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Más que alegría, lo que siento —nuevo Fausto ante el umbral de Margarita— es la inquietud de haberme equivocado de número. Al deseo inconfesado de que este temor se realice, se enreda enseguida el de no resignarme a partir sin haberla visto un instante. La seguridad de que, lejos de ella, su ausencia me apenaría como una traición, me devuelve la voluntad de acertar.
En un principio no analizo estas impresiones. Las recibo en desorden mezcladas tan deliciosamente al ruido metálico de la campanilla, a la frescura de la tarde y a la melancolía de la calle desierta que no sé hasta qué punto nacieron de mí o fueron resultando de la penetración del paisaje que no me detengo tampoco a analizar. No es Margarita la muchacha que asomó el rostro por la ventana del hall. Es una señorita menos joven que ella, más hermosa. Me saluda. En una flexión irónica del labio, en una limpia vibración de los ojos advierto mi error y reconozco su labio, sus ojos, la sonrisa definitivamente suya.
Le explico mi actitud. Dentro del hall su voz resuena con inflexiones menos sobrias que en clase, durante el examen: —«Mamá —dice— voy a presentarte al señor Borja. Es uno de los profesores que me examinaron de español hace dos semanas. Estoy segura que tendrás mucho gusto en traerlo». Frente a Margarita, apenas separada de la sombra en que el hall está sumergiéndose para la siesta, distingo la forma de una señora gruesa, invadida por la marea de una obesidad creciente pero esforzándose por salvar de ese completo naufragio de su esbeltez el rostro enjuto, de corrección estatuaria, noble. Me apresuro hacia ella. Al saludarme, su mano me detiene. La estrecho. A pesar del guante de gordura que la cubre, reconozco en ella algo de la impresión que me hizo la mano de Margarita al despedirse de mí frente al Buen Retiro. ¿Es acaso el recuerdo de la elevada temperatura de cordialidad que han puesto ambas en saludarme el motivo de esta confusión? Bendigo la sombra que oculta mi rubor y la conversación empieza dentro de esa incoherencia de las presentaciones en que cada interlocutor toma sus medidas con la estrategia de un jugador de ajedrez, colocando las primeras piezas sobre el tablero sin el propósito de continuar la ofensiva que parece interesado en descubrir.
La señora Millers me conduce al salón, lleno de baratijas sentimentales. Una colección de regalos de año nuevo no ofrecería más pintoresca variedad. Junto a un jarrón de porcelana china que parece bordado —tan leves son los colores de los personajes y la antigua delicadeza del dibujo— exhibe su insolencia una pistola del Renacimiento, tallada hasta la fragilidad con el interés probable de convertir la muerte en un refinamiento más de orfebrería. Del muro, cuelgan algunos retratos. En el centro, una acuarela representa a la señora Millers en el momento de entrar a la solidez de los treinta años. El acuarelista anónimo la inmovilizó en una actitud que debió ser, entonces, muy elegante porque resulta ahora absolutamente ridícula. Un pie, calzado con una zapatilla de baile, avanza bajo la falda de raso azul oscuro. Como un aroma, la blancura de los hombros emana del jardín de encajes que florece la parte superior del vestido; en las manos, las sortijas se llenan de zafiros ante el reflejo de la falda azul y los ojos se profundizan bajo las plumas del sombrero enorme que la cabeza soporta con una elegancia vecina de la habilidad. Al lado de la señora Millers me sonríe el semblante de Margarita, revelado por el fotógrafo en una hora feliz. Lleva un vestido claro, de líneas muy simples. Está sin sombrero y todo expresa en su actitud, el júbilo inteligente de vivir. Se nota, en el fondo, el primer plano muy preciso de un jardín real y no de ese jardín de escenografía que utilizan los fotógrafos para amenizar la perspectiva de sus retratos.
Mientras observo el desordenado gusto que presidió a la elección de los objetos que constituyen la intimidad de la familia Millers, la conversación empieza a brotar y, ya encauzada, discurre a través de un paisaje lleno de nombres conocidos. Beethoven, Wagner son los músicos que la señora Millers prefiere. Lo afirma, al menos, con una convicción orgullosa. Wagner le parece más «artista», Beethoven más «humano». Le digo: —«¿Se ha enterado usted de la teoría que algunos formulan, según la cual Beethoven podría ser considerado como el primero de los músicos puros, es decir como el primer de los músicos deshumanizados?» —«No, señorrr Borja —exclama con una indignación que le hace acumular las erres de mi apellido en un alarde de riqueza gutural verdaderamente extraordinario—. No me hable usted de música pura, por favor. Mucho menos de un Beethoven… ¿cómo dijo usted?… deshumanizado. ¿Qué tiene Beethoven que no sea humano? Busque usted una página en toda su obra que alguien no pueda sentir». Sin dar tiempo de que la busque, agrega: —«En cuanto a la música pura, Federico y yo hemos tratado de entenderla y le aseguro que no ahorramos esfuerzos. Compramos discos de Stravinsky, música para piano de Erik Satie. Todo inútil. Federico, durante el viaje que hizo hace dos años a Nueva York para arreglar un pedido de coladeras, estuvo en algunos conciertos de invierno. Se divirtió mucho con la música moderna pero no le pareció nada serio.»
—«No obstante —interrumpo— no podemos seguir siendo devotos de una música que corresponde a una manera espiritual que ya no es nuestra, a la sensibilidad de un mundo desaparecido»… La señora Millers quisiera protestar, pero la mirada de Margarita la tranquiliza como si, en vez de haber tocado el azul transparente de sus ojos, lo hubiera sorbido en una aspiración apacible de aire puro. Comprendiendo que su situación la obliga a ser tolerante, prefiere cambiar el tema de nuestra plática. Ahora viajamos sobre un río de recuerdos sentimentales. Me enseña en cada objeto la isla donde vivió un instante de su felicidad. —«Vea usted —me dice— no nos gusta tener a nuestro lado sino aquellas cosas que están ligadas a nuestra vida por un afecto. Todo lo que hay en esta sala me lo ha obsequiado Federico. Conservo, junto con las facturas, las cartas que me ha escrito al entregarme cada uno de estos muebles. Federico es un hombre admirable…»
—«Es un artista», exclamo, disimulando en una hinchazón teatral de la voz la indiferencia que me ahoga. Con una delicada insinuación, Margarita viene a salvarme. —«¿No quieres, mamá, que enseñemos al señor Borja la colección de tarjetas postales?»
La señora Millers asume una sonriente indiferencia ante el Universo que los viajes de su esposo han ido almacenando en el álbum de su hija. Cosa rara, es alemana y no tiene sentido de la lejanía. ¿Se habrá equivocado Spengler? En tanto que los dedos de Margarita deshojan ciudades y juegan con las fronteras de todos los países, la noche del salón se ha poblado oscuramente de lámparas. «Aun a pesar de las estrellas, clara». El verso de Góngora se ilumina de un raro sentido en esta penumbra que las luces múltiples no logran deshacer.
Shangai. En una calle estrecha, algunos hombres pequeños, con sombreros en forma de pagodas, parecen ya alineados para un acto de equilibrio. Adiós los palanquines que admiró Pierre Loti. Ahora los vehículos son Ford, como en La Habana o en Veracruz. Desde un ángulo de la tarjeta postal —1917— la tradición me sonríe en los ojos de una mujer del pueblo que se detuvo a mirar al fotógrafo.
Honolulú. La cartulina se ha inundado de sol y de palmeras. Se respira, como en el cinematógrafo, una luz hecha de reflectores. Sobre el timbre de los Estados Unidos, esta frase, impresa en caracteres dorados: Luna de Miel de Honolulú.
A la pregunta indiscreta que no me atrevo a insinuar se anticipa, maliciosamente, la cortesía de Margarita. —«No, esta tarjeta no es de mis padres. Ellos hicieron su viaje de bodas a Holanda. Cuando nací vinieron a América…» Este regreso a la realidad convence a la señora Millers. Por eso lo aprovecha para explicarme las condiciones en que conoció a su esposo, cuando no lo era aún. —«Federico estudiaba entonces en Heidelberg. No sonría usted. Ya sé que así empieza una gran parte de los cuentos alemanes del siglo pasado. En este caso, no digo sino la verdad. Quería ser ingeniero, pero la muerte de su padre, propietario de una gran librería, no le permitió terminar sus estudios. Durante años, Federico administró muy bien el establecimiento del viejo Millers. ¡Oh! perdone, es que así le llamábamos todos en Heidelberg. Pero no tenía ningún porvenir. A pesar de lo que digan, en Europa el porvenir de cada quien es siempre muy limitado.» Luego añade una frase justa: —«Parece como si el pasado de todos nos hubiera robado nuestro porvenir…»
Pudorosa, Margarita descorre sobre la intimidad que la conversación de su madre devela, el telón de una nueva página de su álbum. Ahora estoy en Suiza, aprisonado por un deshielo tardío. Paisaje cubierto de sweaters. Algunas muchachas han acabado de patinar y llevan todavía pedazos de rieles en los pies. Una vaca completaría el conjunto y el anuncio del chocolate Cailler, compañero del turista.
—«Cuando salimos de Alemania, Federico tuvo un momento de verdadera desesperación. El mundo es difícil en todas partes para los inmigrantes. Los primeros meses creí enloquecer. En Nueva York, Federico obtuvo un empleo de violinista. Un music-hall de la calle 43. Algo horrible. Federico era entonces muy joven y uno no puede fiarse de las bailarinas. Una amiga del boarding house me habló de México… Nos embarcamos.»
—«Vea usted —interrumpe Margarita— precisamente esta tarjeta de Nueva York. Mamá la conserva desde entonces.» A colores, la estatua de la Libertad alza su antorcha sobre un mar de cobalto. Se distinguen algunos ferries y el verde convencional con que el fotógrafo quiso significar la perspectiva de Battery Place. Un domingo de hace veinte años, lleno de bicicletas. En el fondo, los primeros rascacielos y, en un hueco más alto del aire, el presentimiento —o la ausencia— del Woolworth.
—Usted es muy joven, señor Borja y no recuerda el México que yo conocí. Terminaba en la estatua de Carlos IV… Federico se asoció en seguida con algunos compatriotas. Juntos, establecieron la Ferretería del Águila. En esos años, era un negocio espléndido…
¿Dónde estará la imagen del México que vieron los ojos de la señora Millers? La buscaría en vano en el álbum de Margarita y más en vano aún en la mirada opaca con que su madre la contemplaba ahora, dentro de sí. La edad, el interés desaparecido la han ido borrando de su memoria. En los lugares en que se vive, el recuerdo dura poco. La casa construida en el terreno baldío, la calle que se ensanchó devorando la casa construida hacen y deshacen la figura de la ciudad de suerte que, al cabo, lo que de ella recuerda el vecino más antiguo es —con escasas diferencias— lo mismo que conoce el turista: un conjunto de habitaciones, una pausa de árboles, un paseo.