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Mi entrevista ha producido en el periódico un inusitado buen éxito. Lo que el gerente no me perdona es el haber omitido una fotografía. «La fotografía de primera plana», como dicen los correctores de pruebas, a quienes no interesa nunca el asunto.

—«Usted sentado a la mesa de un cabaret de lujo, en compañía de un millonario… ¡Qué afán de echar a perder las oportunidades que le proporciono!»

La cólera de nuestro gerente es una cólera gris, como la que se produce, en las academias de física, con los colores del disco de Newton. Todo cabe en ella. Todo, hasta la amabilidad. Por eso me callo. ¿A qué recordarle, en efecto, que la orden a los fotógrafos no debía darla yo, sino él? Por otra parte, la ocasión de un retrato mío, a cien mil ejemplares, no me seduce tanto como a mis compañeros. Sé demasiado bien lo que ciertos lectores opinan de esta excesiva intervención del periodista en la organización de sus placeres. Y pienso que el arte de la entrevista, como el del soneto, como el de las perdices con arroz, debería ser un arte estrictamente puro, en que la personalidad del productor invadiese lo menos posible el lugar destinado al cliente. Por desgracia, para ponerse al nivel de la realidad, el periodismo está obligándose a reproducir en desorden los ciclos de la literatura. Las noticias de primera plana, llenas de vuelos trasatlánticos y de concursos internacionales, pertenecen todavía a la era de los semidioses. La credulidad y el optimismo que suponen en los aficionados no son esencialmente diversos de los exigidos, doce siglos antes de Cristo, para el desarrollo de una mitología. En la segunda página —destinada a los «artículos de fondo»— el lector siente haber dado un vuelco mortal. Un salto del que le salvan la ironía y el espíritu investigador de los enciclopedistas; porque, con su afán de conocerlo todo, de todo reseñarlo en pequeñas dosis, la sección editorial de un diario es efectivamente un fruto digno del gusto y de la filosofía del siglo XVIII. Satisfechos de este progreso, creeríamos —al dar vuelta a la hoja— tropezar al fin con algún motivo de nuestro tiempo, escrito con la sensibilidad o la insensibilidad de nuestro tiempo. Nos equivocamos. Porque la tercera página suele corresponder a los crímenes. Y el crimen —ya lo sabemos— es un producto de la tradición cuyas obras maestras no se resignan a modernizarse.

¿Cómo situar la entrevista con míster Lehar dentro del panorama de épocas en que distribuyo mi periódico? Estoy esforzándome por lograrlo cuando el campanilleo de un teléfono me interrumpe.

Es cierto. Como todos los días a las once de la mañana, estoy solo esta vez en la oficina de los redactores. Miro, frente a mi mesa, la mesa de Ricardo: sociales y personales. Sonrío. Ricardo es ese importante personaje de traje oscuro que redacta la crónica de un bautismo o de una comida de bodas con el mismo esfuerzo visible y con el mismo español lapidario que otros reservan para los epitafios de un hombre ilustre. Ciegas —por el solo tacto— mis manos recuerdan la forma y el volumen de los objetos de mi escritorio. Sí, esta superficie porosa es el papel secante. Este cráneo de cabellos agudos, al alfiletero. Esta peligrosa frialdad, el frasco de tinta. Perfumada, misteriosa como una trufa, la inexplicable substancia de esta botella me sirve para disimular, en el estilo de los cables que aderezo, esa delicada decrepitud de las noticias que da al paladar de las redacciones el sabor del «refrito». A un lado, orador sobre una tribuna, me interpela el teléfono.

Desprendo el audífono. Lo que me saluda del otro lado de la línea es la voz de mister Lehar. ¿Por qué habrá amanecido tan jubilosa?

Él mismo lo explica. Se ha levantado temprano. Sí, ha tenido ya tiempo para enterarse de la entrevista que le consagro en mi periódico. Se la ha traducido Danilo. ¿Cómo? ¿Le ha parecido bien? Vaya, esta mañana mister Lehar lo encuentra todo perfecto: mi prosa, el sol, su salud, el teléfono, la política, la cotización de sus acciones más importantes en la Bolsa. Para comunicarme su optimismo me invita a dar un paseo. ¿En auto?… Naturalmente.

—«Aprovecharemos el tiempo —concluye— para formalizar el proyecto de que le hablé.»

Dentro del automóvil, la edad de este hombre de negocios sufre una transformación imprevista. Después de haberlo considerado demasiado joven en medio del aparato antiguo del hotel, mis ojos lo encuentran ahora envejecido por el deporte. Sobre el volante, sus gruesas manos de millonario ostentan, en sortijas de úlceras y rubíes, toda una dolorosa joyería de artrítico. Bajo las cejas, los anteojos destacan ciertas arrugas más hondas de los párpados amarillentos. Y la alegría de un traje de golf abulta por contraste, en la plenitud degenerada del abdomen, la evidencia de la obesidad.

Mister Lehar conduce con el mismo ímpetu con que otros ancianos se divorcian. A cada esquina, su habilidad no previene los accidentes. Los deshace, dejándolo todo en su punto: el carro, la calle, el policía, en un peligroso equilibrio, como el golpe elegante de un prestimano. Para no descubrir mis temores, contemplaré el sistema planetario —de misteriosas esferas— que gira junto a la dirección. En una de ellas, segmentada en pequeñas estrías, de 0 a 20, cada fragmento representa la carga o la descarga de la batería eléctrica. En otra, un tubo de plata mide automáticamente el nivel de la gasolina. Pero sobre todo me inquieta —por su semejanza con las tablas de una literatura comparada— la cronología del cuentakilómetros.

¿En qué caminos ocultos, sobre el asfalto de qué rutas de California habrá malgastado míster Lehar esas preciosas leguas —de alejandrina decadencia— que ondulan del trescientos al cuatrocientos, entre Juliano el Apóstata y San Agustín? ¿Junto a qué Banco, a qué almacén de pianolas, a qué cinematógrafo de Los Ángeles, o a qué rosales de Pasadena habrá vivido las angustias del Año Mil?… Ahora concluye con indiferencia el siglo XV. 1492. El descubrimiento de América. La velocidad va aumentando. Desfilan calles, jardines, avenidas, silencios. 1519. Viraje brusco. Golpe seco a las zapatas. Los frenos crujen sobre el empedrado de una calle desierta. Arriba, como en la Bacanal del Tiziano, las nubes decoran la esplendidez de un azul magnífico. Por un lado del cielo que invade todo el parabrisas, asoma un paisaje colonial, de casas elocuentes y barrocas. Hemos llegado al mismo tiempo, por las tablas paralelas del cuentakilómetros, a la pintura veneciana y a la arquitectura española antigua. A la Italia voluptuosa del Renacimiento y a la Nueva España solemne del Virreinato.

—«Wonderful! —exclama mi compañero frente a la puerta labrada en piedra en que se detiene—. Ésta es la casa del notario a quien he encargado la escritura de cesión de mis bienes. Bajemos.»

Después de abandonar el coche a la sombra de un fresno que adorna este rincón de la calle, me vuelvo hacia míster Lehar:

—¿Podrá usted decirme, ahora, qué procedimientos ha elegido para la distribución de su fortuna?

—¿Qué duda cabe, puesto que le he invitado a venir conmigo? Si ayer no me decidí a precisarle estos datos fue por no parecerle demasiado ligero. Además, temí que se aprovechase usted de ellos en su crónica. Hubiese resultado inoportuno. Pero ahora debo hablarle con franqueza. He decidido que mi capital se reparta entre mis tres hijos conforme a la escala de sus aptitudes para vender en veinticuatro horas un número determinado de pianos. La cosa no tiene ya remedio. El plazo venció hace una semana.

—Pero…

—No me diga nada acerca de estos propósitos. No me haga ver los peligros de una distribución equivocada. No me muestre a Danilo injustamente favorecido, a Cordelia en la ruina, a Carlos en el destierro. Los argumentos románticos no penetran cómodamente en mi vieja carne de acero escocés. Piense, además, en las oportunidades que mi capricho le ofrece. Ahora soy para usted más que un hombre. Soy una buena noticia. Más aún: soy un artículo de primera plana. Estas cosas tienen su precio. No se deje ablandar por su buen corazón.

Reflexiono de prisa, mientras los ojos de míster Lehar cambian varias veces de tono, en la malicia de la mirada con que me desnuda. Sin una palabra, avergonzado de seguirle, le sigo.

La escalera que subimos, bajo el amparo de cierto escudo de mármol lleno de tréboles y de cisnes, recuerda el trazo recogido de algunas escaleras del siglo XVIII. Treinta y dos escalones. Los cuento. Cuatro breves octavas, como el teclado de una espineta. ¿Qué gavota dibujaría aquí el espectro de una virreina? Como las de una espineta, las notas de estos peldaños gimen delicadamente a la más suave presión.

En una legendaria penumbra, de auténtico Archivo de Indias, pienso toparme de pronto con el semblante de lino y la mirada de óleo de algún oidor resucitado. Me tranquilizo. La figura que nos saluda desde el marco de aquella puerta de cedro no es la de un funcionario fantástico. ¡Qué sonrisa más deplorable! Yo no creía que el abogado Béjar fuese este gnomo grotesco, de silabeante boca servil. Dentro del aposento en que, a invitación suya, le acompañamos, se encuentran ya reunidos varios individuos que no conozco. Uno de ellos delgado, grave, ataviado de negro, me tiende una mano voluptuosa, fina, que debería resultar ingrávida. No obstante, al estrecharla, me parece que deja en las mías el frío peso glorioso de una mano de estatua.

Míster Lehar quiere arreglar las presentaciones. Pero el abogado le precede:

—«El señor Lehar, hijo. Danilo… El único de los familiares que está ahora en México.»

No. No ha dicho «el único de los familiares del finado». ¿Por qué entonces hemos sentido todos que esa era, acaso inconscientemente, la intención de su frase? Míster Lehar, el primero, a quien esta omisión de su nombre propio disgusta. Pero, aunque pretendiera enmendarse, el abogado no lo conseguiría. Nadie le escucha ya, sino Danilo, en cuyos ojos verdes creo descubrir el brillo de un relámpago breve, rápido y sordo como una descarga de azufre. Ese grueso Gambrinus de cantina alemana que se exhibe junto a Danilo es míster Globster, el petrolero que ha podado tantas veces con la fotografía de su salud floreciente las páginas de nuestro diario. Le saludo sin timidez, como un amigo de toda la vida. ¿Qué importa, si ahora me abraza afectuosamente, que mañana no recuerde mis apellidos?

Detrás de esta primera fila de espectadores se hallan otros, a los que mi mano no llega. Les sonrío con la mirada. Son dos jóvenes. Acólitos laicos en la ceremonia civil a que asisto. El reflejo encendido del escritorio de caoba les impone a ambos silenciosas investiduras de cardenal. Uno de ellos se parece extraordinariamente a míster Globster. Más que su hijo, es su copia en un espejo alargado. Alguien —no sé si míster Lehar— me explica su presencia. Testigo de importancia. ¿Para quién?… Por lo pronto, me burlo de la ansiedad con que busca en el repertorio de los ademanes paternos —que imita— alguno más modesto, menos suntuoso, más adecuado a la situación.

Con la estilográfica en la mano derecha, el abogado Béjar anuncia:

—«Señores: el señor Lehar, aquí presente, nos ha reunido…»

Hace frío en esta incómoda sala del tiempo de Carlos II. Una luz anémica, sucia, traducida al español del despacho Renacimiento por el amarillo de los tragaluces, apoya un beso exótico —un beso de moribunda belleza del norte— sobre las calvicies rivales del abogado y de míster Lehar. El primero nos explica —en qué idioma tan perezoso— las razones de lo que llama varias veces «la generosidad de un industrial clásico». Adormecido por el ritmo de esa elocuencia, el segundo se limita a medir cada párrafo del discurso monótono con una sacudida de hombros, apenas comprometedora.

—«El momento ha llegado, señores —exclama ahora el notario—, de averiguar el resultado del ingenioso concurso que mi cliente suscitó entre sus herederos. En esta carpeta, depositados hace pocos instantes por míster Globster, se encuentran los sobres de la empresa Lehar and Co. Ltd., de Nueva York. Cada uno de ellos contiene el número exacto de pianolas y pianos eléctricos vendidos durante veinticuatro horas por cada uno de los hijos de míster Lehar. A saber: señorita Lehar, doña Cordelia, y señores don Carlos y don Danilo, del mismo apellido.»

El silencio reúne al auditorio en una oleada visible de asentimiento. Sólo míster Lehar hojea un cuaderno de notas, con fingida pasividad. Adivino que el minuto de desposeerse de sus riquezas resulta más grave para él de lo que suponíamos. Le siento recorrer las cifras que se las representan aún en las páginas de la agenda, como el rey que reparte sus tierras las busca por última vez y las toca con los ojos sobre la superficie del mapa.

—«¿A cuánto asciende la fortuna?»

La pregunta de Globster, hecha en el sentido de cierto interés puramente profesional, no carece de magnífica indiferencia.

—«A cuatrocientos veinte millones de dólares —responde míster Lehar—. Luego añade, dirigiéndose a mí—: De la modificación de la suma indicada, como de todos los pormenores de esta ceremonia, podrá usted tomar las notas que desee.»

Un movimiento general en torno a la mesa indica que va a procederse a la apertura de los sobres lacrados. Antes de hacerlo, respetuoso de las fórmulas, míster Lehar empieza esta alocución:

—«Amigos míos… Un paso como el que estoy dispuesto a dar, despojándome de la fortuna conseguida a costa de tantos esfuerzos, durante tantos años de lucha, podrá parecer a muchos una determinación irreflexiva, ciega. Me interesa aclararla. En nuestros días, la riqueza —en vez de significar una fuerza— principia a constituir una debilidad. El acopio de materiales, de acciones y de intereses impide la agilidad de los movimientos, reduce nuestro destino. A los cincuenta y ocho años quiero demostrarme a mí mismo que no es imposible volver a correr la aventura… Por otra parte, no me desagrada ceder en vida a mis hijos la parte de mi cadáver que deberían disputarse después de mi muerte. Así mediré su agradecimiento; juzgaré de sus inclinaciones. Pero no se critica solamente el deseo de repartir mi dinero. Sé que la forma misma del concurso de que me valgo para distribuirlo resulta a todos ustedes extraña. Sí, comprendo que algunos sentimentales hubiesen preferido insinuarme la imitación de aquel personaje de una tragedia antigua que, decidido como yo a dividir un imperio entre sus hijas, procuró conocer el afecto que cada una de ellas le profesaba. Si se tratase de repartir mi cariño, una cosa sin valor, la estratagema no me parecería demasiado torpe. Pero lo que voy a repartir es mi riqueza. Necesito, pues evitar toda consideración afectuosa, toda parcialidad amable, para sólo atender a las capacidades industriales de los que resulten llamados a administrarla…»

El discurso de míster Lehar, que traduzco literalmente para mi periódico, produce la mejor impresión entre los concurrentes. Danilo, sobre todo, se lo ha agradecido de veras. Hasta el último instante parece haber temido el arrepentimiento del donador… Sobre una bandeja, el notario ha dispuesto tres sobres iguales. En cada uno de ellos se lee un nombre: Danilo, Carlos, Cordelia. Para seguir cierto orden de edades, se abre el que corresponde a Danilo.

—«Danilo Lehar y Firkorwitz, treinta y dos años, norteamericano, con domicilio en Nueva York. Ventas obtenidas por su conducto durante las veinticuatro horas inmediatamente anteriores al minuto de cerrar este pliego —seis de la tarde del 25 de mayo—: pianolas, 8450. Pianos, 678, Los nombres de los compradores, debidamente comprobados por el Cuerpo de Policía, constan en las páginas de la lista anexa.»

Míster Lehar avanza hacia Danilo. Le estrecha con orgullo la mano. Como en un reparto de premios escolares, como en un entierro, como en una boda, me siento absolutamente ridículo, contagiado del ridículo general. La emoción demasiado expresiva de los espectadores me avergüenza. Por fortuna, el abogado no ha advertido esta singular apoteosis. Sus dedos sutiles abren el segundo sobre de la bandeja. El silencio se hace de nuevo para oírle.

—«Carlos Lehar y Williams, de veintisiete años, norteamericano, nacido en San Francisco, California, con domicilio actual en Bombay. En condiciones semejantes a las descritas para la cédula anterior, las ventas de Carlos Lehar han sido las siguientes: pianolas, 4365. Pianos, 287. La oficina informa que, aunque el pedido general es inferior en número al de Danilo, el importe de las ventas lo supera en metálico, pues el precio de las mismas ha sido aumentado en 20 por 100, en consideración a los materiales de lujo solicitados por los clientes.»

Colérico, Danilo hace observar al notario que las condiciones del concurso se referían al número y no al precio de los instrumentos vendidos. La rectificación es muy justa. El notario la inscribe en el acta. Pero no la sentimos oportuna en estos instantes de intimidad familiar en que cierto desdén de las rivalidades domésticas hubiese parecido más decoroso.

Al abrir el último sobre, el abogado Béjar demuestra cierta inquietud. En vez de la forma impresa en que los datos anteriores venían escritos, una pequeña esquela color de rosa le tiembla entre los dedos. Sobre una cara del pliego se leen los rasgos de una caligrafía angulosa, de alumna del Sagrado Corazón.

—«¿Una carta de Cordelia? —pregunta alborozado su padre—. No es extraño. Se excusará sin duda, en ella, de haber vencido a sus hermanos en este concurso… ¡Es tan bien educada! Nunca deja de darme las gracias por los dólares que me gana en el whist

Pero la carta no contiene excusas, sino estas líneas, que podrían haber llegado por telégrafo:

«No he vendido un solo piano. No necesito dinero tuyo. No me interesa la publicidad.»

Es inútil. No busquemos la firma…