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En la calle, de regreso a mi casa, quise examinar los motivos de la alegría, violentamente física, que me estaba aturdiendo. ¡Era un júbilo de esencias tan inexplicables! No hubiera entre todos mis recuerdos hallado uno solo, preciso, con que compararlo. Y esa total ausencia de semejanzas, que —en cualquier otro asunto— me hubiese desorientado, en aquél solamente me estimuló.
En el fondo, sentía muy bien que mi entusiasmo no podría durar mucho tiempo, que su existencia misma obedecía, inexorablemente, a una necesidad oculta de desaparecer… Pero como si cada una de las horas, aparentemente inútiles, de mis paseos por Cuautla tuviese su término en esa inestabilidad de la delicia, la sorbía plácidamente, sin desencanto. Sin temor.
Caminaba de prisa, bajo las luces de aquellas calles que me habían aproximado ya a la Alameda. El ruido de mis pasos, en el cemento, me daba una extraordinaria impresión de agilidad. Después de la lluvia, la noche había quedado tan limpia que se podía tocar, en el viento, la forma y la profundidad exacta de los perfumes.
Entre los árboles, siguiendo el capricho y la complicidad de las sombras, vagaban algunas parejas de novios, estrechamente unidos. Había en el ritmo de su pereza no sé qué asfixia de todo el resto de las cosas, qué decidida voluntad de no respirarlas, que me latían a mí, en las sienes, con una frecuencia febril. Sin saber lo que hacía, de entre todas aquellas parejas elegí una… Y me dispuse a seguirla. De vez en cuando, el resplandor de una lámpara, acidulado por la humedad de las hojas, me dibujaba su presencia, sorprendida probablemente en la pausa de una caricia. Entonces, todavía temeroso de una realidad demasiado próxima, me detenía, esperando a que el tiempo me la esfumase. Y volvía a seguirla, en una especie de juego vagabundo, lento, que —a pesar del camino— no tenía nada de los azares activos de la caza, sino el azar inmóvil de la pesca que, como el sueño —o como la poesía— no persigue, sino espera sus hallazgos.
En un momento, al rodear la terraza de una de las fuentes, la pareja se me perdió. ¿Cómo hice, entonces, para recobrarme?… Estaba solo. Me sentía fatigado. La hora, la noche, la obligación de volver a cenar a casa, ¡todo estaba tan lejos de mí! Sólo la claridad de la piedra, destacándose sobre la negrura de los árboles, me reveló la existencia de unas bancas vecinas. Tuve un deseo, previsto, de sentarme allí a descansar.
Atraídas por la penumbra, algunas mujeres se habían reunido, antes que yo, en aquel paraje. No hablaban. No se miraban entre sí. Ordenadamente, parecían haber ido dejando que se congelase, entre ellas, un vacío profesional. De una, morena, recuerdo todavía la palidez, ceñida —en el cuello— por un collar delgado, negro, que la guillotinaba en azabache. ¿Fue junto a ella, precisamente, donde me senté?