–¿Es cierto, Max? ¿Eres realmente mi hermano? –le preguntó Maddie con voz temblorosa.
Habían llevado a Sam a radiología para ver si tenía alguna fractura en la columna. Mientras tanto, Max y Maddie esperaron juntos en una oficina de la sala de emergencias, sentados uno al lado del otro, agarrándose de la mano.
A Maddie le temblaba ligeramente la mano, los sucesos de aquella noche empezaban a hacerse sentir. Había sido una noche extraordinaria… Pero ya sabía la respuesta antes de preguntarle a Max, estaba convencida de que era su hermano. Lo sentía en sus vísceras, en su alma. Max Hamilton era, verdaderamente, su hermano.
Maddie lo miró y sonrió. Max tenía razón. Tenían los mismos ojos, un color avellana inusual, con una cenefa dorada rodeando la pupila, rodeada a su vez de un iris marrón verdoso. Cuando conoció a Sam, este empezó a llamarla cielo por sus ojos, argumentando que el halo en torno a su pupila le recordaba una puesta de sol. Más tarde le dijo que porque ella era el sol que iluminaba sus días.
Max le apretó la mano un poco más.
–Es cierto. Tenía que asegurarme antes de decirte nada pero, para mis adentros, estaba convencido. En el mismo momento que te vi supe que tú y yo estábamos emparentados.
Retirando la mano, sacó su cartera del bolsillo y hurgó en ella, extrayendo una vieja fotografía, una imagen pequeña. Parecía una foto típica de escuela secundaria.
–Esta es nuestra verdadera madre –le explicó, pasándole la foto a Maddie–. Es una fotografía de su último año de instituto. Te pareces mucho a ella.
Cogió la foto. Miró con atención la cara juvenil y la sonrisa despreocupada, los llameantes rizos rojos y los ojos marrones. Rasgos muy similares a los de ella.
–¿Aún vive? –preguntó curiosa–. ¿Cómo la encontraste?
Max se pasó la mano por el pelo, con tristeza.
–No. Murió a finales de los ochenta, en un accidente de coche, con su tercer marido, que conducía borracho.
Maddie no había conocido a la mujer de la fotografía. A pesar de todo, la invadió una sentimiento de orfandad. Probablemente siempre había esperado que algún día su verdadera madre la encontraría, que la mujer que la había traído al mundo la había querido pero tuvo que abandonarla. Admitió para sí que probablemente había imaginado un cuento de hadas. De hecho, esta era la razón por la que nunca había hurgado en los papeles o buscado a su madre biológica. Mientras no supiera la verdad…había esperanza, ¿o no? En su juventud, la ilusión de que su madre algún día la buscaría le había ayudado a sobrevivir una casa de acogida tras otra, aferrándose desesperadamente a la esperanza de que sus padres la querían de verdad pero no pudieron hacerse cargo de ella. Años más tarde decidió que no quería saber la verdad. Su corazón, herido y maltratado por demasiados años de rechazo y sufrimiento.
Con un dedo sobre la foto, Maddie respondió en voz baja.
–No sé de ella mucho más que su nombre. Se llamaba Alice Messling. El nombre de mi padre era Victor Dunn. No estaban casados y apenas tenían los dos dieciocho años –recordó–. ¿Sabes tú algo más? –interrogó Maddie, preparada para oír sus respuestas. Ahora tenía a Sam… y a Max. Lo que hubiera en el pasado no podía causarle daño nunca más.
Max volvió a cogerla de la mano mientras le hablaba.
–No estaban casados cuando tú naciste, pero se casaron antes de que yo naciera. Tú tenías dos años y yo era un bebé cuando nuestro padre murió. Lo atropelló un coche un día camino del trabajo, dejando a nuestra madre sin ingresos y con dos niños, sin ninguna forma de salir adelante –respiró hondo antes de seguir–. Por lo que he sabido, no tuvo más remedio que abandonarnos. Quiero pensar que lo hizo por nuestro bien. Acabó casándose dos veces más, probablemente porque era la única forma que tenía de sobrevivir.
Se volvió para mirar a Maddie, con algo de remordimiento en la mirada.
–No lo sabía, Maddie. Si lo hubiese sabido, hubiera removido cielo y tierra hasta encontrarte. Tuve suerte. Fui adoptado casi inmediatamente. Mis padres tenían dinero y yo fui un niño privilegiado mientras que tú fuiste de mano en mano. Lo siento. Lo siento muchísimo –añadió, con la voz rota por la emoción y el dolor–. Cuando mis padres murieron, creía que no tenía a nadie más.
Maddie miró a los ojos contritos de Max. Le dolía el pecho por todas las lágrimas contenidas.
–Yo tampoco lo sabía. No era culpa tuya, Max. Sencillamente, me alegro de tenerte aquí ahora.
Y estaba feliz. Su corazón, rebosante de felicidad. Tenía a Sam, tenía a su hermano y tenía amigos a los que les importaba. Para una mujer que una vez se sintió mal querida, era todo lo que necesitaba.
–Yo también, Maddie. Quiero llegar a conocerte, ser un hermano para ti. ¿Me dejarás? –preguntó Max titubeante.
Las lágrimas bañaban las mejillas de Maddie. Miraba a su hermano, compasivo y solidario, que seguía estando increíblemente atractivo de esmoquin, aunque el suyo había perdido algo de su apresto.
–Por supuesto. Siempre había deseado tener un hermano –le dijo nostálgica, soltándose de la mano y rodeándole el cuello con sus brazos, aferrándose a él como sellando su vínculo. Desde el primer momento, Max despertó en ella su instinto de protección, la necesidad de mitigar su dolor. Probablemente no sucedería hoy o mañana, pero estaba decidida a verlo feliz de nuevo. Algún día.
Maddie suspiró cuando los brazos de Max la rodearon, empujándola hacia él en un intenso abrazo.
–Encontrarte fue algo que no me esperaba nunca, pero estoy agradecido por haberte encontrado. Ojalá te hubiera encontrado antes. No quiero pensar en todo lo que sufriste en tu niñez. Tuvo que ser muy duro para ti.
Ella se pegaba a él, la mejillas cubiertas de lágrimas, percibiendo en el abrazo que Max era un hombre capaz de sentir intensamente.
Max. Necesitas cerrar tus heridas. Tienes tanta tristeza acumulada.
Maddie podía percibir la soledad de Max en la deseperación de su abrazo. Su hermano vivía con dolor, pero nada podía hacer por él excepto abrazarlo fuertemente, esperando que la felicidad de haberlo encontrado pudiera llenar un espacio en su alma vacía.
–¡Eh, tú! Quítale las garras de encima a mi novia.
El bufido divertido de Sam les llegó desde la puerta. Max y Sam intercambiaron sonrisas. Los dos parecían aliviados por el hecho de que no tuvieran que pelearse más por ella.
Maddie soltó a su hermano, volviéndose a Sam con gesto de preocupación.
–¿Te ha dicho el médico que podías andar? –preguntó, amonestándolo.
Su corazón saltó de alegría cuando miró a Sam, que todavía llevaba los pantalones del esmoquin debajo de la bata del hospital. Estaba magullado y probablemente lleno de moratones, pero nunca había estado tan guapo. Su sonrisa reflejaba el dolor físico y sus habituales zancadas se habían ralentizado por la molestias causadas por los golpes, pero qué guapo estaba. Especialmente porque Maddie se había temido que estuviera seriamente lesionado, o algo peor.
Él le dirigió una sonrisa de un lado, maliciosa.
–Sí, señora doctora, me lo ha dicho. Lo hice venir a radiología para mirar los resultados de los rayos X inmediatamente. No me iba a quedar atado a la puta camilla, dura como una piedra, más de lo necesario.
Se encaminó hacia ella, y le dio un prolongado beso en la mejilla. Maddie contuvo la respiración, sin entender cómo un beso inocente podía ser tan sensual.
Porque el mínimo roce de Sam está repleto de sensualidad y siempre me excita. Mucho.
–¿De modo que estás haciendo valer tu poder económico por aquí también, obligando a los médicos a hacer lo que tú quieras? –preguntó, intentando ocultar su regocijo. Estaba convencida de que Sam no le había pedido nada al médico amablemente. Sam se lo habría exigido… y como era uno de los generosos donantes de la clínica, harían lo que les dijera.
–Tú eres médico y nunca me ha servido contigo –murmuró contrariado.
Maddie se cruzó de brazos, levantando una ceja y mirándolo a los ojos.
–Eso es porque te conozco bien desde hace años. Tus tretas de seductor no funcionan conmigo –le informó, intentando mantener la compostura.
Para ser honesta, apenas podía reprimir el deseo de arrojarse a sus brazos y abrazarse a él hasta convencerse de que estaba del todo bien. La imagen de Sam saltando por encima del hueco de la escalera para protegerla no dejaba de obsesionarla, como una horrible pesadilla. ¿Qué clase de hombre haría algo así?
Un hombre a quien le importas más que su propia vida.
–Me quieres. Lo sé –le dijo Sam, en su voz un tono juguetón, lleno de vulnerabilidad, mientras le pasaba el dorso de la mano por la mejilla.
Maddie sonrió, incapaz de contenerse más. Había escuchado a Sam y Simon tirarse puyas muchas veces. Había oído a Sam decirle esas mismas palabras a su hermano. A las cuales la respuesta de Simon era casi siempre la misma… “Hoy no”.
Le cogió la mano y la mantuvo sobre su mejilla.
–Pues sí. De hecho te quiero. Te quiero a todas horas –respondió dulcemente, mientras se le aceleraba el corazón.
Verdaderamente, ¿cómo podía responderle de otra manera? Sam necesitaba amor y ella no podía pretender más que su mundo no era él. Se acabó para ella ocultar sus sentimientos, no revelar cómo sentía. Sam la había asustado hasta casi morir esa misma noche. La vida era demasiado corta para callarse lo que sentía.
A Sam se le saltaron las lágrimas, destellando con el color de la exquisita gema que reflejaban.
–¡Joder, cariño! Tu reacción me gusta más que la de Simon –carraspeó emocionado, entrelazando su mirada con la de ella, sus ojos hablando por él–. ¿Tú sabes cuánto he esperado oírte decir estas palabras?
Maddie negó con la cabeza, incapaz de hablar.
–Siempre –replicó enfático, envolviendo con sus dedos los dedos de Maddie, su agarre tan fuerte que era casi doloroso–. Vámonos a casa.
–Aún no te han dado el alta y tú te quedas aquí hasta que yo haya hablado con el médico.
De ninguna manera se iba a ir Sam de allí sin que ella supiera exactamente cuáles eran sus lesiones.
–Tirana –acusó con una sonrisa devastadora–. Me pone. ¿Quieres jugar a los médicos cuando lleguemos a casa?
A Maddie le recorrió un escalofrío. La idea de examinar el cuerpo de Sam al detalle la hubiera excitado si él no estuviera magullado hasta las cejas.
–Necesitas tomártelo con calma. Vas a estar dolorido algún tiempo –respondió, ignorando sus insinuaciones.
Sam arrugó la frente, pero cuando iba a abrir la boca para responderle, el doctor de la sala de emergencias entró en la habitación.
Maddie conocía al doctor de pelo canoso, algo mayor, y se adelantó para hablar con él acerca del tratamiento y los cuidados que necesitaría Sam. De reojo, vio cómo Max ayudaba a Sam a ponerse la camisa. Por comodidad, no se puso la chaqueta. Sam se quejaba, impaciente con todo lo que le obligaba a aminorar la marcha.
En el mismo instante en que el médico de emergencias abandonó la habitación, Sam se dirigió decidido hasta la puerta.
–¡Un momento! –le gritó Maddie–. Tenemos que recoger el tratamiento y firmar el alta, Sam.
Lo agarró ligeramente por el faldón de la camisa. Él la cogió de la mano –Nos vamos –dijo Sam ásperamente, queriendo llevársela de allí, con Max detrás de ella.
Maddie miró a su hermano, su sonrisa iluminándole el rostro al ver a Sam dando zancadas, dirigiéndose testarudo hacia la puerta.
Max se encogió de hombros y Maddie puso los ojos en blanco. Por suerte, se encontraron con una enfermera en la puerta y Sam cogió el bolígrafo y garabateó su nombre en el alta médica, sin apenas alterar su rumbo. Maddie cogió los papeles y le arrebató el informe del tratamiento a la enfermera. Sonriendo, siguió felizmente a Sam.
–No necesito las putas pastilla. Todo lo que necesito eres tú – gruñó Sam, camino de la salida, sujetando aún más fuertemente la mano de Maddie.
No fue exactamente un momento romántico o tierno, pero viniendo de Sam, el comentario era genuino e hizo suspirar a Maddie.
Veinte minutos más tarde llegaban a casa.
–¿Por qué no me quitaste la virginidad cuándo éramos jóvenes? –preguntó Maddie, tumbada al lado de Sam, tan próxima a él como consideraba seguro en aquella enorme cama. Él hacía todo lo posible para que se acercara más a él, pero ella se escabullía, preocupada por sus dolores.
A Sam le habían salido moratones por toda la espalda y las piernas y tenía algunas contracturas musculares. Por suerte, no se había roto nada, pero estaba segura de que le dolería todo el cuerpo. Se le notaba al andar, en la expresión de dolor de su cara. Lo había desvestido, excepto por los calzoncillos de seda, y lo había acostado. Luego, ella misma se metió en la cama después de ponerse una camisola de seda y de haber necesitado, prácticamente, forzarlo a tomarse las patillas para el dolor.
–No podía hacerlo –respondió llanamente, titubeante, pasándose la mano por el pelo, frustrado, no sabiendo muy bien cómo contestar.
Probablemente, en otro tiempo, Maddie hubiera tomado su respuesta como un rechazo. Pero ahora no. No después de todo lo que había ocurrido entre ellos. Ella sabía bien la respuesta, pero quería oírla de él.
–¿Por qué? –preguntó dulcemente–. ¿Fue porque te habían maltratado y abusado sexualmente de ti?
Estaba cansada de evadir el tema.
–¿Lo sabías? –preguntó tranquilamente, su voz grave delatanado sorpresa.
–Leí tus informes médicos, Sam. ¿No te acuerdas? Esa información estaba allí también –admitió Maddie, buscando su mano para reconfortarlo.
–¡Mierda! –carraspeó. Le apretó la mano a Maddie, su cuerpo tenso–. No era mi intención que lo supieras. No debías saberlo. Es una vergüenza. No te merezco. Fui una rata de callejón que puso su cuerpo a disposición de otros hombres.
Su voz ronca, atormentada.
–Abusaron de ti –insitió Maddie, indignada–. No tienes nada de qué avergonzarte, Sam. No fue culpa tuya.
Se incorporó sobre un codo, capaz de ver la cara de Sam a la luz de la luna que entraba por la ventana, pero no sus ojos. Sam estaba echado y tenía el cuerpo rígido, nada se movía.
–No abusaron de mí. Les dejé hacerlo –respondió secamente.
–Para proteger a Simon –añadió ella–, para que lo dejaran en paz.
–Qué importa por qué. Yo consentí –respondió con rigidez.
–Claro que importa, Sam– replicó Maddie con suavidad, acercando la mano a la mejilla de Sam–. Cuéntamelo todo –le rogó.
¿Cómo podría convencerlo, por su parte, de lo heroico que había sido sacrificarse por Simon? Él se sometió al dolor y la humillación para evitar que su hermano se convirtiera en otra víctima de su padre, a quien le pagaban en drogas y alcohol por el uso de su hijo.
Sam dejó escapar un suspiro viril.
–Una noche, oí a mi padre hablando con unos individuos. Estaban cerrando un trato. Era un grupo de hijos de puta de la organización a los que les ponía tirarse a críos. Querían a Simon, que era un niño indefenso. Mi padre estaba dispuesto a hacerlo, iba a dejar que le hicieran eso a Simon. ¡Hijo de puta! ¿Cómo puede un hombre sacrificar así a su hijo? No puedo haber ninguna razón.
A Sam le palpitaba el pecho mientras hablaba.
–Simon estaba en la escuela primaria, era un mocoso. Inocente. Le dije a mi padre que lo mataría si le ponía una mano encima a Simon y me dijo que había hecho un trato y que estaríamos todos en peligro si no lo cumplía. Así que dejé que aquel cabrón me entregara a mí en lugar de Simon.
Maddie exploró las mejillas y los rizos de Sam con sus manos. Su hombre, dulce, protector, intrépido, se había ofrecido en lugar de su hermano.
–Te hicieron mucho daño –le susurró con lágrimas asomándole a los ojos.
–No quería que lo supieras, Maddie.
Hablaba con la voz entrecortada. La tortura de revivir todo aquello, evidente.
–Me preguntaste cómo me había hecho las cicatrices en la espalda. Me las hicieron cuando me hacían tanto daño que me peleaba con ellos. Les dejaba hacer, pero la mayoría de la veces tenían que obligarme a someterme.
–Mi pobre Sam. Te quiero, cariño. No soporto el dolor que sufriste y si encontrara a esos hombres, probablemente los mataría yo misma. A la mierda con el juramento hipocrático –respondió con odio–. No fue culpa tuya. Tú fuiste valeroso y fuerte. Y abusaron de ti, te violaron, te maltrataron. No importa que tú te ofrecieras a hacerlo. Al contrario, lo hiciste para ahorrar el dolor a Simon. Es aún más triste.
Maddie terminó con un sollozo que no pudo contener.
–No llores. Por favor. Fue hace mucho tiempo –dijo dubitativo, soltándola de la mano. La rodeó con un brazo y la pegó a él.
–No. Estás dolorido –le advirtió Maddie severamente.
–Dolerá más si te resistes –le respondió–. Y duele aún más no tenerte cerca de mi.
Eso la desarmó. Intentó estar lo más quieta posible, pegada a él.
–¿Lo sabe Simon? –preguntó, buscando una confirmación.
–No. Nadie lo sabe excepto mi terapeuta y ahora tú. Mi madre se odiaría a sí misma por lo que pasó, al igual que Simon.
–¿Te ayudó la terapia?
–Sí. Me ayudó con la mayoría de mis problemas. Me temo que no he superado lo de ser tocado. Normalmente intento dar tanto placer a la mujer que ninguna se ha preocupado realmente de tocarme– dijo sinceramente.
–A mí me preocupa. Quiero tocarte, Sam. Quiero darte placer –le dijo Maddie, con voz de amante, cálidamente–. Cuando éramos jóvenes estaba confundida. Creía que me querías, pero no me llevaste a la cama.
–Te quería –resonó, acercándola aún más a él–. Hablaba en serio cuando te dije que había estado soñando contigo durante años. Tú eras lo mejor que me había pasado, pero me sentía sucio, contaminado, indigno de ti.
–¿Y ahora? –interrogó, incorporándose otra vez sobre un brazo y pasando la mano ligeramente por el pecho delineado de Sam.
–Ahora no puedo hacer nada. Tuviste una oportunidad para encontrar a alguien mejor que yo. No tienes escapatoria –respondió él, acariciando sus rizos, masajeándole la cabeza–. Accediste a casarte conmigo.
–No puede haber mejor hombre para mí, Sam.
Maddie bajó la mano desde el pecho hasta el abdomen, dibujando mariposas con el dedo.
–O dejas de tocarme o te vas a ver boca arriba en cuestión de segundos –le advirtió Sam con un tono que rebosaba deseo.
–¿No te duele? –le preguntó Maddie, su liviano toque detenido en la cinturilla de sus calzoncillos.
–Lo único que me duele ahora mismo es la picha. Y no es por caerme por las escaleras. Dios mío, Maddie. Todo lo que necesito es pensar en ti, olerte, sentir tu contacto y ya estoy listo para follarte –gimió Sam, bajando la mano hasta cubrir el dorso de la mano de Maddie.
–Ahora no lo estás. Estás seriamente magullado. No lo vas a disfrutar –le dijo secamente.
–Pero si no lo hago será una tortura –bromeó–. Te necesito demasiado.
–Quiero tocarte –le susurró ella, zafando su mano y deslizándola por debajo de los calzoncillos–. ¿Me vas a dejar? Por favor. Quiero que te quedes tumbado y que te estés quieto. Yo hago todo lo demás. ¿Vas a poder?
Maddie contuvo la respiración preguntándose si confiaría en ella o no. Considerando su pasado, sabía que no sería una elección fácil.
–Si me tocas, dudo que pueda quedarme quieto –le advirtió con fingido humor, retirando la mano y entrelazando las dos detrás de la cabeza–. Pero lo intentaré. Confío en ti, cielo.
Respiró aliviada, dando un suspiro. Dejó deslizar su mano un poco más dentro del calzoncillo hasta darse con su pene, duro como una piedra. Acarició con sus dedos la suavidad aterciopelada de la piel encapsulando su generoso miembro. Con el dedo índice extendió delicadamente una gota lubricante en la parte que la piel dejaba al descubierto
Maddie sintió la tensión en el cuerpo de Sam, así que mantuvo su toque ligero, cubriéndole de besos la sien y susurrándole en el oído.
–¡Qué bueno estás! Tan duro, tan masculino. ¡Hace tanto tiempo que quiero tocarte!
–¡Oh, Maddie! –gritó Sam con un bufido agónico.
–Sí –respiró ella en su oído, suavemente.
–¡Qué bien se siente! Tan distinto…Sin dolor
Sam exhaló de forma estridente.
–Nunca –concurrió Maddie–. Solo placer. Maddie se bajó, agarrando el elástico de los calzoncillos. Sam levantó las caderas, permitiendo que ella los bajara cuidadosamente hasta el muslo.
–No te muevas mucho –le recordó mientras que su mano le agarraba el pene, moviéndose sensualmente a lo largo de su eje.
–Se me olvidaba –suspiró resignado después de elevar la pelvis en respuesta a la mano de Maddie.
Maddie se bajó un poco más hasta que su cara estuvo a la altura del pene de Sam.
–¿Puedo probarla? –preguntó–. Por favor.
No había nada que deseara más que saborear la esencia de Sam, pero no quería hacerlo sin pedírselo. No hasta que estuviera acostumbrado a ser tocado con amor en lugar de violencia y maldad.
–¿Vas a ser tan hábil como con los dedos? –preguntó, con la voz entrecortada.
–Aún mejor que con los dedos –respondió Maddie sonriente.
–Entonces, ¿a qué esperas? –le exigió él.
Maddie se relajó, acercó sus labios al pene de Sam, decidida a que fuera una experiencia placentera para Sam. No tenía mucha experiencia, pero era médico y conocía la anatomía humana y lo que era placentero o no. Suspiró y abrió la boca para finalmente saborear el pene de Sam.
Él se estremeció cuando Maddie lo tomó entre sus labios, su lengua remolineando alrededor de la cabeza antes de sumergir el miembro en la cálida y humeda caverna de su boca. La sensación casi lo hizo venir aún antes de que ella empezara.
Oh, Maddie. Todo lo que siempre he querido es que me hagas tuyo para siempre.
No había fantasmas del pasado persiguiéndolo. Sabía quién lo tenía cautivado, de quién eran los labios que ahora recorrían su pene, a punto de volverlo loco de deseo.
Probablemente su cuerpo lastimado debería haberle dolido, pero todo lo que podía sentir era el exquisito, alucinante, placer erótico de la lengua de Maddie acariciándole la sensible cabeza del pene, descendiendo alrededor del miembro para terminar ascendiendo con una larga aspiración.
¡Dios! ¿Cómo he podido vivir sin esto? ¿Cómo he podido vivir sin ella?
Lo cierto es que apenas había existido sin ella, viviendo cada día como un superviviente, refugiándose en el trabajo y en adquirir poder. Tanto control que nunca más volvería a ser vulnerable. Solo ante esta mujer se había sentido vulnerable, aún se sentía vulnerable. ¿Le importaba? No en absoluto. La necesitaba y cuando vio su vida entera tambalearse en aquellas escaleras, esa misma noche, se había dado cuenta de que nunca sobreviría si la perdiera de nuevo.
Se incorporó apoyándose en los hombros, la miró a la luz de la luna, su radiante cabello iluminado, mientras subía y bajaba la cabeza sobre su regazo. Le sudaba el rostro mientras que ella lamía y succionaba, prendiendo fuego a todo su cuerpo. Se estremeció cuando ella aceleró el ritmo, sus labios ciñéndose alrededor de él.
Sam se dejó caer contra las almohadas con un rugido. Incapaz de contenerse, clavó los dedos en la cabeza de Maddie y guió el subir y bajar de su boca a lo largo del pene. Bombardeado por la sensación erótica, estaba desconcertado, dividido entre el deseo de apartarla de allí y enterrarse en ella, reclamándola, o dejarla continuar volviéndolo loco con la boca.
Mía.
Ninguna otra mujer había querido complacerlo como esta, sin otra razón que por amor.
Me ama. ¡Dios! Soy un privilegiado hijo de puta.
Le palpitaba el pene. Rugía con abandono mientras que los dulces labios de Maddie lo torturaban, arriba y abajo, haciéndolo enloquecer de deseo por más.
Dejado de sí, ni siquiera se encogió cuando ella le acarició los testículos y luego, con delicadeza, deslizó la mano entre sus glúteos y con un dedo le alcanzó el ano. Maddie no llevó la cosa demasiado lejos, solo lo justo para llevarlo al límite. El delicado toque de su dedo, tan sensual que casi pierde el sentido cuando el pene le explotó en la boca de Maddie.
–¡Hostias! –gimió, completamente vacío. Su hembra se la había mamado hasta el final y el explosivo orgasmo le había producido sacudidas.
Jadeante, la levantó hasta ponerla encima de él, deseperado por sentir su cuerpo cálido pegado al suyo.
–No. Sam. No quiero lastimarte – dijo Maddie, resistiéndose.
Se colocó a su lado. Su mano descansadando levemente en la frente de Sam, acariciandole el pelo, despejando su frente sudada.
–Si es así, no me dejes nunca. Me mataría –le respondió, respirando con gran esfuerzo.
De alguna forma, Sam sentía que cada instante de su vida se había diririgido a este fin, a que ella, finalmente, le perteneciera.
–Despacio. Relájate. Tienes las costillas magulladas –repondió Maddie con preocupación.
Había puesto su mundo patas arriba ¿y esperaba que se relajara?
–No ha habido un momento desde que nos conocimos que no te haya deseado, cielo. Ni uno. Ya te deseaba entonces, pero no creía que fuera lo suficientemente bueno para ti.
Maddie suspiró levemente.
–Yo también te quería entonces. Tal y como eras, Sam.
El corazón de Sam retumbó en su pecho. Se preguntó si alguna vez se acostumbraría a oírla decir cosas así. Creía que no.
–Dímelo otra vez –le rogó–. Dilo.
–Te quiero, Sam Hudson. Siempre te he querido –le contestó con una sonrisa en la voz.
–Nos vamos a casar. Pronto.
La atrajo hacia sí.
–Así. No te muevas –dijo murmurando, satisfecho cuando el cuerpo de Maddie se fundió con el suyo.
–Creo que eres el hombre más cabezota del mundo –dijo con fingido enfado.
–Me quieres. Lo sé –replicó Sam.
–Te quiero. Sí –murmuró dulcemente, sus labios en el hombro de Sam.
Definitivamente. Su respuesta es mucho mejor que la de Simon.
A Sam se le abrió la boca, sus ojos parpadearon hasta cerrarse. Sentía en su hombro el ritmo de la respiración de Maddie ralentizarse. Se estaba quedando dormida. Permaneció así un instante, con los ojos cerrados, saboreando aquel sentimiento de felicidad y paz interior. Luego, se durmió