Sam se quejó al darse la vuelta y puso la cabeza bajo la almohada. Se sentía tan miserable que solo deseaba poder dormir hasta recuperarse. El sudor le recorría el cuerpo formando diminutos remolinos que empapaban las sábanas, temblando encima del tejido húmedo.

–¡Mierda! –murmuró, no demasiado alto. Si hacía un movimiento brusco, los homúnculos en su cabeza volvían a martillear sin piedad.

No había un rincón de su cuerpo que no le doliera y las costillan le protestaban por la continua tos.

Oyó jaleo abajo, pero lo ignoró. Fuese lo que fuese, sus hombres se encargarían de ello. Para eso les pagaba. Ahora, solo quería estar a solas con sus miserias.

–No me importa que no quiera ver a nadie. Me verá a mí. Soy su médico.

Maddie.

Sam hizo un esfuerzo por incorporarse, pero la habitación le daba vueltas. Desorientado, acabó nuevamente tumbado en la cama.

Estoy hasta los cojones. No puedo mover un dedo. Y si había algo que Sam odiaba era sentirse impotente.

La puerta se abrió de golpe y Sam abrió un ojo para contemplar la panorámica más bella del mundo.

Maddie.

Arrugó el entrecejo al ver dos de los guardias de seguridad sujetándole los brazos, uno a cada lado.

–Quitadle las manos de encima –ordenó, ronco, pero capaz de hacerse oír.

Los guardias la soltaron como si Maddie fuera hierro candente.

–Lo sentimos, señor Hudson. Se nos escapó en la puerta y no hemos podido detenerla a tiempo. Como dijo que no quería ser molestado…

–Ella es la excepción, siempre –refunfuño–. Largaos de aquí.

Los guardias se fueron, dejando a Maddie en la puerta de la habitación. Cerró la puerta y se sentó a un lado de la cama. Con una mano en la cadera, llevó la otra a la frente de Sam, con ternura, retirándole el pelo de la cara.

–¿Qué te estás haciendo? Estás ardiendo. ¿Estás tomando algo?

–No necesito pastillas. Se me pasará –graznó, mirándola con una curiosa fascinación.

Ella fue al cuarto de baño. Sam la pudo oír enredando en los armarios.

–¿Qué coño es esto? ¿Tienes algo que no sean condones?

Por supuesto que era una pregunta retórica, aún así, cuando volvió a la habitación, como una furia mitológica, Sam se la contestó.

–No. No tomo pastillas. Nunca las necesito.

Ella cogió el teléfono de la mesilla de noche y empezó a buscar en el directorio. Marcó un número con ímpetu. Una vez que verificó que hablaba con el asistente de Sam, le dio una retahíla de órdenes como haría un sargento de caballería. Colgó el teléfono con un malhumorado click y llamó a otro teléfono. Una farmacia, por lo que él pudo entender de la conversación. Cuando terminó dejó el teléfono en la mesilla dando un golpe lo suficientemente fuerte como para que Sam dibujara una mueca de dolor.

–Necesitas sábanas limpias y una ducha. ¿Crees que podrías si te ayudo?

–preguntó con exigencia.

Sonrió burlón, cómo si esta mujer pudiera aguantar su peso

–¿Sabes? Esta actitud de médico mandón me pone. ¿Me vas a frotar la espalda?

–Si hace falta… –cortó con rapidez mientras empezaba a tirar de las sábanas que cubrían el cuerpo sudoroso de Sam.

No queriendo que ella notara su fragilidad, Sam hizo un esfuerzo sobrehumano para sentarse. Lo consiguió, pero se tambaleó en el momento en que se puso de pie y empezó a toser tan bruscamente que no podía parar. Ella lo sujetó con su cuerpo, más pesado de lo que parecía.

–Para alguien que es supuestamente un genio, eres un inútil cuando se trata de cuidarte a ti mismo –dijo como un gato enfadado.

¡Guau! Era excitante verla en esa actitud.

–Tienes que irte. No quería que lo supieras. Puedes contagiarte.

Le dio un vuelco el estómago solo de pensar en Maddie sintiéndose tan mal como él se sentía ahora.

–Me expongo a esto a diario, Sam. ¿Por qué no me has llamado antes? –preguntó, exasperada–. Tienes gente a tu entera disposición. Necesitas que te cuiden.

–No pido ayuda. Yo ayudo –retumbó su voz camino del baño, tambaleándose como un borracho. Verdaderamente, nunca se le pasó por la cabeza pedir ayuda. Odiaba sentirse vulnerable y prefería esperar hasta tener control de la situación.

Se quitó los calzoncillos, lo único que llevaba puesto, y abrió la ducha.

–¿Vas poder tú solo mientras busco sábanas limpias y hago la cama?

–Sííí –graznó una vez más, cuando el agua tibia le cayó encima.

–No la pongas más caliente. Aún tienes fiebre –le advirtió, mirándolo con autoridad.

Verdaderamente, la mujer no podía estar más sexy en su papel. Una arpía pelirroja a la que deseaba domesticar allí mismo. Por desgracia, no estaba en posición de arrastrala hasta su cubículo y poseerla apoyada en la pared de la ducha. Pero cómo lo gustaría. Nada le gustaría más que aprovechar la pasión que lo consumía en ese instante.

–¿De dónde venías? –preguntó, queriendo saber por qué llevaba un exquisito vestido de angora gris, color que acentuaba su pelo encendido, que se abrazaba a su cuerpo como un amante. Probablemente no estuviera pensado para ser provocativo, pero en ella lo era. De todas, todas.

–Fui a cenar antes de venir aquí.

Se quitó los zapatos al salir del cuarto de baño, dejando la puerta abierta.

¿Con quién?

Lo quería saber, pero Maddie había salido como alma que lleva el diablo. Dejó que el agua corriera por su cuerpo, limpiando el sudor de su cuerpo. Le echó un vistazo a la temperatura del agua, tentado de ignorar a Maddie y subirla, pero ella estaba dispuesta a todo. Es posible que le diera una patada en el culo. Sonrió y se apoyó en la pared para dejar que el agua lo limpiara. Quería enjabonarse, pero solo tenía energía para mantenerse de pie bajo el agua.

Maddie regresó cinco minutos más tarde. Él la miró, completamente hipnotizado, mientras ella se quitaba cada una de las prendas que llevaba puestas, dejándolas amontonadas en el suelo. No era un strip tease, pero Maddie solo necesitaba respirar para excitarlo, y verla desnudarse lo había tensado y preparado para la acción. Una lástima que el resto de su cuerpo no lo estuviera.

Enarbolando una esponja, Maddie se metió en la ducha, haciendo frente a algunos escalofríos por la temperatura del agua antes de ponerse manos a la obra. Roció la esponja con jabón y empezó a pasarla por la piel de Sam, deslizándola por su cuerpo con delicadeza.

Titubeó cuando llegó a la ingle y el cuerpo de Sam se tensó entero. Él se obligó a reprimir el instinto de detenerla. Era Maddie, querréndolo ayudar. No la iba a rechazar. No quería rechazarla.

Maddie dejó caer la esponja, y Sam sintió sobre él sus manos delicadas descendiendo desde la ingle y manipulando su pene latiente con los dedos. La sensación le causó un sobresalto inicial, pero no apartó lo ojos de Maddie mientras lo tocaba, concentrándose exclusivamente en ella. Algo desencantado porque no se quedara allí por más tiempo, sintió sus manos recorrerlo, tan adorablemente, entero. Apretó los dientes y endureció los glúteos cuando Maddie lo acarició entre medio de los dos, dejando que sus dedos lo tocaran cerca del ano. Dejó escapar un bufido atormentado, en parte por miedo, en parte por placer. Su toque era clínico, pero dolorosamente sutil, tentadoramente delicado.

De cuclillas, le enjabonó las piernas. Luego, se puso de pie y le lavó el pelo, tranquilizándolo mientras le masajeaba el cuero cabelludo. Con la ducha de teléfono supletoria le enguajó enérgicamente el pelo y todo el cuerpo. Luego cerró la ducha. Maddie se secó con prisas, pero cogió otra toalla y dulcemente lo acarició con ella, secándolo con ligeros golpecitos. Después de ponerse una camisola de algodón de la pila de prendas que había dejado sobre el mueble del lavabo, cogió a Sam por la cintura y lo llevó hasta la cama, ayudándolo a ponerse un par de calzoncillos limpios.

–Sin duda David es eficaz –se maravilló, recogiendo el vaso de zumo de la mesilla y pasándoselo a Sam. Sacó pastillas de varios frascos y se las puso en la boca a Sam, como hubiera hecho con un niño recalcitrante–. Nunca pensé que haría todo esto tan rápidamente.

–Para eso le pago –presumió. Sam no se dejaba impresionar. Abrió la boca obediente, sorprendentemente, y ella le administró las pastillas, acompañadas por un trago de zumo.

–Termina de bebértelo. Necesitas estar hidratado. Acabo de darte algo para la fiebre, la congestión, la tos y el dolor. Vas a quedarte frito, seguramente.

Le pasó los dedos por el pelo mientras hablaba, con un ceño de preocupación en el rostro. Sam terminó el vaso de zumo y Maddie se lo retiró.

–Túmbate y descansa.

–Quédate conmigo –le rogó Sam, incapaz de contenerse. No le importaba nada si sonaba patético, su necesidad por ella era mayor que su orgullo.

–Por supuesto que me voy a quedar –replicó Maddie, como indignada.

Sam sonrió mientras que ella se lanzaba a una diatriba que incluía algo acerca de hombres testarudos y otros reniegos acerca del género masculino y de él en particular. De alguna manera, sus quejas no le molestaban en absoluto… le hacían sentir un dolor amable en el pecho por la única mujer, aparte de su madre, a la que le había importado.

Se apoyó en una almohada para ver a su fogosa hembra marcando el paso por la habitación, recogiendo sus ropas y poniendo en orden las cosas que había desperdigado por el suelo cuando cayó enfermo y que todavía no había recogido. Ella mascullaba por lo bajo, pero Sam estaba seguro de que seguía con su diatriba, así que quizás se alegraba de no poder oírla. En su lugar, se embebió en su contemplación, sintiéndose bien por el simple hecho de mirarla.

Ducharse lo había ayudado. Se sentía limpio por primera vez en días y a gusto entre sábanas limpias. Su dolor de cabeza se fue aliviando paulatinamente y el letargo, en lugar del malestar, empezaba a reclamar su cuerpo.

Tenía el pene como una piedra y se endureció aún más cuando ella se agachó, revelando su sabroso trasero. Se quedó embobado, incapaz de hacer nada más, mirando lascivo a su desnuda retaguardia mientras se agachaba para recoger los zapatos.

Maddie se incorporó y se dio la vuelta, mirándolo con reprensión.

–¿Estás mirándome el culo? Necesito bragas –balbuceó.

Oh no, de ninguna manera. Suspiró decepcionado cuando ella se metió en el baño, obviamente para buscar ropa interior entre las prendas que él le había comprado y que ella nunca se llevó a su casa.

Después de volver del baño, cogió un termómetro de la plétora de objetos que David había dejado allí y se lo puso en la boca a Sam.

–No hables –le advirtió, arqueando una ceja.

Frunció el ceño y cruzó los brazos. Que lo mataran si no quería arrancarse aquella cosa molesta de la boca, solo por joder.

Ella se rio, un leve, distendido sonido que flotó hasta los oídos de Sam como un bálsamo sanador.

–Pareces un niño malo –rio alegremente, poniendo la mano en la frente de Sam.

Sonó un bip y retiró el ofensivo termómetro.

–Alta –anunció–. Pero creo que más baja de lo que la tenías. Voy a tener que despertarte a mitad de la noche para darte medicación.

Sam frunció el ceño otra vez cuando ella le dio más zumo. Lo último que quería hacer era tragárselo. Sentía la garganta como si se la hubieran pulido con papel de lija.

–Bébetelo. Necesitas fluidos –replicó, como si supiera lo que él estaba pensando.

Clavó los ojos en ella mientras se bebía el zumo, contemplando como la hermosa arpía agitaba las medicinas que había encima de la mesita de noche, probablemente para posteriores dosis.

–¿Nadie te ha dicho nunca que eres un médico muy mandón? –preguntó Sam secamente, pasándole el vaso de zumo vacío.

¿No le había dicho nunca nadie lo excitante que era cuando se enfadaba?

Dejando la copa en la mesa, cruzó los brazos y lo miró de forma castigadora.

–Solo mis pacientes menos colaboradores. Si no fueras tan obstinado, pensarías que soy el doctor más amable del mundo –respondió Maddie con un tono seudo azucarado.

–A mí me pareces muy amable, de todos modos –admitió él, su voz, grave y ronca–. ¿Qué te ha pasado en la cabeza? –preguntó, arrugando el ceño, al notar un pequeño moratón en la sen izquierda que no había visto antes.

–Nada. Un pequeño accidente de coche. Simplemente me di un golpe en la cabeza –se metió en la cama y se cubrió con las sábanas. Apagó la luz sobre la mesita de noche, sumiendo la habitación en oscuridad.

Sam estiró los brazos para adueñarse de ella, abrazándola por la espalda. ¡Dios! Qué bien se sentía así. Apretó su pecho contra la espalda de Maddie y enterró su cara en la seda de su melena.

–No hay accidentes de coche pequeños. ¿Qué ha pasado de verdad? ¿Cuándo? Nadie me ha llamado. Esos guardias están más que despedidos –protestó, estremecido pensando que Maddie había tenido un accidente y él no lo había sabido.

–No los vas a despedir. Me dejaron aquí porque mi coche ha quedado probablemente para la chatarra. Les dije que no te llamaran porque venía para acá de todas maneras. No pasa nada, Sam. Estaba de camino y el tiempo es un asco, ha estado lloviendo todo el día. Otro coche patinó en el agua al parase en un semáforo y me dio. Estoy bien –respondió algo exasperada.

A Sam, el corazón le latía tan deprisa que le faltaba el aire. Se apretó a Maddie más fuertemente, tocándola por todas partes.

–¿Y se tuvieras algo más serio de lo que tú crees? –preguntó, aterrado solo de pensarlo.

Maddie se dio la vuelta, poniéndole los brazos alrededor del cuello.

–No lo tengo. Estoy bien, Sam. Me preocupas tú. Tú estás enfermo. Por favor, duerme. Me dieron por el lado del copiloto. Solo me asusté un poco. Soy médico. No me dieron tan fuerte como para hacerme daño, pero lo suficientemente fuerte para acabar con mi pobre coche.

–Necesitas un vehículo más grande. Algo más seguro. Y más nuevo –le respondió, con una mezcla de irritación y miedo en la voz.

–Duerme –insistió ella, acurrucándose contra él.

Sam estaba grogui, posiblemente por la medicación, pero no podía impedir que la imagen del coche de Maddie siendo golpeado, con ella dentro, lo obsesionara. ¿Y si hubiera sido algo serio, o aún más serio? ¡Dios mío! Esa imagen lo iban a atormentar durante algún tiempo.

–Algo terrible podría haber pasado –dijo finalmente, taciturno.

–No pasó –intentó calmarlo Maddie, poniendo la cabeza en su hombro y pasándole la mano por el pelo, acariciando su nuca formando círculos con los dedos–. Por favor, descansa. Me preocupas. Tienes una buena gripe y necesitas dormir.

A Sam le dolía el pecho, pero no por la enfermedad. La voz dulce, preocupada, de Maddie lo tranquilizaba y cerró los ojos, apretándolos fuertemente, conteniendo la emoción que la vigilante protección de Maddie le producía.

Podía entender su maniática preocupación por la seguridad de Maddie, pero tener a alguien que cuidara de él era nuevo, y no sabía cómo llevarlo.

–Me alegra que hayas venido, cielo –murmuró ahogadamente, restregando el rostro en el pelo de Maddie.

–La próxima vez me llamas –le pidió adormilada.

–Nada puede pasarte, Maddie. No lo soportaría –dijo con gravedad.

Sam se preguntaba cómo Max pudo sobrevivir después de perder a su esposa. El dolor debió ser insoportable si Max había sentido algo similar a su obsesiva necesidad por el delicado milagro en rojo que se acurrucaba en sus brazos.

–Pero estoy aquí, Sam –susurró Maddie.

¡Gracias a Dios!

–Te vas a casar conmigo –resonó Sam, cerrando los ojos, la somnolencia se apoderaba de él.

Ella no respondió. Simplemente se acurrucó más en él y suspiró.

Sam no dejó que la falta de respuesta le molestase. De hecho, sus labios dibujaron una sonrisa. Estaba progresando. Al menos, Maddie no arguyó nada en contra. Tampoco dijo no.

Con ese feliz pensamiento en la mente, se durmió.