CAPÍTULO SÉPTIMO
NO PARÉ DE CORRER día y noche, sin que mis oídos dejaran de escucharlos desde la montaña como si todavía me persiguieran. Me llamaban provistos de antorchas y armados con largos cuchillos. Por el camino alguien me dijo que sólo faltaban unas pocas millas para llegar a Roma. Me asusté, aunque fue de alegría. De niño había oído historias maravillosas sobre Roma. Los domingos por la tarde, mientras descansaba ante el molino tumbado en la hierba, solía soñar con Roma. Me la imaginaba igual que hacía con las formas de las nubes cuando pasaban por el cielo: raras montañas, precipicios hacia el mar azul, portales de oro y altas y brillantes torres desde donde cantaban los ángeles, envueltos en doradas vestiduras.
Se había hecho de noche hacía horas y la luna brillaba como nunca. Por fin, a la salida del bosque llegué a una colina: a lo lejos el mar fosforescente, el cielo resplandeciendo con miles de estrellas y, bajo mis pies, la Ciudad Santa, de la que sólo se percibía un velo de niebla, como si fuera un león dormido, y las montañas circundantes que parecían gigantes custodiando la ciudad.
Alcancé un gran brezal solitario, completamente gris y tan tranquilo como una tumba. Sólo de vez en cuando aparecía una vieja ruina, un arbusto seco con forma curiosa, algún que otro pájaro nocturno volando por el aire y mi propia sombra larga y oscura, que en mi soledad me perseguía a todas partes. Dicen que aquí está enterrada una ciudad vieja y que la diosa Venus y los paganos salen de sus tumbas merodeando por los brezales para confundir a los caminantes. Pero yo seguí todo recto sin entretenerme. La ciudad se divisaba cada vez más clara y hermosa y los altos portales y castillos, de cúpulas doradas, brillaban con tal intensidad que realmente parecían ángeles de vestimentas doradas cantando en las almenas.
Después de pasar ante unas casitas y atravesar una hermosísima puerta enorme, entré en la famosa ciudad de Roma. La luz de la luna iluminaba los palacios como si fuera de día, pero las calles estaban vacías y sólo se advertía algún que otro hombre andrajoso durmiendo en escalones de mármol. Oía el murmullo de las fuentes en las plazas y el susurro de los jardines que bordeaban la calle llenando el aire de suave perfume.
Muy contento, seguí deambulando sin saber adónde dirigirme entre tanta maravilla y aire perfumado, hasta que en la profundidad de un jardín escuché una guitarra.
«¡Dios mío! —pensé—. ¡Me ha seguido el estudiante del abrigo largo!». Pero al rato comencé a distinguir la hermosa voz de una dama. Quedé paralizado. ¡Era la voz de mi bella dama, cantando la misma canción italiana que interpretaba en la ventana de su casa!
Me acordé de los viejos tiempos con tanta intensidad que el corazón me oprimía y me faltó poco para romper a llorar: rememoré aquella hermosa mañana en el jardín del palacio donde la escuché detrás de un arbusto hasta que una estúpida mosca se me metió en la nariz y me delató. No pude contenerme más tiempo. Subí por la puerta enrejada aprovechándome de los ornamentos dorados y de un salto me hallé al otro lado, en el jardín de donde provenía el canto. Percibí una delgada figura vestida de blanco que, detrás de un chopo, me observaba trepar por las rejas algo extrañada, pero de pronto echó a correr sin detenerse por el oscuro jardín hacia la casa.
—¡Es ella! —exclamé, y mi corazón dio un vuelco al reconocerla por sus rápidos pies pequeños. Debido a que al saltar la valla me había torcido el pie derecho, tardé un poquito en ponerme en marcha para seguirla hasta la casa. Las puertas y ventanas ya estaban cerradas a cal y canto. Llamé dando un tímido golpe, escuché y volví a llamar de nuevo. Me pareció oír risitas y cuchicheos. Incluso creí haber atisbado a la luz de la luna un par de ojos entre las persianas. Pero nuevamente reinaba el silencio.
«Se ve que ella no me ha reconocido», pensé. Saqué mi violín, que siempre me acompaña a todas partes, paseé delante de la casa tocando y cantando la canción de la bella dama y después continué con el repertorio completo que durante las noches de verano había interpretado allá en los jardines de palacio o en el banquito de mi casita de aduanero. Todo resultó inútil. La casa seguía en completo silencio. Guardé mi violín y me tumbé a la puerta, muerto de cansancio tras haber marchado un día entero. La noche era cálida, las flores plantadas delante de la casa perfumaban el aire y el susurro de una fuente en el jardín acompañó mis pensamientos, que discurrieron en torno a bellas flores azul celeste, verdes valles solitarios donde susurraban manantiales, riachuelos y pájaros cantores… hasta que caí en el más profundo de los sueños.
Al despertarme por la mañana sentí un escalofrío debido al aire fresquito que envolvía todo mi cuerpo. Los pájaros hacía tiempo que habían iniciado sus trinos y aún se oía el murmullo de la fuente del jardín, pero la casa permanecía silenciosa. A través de las persianas verdes miré dentro de una habitación. Vi un sofá, una gran mesa redonda cubierta con tela, sillas alineadas ordenadamente a lo largo de las paredes, las ventanas cerradas y las persianas echadas, lo que daba la sensación de que durante muchos años la casa había estado deshabitada. Me invadió cierto temor respecto a aquella residencia solitaria, su jardín y la blanca figura del día anterior. Sin mirar más corrí por los senderos emparrados para trepar de nuevo por la puerta enrejada. Pero me quedé sentado en lo alto de la reja, totalmente hechizado, porque delante de mí, bajo el sol matutino, apareció en todo su resplandor la maravillosa ciudad. Por encima de los tejados la vista llegaba muy lejos, hasta las calles largas y aún silenciosas. Lancé un grito de júbilo, di un brinco y me planté al otro lado, en la calle.
¿Hacia dónde encaminar mis pasos en esa extraña gran ciudad? Mi cabeza aún daba vueltas a lo ocurrido durante la noche anterior: la bella dama, su canción… Me senté en la fuente de piedra del centro de la plaza y, mientras canturreaba, me lavé la cara con agua clara:
Si yo fuera ese pajarito,
bien sabría de qué cantar,
y si dos alas poseyera,
¡bien sabría adónde volar!
—¡Ay, alegre camarada, cantas como una alondra al alba! —dijo de repente un hombre joven que se había acercado a la fuente mientras yo interpretaba mi canción. El hecho de oír hablar en alemán sonó en mi corazón como las campanas de mi pueblo en una mañana de domingo.
—¡Santo Dios! ¡Buenos días, querido paisano! —exclamé bajando de la fuente de un salto. El joven caballero sonreía contemplándome de arriba abajo.
—¿Pero qué hacéis aquí en Roma? —preguntó al fin. No sabía qué contestar, porque no deseaba confesarle que andaba detrás de su excelencia, la bella dama.
—Estoy deambulando por aquí para ver un poco de mundo —contesté.
—¡Ah, sí! —dijo el joven caballero riéndose a carcajadas—. ¡Vaya oficio que tenemos! ¡Eso mismo estoy haciendo yo, ver el mundo para después pintarlo!
—¡Así que es pintor! —exclamé con alegría, acordándome de mis señoritos Leonhard y Guido. Pero no me dejó añadir nada más.
—¡Creo que deberías venirte a desayunar conmigo y después te pintaré un retrato para divertirnos un rato! —me propuso.
Me pareció estupendo y empecé a caminar junto al pintor por las calles todavía vacías, en las que de vez en cuando subían alguna persiana por la que asomaba un brazo blanco y una carita aún muy dormida que respiraba el fresco aire matutino.
Durante largo rato me condujo de un lado a otro, atravesando callejones estrechos y oscuros, hasta que por fin nos metimos en una casa bastante ennegrecida por el humo. Subimos una angosta escalera, después otra y otra como si ascendiéramos al cielo. Nos detuvimos bajo la azotea. El pintor buscaba apresuradamente la llave por sus bolsillos, hasta que se dio cuenta de que se la había dejado dentro, porque había salido muy temprano, sin darse cuenta de cerrar la puerta, para ver la ciudad al amanecer. Meneó la cabeza y abrió de un puntapié.
La estancia era grande y muy alargada. Podría haberse celebrado en ella un baile, de no ser por todos los trastos esparcidos por el suelo: un batiburrillo de botas, papeles, ropa, botes de pintura tirados aquí y allá; en medio de la habitación había grandes caballetes y de todas las paredes colgaban enormes cuadros. Encima de una larga mesa de madera, en un cuenco con algunas manchas de pintura, guardaba pan, mantequilla y, enfrente, una botella de vino.
—Así pues, ¡come y bebe, paisano! —me animó el pintor.
Quise untar el pan con mantequilla, pero no encontré cuchillo. Estuvimos buscando un buen rato debajo de papeles y paquetes, hasta que por fin apareció uno. Después abrió la ventana para que entrara el aire fresco de la mañana.
—¡Qué vista más hermosa! —Se veía toda la ciudad hasta las montañas, donde el sol iluminaba las casas blancas y los viñedos.
—¡Que viva nuestra verde Alemania allí detrás de las montañas! —exclamó el pintor mientras bebía vino de la botella que después me pasó a mí.
Asentí cortésmente y, muy dentro de mi corazón, mandé miles de saludos a mi lejana patria.
El pintor aprovechó para acercar a la ventana uno de los caballetes de madera, donde había fijado una hoja de papel. En ella sólo se veía una cabaña vieja dibujada con trazos negros un tanto artificiosos. Dentro de esa cabaña estaba sentada la Virgen María, con cara bonita y alegre, aunque su aspecto resultaba algo triste. A sus pies reposaba el niño Jesús en una camita de paja, mirando con ojos grandes y serios, y en la entrada se arrodillaban dos pastorcillos que llevaban bastones y bolsas.
—¡Ves! —dijo el pintor—. A uno de estos dos le voy a pintar tu cabeza, y así la verá mucha gente y, si Dios quiere, seguirá alegrando a multitud de personas cuando nosotros hayamos muerto y estemos ante la madre de Dios como estos dos alegres pastorcillos.
Al coger del suelo una vieja silla se quedó con medio respaldo en la mano, pero lo ajustó de nuevo, la colocó delante del caballete y me hizo sentar en ella y girar mi cabeza hacia él. Estuve sentado sin moverme durante un buen rato. Pero el cuerpo me empezaba a picar por todas partes y no pude permanecer inmóvil durante más tiempo. En la pared de enfrente colgaba un espejo medio roto. Me llamó tanto la atención que mientras él pintaba me puse a hacer todo tipo de muecas ante el espejo. El pintor, que no tardó en advertirlo, empezó a reírse y me indicó con la mano que me levantara. Ya había terminado de ponerle mi cara al pastorcillo y el parecido me gustó muchísimo.
Aprovechando el frescor de la mañana, siguió pintando mientras canturreaba una canción y, de vez en cuando, se asomaba a mirar por la ventana. Me preparé otro bocadillo de mantequilla y, al tiempo que me lo comía, recorrí la estancia contemplando los cuadros colgados de las paredes. Dos de ellos me gustaron mucho.
—¿Habéis pintado también esos dos? —pregunté.
—¿Y por qué no? —contestó—. Esos son de los famosos maestros Leonardo da Vinci y Guido Reni. ¡Pero tú no no tienes ni idea! —Sus últimas palabras me fastidiaron muchísimo.
—¡Oh! —exclamé yo entonces tranquilamente—. ¡Conozco a esos maestros como a mi propio bolsillo! —Él se quedó atónito.
—¿Cómo es eso? —preguntó rápidamente.
—Pues porque he viajado con ellos día y noche, a caballo, a pie y en carroza a la velocidad del viento, hasta que los perdí en una posada y entonces proseguí solo mi camino en la diligencia que me llevó a dos ruedas por un horrible sendero de piedras, y…
—¡Bueno, bueno! —me interrumpió, mirándome fijamente como a un loco. Y entonces rompió a reír a carcajadas—. ¡Ay! ¡Acabo de comprender que has viajado con dos pintores llamados Guido y Leonhard!, ¿no? —Tras esa afirmación, se levantó y me miró de nuevo de arriba abajo detenidamente—. ¿Acaso también tocas el violín? —Rocé el bolsillo de mi chaqueta y el violín emitió un sonido—. Aunque no te lo creas —continuó el pintor—, una auténtica condesa alemana estuvo buscando por todos los rincones de Roma a dos pintores y a un joven violinista.
—¿Una joven condesa de Alemania? —exclamé muy entusiasmado—. ¿También la acompañaba un conserje?
—Eso no lo sé —contestó el pintor—, sólo la vi unas cuantas veces en casa de una amiga suya que tampoco vive en la ciudad.
De pronto destapó un gran cuadro oculto tras una tela de lino y sentí como si abrieran una ventana en un cuarto oscuro. ¡Era su excelencia, la bella dama! Estaba allí, parecía de carne y hueso, en el jardín, con un vestido de terciopelo negro y levantando con una mano un velo de su cara que miraba serenamente hacia un paisaje maravilloso. Cuanto más la miraba más me parecía verla en los jardines de palacio, entre flores y ramas que se balanceaban en el aire, con la la carretera paralela a la casita del aduanero y, al fondo, el Danubio y las lejanas montañas azules.
—¡Es ella! ¡Es ella! —grité. Agarré mi sombrero y salí corriendo por la puerta, bajando los peldaños de las escaleras de dos en dos mientras a lo lejos oía cómo me llamaba el pintor, proponiéndome que regresara por la noche, pues a lo mejor entonces podríamos indagar más.