PRIMER CAPÍTULO

SENTADO EN EL UMBRAL de la puerta me restregaba los ojos aún llenos de sueño. Escuchaba cómo daba vueltas sin cesar la rueda del molino de mi padre. El ruido se entremezclaba con el gorjeo de los gorriones que revoloteaban por el tejado, de donde la nieve empezaba a gotear. El sol ya calentaba un poquito, lo que me hacía sentirme muy a gusto. De pronto, mi padre, que llevaba trabajando en el molino desde el alba, salió de la casa con el gorro de dormir todavía colgándole a un lado, y algo enfadado me dijo:

—¡Tú, inútil! Ya estás tomando el sol otra vez y estirándote los huesos hasta cansarte mientras yo trabajo por los dos. Ha llegado el momento. No puedo mantenerte más tiempo. La primavera acaba de empezar, coge tus cosas, sal a ver mundo y gánate la vida tú solito.

—Pues bien —dije—, si me consideras un inútil me iré a ver mundo y a hacer fortuna. —En el fondo me apetecía la idea, porque poco antes se me había pasado por la cabeza emprender viaje, mientras me tiraba un buen rato escuchando al verdecillo que todo el otoño e invierno había cantado en nuestra ventana su triste canción invernal —«Campesino, campesino, déjame reposar en tu casa»—. Ahora, en primavera, me parecía haberle oído entonar alegremente desde su árbol: «Campesino, campesino, me voy, me voy volando…».

Así pues, no me lo pensé más, entré en casa y descolgué de la pared mi violín, que tocaba con bastante destreza. Mi padre me dio algunas monedas para el camino y me marché atravesando el pueblo. Sentí una inmensa alegría al ver a izquierda y derecha a todos mis conocidos y amigos yendo a sus trabajos, donde cavaban, araban, etc. —igual que ayer, anteayer y todos los días—, mientras yo partía hacia el mundo y hacia mi libertad. Decía adiós por doquier a esa pobre gente, pero a nadie pareció importarle; sin embargo, para mí aquel día era como un eterno domingo.

Cuando por fin llegué a campo abierto, cogí mi violín y toqué y canté haciendo camino.

A aquel a quien Dios quiere bien
lo hará viajar por todo el mundo
para enseñarle sus prodigios,
sus rocas, bosques, ríos y campos.

Los vagos que en casa se quedan
no aprecian los amaneceres,
sólo saben de cuidar niños,
de inquietudes, cargas y penas.

Los ríos brotan de los montes,
alegres vuelan las alondras,
por qué no he de cantar con ellas
a voz en cuello y pecho.

Al buen Dios dejo que me guíe,
a Él, que cuida tierra y cielo,
ríos, alondras, bosques, campos,
todas mis cosas Le encomiendo.

Transcurrido algún tiempo sentí cómo se acercaba un precioso carruaje que posiblemente había marchado detrás de mí durante un buen rato sin que yo me hubiera percatado de ello, pues mi corazón rebosaba alegría. El carruaje iba muy despacio y dos damas muy elegantes asomaron sus cabezas para escuchar mi música. Una de ellas era muy bonita y joven, pero a mí me gustaron las dos. Dejé de cantar, la dama mayor ordenó detener el carruaje y se dirigió hacia mí diciendo:

—¡Hola!, alegre camarada. ¡Sabe cantar usted canciones muy bonitas!

Yo, sin cortarme, respondí:

—¡Para su excelencia cantaría muchísimas más!

A lo que ella me contestó:

—¿Y adónde se dirige a horas tan tempranas?

En ese instante sentí vergüenza, porque ni yo mismo lo sabía, pero le dije atrevido:

—Me dirijo a «V».

Entonces las dos damas hablaron entre ellas en un idioma desconocido para mí. La joven negó varias veces con la cabeza, pero la mayor se reía mucho y, al cabo de un rato, me llamó:

—¡Súbase atrás en el coche, nosotras también vamos a «V»!

¡Qué alegría sentí! Hice una reverencia y subí de un salto. El cochero dio un chasquido y al minuto volábamos por la carretera; el viento casi se llevó mi sombrero.

Atrás quedaban aldeas, jardines e iglesias que daban paso a otros pueblos, castillos y montañas. Abajo veía pasar campos sembrados, arbustos y praderas, y en lo alto del cielo azul volaban cientos de alondras. Me daba mucha vergüenza gritar de alegría, pero en mi interior sí que lanzaba gritos mientras danzaba en el estribo, lo que casi me hace perder mi violín, que sostenía bajo el brazo. Conforme ascendía el sol, en lo alto del horizonte se formaban las típicas nubes blancas y pesadas del mediodía, y ya no quedaba vida en el cielo ni en las extensas praderas. Hacía calor, todo estaba en silencio, y lo único que se movía eran los campos de trigo. En ese momento empecé a añorar mi pueblo, a mi padre, nuestro molino, el fresquito a la sombra del estanque, y comprendí que todo eso se había quedado muy atrás. Me sentí igual de raro que si me hubiera visto obligado a regresar en ese mismo instante. Guardé el violín en mi chaqueta, me senté en el estribo del coche —muy pensativo— y me quedé dormido.

Cuando volví a abrir los ojos, el carruaje se había detenido bajo una hilera de tilos. Detrás de los árboles se veía una ancha escalera rodeada de columnas que llevaba hasta un pomposo palacio. Al lado, a través de los árboles, atisbé las torres de «V». Daba la impresión de que las dos damas se habían bajado mucho tiempo antes, porque los caballos ya habían sido guardados en los establos. De repente me asusté un poco ante mi soledad y me dirigí al palacio corriendo. En ese mismo instante alguien se echó a reír desde una ventana en lo alto del edificio.

En el palacio me pasaron cosas muy raras. Curioseaba por el gran hall de entrada cuando, de repente, alguien me tocó en el hombro con un bastón. Me di la vuelta y me encontré ante un enorme caballero con ropajes de gala, una charpa de oro y seda que le colgaba hasta la cadera, un bastón con empuñadura de plata en la mano y una larga y curvada nariz asomando en su cara. Se plantó delante de mí como un pavo real preguntándome qué quería. Yo, totalmente aturdido, no pude pronunciar palabra. Veía sirvientes que subían y bajaban y que, aunque no me dirigían la palabra, no me quitaban ojo. Por fin vino directamente hacía mí una doncella y dijo que yo era un chico encantador y que sus excelencias deseaban saber si estaba dispuesto a servirles como ayudante de jardinero.

Me llevé la mano al bolsillo, las pocas monedas que tenía se me habían caído Dios sabe dónde y cómo. Posiblemente cuando bailaba en el estribo del carruaje. Sólo me quedaba la música de mi violín, por la que el señor del bastón —según me dio a entender— no iba a darme ni un centavo. Muerto de miedo contesté que sí a la doncella mientras miraba de reojo la figura inquietante del caballero del bastón que se pavoneaba en el hall arriba y abajo como la aguja de un reloj y que, justo ahora, se me acercaba de nuevo tan majestuosamente que daba miedo. Por fin llegó el jardinero murmurando por debajo de su barba algo similar a «vaya gentuza de campesinos», y me guió hacia el jardín mientras me sermoneaba diciéndome que debía trabajar mucho, no vaguear por ahí, no dedicarme a las artes que no daban de comer y olvidarme de hacer otras tonterías porque, de esa manera, algún día podría llegar a ser alguien.

Me dio muchos más simpáticos y útiles consejos, pero a mí ya se me han olvidado. De todos modos, no tenía ni idea de cómo había ocurrido lo que me estaba pasando. Me limitaba a decir a todo que sí y me sentí igual que un pájaro al que han mojado las alas. Pero, a Dios gracias, tenía trabajo para ganarme el pan.

En el jardín se vivía divinamente. Disponía a diario de abundante comida caliente y de más dinero para vino del que precisaba; pero, por desgracia, el trabajo era duro. Mantener los monópteros, los cenadores y emparrados me encantaba, pero me hubiera gustado mucho más poder pasear y discutir vivamente, como hacían los caballeros y las damas que venían todos los días. Siempre que el jardinero se ausentaba y me quedaba solo, encendía mi pequeña pipa, pensando en bonitas frases y en cómo daría conversación a la bella y joven dama que me trajo al palacio; si fuera un caballero pasearía con ella por aquí. O bien me tumbaría boca arriba durante el sofocante calor de la tarde, cuando todo permanece en silencio y lo único que se escucha es el zumbido de las abejas, para observar cómo volaban las nubes en dirección a mi pueblo, fijándome en el ligero movimiento de la hierba y las flores y pensando en la dama; algunas veces sucedió realmente que la bella mujer paseaba a lo lejos por el jardín con su guitarra o con un libro, tan alta, silenciosa y tranquila como un ángel, y yo no sabía si soñaba o estaba despierto.

Un día, al dirigirme hacia mi puesto de trabajo, pasé por un pabellón canturreando:

Por donde camino, ya sean campos,
bosques, valles, del monte
al azul del cielo, contemplo
bellas y elegantes mujeres;
yo os envío saludos mil.

De pronto vi un par de hermosos ojos mirando con picardía entre las persianas y las flores de un sombrío pabellón. Asustado, dejé de cantar y, sin mirar atrás, proseguí mi camino.

Esa misma tarde, cuando estaba en mi casita del jardín con mi violín en la mano, contento de que al día siguiente fuera domingo y pensando aún en el brillo de los ojos que me habían mirado, se acercó desde la penumbra la doncella.

—Su excelencia mi señora os manda esto, para que lo bebáis a su salud. Buenas noches pues. —Con esas palabras puso una botella de vino en el alféizar de mi ventana y desapareció entre la flores y arbustos como una salamandra.

Me quedé un buen rato delante de la botella sin entender nada.

Antes de ese incidente había tocado alegremente mi violín, pero ahora lo hacía con tanto brío que incluso canté todas las estrofas de la canción que le había gustado a la hermosa señora, y después todas las demás que me sabía, hasta que se despertaron los ruiseñores y la luna y las estrellas brillaron en lo alto del cielo. ¡Qué noche más hermosa!

Cuando nacemos nadie sabe lo que nos deparará el futuro: «Una gallina ciega a veces también encuentra un grano», «quien ríe el último…», «el hombre propone, Dios dispone»… En esas cosas cavilaba al día siguiente, fumando tranquilamente mi pipa sentado en el jardín, cuando me miré de arriba abajo y tuve la extraña sensación de ser un canalla.

Empecé a madrugar todos los días, mucho más que el jardinero y los demás trabajadores, lo cual no era nada usual en mí. Pero a esas horas del día se estaba divinamente en los jardines. El sol de la mañana iluminaba las flores, las fuentes y las rosaledas brillaban como si fueran de oro o piedras preciosas. Debajo de los altos hayedos me sentía como en el interior de una iglesia, fresquito y en silencio. Sólo se oía el aleteo de los pájaros que picoteaban en la arena. Delante del palacio, y justo debajo de la ventana donde vivía la bella dama, había un gran arbusto en flor donde me solía esconder para mirarla, ya que no tenía el coraje de dejarme ver. Así pues, muchas mañanas la veía, la más hermosa de todas, acercándose a la ventana abierta, aún medio dormida, envuelta en un vestido blanco como la nieve. Se trenzaba sus cabellos de color castaño oscuro mientras su mirada se deslizaba por los jardines. A veces ataba en un ramillete algunas flores que había en el alféizar, otras cogía la guitarra con sus blancos brazos y cantaba. Cada vez que recuerdo alguna de esas canciones me invade la tristeza y mi corazón da un vuelco. ¡Ay! ¡Cuánto tiempo hace ya de aquello…!

Eso duró algo más de una semana. Pero un día —todo estaba en silencio y ella, como siempre, en la ventana— me molestó en la nariz una maldita mosca y empecé a estornudar sin parar. Ella se inclinó y me vio —pobrecito de mí— fisgoneando detrás del arbusto. De la vergüenza que sentí, deseé que me tragase la tierra, y durante muchos días no volví por allí.

Cuando me arriesgué de nuevo, la ventana permanecía cerrada. Estuve cuatro, cinco, seis mañanas detrás del arbusto, pero nada, nunca más se abrió la ventana. Me invadió el aburrimiento y, con renovado coraje, empecé a pasear bajo todas las ventanas del palacio. Pero la bella dama se había ausentado para siempre. Algunas ventanas más allá descubrí a la otra señora. Nunca me había parado a mirarla detenidamente. Era de una belleza impresionante, de mejillas rojas y gordita como un tulipán. Siempre que le hacía una reverencia, ella me lo agradecía, asentía con la cabeza y me guiñaba un ojo. Tan sólo una vez me pareció haber visto también en esa ventana a la bella dama mirando detrás de las cortinas.

Pasaron muchos días sin que pudiera volver a verla. Ya no venía a los jardines ni jamás se acercaba a la ventana. El jardinero empezó a llamarme golfo y vago, y yo estaba de muy mal humor; al mirar a lo lejos me molestó mi propia nariz y me invadió el deseo de irme.

Así de pensativo permanecí una tarde de domingo, tumbado en el jardín, mirando el humo de mi pipa y enfadado conmigo mismo por no tener otro tipo de trabajo. El resto de los mozos, vestidos con sus mejores galas, se habían marchado al pueblo cercano para disfrutar del baile. Allí reinaba la alegría, con el ir y venir de gente con traje de domingo, moviéndose entre las casas, y los que tocaban los organillos disfrutaban del aire cálido de la tarde. Mientras, como si fuera un avetoro entre los juncos de un estanque solitario, me mecía en una barca amarrada en el jardín. En la lejanía se podían oír las campanas que llamaban para la merienda. A mi lado se deslizaban los cisnes y yo deseaba morirme.

De pronto, a lo lejos, se oyeron muchas voces, animadas conversaciones y risas; a través de los arbustos divisé pañuelos rojos, blancos, sombreros y plumas, y a un grupo de señores y señoras, entre ellos mis dos queridas damas, que procedentes del palacio atravesaban las praderas hacia mí. Me levanté y quise irme, pero en ese instante la mayor de las damas me vio:

—¡Ay! No podíamos haberlo planeado mejor —dijo entre risas—. ¿Por qué no nos lleva a la otra orilla del estanque?

Sin dudarlo, aunque todavía con cierto reparo, las señoras se dispusieron a meterse en la barca y ellos, haciéndose los valientes, las ayudaron a subir. Una vez sentadas las señoras, empujé la barca. Uno de los hombres, ubicado delante del todo, empezó a balancearse levemente; las señoras, temerosas, intentaban moverse al ritmo de la barca y dejaron escapar algunos gritos; me fijé en cómo una de las damas, guapísima ella, se inclinaba hacia las suaves olas sosteniendo en la mano un lirio con el que rozaba las aguas. Pude ver su imagen entre las nubes y los árboles que se reflejaban en el agua, y me pareció un ángel que pasara despacito por el intenso azul del firmamento.

Mientras la estaba mirando, la otra de mis damas, la gordita y alegre, me pidió que entonara una canción. En seguida, un joven delgadito y con gafas se dio la vuelta y, besándole la mano, dijo:

—¡Cuánto le agradezco esta feliz idea! Una canción popular cantada en el campo por el pueblo es como el alma de la nación.

No obstante, yo contesté que no sabía ninguna canción adecuada para sus excelencias. Pero entonces saltó la doncella respondona, de la que no me había percatado hasta ese momento y que se hallaba justo a mi lado con una cesta llena de tazas y botellas:

—Él se sabe una cancioncilla preciosa que trata de una bella señora.

—Sí, sí, que la cante —dijo la dama otra vez.

Me sonrojé de pies a cabeza. Entonces la bella dama que miraba ensimismada las olas, me dirigió una mirada que me llegó al alma. Así que, ni corto ni perezoso, empecé a cantar con todas mis fuerzas:

Por donde camino, ya sean
campos, bosques, valles, del monte
hasta la pradera, contemplo
bellas y elegantes mujeres;
yo os envío saludos mil.

En mi jardín encuentro muchas
flores, tan lindas como hermosas;
quiero hacer coronas con ellas
y entrelazar mil pensamientos
que las saluden y celebren.

Pero ninguna es digna de ella:
tan bella es, tan de alta cuna,
que vuelve pálidas las flores.
Sólo el amor no tiene igual
y habita siempre el corazón.

Tal parece que estoy alegre
cuando trabajo por doquier,
y, aunque el corazón se me rompe,
sigo y sigo cavando, y canto,
y pronto cavaré mi tumba.

Llegamos a la otra orilla y todos descendieron de la barca. Muchos caballeros se burlaron de mí ante las señoras; lo vi en sus miradas y lo noté en sus cuchicheos mientras cantaba. Un señor de gafas me cogió la mano al salir y me dijo no sé qué cosa, mientras la mayor de mis damas asentía amablemente con la cabeza. La bella dama mantuvo todo el tiempo la mirada baja y al salir no pronunció palabra. Con lágrimas en mis ojos, el corazón me latía de vergüenza y dolor. En ese instante me di realmente cuenta de lo hermosa que era ella y de lo pobre que era yo, burlado y abandonado por el mundo. Y cuando todos desaparecieron tras de los arbustos, no pude soportarlo más, me arrojé al suelo y lloré desconsoladamente.