La educación sentimental

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Conocí a Alejandro durante el desarrollo de uno de aquellos irreparables programas de prestidigitación con que, a fuerza de movimientos oratorios, los profesores de la Escuela Normal se arrebataban a sí mismos la fiesta en la inauguración, demasiado solemne, de nuestros cursos superiores de primaria. Sólo algunas semanas más tarde, al verlo vencer a Enrique en un simulacro de box, pude sentir no obstante, en su plenitud, la curiosidad que su presencia, callada, me producía. Esto ocurrió en uno de los salones del gimnasio, un poco prehistórico, en que, anticipándonos a la era perfeccionada del deporte, solíamos ya aprovechar —en un descanso lleno de fatigas— la media hora de recreo, intensa, que el plan de estudios nos concedía todas las mañanas y que, en la granada copiosa de nuestros trabajos, abría generosamente, como un cuchillo, el agudo silbato de la Dirección.

Blando en el cumplimiento de sus catorce años forzosos, Alejandro era aún, entonces, demasiado débil, demasiado distinguido para su edad. Sostenía una cabeza abstracta, de ojos mojados todavía por la lluvia de una niñez reciente, sobre la rama de un cuello elegante, pero indeciso, como un vago signo de interrogación. Todo él daba, por otra parte, la impresión de una gran pulcritud caligráfica. Junto al resto de los alumnos, que recordaba —por el número y la monotonía de sus copias— el conjunto de ejemplares a máquina obtenido en algunas oficinas, con el multígrafo, sólo él parecía escrito a mano, como el texto de esos aforismos escolares —lemas, consejos prácticos, máximas psicológicas— que, para mejorar las calificaciones de fin de curso, la señorita González reproducía en la primera página de nuestros cuadernos, con la angulosa perfección de su escritura inglesa, a régimen invariable de esbeltez.

Nada, en la conducta de Alejandro o en las líneas generales de sus vestidos, correspondía no obstante a esta idea de bienestar. Dentro de los gruesos zapatos de cuero negro que los oprimían, sus tobillos, afinados por la tensión elástica de las medias de lana, parecían siempre demasiado frágiles y, en sus manos acabadas de enjuagar, una blancura anémica sustituía el lino a la piel, dejando solamente para el recorrido de las venas superficiales un senderito azul, por el cual —si hubiésemos poseído algunas nociones de fisiología— hubiéramos apostado a ver subir o bajar según la hora, la afluencia periódica de la sangre.

En la escena de box con que me sorprendió aquella mañana, lo que me sedujo no fue, por consiguiente, la fuerza —que todo su cuerpo, asiduo, pretendía disimular— ni la astucia, que un aire de ingenuidad un poco devota velaba en sus ademanes, sino la lentitud. Sí, la lentitud y la pereza, exactas, con que cada uno de sus movimientos desplazaba en el aire el volumen adquirido de los anteriores, deslizando a los siguientes, sin prisa, por el declive de una velocidad que iba y venía neutral, isócrona, suave, de un lado a otro de la contienda, como la hamaca de una languidez.

Las reglas de boxeo estaban entonces en ciernes. Su arte, al menos, no había alcanzado en la escuela esa burocrática perfección que lo ha hecho compatible con la cortesía y que, junto con los sermones por correspondencia y las lecciones de tenis por radio, lo coloca entre las más firmes conquistas morales de nuestra cultura. El abrazo, sobre todo, con que los jugadores se despiden, en nuestros días, al final de la pelea en que se destrozan y que comprueba en ellos una extraordinaria riqueza de reconciliación, no existía en aquellos años. O si acaso existía, nosostros, en el colegio, lo aceptábamos únicamente cuando la intervención de algún compañero amable lo excusaba o la presencia de algún profesor austero lo imponía.

Por eso me atrajo, después de la perezosa indolencia con que, sin esquivar el combate, Alejandro continuamente lo controló, su cordialidad en derribar a Enrique de un inofensivo golpe en la sien y su consideración, al levantarlo, en darle a beber un sorbo de agua fresca dentro del vaso de peltre gris que hacía más insolente, por su contraste, la blancura del lavatorio.

A mí, los ejercicios físicos no me interesaban entonces, sino como espectáculo. Un desarreglo del aparato circulatorio —iniciado por el crecimiento, pero aprovechado por la comodidad— me relevó, a los diez años, del deber de concurrir tres veces por semana a esas lecciones de gimnasia rítmica en que, desnudos hasta la cintura, mis compañeros se convertían, bajo la invisible batuta del maestro en un silencioso concierto de liebres, ranas y mil otras especies de blandos y escurridizos animales. La violencia no me parecía especialmente útil, pero tampoco la suponía esencialmente hermosa. La admiraba en los demás. En mí no hubiese podido comprenderla.

De no sugerírmelo, por consiguiente, la dulzura con que la sonrisa lo puso de pronto por encima de nuestra sorpresa, o no me hubiese resuelto a felicitar a Alejandro o lo hubiera hecho sin espontaneidad. —«¡Qué listo eres! —le dije, acentuando con torpeza el tuteo—. Al principio, hubiésemos jurado que Enrique te ganaría. Parecía mucho más fuerte que tú…»

Alejandro me miró con una alegría diáfana, apenas separada de la tristeza por el delgado muro que la fatiga, como el vaho de una respiración ardiente, construía sobre los bordes de su cristal, demasiado fríos. Pasado aquel instante en que aguardó, deliciosamente, a que se cerrasen, inútiles, todos nuestros silencios, me respondió con un tono adulto, en que la ingenuidad no había madurado aún en orgullo: —«Todo esto no ha tenido importancia… Si es que Enrique estaba más cansado que yo…»

Estimo que la modestia es una condición esencial de la obra de arte. ¿Por qué me ha parecido, entonces, en la vida de los demás una postura incómoda y, hasta cierto punto, increíble? La de Alejandro no estaba manchada, es cierto, por ningún artificio. Profunda y fresca, parecía brotar en él —como el agua— de una delicada hendedura del temperamento. Pero la vibración del manantial demasiado próximo ondulaba su superficie con círculos tan perfectos que me hubiese halagado ver, en la periodicidad de su ritmo, la consecuencia de un estudio y la perspectiva, geométrica, de una preparación.