3
—«Quédate. No interrumpes. ¿Sabes quién está conmigo?»
Proserpina me señalaba, con una ligera inclinación de la mano derecha, en el aire, la presencia de una mujer oscura, morena, devorada elegantemente, hasta la nuca, por un costoso abrigo de piel de bisonte.
Como de costumbre, había entrado a saludarla sin anunciar me, sin llamar a la puerta, sin hacer un ruido preciso en el corredor. Sabía demasiado bien que, desde su abdicación a la Medicina, Proserpina invertía muy poco tiempo en vestirse. Cinco minutos de inmersión en el agua de un baño tibio, mientras los ojos, adelgazados por el sueño, se ejercitaban sobre los títulos de las noticias más importantes en las páginas del Times. Media hora para volver a colocar en su sitio, minuciosamente, por orden, frente al espejo del tocador, los rasgos abandonados durante la noche, entre las sábanas, sobre un mueble cualquiera de los que inventan las pesadillas. Las cejas, depiladas, que un toque de tinta china prolongaba hasta la mitad de las sienes, en ese sitio de la blancura en que la piel no se aprovecha aún del oro de los primeros cabellos. La boca, marchita, que un poco de rojo encendía de nuevo, en las comisuras estrechas, como el contacto del termo cauterio en el litoral de una cicatriz. Después, mientras el olor del chocolate con crema que una doncella invisible había depositado para su desayuno sobre la mesa de noche se confundía con el perfume del primer Melachrino, Proserpina se arrodillaba a aguardarme, absorta en la contemplación de las cuatro calles del puerto que coincidían con sus ventanas, estremecida de tarde en tarde por los disparos de todos los teléfonos que poblaban los cuartos vecinos; inmóvil y sucesiva, como un cielo de otoño, sereno, pero puntuado de gaviotas…
Habituado a estas pausas —en que su espera se desleía, sin ocupaciones visibles para una delicia abstracta, inerte, del color mismo del clima de que la ciudad había amanecido—, me sorprendió hallarla aquel día en actividad, vestida toda de verde, calzada, como Mercurio, de zapatillas eléctricas, acariciando, con un dedo preciso, la espléndida piel de zorro que parecía haber salido del armario, sin que nadie la llamase, para venir a anunciar a su dueña, al mismo tiempo que el júbilo del paseo, la benignidad del otoño, las compensaciones del lujo y la melancolía de los árboles deshojados sobre el silencio de su recuperada amistad.
Frente a ella, la dama con quien charlaba quería indudablemente resucitar un recuerdo. Un recuerdo mío. No sabía cuál.
Esa frente angosta, esa mejilla indispensable, esa boca excesiva, esa nariz imperiosa… Yo había visto alguna vez todos aquellos rasgos en algún sitio. No recordaba dónde. Era como si, en la antesala de un notario o de un dentista célebre, en México, me encontrase de pronto con una serie de personas conocidas muchos años antes, durante un viaje impreciso por diversas ciudades de Europa. Buscaría sus nombres, sus héroes, sus paisajes felices. A aquel señor de bigotes y perilla rapada a lo Boulanger, lo insertaría en una tarjeta postal del Trocadero, un poco al margen de la torre Eiffel. En cambio, a esa burguesa de Holanda, le devolvería todo lo suyo, de prisa, todas las cosas, todas las anécdotas, todos los itinerarios que me traje de su país, por error, en el entreacto de una noche de lluvia: su mundo en forma de queso de bola, sus tempestades de Hobbema, su Descartes, el silencio de sus ciudades tranquilas, deliciosas para las digestiones difíciles de los filósofos y de los delegados a las asambleas universales de derecho internacional.
Pero sería mucho más sencillo colocar en su ambiente, uno por uno, a todos los seres imaginarios de un viaje, que devolver cada rasgo de aquel semblante al rostro de la mujer conocida de que provenía. La boca, incuestionablemente, era de Raquel. Tenía el mismo modo de colocar uno de sus labios sobre el otro, púdicamente, con la modestia con que una señorita de provincia cruzaría en una tertulia las piernas. En cambio, los ojos pertenecían a Sara. Y, dentro de los ojos, la mirada no era ya ni de Raquel ni de Sara, sino de Aurora, de Asunción Aurora, el primer nombre de todas las listas de clase en nuestra Escuela de Medicina.
Proserpina intervino:
—«Es Amelia, nuestra prefecta; la encargada de vigilar nuestros tocadores…»
En efecto, era Amelia. Amelia Cervantes, aquella alumna que no había podido aprobar un solo curso de obstetricia ni de ginecología; la que veía a todas las mujeres sin sexo; la que debía seguir creyendo que los recién nacidos acaban de llegar de París.
Desencantada, había aceptado, a los veinticinco años, aquel puesto de vigilante que el director de la escuela le había ofrecido como recompensa a los azares de un inalterable pudor. Durante varios cursos, había visto desfilar a sus compañeras —coronadas por las guirnaldas de los éxitos escolares— hacia las clínicas, hacia las operaciones brillantes, hacia los buenos matrimonios, hacia la popularidad. De tanto quererlas, había heredado sus gustos, sus gestos, sus facciones más puras. Raquel le había cedido, además de la forma de la boca, un fervor inmoderado por las pastillas de menta. Aurora le había dado, al mismo tiempo que su mirada, el deseo de casarse con un bailarín. Y Sara —que olvidaba siempre sus útiles— le había dejado usar sus ojos, con la misma generosidad que, durante las clases, le hacía perder todos los cuadernos de apuntes que le prestaban.
Me senté junto a ella, dichoso, como Robinson junto al baúl que la resaca le hizo encontrar en la isla. Como a él, no me inquietaba el desorden, la ausencia de método en que aquellos tesoros venían clasificados. El cuadrante para precisar las situaciones geográficas de los barcos junto a la cesta de las galletas de gluten para capitanes diabéticos; las tijeras junto al compás de la navegación; una lata de sardinas sobre un ejemplar de la Biblia; un cronómetro frente a una botella de quinina para las fiebres. En la misma proporción que su rostro, la charla de Amelia me divertía. Todas las virtudes, todos los aforismos, todas las muletillas de sus amigas había desteñido ya sobre ella. Por ejemplo, decía: «Te apuesto que…», cerrando en la mano derecha, como Aurora, el disco de una monedita invisible…, que no apostaba nunca. Y señalaba cada pregunta con un signo aritmético, con un signo menos, imitando así el escepticismo dialéctico de Raquel. Encontrarla equivalía a volver una tarde a la escuela, sin avisarlo a nadie, y hallar en la biblioteca, en las bancas, en los pasillos, las mismas caras, las mismas inquietudes, las mismas conversaciones que hubiese podido encontrar allí cinco años antes. Mi gusto fue tan intenso que no me consintió la expresión de la menor curiosidad. ¿Qué hacía, en efecto, a aquella hora de la mañana, en Nueva York, en nuestro hotel, vestida de aquel hermoso abrigo de pieles, la pudorosa Amelia Cervantes? ¿No debería ella, según todas las probabilidades, vivir en México, hallarse en uno de los patios de la Escuela de Medicina, oyendo sonar las nueve en el reloj de la biblioteca y pensando, por milésima vez, en los motivos de una suspensión en la cátedra de ginecología? Proserpina me lo explicó:
—«Amelia —me dijo— se ha casado con un comerciante norteamericano, con un editor de libros de teosofía que tiene muchos deseos de conocerme. Según parece, es uno de los mejores amigos de míster Lehar. Ayer, no sé en qué sitio, le oyó hablar de nosotros…»
—«¡Oh, sí! —interrumpió Amelia con una de esas interjecciones inútiles que el matrimonio había venido a proporcionar a su repertorio—. Al principio, cuando Federico me contó la conversación que había tenido con míster Lehar, no creí que se tratase de Proserpina. Imagínense. Yo la suponía en Guadalajara, en compañía de su tía Gertrudis, en víspera de casarse con el hijo del presidente municipal. Pero su nombre no deja lujar a dudas: Proserpina Jiménez. ¿Qué otra persona podría llamarse así? Por eso le dije a Federico: “Te apuesto que…”»
—«No continúe. Lo adivinamos todo. Es decir, cuando afirmo que adivinamos me refiero exclusivamente a Proserpina. Yo me conformo con suponerlo. Ella es otra cosa. ¡La profesión la obliga a tantos prodigios!»
Amelia me contemplaba con una compasión no exenta de injuria, como la que determinadas personas demuestran ante el marido de una loca. Sus ojos querían darme la condolencia, en una sola angustia, por todos los errores cometidos.
Para ponerse el sombrero, Proserpina se separó de nosotros. Entró un momento en su alcoba.
—«¿Quién lo hubiese dicho? —exclamó Amelia, en la delicia de su desahogo—. Una muchacha que llevaba tan bonita carrera. Cinco primeros premios y una mención honorífica en ginecología. Sí, Delfino, en ginecología, donde me reprobaron a mí cuatro veces. ¿Recuerda usted lo que decía de ella el doctor Mansilla? ¡Oh, si! “Proserpina es la única persona capaz de definir la forma en que la Venus de Milo tenía colocados los brazos antes de ser mutilada”».
La interrumpí:
—«Vamos, Amelia, no hable tan alto. Proserpina tiene un oído muy fino. El oído es una de las cosas que se aguzan más en las médiums. Por otra parte, permítame decirle que cuanto el doctor Mansilla haya afirmado acerca de este asunto me tiene sin cuidado».
Amelia no se hallaba dispuesta a concederme razón. Su memoria, su rostro mismo estaban demasiado cargados de las ausencias de una Proserpina de antaño para admitir las metamorfosis de la Proserpina presente, endurecida, viciosa, que se inyectaba todas las noches, como un narcótico, una porción cada vez más espesa de Upanishads.
—«El doctor Mansilla será todo lo pedante que usted quiera, Delfino, pero lo que pasa con Proserpina no tiene excusa. A sus años…»
—«¿A qué edad pensaba usted entonces que una mujer tuviese derecho para admitir la existencia de los espíritus? ¿A los setenta?… Mientras Proserpina continúe creyendo en el trabajo a que se dedica, nuestro deber estará en ayudarla.»
Me miró duramente, sin rencores.
Pero nuestro paréntesis había concluido. Proserpina acababa de renacer entre nosotros, con una caja de caramelos de menta en la mano derecha —que tendía bondadosamente a su amiga— y con un pequeño botón de rosa, en la izquierda, que deslizó, sin mayor alarde, en el ojal diminuto de mi chaqué.
—«Amelia, mientras Delfino se aburre en la sesión de ese insoportable congreso al que asiste todos los días, quiero que me lleves a conocer el piso en que habitas, tu barrio junto a la universidad. Ha de ser delicioso. Tengo idea de haber pasado alguna vez por allí, en taxi. Vi unas anchas calles tranquilas, rodeadas de jardines… Me creí en Londres, en donde tampoco he estado nunca, pero que debe ser idéntico. ¿No crees?»
¡Por supuesto! Satisfecha de la perspectiva de una mañana entera con Proserpina, Amelia lo creía todo, imprudentemente. El orgullo de su amistad recobrada le había subido a la cabeza, como la embriaguez de un vinillo dulce, en aroma y rubor a la vez. De todas las raíces imperceptibles del cutis, estimuladas por la alegría, dos rosas sensuales le florecieron de pronto en las sienes, junto a la orilla del sombrero de fieltro en que un alfiler de diamantes palidecía.
Las nueve y media. No me quedaba sino un cuarto de hora para llegar a tiempo al salón de sesiones del Congreso de la Malaria, reunido en la calle 176, del otro lado del Central Park. Me despedí rápidamente, comprometiéndome a recoger a Proserpina en casa de Amelia, a las cinco, para regresar al hotel.
El disparo de una campanilla eléctrica me tocó.
Sin saber cómo, había llegado a la puerta de aquella casa de la calle 97, con un andar sonámbulo, deteniéndome en cada esquina a comprar la misma noticia del mundo —el knock out al campeón europeo de pesos welter— en la edición de un periódico distinto; viendo el paisaje de un crepúsculo diferente al final de cada avenida; dejándome digerir, como el fragmento inútil de un alimento demasiado rico, por el hambre nerviosa de Nueva York. El cielo, de un verde tenue, idéntico al del traje de Proserpina aquella mañana, se iba llenando de pequeñas estrellas simétricas, tipográficas: asteriscos menudos y penetrantes para distribuir, en el texto de un libro de máximas, el poema de una noche de frío.
Invierno. Los primeros gabanes, todavía habitados por esos espectros de nafta que los frecuentan durante el verano, transportaban de un lado a otro de las aceras a las personas modestas que los sufrían. Pensé en el hermoso zorro amarillo que había visto jugar, algunas horas antes, entre las manos de una Proserpina optimista, calzada de zapatillas eléctricas, aterciopelada de promesas afables. Su poder de adivinación, tan sensible para descubrir las flaquezas de los caracteres más sólidos, no lograba prever aún las alteraciones del clima. Era sabia como un profeta, pero ignorante como un barómetro.
Aunque no hubiese llevado conmigo la tarjeta en que la estilográfica de Amelia —otro recuerdo de Sara— había apuntado los apellidos de su marido y la dirección de su casa, la estridencia del timbre que acababa de oprimir me hubiera inmediatamente sacado de dudas. Hay timbres que no resisten a la solicitud de los visitantes. Vibran, ondulan, desaparecen. Como porteros humildes, no saben decir que no. El de Amelia era de ese linaje. Del mismo que su semblante, que parecía no tener expresiones. Del mismo que sus deseos, que parecían no esconder caprichos.
—«¿Es usted míster Castro?»
Apoyado, con la extremidad de las dos manos agudas, sobre la barandilla de una tribuna invisible, el orador, que me había franqueado la puerta, me interpelaba en tres tiempos, como un juez de teatro, con la solemnidad de una solicitud paternal. Bajo el interés de aquellas palabras, que pretendían sólo averiguar algún dato concreto, un espectador indulgente hubiese advertido el deseo de corregir la torpeza de las facciones —la nariz descarnada, la boca enjuta, los ojos amarillentos—, toda la lentitud de esa compañía de actores reumáticos que su fisonomía de cincuenta años movilizaba, hacia el público, para interpretar la amenidad de su corazón.
Por desgracia, en aquel instante, no era yo todavía un espectador indulgente.
Sin aguardar mi respuesta, desde su bata a cuadros, negra y blanca, se apresuró a repetirme su nombre: Jehan Le Goffic. Otro nombre con hache. A semejanza de míster Lehar, en el signo de ortografía medieval con que su esposa lo escribía en las tarjetas, mi nuevo huésped apoyaba un acento agudo, perceptible al tacto, erizado y notorio como un anacronismo.
—«Tengo tanto gusto —añadió—. Hace ya mucho tiempo, ¡oh, sí!, hace ya mucho tiempo que no practico su idioma. Amelia, ¿sabe usted?, prefiere hablar conmigo en inglés. ¡Shocking! Pero yo creo que ella lo encuentra más distinguido.»
Me invitó a dejar mi sombrero, mis guantes, mi sombra, en uno de los entrepaños del perchero Reina Victoria —confeccionado en Brooklyn— que adornaba, con grandes esfuerzos de frisos y molduras, la pared más ambiciosa del vestíbulo. Toda su casa se hallaba henchida de artículos de mal gusto, jarrones de una Sajona sospechosísima; cojines árabes, bordados de extremo a extremo con un capítulo del Korán; reproducciones de las acuarelas de Turner, impresas precisamente un minuto antes de que el rojo se decidiese a ser amarillo, un minuto después de que el verde se olvidara de haber sido violeta.
—«Proserpina regresará inmediatamente. Amelia la invitó a salir a la calle. Fueron a tomar una taza de té a La Tulipe Noire… Es el único sitio de Nueva York en que se puede todavía estar seguro de no tropezar con una balalaika. ¡Oh, sí! ¿Le gusta a usted la música rusa? Pero excúseme, le tengo en el vestíbulo como a un agente de automóviles. Vamos al despacho. Allí encontrará a míster Lehar.»
Sin descubrir la palmatoria que hubiese convenido tan pintorescamente a sus años, a la fantasía de su silueta demasiado larga y a la oscuridad del pasillo demasiado estrecho, empezó a guiarme a través de un corredor de mosaico, disminuido aún en su anchura muy relativa por una serie de bultos en desorden. Cajas de libros mal embalados. Recordé lo que Proserpina me había dicho acerca de la profesión del esposo de Amelia. Recogí uno de los volúmenes: Luminarias de Oriente, por Kapta Lempti. Lo dejé resbalar en la sombra, compacto, sobre el resto de sus compañeros adormecidos.
En el despacho, míster Lehar me recibió con desproporcionada alegría. Si hubiera sido yo alguno de sus compañeros de infancia, su júbilo no habría encontrado mayor efusión. No sabía estar solo. En cuanto se veía un minuto al espejo pensaba enseguida en la muerte, se tomaba el pulso, se examinaba el color de la lengua, se prometía a sí mismo depositar en el banco cincuenta mil dólares para la viuda de un médico desaparecido en el cumplimiento de su deber. El primer llegado, en esos instantes, le hubiese salvado la vida.
—«Old fellow, I’m so happy to see you again…»
El tono exaltado en que pronunció estas palabras me hizo notar —por equilibrio— la sordera apacible de Le Goffic. Después, refiriéndose a él con acento más íntimo:
—«¿No le trató usted en México? Es un sujeto excelente. Lo malo es que no tiene confianza ninguna en los libros que edita. Es un literato. Estaría dichoso si publicara, en doce volúmenes, los catorce poemas escritos por monsieur Mallarmé.»
El aludido tenía, sin duda, un vivo interés por justificarse.
—No le crea. A Lehar le encanta jugarme estas bromas. Es cierto, me hubiese gustado mucho seguir el curso de otras actividades. Ser, por ejemplo, en Columbia, profesor de literatura medieval. Explicar Le Roman de la Rose a un grupo de muchachas esbeltas, vestidas de blanco, rubias, dispuestas a todas horas para el comentario de un partido de golf… Pero no soy lo bastante rico para buscar un empleo. Y, puesto que los lectores prefieren las novelas policíacas a las buenas poesías y las obras teosóficas a las novelas policíacas, mi librería seguirá imprimiendo la Vida de Buda, los Tres Misterios del Karma, el Sol de Medianoche y las Luminarias de Oriente, que usted acaba de desdeñar.
Se trataba, indudablemente, de un espíritu bastante preciso. De uno de esos espíritus que advierten enseguida en qué metáfora se quiebra la unidad de un poema, en qué malla se romperá la trama de una media, en qué virtud se excede la moralidad de un personaje, por qué pétalo empezará a marchitarse la rosa más blanca de un ramo… A Proserpina esta exactitud debía haberle recordado muchas aventuras de su pasado, avivándole la nostalgia de aquella época en que pretendía que el mejor texto de anatomía fuera, en el fondo, una tabla de logaritmos.
—«Pero vamos a ver, Le Goffic, ¿por qué razón es usted tan materialista?»
La pregunta de míster Lehar, fijando súbitamente el problema en ese terreno abstracto en que Le Goffic le llevaba toda una vida universitaria de ventaja, me hizo prever su derrota. Lo compadecí.
—«Porque no me gusta estar a la moda. Porque eso, lo que ustedes llaman “espiritualismo”, es un producto demasiado barato de la cultura. Porque, si me ocupase en vender conservas de comestibles, me cuidaría mucho de no comprar especialmente las mías. Usted es ingenuo, Lehar. Todos sabemos que ha ganado más de trescientos millones con una fábrica de pianos eléctricos. ¿Querría usted oírlos tocar?… No me responda. Estoy seguro que no.»
Sentado junto a la lámpara, míster Lehar dejó que la luz de las bombillas eléctricas atravesase, como el grano de una uva de oro, el cristal de la copa que había llenado de brandy. No en vano había citado a Mallarmé. De sus ojos sutiles escurría hacia el vino una mirada golosa. Una mirada de fauno. El licor se irisaba de estrías. Míster Lehar lo acercó rápidamente a su boca. Lo bebió de un sorbo. Sólo el temblor de sus párpados nos anunció que estaba contento.
—No. No quisiera oírlos. Es cierto. Pero la cuestión es muy diferente. Yo no le digo a usted que lea los libros que edita. Es más. Le aconsejo que no lo haga. Son realmente insoportables. Lo que pretendo es que reconozca usted la importancia de la curiosidad a que corresponden. Consulte sus estadísticas. ¿Cuántos ejemplares de la Vida de Buda ha vendido durante los últimos años? Sólo en Irlanda sus agentes distribuyeron el año pasado novecientos ochenta mil Luminarias de Oriente. ¿A qué obedece el interés de todos esos lectores? ¿Cree usted, acaso, que el mundo entero esté volviéndose loco?
Le Goffic callaba sin flaqueza. Pero sin terquedad. Míster Lehar se vio obligado a apresurar su monólogo.
—«En fin, no hará todavía una hora estaba usted hablando aquí mismo con Proserpina. ¿Por qué no le confesó que era incrédulo?»
—«No me gusta entristecer a una señorita. Además, no tengo tampoco una gran confianza en la vocación teosófica de Proserpina. Creo que ha llegado al estado en que ahora la vemos a través de otras experiencias mucho menos espirituales. ¿No es verdad, señor Castro? Si el doctor hablase, sabríamos muchos detalles curiosos acerca de su carácter, de sus desarreglos ocultos, de sus complejos.»
—«No siga en ese tono. Me desagrada oírle hablar así…»
—«Sin embargo, Lehar, cuando el doctor Castro se hubiese resuelto a concluir su composición de lugar, ni usted ni yo estaríamos más avanzados que ahora en cuanto al verdadero conocimiento de Proserpina.»
—«¡Quién sabe! Es que usted no quiere acudir sino a las peores fuentes de investigación. Secreciones de glándulas, desarreglos ocultos, complejos. Me sé de memoria todos esos términos vagos. ¿Desea usted que le diga un insulto? Oigalo usted: psiquiatra. Sí, señor, no es usted sino eso: un psiquiatra. Yo, en cambio, conozco a Proserpina desde hace doce días. No sé una sola palabra acerca de su pasado. Ignoro la curva de su glicemia. La rapidez o la lentitud de sus movimientos reflejos. Nada de eso me importa. Pero la he visto dormir. No hay una médium más admirable que ella. Habla mejor que Sarah Bernhardt, a quien usted quiso que yo escuchara hace tiempo en no sé qué concierto a beneficio de las víctimas de la guerra. Mire, Le Goffic, una sesión basta para no olvidarla nunca.»
—«No es cierto. La olvidará usted mañana, pasado mañana, dentro de dos meses, mucho antes de lo que supone. Cuanto ha creído usted advertir en esas ridículas experiencias de espiritismo no es ella misma, entera sino su parte más breve. Lo que vería de su organismo concreto el doctor Castro si la proyectase sobre una placa oscura con el haz de sus rayos X. El esqueleto, los tumores, las puntadas de metal con que algún cirujano torpe tuvo que zurcirle el vientre después de un ataque de apendicitis. Pero yo prefiero otra fotografía de Proserpina. La que usted no conoce. La que ya le pedí para ilustrar la primera página del libro que me ha prometido escribir acerca de la materialización de los espíritus tutelares. El título es grotesco, pero con una viñeta a dos tonos en la portada no se verá mal en los escaparates…»
Hablaban ambos con esa elocuencia espontánea de los sajones que, por contraste, hace sentir tan estudiada, tan falsa, nuestra naturalidad. Como en un partido de tenis, situaban cada argumento —cada pelota— en el sitio preciso del campo contrario en que la respuesta —la raqueta invisible— tendría más dificultad en surgir. Aparentemente tranquilo asistí a aquella lucha. El recuerdo de Proserpina servía de red a los contrincantes. ¡Un límite! Siempre el papel de mi amiga había de consistir en trazar un límite entre dos atmósferas. Una frontera entre el verano —la que pertenecían sus mejillas, sus cabellos rizados, la sonoridad de su voz y el invierno en el que se precisaban sus ojos, sus dientes, la fragilidad de su risa la solidez de sus uñas, su modo inimitable de decir que no a los recuerdos.
Satisfecho del último tanto que acababa de apuntarse en su cuenta, Le Goffic encendió escrupulosamente un pitillo. Sus dedos sarmentosos temblaron un momento sobre la llama del encendedor con el ademán legendario que ha venido a sustituir, en el rito de las películas, el friolento arrimo de las brujas junto a la hoguera. Sentí que otros cuidados, más importantes para él que el análisis de Proserpina, empezaban a disolverlo. Sí, eran sus acreedores. La puntulidad los había reunido, en ese mismo minuto, sobre la carátula del reloj de pulsera a cuyo disco se asomaba, para reconocerse, con el gesto profesional con que su esposa emergía cada mañana del espejo. Sujetos de todas índoles, seres venidos de todas las partes del mundo, fantasmas con raíces en todas las razas, pintores con paisajes en todos los horizontes, profetas con familias abandonadas en cada uno de los puntos de orientación. Se apedillaban Domínguez, Baumgarten, Viscontis, Adamcheskys, Durand. Habían pertenecido a todas las escuelas, a todas las exageraciones, a todas las índoles del arte. Los ex naturalistas se reconocían por la vaguedad de los ojos, siempre dispuestos a inventar un detalle real. Los ex simbolistas, porque usaban, en el ojal de la americana, una camelia de trapo perfumada con agua de colonia. Los suprarrealistas, porque se habían cosido en la yema de los dedos, siguiendo el consejo de Apollinaire, minúsculos y pertinaces ojos de colibrí, de cuyo auxilio se servían para descubrir los paisajes volcánicos que duermen en la ceniza de un cigarrillo. Pero ¿quién no lo sabía de memoria en aquella casa? Todos habían escrito el mismo poema, perfecto, que les había plagiado Rabindranath Tagore. Todos poseían un escalofrío reciente que comunicar a la vieja literatura. Todos eran capaces de inocular a la novela, al drama o a la crítica literaria esa toxina sin precio: un vicio desconocido. En el fondo, todos ambicionaban una sola recompensa: la gloria. Ese pastel que los editores no saben repartir jamás en trozos iguales. Ese collar de perlas falsas en cuya cinta, no obstante, todas las perlas deben ser diferentes, como en los collares auténticos.
—«Queridos amigos, tendrán ustedes que aguardar sin mí a Proserpina y a Amelia. Me marcho. Son las seis menos cuarto. La hora en que yo también tengo que recibir a mis genios…»
Frente a nosotros, Le Goffic se quitó la bata. La sustituyó por la americana de un traje negro. Se pasó una borla de polvos sobre la rubicundez de la nariz excesiva.
—«¿Que quiere usted? —subrayó míster Lehar con ligera malicia—. No hay que perder “el físico del oficio”».
Sin protestar del galicismo, Le Goffic desapareció por una puerta baja, de cristales esmerilados. En uno de ellos se leía, escrita con caracteres oscuros, la palabra Translator. Al abrirla un pedazo de la oficina imprevista me saltó de repente a los ojos. Un escritorio de cortina, un reloj de madera, dos domadoras para máquinas Remington. Temblé. ¿A cuál de aquellas dos especialistas tocaría en suerte traducir al idioma de Shelley, dentro de algunas semanas, la teosófica prosa española de Proserpina?
Sobre una pequeña mesa redonda, de extremidades permeables a la electricidad de los astros —al silencio de los fantasmas—, nuestras ocho manos sin cuerpo, súbitamente desnudas de todos los guantes, de todos los adioses y de todos los ademanes perdidos, parecían acabadas de rebanar —en posturas todavía académicas— por un cirujano que fuese a la vez un maravilloso pianista… Sin ver a los personajes que las habían depositado allí, tarjetas de visita en la bandeja de los espíritus, sin verme a mí tampoco —no había en aquel lugar ningún espejo, ningún confesonario, ningún tratado de psicopatología— me puse a estudiarlas rápidamente.
Nadie puede imaginar lo que pesan ocho manos sin brazos, ocho brazos sin hombre, en el círculo de una invocación. Ocho manos. Ocho testigos. Dieciséis índices inexorables cuando se trata de señalar la presencia de nuestro cuerpo a la policía.
Iluminando exclusivamente la mesa, una lámpara brusca, de complicidades espiritas demasiado patentes, me escamoteaba el resto del cuarto. Todo cuanto había reconocido al entrar, ayudado por la luz generosa del vestíbulo, había vuelto a ingresar en su noche. El diván hipertenso, de gruesos muelles artríticos, en que sentarse debía ser una ocupación hereditaria, crónica y dolorosa como un reumatismo. La alfombra nutrida de pasos imperceptibles, devoradora de silencios, pedestal en todas las entradas y salidas de la casa. Y los sillones mismos en que desaparecíamos, redondos y confortables, como esas sillas eléctricas que los Estados Unidos no tardarán en fabricar para la ejecución de los delincuentes demasiado sensibles, de nervios demasiado precisos, incapaces de ir a un teatro, a un paisaje, a su propio sepelio sin aterciopeladas suelas de goma.
Bajo el cono invertido de la lámpara, las manos de Amelia, metódicas, eran las únicas en no haber interrumpido sus hábitos. Tenían todos sus dedos, todas sus uñas, todas sus sortijas: hasta ese pequeño lunar azul junto al istmo de la muñeca izquierda, principio del brazo sin enigmas, en cuya islita se reconoce a las mujeres que no usarán jamás reloj de pulsera. Acostumbradas a penetrar de prisa en las escenas más importantes, con el cinismo de la buena salud, aquellas extremidades superiores se exhibían junto a las otras como la única manzana viva de una naturaleza muerta, como el solo rostro de carne en una galería de máscaras, como la última rosa del mundo en una vitrina de rosas de mar.
Al lado suyo, inmediatamente, se destacaban otras, de espesas uñas labradas en cuerno de rinoceronte, fríos guantes naturales de piel de lagarto, sólidas vetas venosas de jade gris. Todo en ellas parecía auténtico, de buena marca, adquirido en los mejores almacenes, anotado en los libros de caja con ese asterisco, positivo signo de dólares, que representa para la contabilidad lo que el calderón más escrupuloso representaría para la música: una inevitable voluntad de durar… ¡Todo! Hasta la cicatriz que palidecía a lo largo del pulgar de la mano derecha, blanquecina estría de piel profunda que ninguna modestia disimulaba y que decía en voz bien alta su origen: Cierto carruaje a la puerta de un gran teatro. El honor de cierta dama ofendido por el decir de un transeúnte. Un diálogo. Una lámpara en la niebla. Un desafío de 1897. ¿De 1897? ¿En qué año se tradujo Cyrano de Bergerac al inglés?…
Resultaba increíble que, habiendo vivido durante varios días en contacto muy próximo con las cuatro personas que me rodeaban, no consiguiese yo identificar aquel par de manos. Me puse a imaginarlas en obra, junto a la plegadera de un libro, sobre el gatillo de un revólver entre la dentadura de una máquina de escribir. No las reconocía. Las coloqué sobre un mapa de la Polinesia, junto al azul del Océano Indico, en un reposo de geógrafas desencantadas. Las hice empuñar una batuta, una pluma fuente, una bandera de la «Salvation Army», un ejemplar usado de la Biblia, el caballito de madera de una partida célebre de ajedrez. Súbitamente, al dejarlas caer sobre el volante de un automóvil, me avergonzó la idea de no haberlas reconocido desde el primer minuto. Sólidas, vehementes, plagadas de anacronismos, de fechas y de intuiciones románticas, ¿quién sino míster Lehar podía usar para todos los días de la semana aquellas manos valiosas, de lujo, que otros no nos atreveríamos a llevar sino los domingos?
Mi examen de manos había concluido. Quedaban las mías… y las de Le Goffic. Pero ¿merecerían unas y otras tanto esfuerzo? Insistente, coincidiendo con mis dudas, uno de los pies de la mesa principiaba a llamar.
—«¡Silencio!» —recomendó, por boca de Proserpina, una voz demasiado joven, demasiado lenta, con huecos.
—«Silencio…» —repitió mecánicamente míster Lehar.
Un ratón invisible empezó a destruir la noche por uno de los resortes del diván. Puntos y rayas. Telegrafía de roedor.
Entretanto, la voz demasiado joven iba envejeciendo, segundo a segundo, junto a nosotros. Llegó a endurecerse. Sus frases no obedecieron ya exactamente al temblor de labios de Proserpina. ¿Por qué existirá siempre este desacuerdo entre la voz de una médium y su alma, entre la sonoridad y la fotografía de una película parlante? Se retrasan. Se anticipan. La sincronización no es perfecta. Los ventrílocuos de antaño operaban con mayor nitidez.
El primero de los espíritus que nos visitó aquella noche era, sin duda, el espíritu de un hombre tímido. No confiaba en su técnica. Insertaba, entre los párrafos de lo que decía, espesos silencios de alumno que no sabe la clase, cortados voluptuosamente —a pocos centímetros de mis oídos— por la respiración opulenta de Amelia, en cuyo pecho empezaba a secarse la lagrimita de un pendentif.
Aquel indeciso no era capaz de decirnos nada espontáneamente. Había que interrogarlo. Míster Lehar se ofreció para esa tarea. Era un hombre de negocios. Tuvimos fe en su pericia.
No obstante, su primera pregunta no fue muy original.
—¿Cuántos años hace que abandonaste la Tierra?
El espíritu debía andar apurado de recuerdos. Le adivinamos contar varias veces una misma cifra sobre los dedos de una mano invisible.
—Treinta y ocho, si no estoy en error.
—¿A qué país, a qué ciudad, a qué profesión determinada perteneciste?
—Fui ruso. Lo soy todavía. Los rusos somos los únicos hombres que no perdemos nuestra nacionalidad al morir. Nací en San Petersburgo, el 24 de mayo de 1832. Era jueves, noche de luna llena. Este dato lo sé de memoria. Se lo oí repetir muchas veces a mi madre, que tenía una confianza ciega en los astrólogos.
—Y tú —interrumpió Le Goffic— ¿crees también en ellos?
—No debía contestarle, Jehan. Si las reglas que existen para invocar a los muertos fuesen exactas, no debería escucharle siquiera. El único que tiene derecho a interrogarme esta noche es el hermano Lehar… Ruéguele usted que repita él mismo la pregunta.
Míster Lehar accedió. Una vez satisfecho este requisito, el espíritu se apresuró a continuar:
—No. Por desgracia, no creo en los astrólogos. Creo en los novelistas, esos astrólogos contemporáneos. Dadles un nombre. Obtendréis en seguida un augurio. Eloísa será morena, habrá cumplido veinticinco años, abominará del nominalismo, se peinará la cabellera en bandos. Abelardo será protestante, obeso, profesor de química en algún colegio de California. Conducirá él mismo, con orgullo, un «Ford» de segunda mano. No irá nunca al cinematógrafo.
—¿Y Proserpina? —preguntó sonriendo míster Lehar—. ¿Cómo imagina usted a Proserpina?
—Me desagradan los mitos. A los rusos nos desagradan siempre los mitos. Preferimos los hombres. Son mucho más misteriosos. Sin embargo, Proserpina es realmente un nombre admirable. Me gustaría hacer una excepción en su honor. Proserpina… Imagino una mujer completamente rubia, con un ojo negro, con otro ojo azul. Le doy treinta y siete años, cierta predisposición a la tuberculosis, un esposo a quien le guste el caviar.
—¿Nada más un esposo?
—Es cierto. Un esposo es demasiado poco para Proserpina. Una mujer digna de ese nombre merecería además un amante. Sí, le concedo un amante. Un amante rico, joven, delgado, que sepa admirablemente jugar al bridge.
Todos sonreímos del falso retrato de Proserpina que estaba trazando a míster Lehar la imaginación del espíritu ruso. ¿Rubia? ¿Con cierta predisposición a la tuberculosis? ¿Con un amante joven, delgado, a quien le gustase mucho el bridge?… ¿Por qué no mejor morena, diabética, divorciada, en vísperas de casarse con un banquero? Para novelista, el desaparecido revelaba una perspicacia muy miope. Quisimos saber quién era, antes de decirle adiós.
—«Me llamo Dostoiewski… Pero no se inquieten tan pronto. No soy el autor de El idiota. Todo gran apellido es soportado, en Rusia, por dos individuos a la vez. Yo soy el otro…»
Un escalofrío, ya sin voz, nos hizo sentir que el novelista ruso había terminado. Nuestras manos seguían dormidas, fuera de nosotros, en la mesita que servía de trípode. Antes de pensar siquiera en recuperarlas, un toque breve, duro, justo, traicionó la llegada de un nuevo espíritu.
Le Goffic me indicó que aquel sería mi turno en el interrogatorio. Todo lo que veía y oía me parecía tan absurdo y de relieves tan reales como el argumento de un sueño. ¡Si sólo hubiese podido pellizcarme una pierna, un hombro, la mano! Pero mis dedos seguían presos de una cadena invencible. Obedecían a un imán. Sin saber qué decía, sólo por hacer sentir a mis compañeros el aspecto ridículo de nuestras experiencias, exclamé con impostada voz de teatro:
—«¿Cómo pudiste abandonarme durante tanto tiempo? ¿No sabías que te aguardaba?»
Una palidez dolorosa inmovilizó la blancura de Proserpina. ¿De qué otra mujer había nacido el demonio que estaba en trance de poseerla? Una lucha casi visible se entabló entre la conciencia del médium, adormecida, y la voluntad del fantasma, despierta. Venció el fantasma.
—Lo sabía, pero no podía evitarlo. Todos los mensajes que te enviaba estaban cifrados. No los entendiste.
—¿Mensajes?
—Avisos. Pero nunca les concediste importancia. Eres supersticioso. ¿Por qué destruyes entonces las cartas de sus amigos? Eres médico. ¿Olvidaste la Anatomía que te presté?
¡Aquella manera respetuosa de pronunciar la palabra médico! ¡Aquella tilde ortográfica del acento proyectado sobre la é!… Yo había escuchado ya todo eso en alguna parte. ¿Dónde? Recordé los peldaños de una gradería, la arquitectura de un anfiteatro. Vi brillar una luz metálica, ácida —una luz de invierno y de inteligencia— sobre la blancura de cierta bata de lino, sobre la blancura de cierto cuerpo anónimo de mujer. Era en México. En el anfiteatro de la Escuela de Medicina. El profesor explicaba la lección difícil de cirugía. A mi lado, Proserpina tomaba apuntes. De pronto, interrumpiéndose, volvió hacia mí su semblante. Quería resolver una duda. Me dijo: «¿Olvidaste la Anatomía que te presté?…»
Eran exactamente las mismas palabras que había pronunciado la médium. Su mismo respeto prosódico. Su misma entonación cerebral.
—«No me respondas ahora. Eres demasiado egoísta. No sabes entrar desnudo en los pesares o en las satisfacciones de tus amigos. ¡Y pensar que te quise por eso, precisamente! No, no hubiese deseado nunca que fueras ni más severo, ni más justo, ni menos desagradable… Porque eras desagradable, Delfino. Desagradable y encantador.»
De los espectadores, sólo Amelia entendía el misterio que me angustiaba. Sólo ella había conocido a Proserpina Jiménez antes del rapto. Los otros no revelaban sino un principio de aburrimiento. A Le Goffic aquella conversación debía parecerle «naturalista». Para oír a dos personas hablar de cuestiones privadas no se va al teatro, ni se compra una novela de aventuras, ni se decide uno a ingresar en un club teosófico. Tampoco míster Lehar se sentía muy en su medio. En cuanto dejaban de citarse vastos problemas, nombres de genios, de emperadores, de poetas ilustres, míster Lehar no estaba nunca en su medio. Tenía el esnobismo de los aniversarios y de los hombres célebres. Mi manera de interrogar a las sombras debía inspirarle una lamentable impresión de pobreza. Donde él hubiese hallado un gran pueblo, un gran novelista, un gran militar, yo no encontraba sino el recuerdo de una colegiala. Desdeñosamente, cerró los ojos.
No consigo ya unir todos los fragmentos, todas las páginas sueltas del libro desencuadernado, del almanaque en desorden que esparce sobre mi memoria los recuerdos de nuestra vida de Nueva York.
Nos levantábamos tarde. Íbamos a las sinagogas. Sosteníamos correspondencias asiduas con personajes ocultos, impenetrables, celosos de la moralidad de nuestro Karma, interesados en la evolución de nuestro cuerpo astral. A media noche, todas las noches, cuando empezaba a dormirme, Proserpina me llamaba por teléfono desde su cuarto para ensayar una experiencia prohibida. En bata, con zapatillas, contraviniendo todos los reglamentos de esos conventos laicos —los grandes hoteles— le llevaba la mitad de mi sueño, recién cortado, para que hiciese cuanto quisiera con él.
—«Es demasiado —decía algunas veces—. Hoy tenía demasiado deseo de dormir. Tu sueño no vale nada. No tiene sueños.»
Le gustaban esos sueños vivientes, todavía virginales, en que mi propia fatiga no había sabido instalarse, en que mi soplo no había marchitado una sola frescura de la irrealidad.
—«¡Duérmete!» —le ordenaba entonces.
A los primeros pases, con una rapidez de especialista, cerraba los ojos, extendía los brazos sobre las sábanas, «hacía el muerto». Un metrónomo inexorable contaba sus pulsaciones.
¿Quién hubiese podido anunciarme, algunos años antes, que los procedimientos magnéticos de la doctora Velazquez —clínica para enfermedades nerviosas, México, colonia Guerrero, calle de la Mosqueta, olor a madera encerrada, incredulidad— facilitarían alguna vez a Proserpina el universo de aquellas evasiones nocturnas?
Como una provincia desierta, su cuerpo dormido no revelaba, a la media luz de la veladora, sino las ceremonias de esos pobladores desaparecidos en que el resto de su presencia me inducía a pensar. El artificio del sueño— al que no se resignaba a conceder una parte solamente pasiva—, prescindía, sin embargo, en aquellas visiones, de todo aspecto demasiado espontáneo, eludía toda confidencia sentimental.
Semejante a Pompeya, Proserpina era también una ciudad oculta, destruida y resucitada de las cenizas. Pero, al visitarla, mi curiosidad no veía sino recintos severos, habitaciones solemnes: el foro, los templos, los jardines… Lo que hallaría el turista en la Pompeya real si los pompeyanos hubiesen tenido tiempo de preparar a sus ruinas una fisonomía para el desastre, cubriendo de blanco los frescos eróticos de los peristilos, convirtiendo las casas de baños en bibliotecas, en Minervas las Venus, los Bacos en Apolos, los prostíbulos en academias.
La interrogaba. Un espíritu elocuente, prehistórico, histórico, la poseía.
Lanzaba quejas, gritos, imprecaciones, blasfemias… Era un héroe griego. Pedía licores, mujeres, asesinatos, circos. Era un emperador romano. Conquistaba Inglaterra, se enamoraba de una diosa rubia, creía en el amor que brota de los filtros. Era una viking.
A veces, llevada de su cultura un poco impaciente, se equivocaba de géneros. La atravesaban personajes abstractos, fantasmas nacidos de la sola literatura, voces que no parecían tener el menor derecho histórico a semejantes supervivencias: Títiro, Orlando, Nemoroso, Ariel.
—«En aquel tiempo —comenzaba un relato— no había sino cuatro constelaciones: el toisón de oro, la liga de comerciantes, la linterna de Diógenes, el faro de la estatua de la libertad. Los meses no medían sino dos semanas. Los hombres se casaban a los diez años, gobernaban a los dieciocho, envejecían a los veintitrés. Nosotros —tú, yo— vivíamos en una casa pequeña, blanca, sin persianas. En nuestra alcoba no cabía sino un ramo de flores, una fotografía de Francesca Bertini, una lámpara de petróleo, un mapa de la República de Andorra, un ejemplar de las poesías completas de Valéry. Tenían un nombre sonoro, un nombre de mármol. Daba miedo decirlo en voz alta. Al caer, hubiera hecho pedazos las frases. Te llamabas Augusto. Todas las noches, para ir al teatro, te ceñías la frente con una pequeña corona. De laureles. Ésa era la única planta que te gustase. Hacía juego con tu calvicie, con tu nombre de mármol, con las consonantes del nombre de mármol que llevabas inscrito sobre la camisa, en el pedestal de tu busto de emperador…»
O bien, alterando el orden del diálogo, me preguntaba:
—«¿Por qué traes los ojos oscuros, manchados de talco, como un cielo nocturno, lleno de estrellas, en que el sol se hubiese acabado de afeitar? ¿Por qué me miras con esa mirada de azúcar? ¿Por qué no dices Ofelia cada vez que piensas en mí?… Estoy en medio del río. Estoy helada. Pero mis trenzas son tan largas, tan finas, que me sostienen sobre la superficie del agua, con una balsa tejida de mil espigas de oro. ¿Te gusta el color de mi traje? Desde mi sombra te miro ir y venir entre los sepultureros. Estás vestido de noche. Pareces un príncipe. ¿Quieres subir a esta lancha de gasolina? ¡Cuidado! No te asomes a los semblantes como a los escenarios de una tragedia. No busques el fantasma de tu padre por las butacas. Pero te disgusta que los actores no sepan repetir tus palabras. Mandas grabar en tus tarjetas de visita, bajo el escudo de Dinamarca, el lema de una familia de espectros: “Ser o no ser”».
Aquel amor en público, presidido por un cortejo de sombras, no podía durar indefinidamente. Proserpina lo comprendió. Cierta noche, el teléfono de mi cuarto no sonó a la hora de costumbre. Vencido —traicionado más bien por el sueño que había jugado a regalarle durante quince días—, dormí dieciocho horas, sin parar.
Al día siguiente, cuando desperté, el sol de las once barnizaba ya los cristales de las puertas, me perseguía por los espejos, me pegaba a los ojos la visión demasiado fresca —recién pintada— de la alcoba que no había visto nunca a colores; en la que no había vivido sino crepúsculos. Tedioso libro blanco y negro del que sólo quise leer los epílogos. Cuarto del hotel que no representaba ya, para mí, sino una cuenta corriente y una llave. La de mi número: 1789. El número de la Revolución Francesa en el almanaque de la historia universal.
Como en México, Proserpina había desaparecido silenciosamente. Su exceso de misterio podía parecer pudor. Me dejó su fotografía, de la que había arrancado los ojos en un alarde de pontífice asirio, enemigo de la luz. En la dedicatoria, con tinta roja, esta frase soberbia:
«De Proserpina a Delfino, antes de regresar a sus infiernos.»
Ninguna comisión me retenía ya en los Estados Unidos. En realidad, hacía tiempo que la compañía de Proserpina era el único pretexto de prolongar aquellas vacaciones. Su ausencia las terminó.
Durante los cuatro días de ferrocarril que invertí en el viaje de regreso, la mirada de cierta mujer invisible me acosó por todos los sitios del pullman. Poco habituado aún a sus acomodaciones, me ha faltado siempre en los viajes esa inquietud, ese vicio, esa afición al póquer, al tabaco, a las novelas de aventuras, esa deliciosa percha de ociosidad en la que, como un sombrero inservible, los otros seres cuelgan el tiempo que les sobra. Al ir de México a San Antonio Texas, el ambiente del fumador, congestionado de imprecaciones políticas, de protestas, de discursos electorales, no me había permitido respirar el humo de mis propias opiniones. Al volver, de Nueva York a San Louis Missouri, mientras algunos agentes viajeros escribían tarjetas a setenta y cinco kilómetros por hora sobre las mesitas de los carros observatorios, me puse a buscar inútilmente —para desearla enseguida— una invención cualquiera de la sed en que la civilización no se hubiese anticipado a mi capricho. Ginger ales ásperos, secos y canadienses; jugos de uva, de manzana, de zarzaparrilla y de durazno; líquidos verdes, rubios, pálidos y cobrizos, todos los gustos, todas las razas, todo el invierno artificial de aquellas provincias tórridas desfilaba metódicamente por mi garganta, en extraño arcoiris de sabores y de perfumes.
¡Velocidad! Paisaje nocturno, idéntico siempre a sí mismo. Página sostenida, en ciertos renglones confusos, por los asteriscos de los postes telegráficos. Nada. Los mismos fenómenos de la naturaleza, que Proserpina no hubiera sabido nombrar —la lluvia, el relámpago, los crepúsculos—, sólo lograban revestir de terciopelos más densos la oscuridad de las ventanillas. De vez en cuando, en las estaciones próximas a la frontera, no se detenía ya el tren. Sólo el timbre automático del guardavías anunciaba entonces, del otro lado de los vidrios, el sueño de una ciudad. Allí, en cierto rincón de la noche, dormían probablemente, como en un guardarropa de Hollywood, caballos, paisajes, pistolas, idilios y sombreros de cow-boys… Vencido por esta ilusión cinematográfica, el silbido de la locomotora, al enrollarse, formaba un nudo corredizo. Lazo vaquero. Rápidamente, se estrangulaba a sí mismo.
Llegamos a Laredo. Hijo relativamente pródigo, ¡con la sonrisa de qué ciudad tan humilde me recibía de pronto la patria!
Un zapatero, en el umbral de una choza, zurcía las botas amarillas que habían pertenecido a un general. Sobre la suela llena de cicatrices, el cuero nuevo, brillante, auguraba la marcha de una existencia más fuerte. ¿Al pie de qué agente de aduanas, de qué panadero, de qué empleado de obras públicas, de qué sembrador de tomates iría a parar ese mutilado? Después de la lucha, el país recobraba sus energías. El heroísmo, ayudado por la pobreza, se convertía poco a poco en comodidad.
Una campana sonó siete veces. Sin las gradaciones de la altiplanicie, con la rapidez que improvisa los crepúsculos tropicales, el anochecer había cristalizado a lo largo del cielo, en una franja verdosa, amarilla, violeta, el cocktail del claro de luna. Por las calles estrechas del pueblo, la sombra empezaba a vivir. Frente a la caseta del telégrafo en ruinas, bajo los portales de la estación, abejeaba un enjambre de conversaciones alegres. Era domingo.
¡Qué coincidencia dichosa! Siempre había pensado que la nacionalidad de una persona podría definirse por su manera de distribuir las horas de sus domingos. Los otros días de la semana son demasiado simétricos, demasiado semejantes unos a otros…
En el instante en que iba a conmoverme, un fragmento de carbón encendido me entró en el ojo derecho. Entre lágrimas, el tren arrancó.
Pasaron tres días. Al cuarto, en el lugar de la ventanilla en que la noche había prendido con alfileres de anuncios eléctricos el plano de Nueva York, el sol de las ocho de la mañana dibujó rápidamente, con soltura, como si lo hubiese aprendido de memoria, el paisaje de la ciudad de México. Sólo en ese minuto me sentí absolutamente libre para olvidar a Proserpina. Sin embargo, en torno mío, todo parecía dispuesto a levantar una estatua al recuerdo. Las manos estaban llenas de periódicos. Las maletas se adivinaban henchidas de libros. De cada ventanilla asomaba un semblante que decía, en voz alta: «No olvide usted…»