SEGUNDO CAPÍTULO
LA CARRETERA PASABA PEGADA a los jardines del palacio, separados de ella sólo por un muro alto. Dentro se levantaba una preciosa caseta de aduana de bonito tejado rojo, con un huertecillo a sus espaldas colindante con la parte más sombría y escondida de los jardines, por donde se apreciaba una pequeña abertura en el muro. El aduanero que residía allí había muerto. Una mañana muy temprano —yo aún dormía profundamente— vino el escribano del palacio y me mandó a ver al administrador. Me vestí rápidamente y caminé despacito tras él. Arrancó por el camino algunas flores que colocó en la solapa de su chaqueta, haciendo girar su bastón en el aire mientras me hablaba y hablaba, pero yo, aún medio dormido, no entendía absolutamente nada. Cuando todavía en penumbra entré en la cancillería, vi al notario con una gran peluca sentado detrás de montones de papeles, libros y un enorme tintero. Se dirigió a mí con la pose de un búho que mirase desde su nido:
—¿Cómo se llama? ¿De dónde es, sabe escribir, leer y cálculo? —dije que sí, y él añadió—: Pues sus excelencias han pensado que, gracias a su buen comportamiento y a sus méritos, puede ocupar la vacante de aduanero.
En un instante repasé mi comportamiento y mis méritos y tuve que admitir que el notario tenía mucha razón. Así, sin apenas darme cuenta, me convertí en aduanero.
Me mudé en seguida a mi nueva casita y en muy poco tiempo estuve completamente instalado. Encontré varias cosas que mi difunto antecesor, que en gloria esté, había dejado a su sucesor; entre otras, una hermosa bata roja con lunares amarillos, pantuflas verdes, un gorro de dormir y algunas pipas de largas boquillas. Ya deseaba poseer todo aquello cuando aún vivía con mi padre. En aquellos tiempos me había fijado en la cómoda vida que llevaba nuestro pastor, así que durante todo el día (no tuve otra cosa que hacer) permanecí en bata y gorro sentado en el banquito de delante de la casa, fumando tabaco en la pipa más larga que pude encontrar. Miraba cómo la gente iba y venía por la carretera, caminando, en carruaje o montada a caballo, y mi único deseo era que me viera alguien de mi pueblo, porque siempre decían que yo no iba a llegar a nada en la vida.
La bata me sentaba muy bien y todo me gustaba. Estaba sentado tranquilamente, pensando en que cualquier comienzo es difícil y en que la vida elegante y distinguida es muy cómoda, cuando tomé una decisión: dejaría de viajar y empezaría a ahorrar algún dinero, como todo el mundo, para —con el tiempo— poder llegar a ser alguien importante. Pero, a pesar de mis decisiones, preocupaciones y quehaceres, no podía apartar de mis pensamientos la belleza de mi dama.
En el pequeño huerto habían sembrado patatas y otras verduras, pero yo sólo quería flores y planté las más bonitas que pude encontrar. El portero de palacio, el de la gran nariz, que me visitaba muy a menudo desde que yo residía allí y que se hizo muy amigo mío, siempre me miraba de reojo, convencido de que la suerte repentina se me había subido a la cabeza. Pero no me importaba en absoluto. No muy lejos de mi huertecillo, en los jardines de palacio, podía escuchar finas voces entre las que creí reconocer la de mi hermosa dama. Era incapaz de ver nada, porque los arbustos lo tapaban todo, así que se me ocurrió trenzar todos los días un ramillete con mis flores más bonitas y todas las noches, cuando ya había oscurecido, saltaba el muro y lo dejaba encima de una mesa de piedra en medio de un emparrado. Cada noche, cuando llevaba el ramo fresco, el del día anterior había desaparecido.
Una noche en la que los señores volvían de cazar, el sol, al comenzar a ponerse, envolvió todo el paisaje como un brillante mar; el agua del Danubio que serpenteaba a lo lejos parecía de oro puro y fuego y de las montañas cercanas llegaban los cantos de los viticultores. Me hallaba sentado junto al portero, en el banquito de delante de mi casa, y disfrutaba de la suave brisa de ese alegre día primaveral que poco a poco tocaba a su fin. A lo lejos sonaban las cornetas de los cazadores que regresaban y se mandaban saludos de una montaña a otra. Estaba encantado y salté como hechizado:
—¡Cuánto me gusta ese ambiente de caza!
Pero mientras vaciaba su pipa a golpecitos, el portero me dijo:
—No creáis que cazar es fácil. Yo también lo hice, pero no gana uno ni para las suelas de los zapatos. No te quitas de encima la tos ni los constipados, porque siempre tienes los pies mojados.
Me invadió una rabia tan increíble que todo mi cuerpo se puso a temblar. De repente ese hombre con su aburrido abrigo, su pipa y su gran nariz me resultó horrible. Le cogí de la solapa y, fuera de mí, le dije:
—¡Portero, o ahora mismo os vais a vuestra casa o empiezo a pegaros una paliza! —En ese mismo instante volvió a convencerse de que yo estaba loco de remate. Me miró pensativo, con cierto temor y, sin decir palabra, se marchó a zancadas hacia el palacio, mirando atrás de vez en cuando, y una vez allí comunicó a los demás que yo había perdido la razón.
Pero yo me eché a reír, contento de haberme librado de ese sabelotodo y porque era la hora de depositar mi ramo de flores en el sitio acostumbrado. Salté el muro rápidamente y cuando me dirigía a la mesa de piedra oí a lo lejos los pasos de un caballo. No me daba tiempo a escapar, ya que mi bella dama en persona, vestida con traje de caza y un sombrero con plumas, se acercaba lentamente por la avenida. Me sobrevino la misma sensación que cuando leía los viejos libros de mi padre sobre la hermosa Magalone, que aparecía entre los árboles del bosque bajo los destellos de las luces del atardecer y los últimos y lejanos sonidos de los cuernos de caza. Ni siquiera fui capaz de moverme. Ella se asustó al verme y se detuvo. Sentí una mezcla de miedo y alegría, y, cuando mi corazón estaba a punto de salirse de mi cuerpo, comprobé que realmente llevaba en su pecho mi ramillete de flores del día anterior. Totalmente fuera de mí, le dije:
—Excelencia, hermosísima dama, coged también este otro ramo mío. Todas las flores de mi jardín y todo lo que poseo es vuestro. ¡Hasta mi mano pondría en el fuego por vos!
Me miró muy seriamente, casi con rabia, lo que me estremeció, pero al instante bajó la mirada mientras yo le hablaba. Entretanto se oían algunas voces acercándose desde los matorrales. Ella cogió rápidamente mi ramo de flores y, sin decir palabra, desapareció por el camino.
A partir de esa noche ya no encontré la paz. Me invadía la misma sensación que siempre me asaltaba en mi casa al llegar la primavera, cuando me sentía intranquilo y feliz a la vez sin saber porqué, como si me fuera a ocurrir algo grande, especial. Las cuentas ya no me salían. Los rayos de sol entraban por mi ventana a través del castaño, con su luz dorada bailando entre los números, mientras yo sumaba desde el principio hasta el final de la página, hacia arriba y hacia abajo, sin resultado congruente, volviéndome loco. Me invadían extraños pensamientos y ni siquiera me era posible contar hasta tres. El ocho se parecía a mi dama gordita, el siete a un indicador de carretera mostrando el camino al revés, o una horca. El nueve era el más divertido, porque cada vez que lo miraba se ponía al revés transformándose en un seis, y el dos semejaba una alegre interrogación que pretendía preguntarme: «¿Adónde te va a llevar todo esto? Tú eres un cero a la izquierda». Y el delgadito uno tenía la silueta de Ella, y me decía que sin Ella nunca sería nadie.
Descansar sentado delante de mi puerta también había dejado de gustarme. Saqué una banqueta afuera para apoyar mis pies y de ese modo estar más cómodo, reparé en un viejo parasol para protegerme, pero nada dio resultado. Sólo sentía que mis piernas se volvían cada vez más largas de tanto aburrimiento y que de no hacer absolutamente nada mi nariz crecía por minutos.
De tanto en tanto pasaba al alba un carruaje que traía el correo y yo salía a su encuentro todavía medio dormido. El aire era fresco y a veces se asomaba deseándome los buenos días una carita de la que sólo se percibían dos ojos brillando en la oscuridad. Desde los pueblos cercanos se escuchaba el canto de los gallos, en los campos volaban por lo alto del firmamento algunas golondrinas demasiado madrugadoras y, mientras el cochero tocaba su corneta, cada vez más lejana, yo me quedaba quieto delante de mi puerta, mirando cómo se alejaba el carruaje, y me invadía esa extraña sensación de querer subirme a él inmediatamente para irme lejos, muy lejos, a ver el mundo.
Seguía depositando mis ramos de flores encima de la mesa de piedra todos los días, cuando se ponía el sol. Pero desde aquella noche eso era todo. A nadie le interesaban ya mis flores, que continuaban en el mismo sitio por las mañanas, marchitas, mirándome con las cabecitas colgando y cubiertas de gotitas de rocío que parecían lágrimas. Empecé a enfadarme. Dejé de hacer los ramos. Las malas hierbas invadieron poco a poco mi jardín y las flores crecieron hasta ser arrancadas por el viento. Mi corazón se sentía desconcertado.
En esos momentos de enorme desolación ocurrió que un día, mientras miraba por la ventana, vi a la doncella cruzar la carretera desde palacio. Se me acercó diciendo:
—Su excelencia el Señor ha vuelto de viaje.
—¿Ah sí? —respondí extrañado, puesto que, al no haberme preocupado de nada últimamente, no sabía siquiera que el Señor estuviese de viaje—. Su hija, la joven dama, estará muy contenta —añadí.
La doncella me miró de arriba abajo y tuve la sensación de haber dicho alguna tontería.
—Usted realmente no se entera de nada —dijo por fin, frunciendo su pequeña nariz—. Es que —siguió diciendo— esta noche se celebrará en palacio un baile de máscaras en honor del Señor, y mi Señora acudirá vestida de jardinera, ¿me entiende? Y la Señora sabe que tiene usted en su jardín unas flores preciosas.
«¡Qué raro! —pensé—. Si ahora precisamente ya casi no se ven las flores de tantas malas hierbas como hay». Pero la doncella prosiguió:
—Puesto que la Señora necesita flores muy bonitas y muy frescas para su disfraz, le pide que esta noche, cuando haya oscurecido, se las lleve usted, y que la espere en los jardines de palacio bajo el gran peral, a donde ella acudirá a recogerlas.
Completamente sorprendido y contento por aquella noticia salí corriendo para acercarme a la doncella.
—¡Pero bueno, qué indumentaria más horrible lleva usted! —exclamó de repente al verme en la calle con mi bata. Aunque me fastidió tal exclamación, no quise ser descortés y le hice una cuantas cabriolas para ver si podía atraparla y darle un beso. Desgraciadamente, la bata, que era demasiado larga para mi estatura, se me enredó en los pies y me caí todo lo largo que era. Cuando volví a enderezarme, la doncella ya se había alejado un buen trecho y oí cómo se reía a placer.
Por lo menos ahora tenía una alegría y algo en qué pensar. ¿Sería verdad que Ella todavía se acordaba de mí y de mis flores? Me adentré inmediatamente en mi jardín para arrancar todas las malas hierbas de mis arriates. Las tiré con sus raíces por encima de mi cabeza, muy lejos, como si con ellas arrojara la melancolía y todos mis males de los últimos días. Las rosas se transformaron de nuevo en su boca, las enredaderas azules se parecían a sus ojos y los blancos lirios con sus cabecitas agachadas eran iguales a ella. Con cuidado las metí todas en una cesta. La tarde era plácida, sin nubes en el cielo. Ya se dejaban ver algunas estrellas; a lo lejos, detrás de los campos, se escuchaba el bramido del Danubio y, en las altas copas de lo árboles, los pájaros cantaban produciendo gran placer. ¡Qué feliz me sentí!
Cuando por fin anocheció, me dirigí a los jardines de palacio con mi cestita llena de flores. Ver aquella cesta con tanto colorido era un placer, y ¡cómo olía! Mi corazón rebosaba alegría.
Sumido en mis pensamientos, paseé bajo la luz de la luna por los caminos nivelados cuidadosamente con arena y por los pequeños puentes blancos bajo los cuales dormían ya los cisnes, pasando ante los emparrados y las casitas del jardín. No tardé en encontrar el gran peral, pues era el mismo donde echaba mis siestas cuando aún era el ayudante del jardinero.
Todo permanecía oscuro y silencioso. Sólo se oía el susurro de las hojas del álamo temblón. Del palacio llegaba música, voces que iban y venían y, después, todo quedaba de nuevo en silencio.
Mi corazón latía con fuerza. Sentí miedo y tuve la sensación de estar robando a alguien. Durante algún tiempo me quedé debajo del árbol quieto como un palo, escuchando. No se acercaba nadie. No pude soportarlo más. Cogí mi cesta y me subí al peral para volver a respirar.
Allí en lo alto la música se escuchaba perfectamente. Podía ver el jardín entero y las ventanas iluminadas del palacio. Las lámparas de araña brillaban como guirnaldas de estrellas y todo el mundo se movía y daba tantas vueltas y vueltas como en un juego de sombras chinescas que, a veces, se acercaban a las ventanas para descansar contemplando los jardines. Delante del palacio todo se teñía de oro por la profusión de luces reflejadas en los arbustos, las flores y los árboles. A mi espalda todo era negro y silencioso.
«Estará ahí bailando —pensé—, y seguro que se ha olvidado de mí y de las flores. Están tan alegres que ya no le importo a nadie. Así me van las cosas. Todos tienen su sitio en este mundo, su estufita caliente, su taza de café, su mujer, su copa de vino por la noche… Hasta el portero parece encontrarse satisfecho con lo que posee. Sin embargo, yo no me siento feliz en ninguna parte. Tengo la sensación de llegar tarde a todo, como si el mundo no contara conmigo».
Filosofaba de esta guisa acerca de mi vida cuando, de pronto, oí dos finas voces hablando muy bajito. Algo se movía abajo y entre los arbustos apareció la carita de la doncella mirando por los alrededores. La luz de la luna se reflejaba en sus ojos. Contuve mi respiración mientras miraba hacia el suelo. Al poco rato apareció detrás de los árboles la jardinera en persona, tal y como la doncella me la había descrito el día anterior. Mi corazón casi reventó. Ocultaba su rostro tras una máscara y no paraba de buscar a su alrededor. Me pareció que no era tan bonita ni tan delgada. Por fin se acercó al peral quitándose la careta. ¡Era su excelencia, la señora mayor!
Recuperándome del susto, por un instante me alegré de encontrarme seguro allí arriba. ¡Por todos los santos!, ¿cómo viene aquí ahora, cuando está a punto de llegar a recoger sus flores la linda y preciosa dama? ¡Vaya lío! De la rabia que me entró estuve a punto de llorar.
Entretanto escuché decir a la jardinera disfrazada:
—Hace tantísimo calor allí arriba, en la sala, que deseaba refrescarme un poco al aire libre —se abanicaba continuamente con la máscara, soplando. Desde lo alto podía distinguir perfectamente cómo se le hinchaban los tendones del cuello. Parecía enfadada y estaba roja como un tomate. Mientras, la doncella buscaba detrás de todos los arbustos como si hubiera perdido un alfiler.
—Necesito urgentemente flores frescas para mi disfraz —dijo de nuevo la jardinera—. ¿Dónde se habrá metido?
La doncella seguía buscando, riéndose para sus adentros.
—¿Decías algo, Rosette? —preguntó con tono mordaz.
—Digo lo que siempre he dicho —contestó la doncella con cara seria y cándida—, que el aduanero es y sigue siendo un granuja y que, seguramente, se habrá echado a dormir detrás de algún arbusto.
Cuando estaba a punto de bajar de un salto para salvar mi reputación, de repente llegaron desde el palacio sonidos de tambores, música y mucho ruido.
La jardinera, ya muy enfadada, exclamó:
—¡Están coreando vivas, vivas a nuestra excelencia, y nos van a echar de menos, así que vámonos! —Se puso su antifaz y, junto con la doncella, se fue derecha a palacio. Atrás quedaron los árboles y arbustos, cuyas ramas parecían dedos señalándolas. La luz de la luna pasó como un rayo por su ancha cintura, y de este modo hizo mutis, como si de una pieza teatral se tratara, bajo el ruido de trompetas y tambores.
Sin embargo, allí arriba en mi árbol no compendia lo que realmente acababa de ocurrir y empecé a fijarme un poco más en el palacio. En la escalera de la entrada se había formado un semicírculo de lucecitas que iluminaban todas las ventanas y se adentraban hasta el fondo de los jardines. Se trataba del servicio, que se disponía a dar una serenata a sus señorías. En medio se hallaba el portero, vestido como si fuera el ministro en persona, con un atril delante y tocando el fagot.
Cuando empezaba a acomodarme en mi sitio para escuchar la serenata, se abrieron las grandes puertas de los balcones. Salió un señor muy alto, guapo, con uniforme de gala adornado con muchas medallas, que llevaba de la mano a la joven y bella dama vestida totalmente de blanco, por lo que semejaba un lirio en la noche o el paso de la luna por el firmamento.
No podía apartar la vista de aquella escena; los jardines, árboles y campos se desvanecieron y sólo la veía a ella, alta y hermosa, iluminada por las antorchas, hablando animadamente con el oficial que tenía a su lado y saludando a los músicos. La gente parecía loca de alegría, y yo también me animé gritando con todas mis fuerzas «¡Viva, viva!».
Poco después entraron de nuevo, se apagaron las antorchas una por una, recogieron los atriles y poco a poco todo se quedó a oscuras y en un silencio únicamente roto por el susurro habitual de la noche. En ese instante me di cuenta de que era la tía quien realmente había solicitado mis flores y de que la bella dama en ningún momento había pensado en mí. Comprendí que ya estaba casada y que yo era un gran imbécil.
Todo lo acontecido me sumió en un abismo. Como un erizo, me enrollé en las púas de mis propios pensamientos. La música proveniente de palacio se iba apagando, las nubes sobrevolaban lentamente los jardines oscuros, y permanecí toda la noche sentado en la copa de mi árbol como un búho, contemplando las ruinas de mi suerte.
La brisa fresca de la mañana me despertó por fin de mis sueños. Me quedé algo extrañado cuando miré a mi alrededor. Música y baile habían terminado hacía muchas horas, el palacio y sus jardines se hallaban en silencio, las grandes escaleras de piedra con sus columnas se habían quedado vacías y reinaba una calma total. Sólo se oía el suave murmullo de las fuentes y el despertar de los pájaros, que sacudían sus coloridas plumitas abriendo las pequeñas alas y mirando curiosamente a su extraño compañero de noche. Los primeros rayos de luz danzaban por el aire y rozaban mi pecho.
En ese momento me incorporé en mi árbol y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, miré a lo lejos. Entre los viñedos algunos barcos se deslizaban por el Danubio y las carreteras, aún vacías, se tendían por el paisaje como lejanos puentes que saltaban montañas y valles.
No sé cómo ocurrió, pero de pronto me invadieron nuevamente las ganas de viajar: toda la intensidad de la nostalgia, entremezclada de alegría y esperanza. Pensé un instante en la bella dama que ahora ahora estaría durmiendo allá en palacio entre sábanas de seda con un ángel guardián a su lado.
—¡NO! —exclamé—. Tengo que marcharme de aquí. ¡Irme lo más lejos posible!
Cogí mi cesta y la tiré al aire —muy alto—, arrojando sobre el césped una preciosa lluvia de flores de todos los colores. Descendí rápidamente y me encaminé hacia mi casita. Me detuve en algunos sitios donde solía disfrutar de grandes momentos viéndola pasar o soñando con ella.
Dentro y fuera de mi casita todo estaba como lo había dejado el día anterior: el jardín destrozado y, en el interior, el libro de cuentas, todavía abierto encima de la mesa, y mi violín, del que casi no me había acordado, que colgaba de la pared cubierto de polvo. Un rayo de sol, que justo en ese momento bañaba sus cuerdas, provocó un sonido muy dentro de mi corazón. «¡Ven, instrumento querido, nuestra felicidad no pertenece a este mundo!».
Cogí mi violín, dejando atrás el libro de cuentas, la bata, las pantuflas, las pipas, el parasol y me fui, tan pobre como vine, por los caminos del país.
Cuantas veces eché la vista atrás, me sentí raro, triste y alegre al mismo tiempo, un poco como el pájaro que escapa de su jaula. Después de andar un buen rato, cogí mi violín y empecé a cantar:
Al buen Dios dejo que me guíe,
a Él, que cuida tierra y cielo,
ríos, alondras, bosques, campos,
todas mis cosas Le encomiendo.
El palacio, los jardines y las torres de Viena ya se habían desvanecido a mi espalda. En lo alto del cielo me acompañaban las alondras, y así proseguí mi marcha por las verdes montañas, atravesando alegres ciudades y pueblos camino de Italia.