Bailar con Sam era como hacer el amor en la pista de baile. La abrazó, la acarició, la sedujo, le susurró obscenidades al oído hasta hacerla arder y empapar su ropa interior. Cuando abandonaron la pista de baile, después de bailar algunas canciones, Maddie estaba prácticamente jadeando.
Kara cortó su tarta de boda; arrojó su ramo de novia, que voló directamente a las manos de Maddie aunque no había hecho el más mínimo esfuerzo por cogerlo; Simon, por su parte, no se molestó en arrojar la liga de la novia. Se la quitó a Kara en privado y la puso directamente en el bolsillo de Sam con una sonrisa maliciosa. Para su sorpresa, Sam la aceptó con una amplia sonrisa y una palmada en la espalda a su hermano pequeño, dejando a Simon con la perplejidad escrita en el rostro.
–Hemos cumplido con nuestras obligaciones. Vamos a pasear –dijo Sam, con voz seductora, a Maddie, de pie, a su lado, mientras tomaban otra copa y observaban a los invitados abandonar poco a poco el banquete.
Maddie no preguntó adónde iban. No le importaba. Su mano buscó la mano de Sam y se perdió en ella. Lo seguiría adónde él quisiera llevarla.
Él cruzó lentamente a través del césped, soltándola de la mano y abrazándola por la cintura cuando llegaron a un sendero pavimentado. Hizo un gesto con la cabeza al guardia de seguridad que vigilaba el acceso al sendero.
–Nadie más puede entrar aquí esta noche –instruyó Sam con gravedad mientras hacía pasar a Maddie rodeando a aquel hombre de mediana edad.
–Sí, señor Hudson. Me aseguraré de que nadie pase –respondió el guardia.
Estaba oscuro, probablemente sin iluminar para mantener a los invitados lejos de las zonas donde Sam no los quería. Maddie suspiró con deleite cuando terminaron el sendero. La luz de la luna iluminando el embarcadero privado y el agua de la bahía, una vista increíble de puntos de luz en la distancia a la que se sumaba la belleza de los astros.
– Es precioso. ¿Es este tu embarcadero?
– Sí, es mío, para mi uso exclusivo –contestó de manera algo ominosa.
Maddie pasó al embarcadero, cuidando que sus tacones no se engancharan entre las maderas.
–Así que ¿aquí es donde te declaraste a Kara? –le preguntó, tratando de no parecer celosa porque Sam le hubiera hecho alguna proposición a su amiga.
–No era Kara lo que quería. Estaba borracho y posiblemente envidiaba la felicidad de Simon. No tenía ni idea lo en serio que él tomaba su relación y si no hubiera estado borracho nada hubiese pasado –respondió mientras la cogía en brazos.
–Aunque ella hubiese aceptado, nada hubiese pasado igualmente. Estaba demasiado bebido para hacer nada esa noche y una vez que estuviera sobrio no habría querido tener nada con ella. No es mi tipo.
Quería oponerse a que Sam la llevara en brazos, que soportara su peso camino de mirador que había al final de las tablas del embarcadero. Rodeó con sus brazos el cuello de Sam y apoyó la cabeza en su hombro, sabiendo que podía habituarse fácilmente a que la llevara. Sam era el deseable macho alfa que despertaba todo lo femenino que había en ella, de tal manera que solo deseaba fundirse con él, dejar que la protegiera por un instante.
–¿Y cuál es tu tipo? –preguntó Maddie con curiosidad.
–Una minúscula, seductora pelirroja a la que le gusta juguetear –replicó él, con un susurro viril, llegaban al mirador y subían algunos escalones.
Maddie se quedó boquiabierta al entrar, empujando con el hombro para abrirla una puerta de rejilla metálica. Todo el mirador estaba protegido por la rejilla para evitar mosquitos, excepto por una pared entera de cristal, facilitando una asombrosa vista del agua.
–Esto es increíble –susurró, mientras Sam la bajaba al suelo.
Evidentemente, alguien los había estado esperando. El lugar estaba permanentemente decorado con muebles de exterior a prueba de temporales, pero había velas encendidas en las mesas y una botella de champán descansaba en un cubo de hielo con dos copas en forma de tulipán al lado de una enorme, confortable tumbona para dos.
–Vengo mucho aquí. Hay silencio y me da paz –mencionó Sam, quitándose la chaqueta del esmoquin y arrojándola en una silla–. Me gusta el agua.
–Pero no tienes ninguna embarcación–notó Maddie, viendo que no había ninguna amarrada al embarcadero.
Él encogió los hombros y se dejó caer en la tumbona.
–Nunca he necesitado una. Puedo estar en el agua sin moverme de aquí.
Abrió los brazos, invitándola.
–Ven aquí. Quiero discutir tu comentario acerca de ciertas pilas y cómo eso me ha afectado los últimos días.
Maddie se mordió los labios nerviosamente. En realidad, lo que Sam quería decir es que quería una revancha, una reciprocidad que probablemente incluyera besos de cortar la respiración y tortuosos juegos eróticos. Lanzó una mirada fugaz a la puerta.
–Ni se te ocurra. Puedo levantarme y alcanzarte en segundos, especialmente con esos zapatos –le razonó con un tono de fingida amenaza–. O vienes a mí o voy por ti.
Suspiró, sabiendo bien que no deseaba irse. Bajándose de sus tacones, se deslizó en la tumbona y al instante se vio rodeada por unos brazos bien formados que la abrazaban fuertemente contra un pecho igualmente fuerte.
–¡Qué mandón eres! –le dijo, aparentando contrariedad.
–Siempre lo he sido. ¿Ahora te das cuenta? Simon empezó a decírmelo en cuanto pudo hablar –replicó entre risas.
De hecho, esa manera de hacerse cargo de las situaciones fue algo que ella siempre admiró en él, pero Sam había elevado el ser autoritario a un nivel superior. Supuso que se debía a su éxito.
–Eres distinto ahora –reflexionó. Sam era educado y culto, pero no estaba segura de que hubiese cambiado tanto en su interior. Como entonces, aún tenía que pulir las aristas a sus emociones. Solo había aprendido a encubrirlas tras una apariencia exterior apacible.
–¿Y eso es bueno o malo? –preguntó él, su mano subiendo y bajando por el brazo desnudo de Maddie, poniéndole la carne de gallina.
–Ni uno ni otro –respondió ella, convencida que, debajo del brillo y el esplendor, seguía siendo la misma persona. Algo que era, a la vez, alarmante y reconfortante.
–¿Qué tal te han servido las pilas nuevas? –preguntó Sam, el sonido de su voz grave, áspero.
–Muy…estimulantes. Gracias –rio con un ronquido mientras jugueteaba con la corbata de Sam.
–Tuve que pelearme conmigo mismo cada noche para no echar abajo la puerta del cuarto de invitados, desnudarte y follarte hasta que gritases de placer. Me masturbé todas las noches pensando en cómo te estarías consolando.
En su voz un matiz de deseperación. Empujó hacia abajo la diminuta manga del vestido de Maddie.
–Y hoy tuve que esconder mi erección toda la tarde desde que te vi pidiendo guerra con este vestido, especialmente cuando me di cuenta que no había nada entre él y tus pechos, esperando que los tocara con mis dedos, mi boca.
A medida que Sam empujaba las mangas, el vestido empezó a deslizarse. Entró su mano por un lateral del cuerpo del vestido, abriéndose camino entre el tejido y su pecho desnudo.
El calor se apoderaba del vientre de Maddie, los pezones endurecidos y sensibles tras oír las fantasías eróticas de Sam. Jadeó cuando él, posesivo, le cubrió los pechos con ambas manos, pellizcándolos ligeramente.
–Sam –susurró con una voz de indigente que apenas ella misma reconocía.
Con una maniobra sutil la puso debajo de él de forma que permitía a Maddie mirarlo con deseo directamente a los ojos. Le faltó la respiración cuando vio el ansia y la necesidad reflejados en aquellos ojos verde esmeralda que tenía encima, una imagen de él que ella había querido ver por mucho tiempo, una fantasía erótica hecha realidad.
–Eres mía, Madeline. Siempre lo has sido y siempre lo serás. Puede ser que un día me hagas perder la puta cabeza, pero al menos seré un loco feliz.
Sí. Sí. Sí.
Todo su ser ansiaba a Sam Hudson y solo a él. Su dominación la excitaba, su olor la envolvía con deseo carnal.
–Entonces, tómame, Sam.
Se acabaron las esperas, las preguntas. Solo existía aquel hombre para ella. Él había sido siempre el único.
–Te vas a casar conmigo, Maddie. Prométemelo –exigió él, sus manos empujando las mangas del vestido de Maddie, bajándole la mitad superior hasta que sus pechos se liberaron, dejando sus brazos atados a los costados por las correas que el vestido había formado.
–Me lo pensaré –le respondió, gimiendo al contacto de la boca de Sam con sus pechos, que los apretaba manteniéndolos unidos para ir de uno a otro más fácilmente. Su boca le mordió suavemente un pezón y lo succionó sensualmente antes de pasar al otro. De uno a otro, una y otra vez, hasta que la tortura del placer hizo enloquecer a Maddie.
–Prométemelo –le ordenó, dándole un ligero lengüetazo en un pezón.
Ella agitó sus caderas, restregándose en la erección de Sam, necesitando el roce, necesitando ser colmada, necesitando todo de él.
–Por amor de Dios, métemela. Lo demás lo dejamos para luego –dijo vehementemente mientras abría los brazos de un golpe, rasgando las breves mangas del vestido, sin un ápice de titubeo, para dejar sus manos libres y poder tocarlo.
Sus manos penetraron los rizos de Sam, sosteniéndole la cabeza contra su pecho, urgiéndole que le diera más. Bajando los dedos temblorosos por su espalda, rodeó con sus piernas la cintura de Sam y restregó, insistente, desesperada, la pelvis contra las ingles de Sam.
Levantó la cabeza y de los pechos de Maddie se fue a la boca, un reclamo dominante que la hacía gemir ante la embestida de su lengua y martillear su saturada vagina aún más intensamente en la entrepierna de Sam. Su abrazo era salvaje y desenfrenado, sus manos sosteniéndole la nuca, sus desesperados dedos haciendo que los alfileres del pelo saltaran por los aires, manteniéndola inmóvil para poseerla. Sus lenguas se enredaron en un duelo de hambre, un duelo salvaje e indomable.
Con un grito atormentado y masculino, Sam cayó de rodillas. Se despojó de la corbata y el chaleco, sin tomarse el tiempo de desabrocharlo, arrancándole los botones. Hizo lo mismo con la camisa, todas las prendas desechadas esparcidas por el suelo. Maddie se incorporó y Sam, inmediatamente, localizó la cremallera en la espalda del vestido, la bajó y tiró del vestido caderas abajo. Maddie le facilitó el trabajo de tirar de él piernas abajo levantando las caderas.
–Dios mío, Maddie. Eres la cosa más deliciosa que he visto en mi vida. Nada puede comparársete –dijo deslumbrado, puesto en pie para terminar de desvestirse. Sus ojos no se separaban de ella, reclinada de nuevo. La miró fijamente mientras se quitaba los pantalones, calcetines y calzoncillos, sus ojos vertían deseo.
Abrió la boca asombrada cuando vio el pene erecto de Sam, enorme, izado sobre la planicie de su delineado abdomen, la necesidad tensando los labios de su vagina vacía. Sam tenía el cuerpo que habitaba en las fantasías sexuales de todas las mujeres. Grande, muscular y perfecto. Lo era para ella, el hombre perfecto. Todo él era su Sam, incluyendo la atenta, erótica mirada que él le dirigía desde sus intensos ojos.
Siempre insegura de su cuerpo, debería haberse sentido avergonzada, pero no lo estaba. A Sam le gustaba su cuerpo curvilíneo y, además, estaba en buena forma gracias a los ejercicios aeróbicos que practicaba varias veces a la semana. Viendo la expresión de Sam, no repudiaba ninguna de sus curvas en ese momento. Él, sin duda, adoraba sus redondeces y su algo voluminoso trasero. La hacía sentir como una deidad sexual, un sentimiento normalmente ajeno a ella.
–Ven –le rogó, extendiendo los brazos hacia él. Necesitaba sentir su cuerpo contra el de ella, llenándola por completo.
– No, ven tú primero –le dijo divertido, tergiversando intencionalmente lo que ella quiso decir–. Me muero por saborearte y lo haré.
A gatas se acercó a la tumbona, se acomodó entre los muslos de Maddie, y le abrió las piernas. Llevaba unas delgadas braguitas verdes y unas medias altas color carne con encaje festoneado en la parte superior.
–Sam, yo no he …. Yo no … yo –tartamudeó nerviosa.
–¿Nunca has dejado a un hombre que te hiciera esto? –dijo retumbando, sus dedos masajeando delicadamente el pedazo de piel expuesto entre la media y la braga.
– Nadie me lo ha pedido –gimió cuando la lengua de Sam sustituyó a los dedos, lamiendo su carne con sensuales, lentos movimientos.
–Bien –respondió Sam con satisfacción de macho –. Y yo no te lo voy a pedir, cielo. Me llevo lo que es mío. Lo que siempre ha sido mío.
Ella permaneció en silencio mientras él lamía juguetonamente sobre las casi inexistentes bragas, acariciando los húmedos labios vaginales a través de la finísima tela. Temblando, Maddie cerró los puños en el cabello de Sam, sintiendo que no podría soportar más los preámbulos.
–Más, Sam. Te necesito.
–Aquí me tienes, Maddie. Siempre me has tenido –le contestó Sam sin levantar la cabeza de su monte de Venus.
Sus bragas se desprendieron acompañadas del sonido de un tirón y desgarros que solo le hizo sentir alivio, cada vez estaban más cerca de su unión. El primer contacto de su boca fue agonía y éxtasis, una sensación diferente a todo lo que había conocido. De pronto, se alegró de que fuera Sam el primero en hacerle esto, un acto tan íntimo que hubiera sido un sacrilegio hacerlo con otro. No con Sam, nunca con Sam. Lo que sentía con Sam era la necesidad de aún más. Masajeó su cabeza gimiendo de deseo cuando su lengua la recorrió hasta llegar al clítoris, donde se detuvo vacilante, dibujando círculos a su alrededor hasta hacerla querer gritar.
–Sigue, sigue –rogó jadeante, arqueando la espalda cuando los dedos de Sam se sumaron a la boca, separando los labios de su vagina con una mano mientras que con la otra se abría camino con el dedo índice a través de su estrecho canal.
Sí… Sí…. Tómame. Llena el vacío.
–Dios, Maddie. ¡Qué apretada estás! Tan apetitosa –inarticuló Sam sin levantar la cara de la vagina de Maddie.
Habían pasado años y no estaba muy abierta, pero el ensanchamiento se sentía increíblemente bien. Levantó las caderas, pidiendo más.
–Haz que me corra. Te lo suplico.
Su cuerpo estaba a punto de arder espontáneamente, pulverizado de gotas de sudor, cada célula del mismo suplicando un respiro. Agarró la cabeza de Sam, necesitando más fricción, pidiendo a gritos un desahogo.
Sam llevó la lengua al clítoris y empezó a devorarlo, lamiendo, tragando sus fluidos como una fiera hambrienta, sus dedos la penetraban con un ritmo de abandono salvaje, mientras seguía estimulándola con la lengua y con los livianos pellizcos de su boca.
–Sam. Dios. Sí –siseó, su cuerpo se contraía, el clímax acercándose para golpearla con toda su fuerza, las paredes de su canal contrayéndose en torno a los dedos de Sam. Todo su cuerpo palpitaba y se agitaba con el poderoso éxtasis. Sus dedos se aferraron a los cabellos de Sam para soltarlos acto seguido, estremeciéndose al tiempo que las sedosas fibras le cubrían las manos.
–Increíble.
Cada uno de sus sentidos estaba hiperestimulado. Jadeando, se desmoronó lentamente mientras que Sam continuaba recogiendo con codicia cada gota de su orgasmo, alargando el placer para Maddie hasta hacerlo casi insoportable.
Cuando él se puso de rodillas, Maddie vio cada vena marcada en el falo congestionado, su rostro intenso, tan carnal que Maddie sintió un espasmo de deseo por tener a Sam dentro de ella.
Queriendo darle el mismo placer que él le había dado, se acercó al masivo miembro, deseosa de sentir su sedosa textura bajo los dedos. Se sentó, hizo contacto con la mano, tocando la húmeda, bulbosa cabeza con un suspiro.
–No, Maddie, no lo hagas.
Sam la agarró por la muñeca tan intensamente que la sobresaltó. Al mirarlo, su expresión la previno de llevar la boca al glande. Parecía aterrado y nervioso. Su expresión no duró más que un suspiro y desapareció para dar paso a una expresión de culpa. Aflojando su agarre, sentó su cuerpo ardiendo para hablarle.
–Lo siento. A veces simplemente no me gusta… ser tocado – dijo con frustración.
Ella le quitó la mano de su muñeca y le rodeó el cuello con sus brazos.
–Y así, ¿puedo tocarte? Abrazó con sus piernas la cintura de Sam y presionó sus pechos contra él. Le pasó los dedos por los dibujados músculos de su espalda hasta la cintura y los volvió a subir.
–Sí. Tócame así –gimió como si lo torturaran.
–Te necesito, Sam.
–Yo te necesito a ti, cielo. Ahora.
Él se llevó la mano al pene y lo colocó a la entrada del estrecho túnel.
–¡Estás tan cerrada! No quiero hacerte daño.
Sam entró el glande y ella lo oyó mugir. Tenía el cuerpo empapado por el esfuerzo de contenerse.
–Métemela, Sam. Ahora. No vayas despacio… ni con cuidado. Lo necesito.
Quería que empujara, llenándola una y otra vez. No le importaba nada si apenas le cabría, simplemente lo necesitaba dentro.
Él se lanzó dentro de ella con un empuje contundente, enterrándose en su angosta caverna. Maddie gimió, abierta al máximo posible, llena de Sam. En ese instante, nada más existía en el mundo exterior. Sólo su ansia por el hombre que la estaba poseyendo, reclamándola, dominando su cuerpo.
–He soñado con este momento, Maddie. Tantas veces – dijo entrecortado, mientras salía y volvía a entrar–. Esto es mejor de lo que soñé.
–Yo también –jadeó, con las piernas apretando las caderas de Sam, pidiéndole más–. Métemela, Sam. Haz nuestros sueños realidad. Por fin.
Todo fue apasionado y carnal, fruto de la necesidad y la desesperación. El pene de Sam la martilleaba hasta lo más profundo, agarrándola por los glúteos, pegándose a ella una y otra vez. El aire era denso en torno a ellos y sus cuerpos empapados se abrazaron en un sutil, erótico vaivén hasta alcanzar la cima del placer.
–Córrete, cielo. Córrete por mi. Quiero ver cómo te corres.
Sus palabras la llevaron al límite, el clímax atravesaba su cuerpo rugiendo con la violencia de un volcán. Aferrándose a Sam como si su vida dependiera de ello, clavándole las uñas en la espalda, explotó, gritando, convulsionándose, sus fluidos bañando con exuberante tibieza el pene de Sam.
Tenía la espalda arqueada, sus pechos enrojecidos por el vellocino del pecho de Sam, que hacía temblar su cuerpo. Echando la cabeza hacia atrás, gritó su nombre y el mundo alrededor desapareció, siendo el hombre al que se aferraba, su masa de músculos, la única cosa material que le impedía perderse también en un torbellino sideral.
Sam la siguió inmediatamente con un bramido de agonía, su calor inundó las entrañas de Maddie mientras su cuerpo se desmoronaba encima de ella.
–¡Dios! –gritó, derrumbándose sobre el cuerpo de Maddie, su pecho palpitante, su respiración raída–. Joder. Voy a aplastarte.
Se giró a un lado y se la acercó, rodeándola con sus brazos.
Permanecieron en silencio mientras recuperaban el pulso y sus cuerpos descendían las alturas del orgasmo. Maddie descansaba sobre el pecho de Sam, saciada y feliz como nunca lo había estado.
–No hemos usado condones –dijo por fin, no sin remordimiento.
–Tienes mi informe médico –replicó él, su voz algo enronquecida.
Ella no lo había leído todavía, pero no era ninguna enfermedad lo que le preocupaba. Él no le hubiera dado su informe si no fuera positivo en su totalidad.
–Yo no te he dado el mío –replicó ella.
–Entonces, compartiremos lo que sea que tengas. Si es mortal, moriré contigo – contestó Sam, completamente en serio–. No puedo vivir sin ti nunca más, Maddie. Es demasiado doloroso.
Maddie tuvo que tragarse un nudo en la garganta. Ella sentía lo mismo por él. Vivir sin Sam había sido como vivir en la oscuridad, esperando que un día saliera el sol.
–No tengo nada. Pero no estoy tomando la píldora. No tengo el ciclo, pero sigue siendo arriesgado. Soy médico, por el amor de Dios.
–Me voy a casar contigo de todas maneras –resonó, enrollándose para envolverla con su cuerpo–. Te vas a casar conmigo, Maddie.
No fue una pregunta, fue una exigencia.
Ella sonrió, mirando a su macho alfa por encima de ella, condenadamente masculino en su dominación.
–Te dije que ya hablaríamos de eso.
–Es ya. Y tú me perteneces –declaró posesivamente.
–Ya lo veremos –murmuró ella, empujándolo hacia abajo para darle un beso de ternura que se tornó rápidamente apasionado. Besar a Sam era como acercar una llama a la gasolina. Se inflamaba instantáneamente al rojo vivo.
–¿Estás intentado desviar la conversación? –le reprochó Sam cuando pudo coger aire.
–No. De verdad. Sólo quería recuperar el tiempo perdido –le dijo seductora, juguetona.
–Creí que no te gustaba el sexo –le recordó él con voz sugestiva.
–Me parece que he cambiado de opinión –dijo jugando con el pie en los gemelos de Sam.
–Creo que tengo que trabajarte dando un giro de 180º –respondió con un susurro ronco.
–¿Siempre consigues lo que te propones? –preguntó Maddie, echándole una tórrida mirada.
–Puedes apostarlo –contesto Sam con agresividad, enterrando sus dedos en la leonina, indomable mata de pelo de Maddie.
Mientras él procedía a amaestrarla con solo un beso, Maddie se convenció de que Sam estaba en lo cierto.