer…
En mitad de tan filosóficos pensamientos, me senté sobre una piedra de la plaza, que se había quedado desierta. No me atreví a llamar a la taberna porque no tenía nada de dinero. Así que permanecí bajo el brillo de la luna, escuchando a lo lejos el susurro de los bosques procedente de las montañas. Una noche tranquila. Desde el pueblo, abajo, en el valle que parecía enterrado entre árboles y luz de luna, se oía a veces el ladrido de algún perro. Observé en el firmamento algunas nubes pasando a través del reflejo de la luna y alguna estrella que caía muy lejos. Pensé que esa misma luna también brillaba encima del molino de mi padre y del palacio. Allí seguro que todo estaba en calma, la dama durmiendo y las fuentes y los árboles susurrando como siempre. A nadie le importaba dónde estaba yo, si me había ido por ahí o si tal vez había muerto. De pronto, el mundo me pareció espantosamente grande. Me sentí tan pequeño que me entraron ganas de llorar desconsoladamente.
Mientras pensaba, sentí lejanos sonidos de herraduras procedentes del bosque. Contuve la respiración aguzando el oído; se acercaban cada vez más y pronto percibí el resoplar de los caballos. Dos jinetes se aproximaban desde debajo de los árboles, se detuvieron al borde del bosque conversando animadamente y, según pude distinguir por las sombras reflejadas en la plaza bañada por la luz de la luna, gesticulaban con brazos largos y sombríos.
En el pasado, cuando mi madre, que en paz descanse, me contaba cuentos de bosques salvajes y bandidos marciales, siempre deseaba vivir una historia real de bandoleros. ¡Ahora parecía que mis malditos deseos estaban a punto de cumplirse! El tilo donde había descansado me sirvió de escondrijo, me estiré todo lo que pude para alcanzar la primera rama y trepé rápidamente. Pero cuando aún estaba a medias, intentando izar mis piernas, uno de los dos jinetes se acercó a mí. Cerré los ojos y me quedé inmóvil.
—¿Quién anda ahí? —preguntó alguien justo detrás de mí.
—¡Nadie! —grité muerto de miedo, porque a pesar de mis esfuerzos había sido descubierto. En el fondo me daba risa imaginármelos revolviendo mis bolsillos, donde no había nada.
—¡Ay, ay! —exclamó el bandido—. ¿A quién pertenecen estas dos piernas que cuelgan por aquí?
Ya no pude mantener la postura.
—A nadie, a nadie —contesté—, son sólo un par de piernas de músico errante. —Y me deslicé hasta el suelo, porque me daba un poco de vergüenza la situación en que me hallaba.
El caballo del jinete reculó espantado hacia atrás cuando salté del árbol. Le propinó unas palmadas en el cuello y dijo riéndose:
—Pues nosotros también somos errantes, por lo que seremos buenos camaradas de viaje. Pensaba que nos podrías indicar el camino a B., pero no te preocupes.
Intenté decirles que yo no sabía dónde estaba B., que preguntaran mejor en la taberna, en donde les podrían llevar al pueblo. Pero el tipo no quiso entrar en razón y tranquilamente sacó de su cinturón una pistola que brillaba a la luz de luna.
—Mi querido amigo —dijo muy amistosamente mientras jugaba con el cañón de la pistola, limpiándolo y mirándolo detenidamente—, mi querido amigo, vas a ser tan amable de llevarnos tú mismo.
No esperaba tal reacción y me asusté. Si acertaba con el camino, seguro que me iba a encontrar con una cuadrilla de bandidos que me pegarían una paliza por no llevar dinero, si no también me pegarían. Así que no lo pensé más y tomé el primero que pasaba por la taberna, alejándonos del pueblo. El jinete regresó rápidamente junto a su compañero y ambos me siguieron a cierta distancia. De esta manera, íbamos a la buena de Dios, sólo acompañados por la claridad de la luna. Todo el camino discurría a través del bosque por la ladera de la montaña. Por encima de las copas de los abetos que dejábamos abajo a ratos veíamos los valles en total silencio. Únicamente se escuchaba un ruiseñor que iba y venía, ladridos lejanos de perro y un río que corría enviando destellos de luz; aparte de eso, detrás de mí sólo percibía el monótono trote de los caballos y los movimientos de los jinetes que hablaban sin cesar en idioma extranjero. A través de la claridad de la luna, largas sombras de troncos de árboles volaban por encima de los jinetes, que por momentos me parecían negros, luego claros, pequeños, enormes. Mis pensamientos se enredaron como si estuviera dentro de un sueño del que no me podía despertar. «Tiene que haber algún modo de salir de este bosque y de que se acabe la noche», pensé.
Por fin surgió del firmamento un resplandor rojizo, muy suave, como cuando se exhala sobre un espejo. Empezó a cantar una alondra y, con ese saludo matutino, mi corazón se liberó de la presión y todo el miedo desapareció de repente.
Los dos jinetes se incorporaron en sus monturas mirando en todas direcciones, como si tuvieran la sensación de no seguir el camino correcto. Les oí conversar animadamente y supe que hablaban de mí, e incluso me pareció que uno de ellos empezaba a tenerme miedo, como si yo fuera uno de esos bandoleros que intentara engañarles. Esa sensación me empezó a gustar y, conforme salíamos a un claro en el bosque, me sentí mucho más seguro de mí mismo. Miré ferozmente a todas partes, silbando con los dedos igual que los gamberros cuando se mandan señales.
De repente se escuchó un grito:
—¡Alto! —gritó uno de los jinetes, y me asusté.
Al darme la vuelta vi que habían desmontado y atado los caballos a un árbol. Uno de ellos se dirigió a mí a paso vivo. Me miró fijamente a la cara y después soltó una carcajada. Tengo que admitir que esa risa me molestó mucho. Pero él dijo:
—¡Pues es verdad, es el jardinero, quiero decir el aduanero de palacio!
Lo miré sorprendido, pero no pude reconocerlo. Recordar a todos los señoritos que iban y venían a palacio habría sido demasiado pedir. Mientras seguía riéndose, dijo:
—¡Qué suerte la nuestra! Veo que estás de vacaciones y nosotros necesitamos servicio, así que, si quieres seguir teniendo vacaciones, únete a nosotros.
Totalmente sorprendido contesté por fin que me dirigía a Italia.
—¿A Italia? —preguntó el forastero—. ¡Ahí es a donde vamos precisamente nosotros!
—¡Si es así, perfecto! —contesté, e invadido por una inmensa alegría saqué mi violín y empecé a tocar despertando a todos los pájaros del bosque. El señorito tomó al otro por la cintura y empezaron a dar vueltas como locos al son de la música.
De repente se pararon.
—¡Dios mío, ya veo la torre de la iglesia de B.! —exclamó uno de ellos—. Así que vámonos pronto. —Sacó el reloj de su bolsillo y lo miró repetidamente negando con la cabeza—. No puede ser —dijo—, es demasiado pronto, lo que podría acarrearnos graves consecuencias.
Decidieron esperar. Sacaron un asado de carne, vino y bizcochos, pusieron sobre la hierba un gran mantel de precioso colorido, se sentaron y, muy alegres, empezaron a comer. A mí también me dieron de todo, lo que agradecí de corazón, ya que no ingería nada sustancioso desde hacía días.
—Y que lo sepas… —empezó uno de ellos—. ¿Seguro que no nos conoces? —negué con la cabeza—. Pues, que lo sepas, yo soy el maestro pintor Leonhard, y ese de allí también es pintor y se llama Guido.
Comenzó a amanecer y me fijé más detenidamente en los dos pintores. Uno de ellos, don Leonhard, era alto, delgado, moreno y tenía unos ojos alegres y muy vivos. El otro era más joven, más bajo de estatura, muy fino y vestía de un modo algo antiguo —así lo habría descrito por lo menos el portero de palacio—. Llevaba el blanco cuello rodeado por sus rizos morenos, que a veces intentaba retirarse de la cara. Cuando hubo desayunado lo suficiente, cogió mi violín, que permanecía en el suelo junto a mí, se sentó encima de un tronco y rasgueó un poco con sus dedos. Entonces empezó a cantar con la voz clara de un pajarito, lo que estremeció mi corazón:
El primer rayo de sol brilla
por el calmo valle de niebla,
bosque y colina se despiertan:
¡quien tenga alas, que vuele!Y su sombrero tira al aire,
entre gritos, el hombre alegre:
si el canto tiene, también, alas,
yo cantaré con alegría.
Los primeros rayos se deslizaban por su cara pálida y sus enamorados ojos negros. Pero yo estaba tan cansado que empecé a confundir las palabras y notas de su canto y me quedé profundamente dormido.
Cuando poco a poco volví en mí, aún escuchaba a mi lado, como en sueños, las voces de los dos pintores. Los pájaros cantaban en lo alto y la luz del sol penetró por mis ojos, aún cerrados, dándome la sensación de un claroscuro en mi interior, como cuando la luz del sol atraviesa unas cortinas de seda roja.
—Come è bello! —oí desde muy cerca. Abrí los ojos y vi al pintor joven inclinándose tanto sobre mí que no distinguía nada más que sus ojos negros entre los rizos de su pelo.
Me incorporé de un salto. Era completamente de día. Parecía que don Leonhard estaba un poco molesto y fruncía el ceño conminándonos a que partiéramos lo antes posible. El otro pintor sacudió sus rizos y canturreó una canción mientras ensillaba su caballo. Leonhard se echó a reír, cogió una botella que aún permanecía en el suelo y sirvió en copas lo que quedaba del vino.
—¡Brindo por que lleguemos con fortuna! —exclamó mientras las copas tintineaban, y después tiró lejos la botella, que centelleó a la luz del sol.
Montaron finalmente en sus caballos y marché a su lado con el ánimo renovado. Delante de nosotros se abría un valle hacia el que descendimos. Percibí los susurros del agua, el brillo del sol y todo el júbilo del ambiente que me hacía sentir como si volara hacia el valle.