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Al regresar del colegio encuentro esta noche, sobre ini mesa, una carta que escribí hace tiempo a Paloma. ¿La destruiré? Sin duda, pero, antes, es preciso releerla:

Ayer, amiga mía, como me encontraba fatigado de esperar la hora de nuestra visita a los Millers, salí más temprano que de costumbre y pasé un instante por Chapultepec. ¿Le diré hasta qué punto guardo un recuerdo preciso del paseo que hicimos por el lago el día en que la conocí? Con la primavera, el césped está recobrando su frescura pero el aire ha perdido la transparencia que le sentaba a usted tan bien. Más que una condición atmosférica parecía, en torno suyo, la expresión de una cualidad moral, de una modestia suya. Aunque traté de prolongar esta soledad el mayor tiempo posible, era todavía muy temprano cuando salí del bosque por el camino de San Ángel. Prólogo demasiado largo, me impacientaba la espera y, no teniendo ya ninguna cosa inútil pendiente, me decidí a pasar por indiscreto a los ojos de la señora Millers —usted sabe la importancia ritual que concede al horario. Desde el primer peldaño de la escalera, la casa me saludó con aires inequívocos de ceremonia. Subía del jardín un aroma de aniversario y usted, que dispone de un olfato tan fino, habría advertido desde luego el olor de esos cakes que Margarita elabora con una complicación de erudito y una espontaneidad de genio. Como en los grandes días, la criada había hecho resucitar las rosas de la alfombra rociándolas discretamente con amoníaco y algunas de esas flores, distribuidas en los vasos del salón, se deshojaban sobre las mesas, soltando —en vez de pétalos los estambres de que parecían tejidas. Desde que conozco a Margarita no la había sentido nunca tan «importante». Su aspecto revelaba a primera vista el interés de agradar y —cosa en ella muy extraña— el temor de no lograrlo por completo. La señora Millers parecía, en cambio, haberse evaporado de una maceración prolongada en agua de Colonia. Como en complicidad, su presencia me introdujo desde luego en un terreno de compensaciones indebidas. Así, la delgadez de la cintura se le desahogaba en el busto y la marea del flanco, desviada por los diques con que la oprimía una faja demasiado tensa, iba a estrellarse contra la espalda en un movimiento apasionado, hermoso como un síncope y fatal.

Usted sabe, Paloma, cuánta satisfacción obtengo de estas visitas a los Millers. Los quiero probablemente mis de lo que me confesaría a mí mismo. La intimidad en que han sabido instalarme me da el derecho de ocuparla sin privarme de la comodidad de agradecerla. Si no fuese así ¿cómo explicar los pequeños sacrificios que empiezo ya a imponer a la señora Millers? Más de una nota falsa, nunca emitida antes en el silogismo de su música, está reclamando mi gratitud. La he enseñado a equivocarse, a no exigir de sí misma ese grado de precisión que disgusta a los demás. He dicho: «La perfección tiene también sus límites». Y, conociendo el aprecio que profesa a mi erudición, he agregado un aforismo de Wilde: «¿Qué sería de nuestras virtudes, sin nuestros vicios?»

¿Dónde encontrar una cordialidad más discreta? Los Millers no me interrogan nunca si falto. Si llego tarde, no me asedian con esos testimonios de indiscreta curiosidad que hacen insoportable la cortesía. Ni mis opiniones les disgustan, ni esperan nada de mí cuando las aplauden. Lo mejor de su estimación está por ahora en el escrúpulo con que la disimulan; en el rubor con que la señora me ofrece, a la hora del té, un trozo del pudding que prefiero; en el descuido con que escoge la romanza que amo entre las muchas que odio. He insistido en hacerle notar este aspecto de mi familiaridad con los Millers a fin de explicarme a mí mismo el desagrado que me causó ver dispuesta su casa para un regocijo que mi presencia no parecía aprovechar sino descubrir. Entorpecer acaso.

Después de dirigir en alemán algunas palabras a su madre, Margarita me pidió que la excusara pues tenía que precisar diversos detalles en el comedor, y desapareció, dejándola encargada de descifrarme el enigma. Sentí lástima de la señora al ver rodar a través de su rostro dos lágrimas espesas, amasadas con polvo de arroz. Me acerqué a ella. Le aseguré que estaba dispuesto a irme, que mi mayor pesadumbre sería la de estorbar a Margarita en algo, por insignificante que fuese. No esperaba yo el desahogo sentimental que castigó mi imprudencia. La señora Millers aprovechó sin duda esta amabilidad infortunada para desviar sobre mí la tormenta que se había desencadenado en su interior. A través de las palabras que pronunció entre sollozos, adiviné que se trataba de la visita de un antiguo amigo de la familia, de ese Otto de quien Margarita nos había hablado mucho recientemente. ¿Recuerda usted su apellido? Es algo así como Schultz o Schmiltzer, aunque bien podría ser simplemente Seltzer… No lo han visto desde la guerra. En ella prestó excelentes servicios de aviador.

Como el Arca después del diluvio, el llanto había dejado a la señora Millers llena de la felicidad de mil especies zoológicas distintas. En sus ojos, dos pájaros azules se alisaban las plumas, todavía impregnadas por la lluvia, con el pico Je una mirada amarilla y las conchas de sus orejas, lanzadas hasta la cabellera arenosa por una resaca violenta de lágrimas, se entreabrían al sol. Estaba ocupado en dibujar esta ilustración animada del Génesis, cuando sonó el timbre del jardín. Pocos minutos después, guiado por Margarita, entró a la sala un hombre demasiado alto, con aspecto de haber sido labrado de prisa sobre la superficie de un bock de porcelana de Sajonia. Como espuma de la cerveza interior que contenía, lo coronaba una cabellera impalpable, más blanca que rubia. Su nariz, elemental y directa, parecía la imitación de un número 1. Si hubiéramos multiplicado por ella el resto de sus rasgos, el resultado fisonómico hubiera sido constantemente el mismo. La dimensión excesiva de su cuerpo daba, al mismo tiempo que la idea de una gran fuerza, la sensación de una gran debilidad. Nos saludó a todos con automatismo. No debía conservar un recuerdo muy exacto de la familia porque, durante los primeros instantes, me dirigió la palabra como a uno de sus miembros. Fue preciso que la señora Millers se lo hiciera notar.

No intentaré describírselo para no privarla de la satisfacción de inventarlo usted misma cuando lo conozca. Sólo quiero definirle su voz. De un efecto extraordinariamente melódico, a medida que la escucha uno más, da la impresión de que, en ella, la música no es una condición de la naturaleza sino un producto del arte. Parece una de esas sonatas de Mozart, escritas para clavicordio, en que no sabe uno qué admirar de preferencia: la maestría del compositor que burló los escollos del instrumento diminuto o la ayuda del instrumento que, al limitar el ímpetu del compositor, lo encerró en un cauce sobrio y le dio la oportunidad de cristalizar una forma clara, eterna. Descubrir en la figura de Otto, por tantos conceptos excesiva —¿es decir, romántica?— esta modestia de un clasicismo real me sorprendió y me sedujo.

Al contacto con Otto, advertí en Margarita una especie de empequeñecimiento gradual. Cada palabra de su amigo la hacía dar un paso atrás en la perspectiva del tiempo, de suerte que una conversación un poco larga la hubiera hecho desaparecer. En un principio, la señora Millers también participó de esta influencia bienhechora pero, menos inteligente que Margarita, menos ágil también, regresó más pronto que ella de la poesía de la memoria al drama de la actualidad. En el espacio de un minuto atravesamos juntos el túnel de una vida. Sin darse cuenta de que esa sombra le convenía admirablemente, la señora Millers fue la primera en salir al sol. ¿La edad no sera, acaso —pensé— un prejuicio de la inteligencia? Medite usted un poco este problema, Paloma, y no trate de resolverlo con las conjeturas de Shaw. Volviendo a Matusalén es, después de todo, una paradoja de dramaturgo.

Sentados los tres en el diván más amplio de la sala no tenían, frente a mí, ninguna amenidad espectacular sino la consistencia sólida y, en cierto modo, la impermeabilidad de un jurado. Mi edad, mis antecedentes, mis recuerdos, todo lo que no coincidía con el sentido de sus tradiciones desfiló en ese instante entre nosotros. Sentí los ojos de Margarita viajar de los míos a los de Otto con una impaciencia escrutadora y, por primera vez, psicológica. Sin embargo, la juventud tiene también un coeficiente de elasticidad que no puede salvarse sin peligro. Por eso Margarita empezaba a regresar del viaje que la presencia de Otto le había obligado a emprender. Su rostro, como en una nueva pubertad, se fue cargando poco a poco de sangre, de expresión, de vida. Conjurando un minuto antes en pretérito imperfecto, había vuelto a hablar en presente. Admiré la velocidad con que sobre el semblante de ausencia que le había improvisado la memoria, iban naciendo de nuevo, uno a uno, los rasgos de su concreto semblante de hoy. Este rápido desarrollo tuvo para mí todos los peligros, todas las crueles delicias de un aterrizaje. Aviador aprendiz, cuando el rostro de Margarita se hubo inmovilizado por completo, cerré los ojos instintivamente, para que el vértigo no me hiciera pedazos la tierra.

La conversación transcurrió durante un cuarto de hora a mi lado en una absoluta indiferencia de mí. La sentía flotar sobre un mapa de ideas y de nombres borrosos. Sólo las frases de Margarita, silbantes como flechas y lúcidas, traspasando el blanco que les ofrecía el silencio de la señora Millers, herían de tarde en tarde mi atención. Las respuestas de Otto hubiesen hecho desconfiar a Newton. Desmentían la gravedad. Oscilaban en la indecisión y, al desaparecer, nadie hubiese podido afirmar que cayeran. Acaso simplemente se evaporaban.

Un silencio brotó como nacen siempre las cosas mejores: sin saberlo. Aprovechando este armisticio, la timidez del señor Millers asomó un ángulo por la rendija oscura de la puerta. Su presencia se hizo después más definida pero no más concreta. Lo envolvía demasiado el ambiente de la calle y el recuerdo de los asuntos que había dejado sin resolver en su oficina lo rodeaba como la atmósfera de un planeta distinto, irrespirable para nosotros. De todos los miembros de su familia, el señor Millers es el más alto, el más despegado del sentido de la tierra. ¿No ha pensado usted nunca en comparar esta casa con un aparato de radio? El señor Millers sería la antena. Su esposa, el magnanoz. Pero ¿qué hacer con Margarita? Sólo ella desparecería —demasiado real— dentro de la trasposición de una metáfora.

Al terminar la merienda —en que su llamada telefónica intercaló un oportuno entreacto— nos dirigimos todos al salón. En honor de Otto, acaso como una compensación de la merienda copiosa, los Millers habían preparado un concierto especialmente ligero: Mendelssohn, Chopin y Debussy. Margarita nos distribuyó los programas dibujados a pluma por ella misma sobre pequeñas tarjetas de cartón. En uno de sus ángulos había una lira impresa. Lo que permitió a Otto dar una mala prueba de su ingenio: —«No desperdicie usted las liras, Margarita. ¿No sabe usted que el cambio ha mejorado mucho con Italia?»

Los primeros acordes del piano de la señora Millers cortaron el silencio como un pliego de papel. Enseguida advertí los progresos que ella y su esposo han realizado en estos meses. No habiendo logrado nunca una ejecución muy feliz, su exactitud producía antes en el señor Millers un malestar violento. Ahora, más confiados en su propia inspiración, en vez de los allegros de marcha en que triunfaban separadamente, los asocia —como una segunda luna de miel— la lentitud apasionada de los andantes. A la luz de la lámpara con que se decidieron a sustituir los farolillos que daban a su sala el aspecto barroco de una poesía de Li-Po, el cráneo del señor Millers adquirió desde luego las fosforescencias cerebrales de que su conversación está exenta. Con una energía muy rítmica, su mano guiaba el arco sobre las cuerdas. Surgía de la sombra, se enjoyaba de diamantes en el surtidor de las notas altas y, al descender de los agudos a los graves, se hacía nuevamente oscura, del otro lado del río luminoso del violoncello.

La música impregna a Otto de una cordialidad imprevista. En ese instante del Rondo de Mendelssohn en que la melodía se arquea sobre sí misma, se contempla y parece iniciar su propia crítica, sentí su mano apoyar sobre mi espalda el peso de una admiración. Frente al él, Margarita parecía apreciar por primera vez las cualidades de estas melodías tan viejas. En sus ojos no vibraba un solo eco de realidad. Cerrados a la contemplación, el pensamiento se entornaba sobre ellos como un párpado y, así, lo que fuera luminosidad lo habían transformado en lucidez. Pero hay un fondo contrario a la lógica en el espíritu de Margarita. La idea de ser congruente consigo misma le desagrada como si supiera hasta qué punto el peligro de envejecer está oculto en la satisfacción de durar. Acaso por ese motivo, se ausentó del salón antes de que el Rondo concluyera y no regresó a él sino mucho después, apenas a tiempo de contemplar el gesto largo, gótico, con que las manos de la señora Millers peinaban sobre el teclado los Cabellos de lino de Debussy.

Aun a riesgo de prolongar esta carta —que acaso no conocerá usted nunca— agregaré aquí las conclusiones que obtuve de mi primera entrevista con Otto. Desde luego, me parece un animal sin tradición. Junto al escrupuloso respeto de los Millers por lo que hemos llamado usted y yo «sus dioses» —es decir la Música, la Historia, la Sensibilidad, con mayúsculas— Otto no logra sino una actitud de improvisado. Se nota siempre que ha sido aviador, y que ya no lo es. Va por la tierra con pasos sin medida y dudaría uno de confiarle cualquier objeto frágil, temeroso de que sus manos le imprimieran, en el vacío, un viraje demasiado rápido, un «looping the loop». Su presencia recuerda El álbatros de Baudelaire, pero sin ningún compromiso simbólico: los pies no lo dejan andar. Por otra parte, más lo miro y más advierto la condición extremadamente perecedera de la porcelana de que está hecho. Margarita me ha confesado que es un poco enfermizo. No lo creo. Es decir, acaso haya él adivinado la conveniencia de simular una naturaleza enfermiza para justificar, ante los otros, su eterna actitud de ausente. A Margarita esto le interesa porque le da oportunidad de derramarse en él. He llegado a pensar que también por esto prefiere nuestra amistad a la de sus compatriotas. Nuestro silencio, la afectuosa reserva de usted, mi propio desinterés fingido le proporcionan otros tantos anaqueles en que alinear su biblioteca, otras tantas mesas donde esparcir las baratijas que le están estorbando siempre y que no sabe guardar en las manos, sin romper. ¿Me atreveré a confesarle, Paloma, que, por todas estas razones, la presencia de Otto me intimidó? Tal vez. Pero no quisiera ver yo mismo claramente lo que hay en el fondo de esta antipatía. Tengo miedo de que refleje, cortado por un bisel quebradizo, el rostro de Margarita, ya dispuesto en mi contra.