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¿Y habré de conducirla paso a paso

como a ciega extraviada que tantea el camino

hasta dejarla donde la perdí?

Alfonso Reyes, Ifigenia

A partir de los exámenes, he pasado muchos días frente al Buen Retiro sin sonreír de la anticuada elegancia de este nombre que, antes, sólo podía pronunciar disminuyéndolo en un declive de burla, adelgazando la consistencia de sus sílabas para ver, al trasluz, el falso recato y la sensibilidad desteñida que lo inspiraron a su directora. Acostumbro salir a pie durante estas semanas de vacaciones, como si temiera que el automóvil me llevara más de prisa, a través del tiempo, hasta el umbral de los meses de trabajo en que me aguarda la promesa del año nuevo. Escojo siempre una calle distinta para no dar al placer que disfruto el aspecto endurecido de la costumbre. A veces, la ruta elegida me transporta a través de algunos ángulos inéditos de la ciudad y, entonces, descubro una sorpresa mezclada, en partes iguales, de deleite y de rubor como la que conmovería al erudito que hallara, en el libro más leído, el tesoro de una página desconocida. Cada esquina adquiere para mí las proporciones de un cabo de Buena Esperanza. Con la alegría de mis sentidos vacantes, voy creando la geografía de mi ciudad. Los aromas hacen las veces de los alfileres en los mapas y el perfume almidonado de una tienda de ropa o el olor caliente de una panadería limitan las latitudes.

Las calles que me acercan al Buen Retiro tienen nombres en que empieza a sonreírme una complicidad favorable. Son nombres del antiguo México que las juntas municipales no han logrado todavía sustituir con los apellidos de sus miembros, nombres de personas o de costumbres desaparecidas que presentan un encanto peculiar a la esperanza de la señorita Millers y en cuyo prestigio la sumerjo con esa complacencia con que los enamorados encierran las fotografías, demasiado modernas, de sus novias, en el marco de maderas antiguas que aprisionó en otra época la miniatura preciosa de la abuela o el daguerrotipo del tío olvidado.

Desde la esquina de la calle de las Moras, adivino el Buen Retiro. Me intereso por que la inteligencia o la memoria no intervengan en nada en esta sensación de su proximidad. Hago, al contrario, un esfuerzo por olvidar el objeto de mi paseo cuanto más me acerco a él, seguro de que los transeúntes, al verme contemplar el parque del colegio, tendrán la certidumbre de que es la primera vez que me detengo a mirarlo. Lo advierto en la simparía protectora con que me devuelven el interés que demuestro por una cosa que, a fuerza de verla ellos diariamente, fue adquiriendo a sus ojos la vaguedad del sueño, su transparencia y ese principio de definitiva disolución que acaba por corroer la esencia de los seres a quienes nos acostumbramos y los destruye más de prisa que el tiempo.

¿Encontraré esta tarde a la señorita Millers? En las viejas estampas bretonas que dibujó hace siglos la voz de María de Francia, el vuelo de una golondrina o la geometría con que las hojas figuraban, al caer, el emplomado invisible de una vidriera de aire, que eran para los amantes el presagio y la anticipación del encuentro. Todavía la Vita nuova descubre vestigios de esta herencia medieval en el respeto con que Alighieri analiza el hilo de que están tramados sus sueños. ¿Qué fuerza impía, llena, como la de Dios, de esas ternuras súbitas que maduran la miel de la santidad en el corazón de los fieles, me destinó este día, este sol del minuto perfecto para encontrarla? Recuerdo todo lo que me ocurrió durante la mañana. La voluntad, mezclada al deseo de parecerme —aunque sea en esto— a los grandes poetas que admiro, tiñe cada acontecimiento con un esmalte que no lo iluminó durante su realización y cuya frescura, demasiado reciente, denuncia el anacronismo. Así el anticuario, en una rendija del lustre, en una ojera en que el barniz vibró más de lo debido, advierte la falsificación del cuadro que rechaza.

Frente a la reja del Buen Retiro, un automóvil. Al acercarme, descubro en él un coche de alquiler lleno de bultos heterogéneos. Los hay grandes, capaces de esas cosas fundamentales que sostienen el argumento de una vida. Otros, más pequeños, esconden la promesa de lo superfluo y, por su mismo tamaño tan breve, hacen prever una delicadeza de la industria —si no una sonrisa del arte. Faso frente al automóvil y leo, en los gruesos caracteres amarillos de la placa trasera, el nombre de una municipalidad y el número de un año: San Ángel, 1925. El chofer vigila el equipaje y la reja entreabierta deja escapar un pedazo de la visión contenida del jardín.

Antes de haber adaptado un gesto oportuno a mi rostro, la presencia de la señorita Millers interrumpe esta contemplación y le da un sentido interesado. «—Buenas tardes, maestro», me saluda con una voz todavía incolora por la fatiga de la escalera larga y de los bultos laboriosamente elegidos.

—Buenas tardes, señorita…

Puse toda mi intención en hacer perceptibles, en esta frase, los puntos suspensivos que debería llenar la intimidad de un nombre y que no me resuelvo a sustituir con las sílabas neutras de un apellido. Por desgracia, la señorita Millers parece ajena a la interpretación de esta gramática aplicada y prefiere librarse de los bultos que, al inmovilizarla, hacen más definida la línea graciosa de su cuerpo sobre la reja del jardín.

Ya sin ellos, recobra la elasticidad que admiré en su porte durante el examen. De pie, resulta más esbelta aún que sentada. No sé si el tono de la luz —amarillenta en esta hora—, el sombrero claro o la sola sorpresa de sentirse descubierta la han he cho palidecer hasta la demacración. Todos los semblantes que, alrededor del suyo, ausente, el deseo concibió en estos días dentro de mí, me parecen ahora demasiado ricos de juventud y de expresión. Si no fuera por el ángulo de cielo anaranjado que flota en el cristal de sus ojos líquidos, quisiera despedirme, pero hay en su actitud uno de esos ademanes que recuerdan, en la tipografía, el trazo en que principia un paréntesis. El linotipista no querría dejar en él interrumpido su trabajo por temor de que un hada —esa hada maligna de las imprentas— viniera a llenarlo con la frase injuriosa que mancharía el original de la página iniciada.

—«¿Abandona usted el colegio?» —le pregunto, buscando en los bultos del coche con una indiscreción de enamorado aprendiz un pretexto para prolongar la plática sin hacerla toda en preguntas y respuestas como acontece en los métodos de idiomas.

—«Sí, maestro. Soy interna. Durante las vacaciones paso dos meses junto a mis padres» —Para deshacer definitivamente el hielo, agrega—: «Ellos viven en San Ángel, en una casita de campo de donde no salen sino a los conciertos de música de cámara de la Sala Wagner, todos los miércoles. ¡Oh, les encanta la música! La señorita directora, que es muy amiga de mamá, dice que es su única pasión».

¿Qué significado tiene para ella la palabra pasión? La pronuncia con ese tono ambiguo al que se adaptan torpemente los labios, queriendo advertir sin duda que se trata de una palabra que no sienten. Aun pronunciada por otros, tendría para ellos siempre algo de teatral, deliciosamente ridículo.

Sin quererlo, hemos caminado dos pasos hacia el automóvil y me sorprendo en la actitud de ayudarla a escalar el estribo. Su mano en la mía, más que un adiós, es una promesa de amistad durable. Mano recta en la que puedo contar las falanges y los huesos inteligentes de la muñeca, no por exceso de delgadez —que sería defecto—, sino por simplicidad artística de arquitectura o, acaso, por el mismo ademán generoso con que se entrega. Su calor me contagia de ella como de una enfermedad muy suave que hubiésemos querido padecer de niños para devolver interés a los cuentos de la nodriza y llenar de color los cartones de las horas ociosas. Bajo la blancura de su piel, adivino un esqueleto de coral, creado con la contribución de muchas venas perfectas por donde va y viene, agitándose sin desorden, una vida que no es mía y que, por eso, puede ser un objeto de la mía.

No quiero despedirme. —«¿Me permite acompañarla a San Ángel?» —interrogo con la convicción de que aceptará. Para abreviar en ella el combate interior que mi pregunta pudiera haber suscitado, asumo la actitud audaz de abrir la portezuela y de violar, en el interior del coche tan lleno de objetos suyos, un poco de su feminidad. Su resistencia deshace mi convicción. ¿Me habré equivocado? ¿Será una de esas muchachas a quienes la compañía de un hombre inquieta porque no ven en ella sino la ocasión de un peligro que, por esto mismo, parecen más interesadas en provocar?

Como si hubiese adivinado el motivo de mis reflexiones, desprende de la mía su mano y la apoya, con familiaridad enérgica, sobre mi hombro. Su cabeza erguida y la estatura convencional en que el estribo la coloca completan esa serena dominación. —«No, maestro. Esta tarde no. Tengo tantas cosas útiles que hacer… No quiero que el primer aspecto mío que usted recuerde sea el de la alemana trabajadora. Además, es mejor que le presente antes con mis padres. ¿Por qué no va a visitarlos uno de estos días, a las cinco? Les dará mucho gusto.»

Cuento los días con los dedos de la mano, a partir de hoy, el pulgar de mi semana. Por un raro acierto de coincidencias, señalo el jueves. De niño, ese era el día en que iba al cinematógrafo. El recuerdo de la costumbre olvidada barniza con nuevo brillo la idea de todos los jueves vividos desde entonces. Por una delicada asociación de emociones en que le ofrezco, junto con la fidelidad anticipada de mi memoria, un poco de la continuidad de que está hecha la vida, me comprometo a ir ese día a saludarla.

Antes de que la portezuela la aísle completamente, voy a preguntarle su nombre. El temor de una decepción, la idea de que mi pregunta le descubrirá toda una región de mí mismo que he tratado de conservar oculta, el lado por donde empieza a madurarme el amor, me hacen desistir del intento. Pero no pasa ahora inadvertido porque la veo buscar ansiosamente una tarjeta. —Ésta es mi dirección, explica al dármela, disimulando, bajo el pretexto de proporcionarme un dato necesario, la ocasión de complacer la súplica de una vergüenza sentimental me impidió formular en voz alta. Leo rápidamente: Margarita Millers. Y más abajo: Calle de Rosas 24, San Ángel.

Un golpe dispara la marcha automática. Luego, es un volumen todavía sólido pero ya ablandado, en los ángulos, por la velocidad que lima el que pasa junto a mí. El humo del aceite, como la niebla que envuelve a los dioses de Homero, me deposita nuevamente en la orilla de la realidad. Nadie pudo presenciar la maravillosa transfiguración. La calle continúa solitaria. Si no fuera por el hueco de aire que ha dejado el coche frente a mí, tendría la impresión de haber soñado. Me alejo silenciosamente, tocando uno a uno los barrotes de la reja. De su vibración recóndita —que los oídos no perciben— como del movimiento que afína en un solo arpegio todas las cuerdas de una guitarra, voy construyendo la melodía de la sombra.