Por supuesto, Sam escuchó la pregunta que Maddie se hizo entre dientes. Se echó ligeramente hacia atrás, frunciendo el ceño.
–Te excitaste, y mucho. Así que no me digas que no te gusta el sexo, Maddie. Te gusta conmigo. Solo conmigo.
Ella se recostó y vio cómo él se lamía los dedos húmedos, cerrando los ojos, con una expresión de delirio en el rostro.
–Estoy jodido. No voy a ser capaz de olvidar nunca tu olor, tu increíble sabor.
Debería haberte hecho venir con la boca –dijo entre lamidos.
La visión, erótica como pocas.
–Quisiera paladearte entera.
Abriendo los ojos, le lanzó una mirada tan tórrida que Maddie volvió a humedecer las bragas, ahora completamente empapadas. Maddie retiró las piernas de su cintura y lo apartó empujándole el pecho. Él la sujetó y la bajó al suelo, dejándola que resbalara lentamente por su cuerpo aún excitado. Avergonzada, le dio inmediatamente la espalda y se abrochó el sujetador y los vaqueros, sabiendo que realmente necesitaba cambiarse de bragas.
–Ahora vuelvo –balbuceó mortificada y sin saber muy bien qué decir.
Sam la agarró del brazo y la giró para obligarla a mirarlo
–Oye. ¿Me tomas el pelo? No estarás avergonzada, ¿verdad?
Ella asintió.
–¿Por qué? No lo estés. Esto ha sido lo más excitante que he vivido jamás –le dijo, sus manos acariciándole los brazos de arriba abajo.
–Yo.. yo no hago cosas así. No reacciono de esta manera –¡Mierda! Estaba tartamudeando–. Nos odiamos mutuamente.
Agarrándola por los brazos, la sacudió ligeramente.
–Es posible que tú me odies, pero yo nunca te he odiado, Maddie. Nunca.
La acompañó hasta la mesa. Señaló con gesto de invitación una de las sillas.
–Siéntate. Voy a calentar la comida en el microondas.
Después de sacar ibuprofeno de su cartera, Maddie se sentó, su cuerpo y su mente aún aturdidos. Cogió la taza de café y se tomó las pastillas para el dolor de cabeza con media taza de café tibio, de un trago. Instantes después, Sam colocó los platos recalentados en el microondas delante de ellos.
–¿Quieres más café?
Ella negó con la cabeza.
–Quizás más tarde.
Él se quedó de pie, mirándola por un instante antes de empezar a enredar con su pelo. Tiró del elástico del condón. Una risotada estridente y masculina se escapó de su boca.
–Muy creativa, cielo – comentó.
Ella lo miró con aire de suficiencia.
–Sin duda. Me alegro de que seas XL o no hubiera sido lo suficientemente grande para sujetarme el pelo.
–También eso tendría sus ventajas –respondió sutilmente mientras se sentaba.
Maddie no iba a entrar en debate con él. Viéndolo comer los huevos, la panceta y las patatas con tal voracidad, aunque impecablemente, Maddie nunca hubiera dicho que aquel hombre le acababa de procurar el orgasmo más increíble de su vida, usando nada más que sus talentosos dedos y su boca.
Se encogió de hombros, cogiendo el tenedor con dedos ligeramente temblorosos.
Empezó despacio, dado su escaso interés en la comida en ese momento, pero ganó velocidad y limpió el plato en un santiamén.
–Dios mío. Estaba delicioso. No sabía que cocinaras.
Él le devolvió una sonrisa maliciosa.
–Nunca me preguntaste. Y no tenía mucho con lo que trabajar cuando estábamos juntos. Mamá quiso enseñarnos a Simon y a mí a cocinar. Se me quedó lo que aprendí y lo disfrutaba. Simon, nunca.
En aquel entonces, solo tenía un infiernillo en el apartamento porque el fogón no funcionaba. A pesar de eso, tenía talento. Aún recalentado, aquel era el mejor desayuno que había comido en mucho tiempo.
–A Kara le da pánico dejar a Simon en la cocina –dijo Maddie con una sonrisa, recordando las dos ocasiones en las que Simon había intentado cocinar. Ambas una pesadilla. En una de ellas se dispararon las alarmas de incendio a causa del humo.
Sam puso el tenedor y la servilleta en el plato vacío y cogió su café.
–Es extraño, porque Simon siempre ha sido el creativo.
Maddie lo miró con la boca abierta al tiempo que cogía su tazón.
–Eso no es cierto. Tú eres brillante.
Sí, Sam podría ser un perro con las mujeres, pero era un increíble hombre de negocios. Maddie había seguido el desarrollo de su compañía, aunque nunca lo admitiría públicamente. Sam se había encargado de producir los vídeo juegos de Simon y elevar el negocio a la estratosfera. Luego siguió con la expansión de la Hudson al mercado inmobiliario y a otras empresas, convirtiéndola en una de las más diversificadas y poderosas corporaciones del mundo. Simon era todavía el cabeza de la división de video juegos, pero Sam era el principal artífice de su estatus como multimillonarios con todas las demás empresas.
Sam se encogió de hombros.
–Yo no era más que el chico de los recados. Simon era el cerebro detrás de todo.
–¿Realmente lo crees? Sé que él hizo los diseños iniciales, pero ¿quién los vendió, los comercializó, quién invirtió en otras empresas, quién las comenzó? Él puede ser el brillante creador de video juegos, pero tú eres el genio del negocio. La compañía la hicisteis los dos.
Sam bebió un trago de café y puso el tazón sobre la mesa, mirándola con asombro.
–Madeline, si no te conociera mejor, pensaría que me estás haciendo un cumplido.
Poniendo los ojos en blanco, Maddie se levantó y recogió los platos. Luego, los enjuagó antes de ponerlos en el lavavajillas.
–Digo lo que pienso. Puede que mayormente no me gustes, pero no puedo negar que eres un hombre de éxito.
Un éxito desmedido.
Sam la ayudó con los platos. Volvió a llenar los tazones de café y los puso sobre la mesa.
–Tenemos que hablar, Maddie.
–Lo que tengo que hacer es irme a casa. Necesito arreglarme y volver para el ensayo –le dijo casualmente, sin querer oír lo que tuviera que decirle. Su tono era demasiado serio, demasiado como el Sam que conoció, y la añoranza la hacía débil, anhelando algo que nunca podría volver a repetirse.
–Tienes ropa aquí. Siéntate –refunfuñó con expresión implacable.
En lugar de sentarse, cogió el tazón de café y le dio un sorbo, mirando a Sam con prevención.
–Dime lo que tengas que decirme. Con respecto a mi vida, tu opinión es irrelevante, pero te escucho. Luego, debo irme.
Le parecía la forma más expedita de librarse de él. Necesitaba quitarse de en medio y evitar la presencia del hombre más deseable que jamás había conocido. Inmediatamente.
–Tú, hoy, no vas a ninguna parte. Ni mañana. Ni pasado mañana –respondió hostil, quitándole el tazón de las manos y poniéndolo en la mesa–. Te vas a tomar algún tiempo de descanso mientras te piensas mi proposición.
–¿Y cuál es? –masculló, cruzándose de brazos.
–Quiero que dejes tu trabajo en el hospital y que te dediques por completo a la clínica. Como médico de plantilla. Pondría tu sueldo inicial en medio millón anual y podrías hacer todo tu trabajo durante el día. Te quiero fuera de allí antes de que oscurezca y no puedes trabajar más de cinco días a la semana. Esto te permitirá dedicarle más tiempo sin tener que bregar con dos trabajos.
–Es una clínica gratuita. No pudo ponerme un sueldo –replicó perpleja.
–Funciona con donaciones. Yo puedo elevar la mía y pagar tu sueldo con ella. Tengo muchos contactos que estarían más que dispuestos a ayudarte a llevar la clínica. Todo lo que tengo que hacer es llamarlos.
Levantó las cejas, como retándola a desmentirlo.
Evidentemente, él tenía contactos, otros hombres de negocios ricos que juntos podrían subvencionar la clínica en su totalidad. Dios mío. Lo que sería poder ir a la clínica todos los días, un lugar donde podría realmente marcar la diferencia en la vida de otros. A ella le gustaba su trabajo en el hospital y era reconfortante cuidar a los pacientes allí, pero no era lo mismo que ayudar a gente que no podía pagar un seguro médico. Y había un sin número de médicos a los que les gustaría tener su trabajo en el hospital. En la clínica… no tantos.
–No valgo tanto dinero. Solo soy médico de familia. No gano esa clase de sueldo.
¿De verdad estaba considerando la oferta? ¡Mierda! Le había puesto por delante una zanahoria que casi le era imposible rechazar.
Se trata de Sam Hudson, Maddie. Ten cuidado.
El caso es que no quería tener cuidado. Quería aprovechar la oportunidad.
–¿Y dónde está el truco? –preguntó juiciosa–. No hay ganancias para ti, excepto una mayor desgravación de impuestos por tu participación en una organización de caridad. ¿Por qué tantas molestias por mi clínica?
–Porque así sé que estás segura todos los días y que sales de la clínica antes de anochecer, que duermes, que comes –dijo encogiendo los hombros–. Las condiciones son inamovibles. No trabajo de noche y no más de cinco días a la semana.
La estaba manipulando, y no le gustaba. Sin embargo, era difícil no aceptar cuando era algo que siempre había querido.
–Baja mi sueldo. Preferiría usarlo para pagar personal a tiempo completo. Solo necesito lo suficiente para pagar mis préstamos estudiantiles y la hipoteca, aparte de otros gastos menores.
–No. Te pagaré lo dicho y también tus préstamos estudiantiles. Me aseguraré de que las donaciones alcancen para pagar al personal y comprar tecnología punta.
Cruzó los brazos, hierático. Estaban negociando, pero Maddie sentía que cada vez que abría la boca él quería darle más.
–¿Por qué quieres hacer todo esto? La verdad.
–Lo hago por ti –replicó Sam, penetrándola con la mirada–. Y en parte por mí –admitió reluctante.
– ¿Tenemos que firmar contratos? –preguntó, queriendo saber si estaría legalmente protegida. Quería creer que Sam era sincero, pero no se dejaría embaucar por él otra vez. Una rotura de corazón masiva era más que suficiente. Había puesto su confianza en él una vez y la hizo pedazos. Ahora, desconfiaba de todo lo que le ofrecía.
–No. No si aceptas la oferta en su totalidad –sentenció con autoridad.
–¿Qué más incluye?
¿Qué más podría ofrecer?
–Quiero que te quedes embarazada –dijo bruscamente–. Estarás en posición de tener un hijo y quiero ser yo quien lo haga. No quiero el germen de ningún otro hombre dentro de ti.
Maddie dio una bocanada, el corazón a cien. ¿Se había vuelto loco?
–¿Quieres ser mi donante de esperma?
–Ni hablar. O sí … pero a la antigua. Estoy dispuesto a intentarlo tanto como sea necesario. Cada día. Cinco veces al día. O hasta que me supliques que pare, y aún entonces no estoy seguro de que pararía.
La atrajo hacia él y le desató el pelo, enterrando posesivamente los dedos en la maraña de rizos. La cabeza de Maddie le daba vueltas, el corazón le golpeaba el pecho, tanto que juraría que iba a romperle el esternón.
–Eso requiere... Mucho sexo…Sexo sin protección.
Ni hablar.
–No me gusta el sexo y tú eres un putero. No podrías pasarte una semana sin una mujer. No tendrías bastante conmigo. Y, definitivamente, no quiero compartir enfermedades con tus amiguitas.
No va a ocurrir. Tener a Sam Hudson como el padre de la criatura que tan desesperadamente deseo lleva la palabra “complicado” escrita.
–Estoy limpio. Te daré un certificado médico.
Echándose hacia atrás, la miró fijamente con sus ojos esmeralda, perturbadores, tempestuosos, como si estuviera controlándose a sí mismo.
–No puedo. Confié en ti una vez. No puedo hacerlo otra vez. Especialmente no con la posibilidad de un hijo entre los dos –dijo Maddie con tristeza, los ojos empezaban a llenársele de lágrimas. Increíblemente, casi deseaba cerrar el trato. ¿Cómo sería tener al hijo de Sam Hudson, su hijo, entre los brazos? La verdad la golpeó tan fuerte que se tambaleó: no solo quería un hijo, sino que también quería a Sam. Sus problemas con el sexo no tenían nada que ver con su fisonomía. Todo se reducía a Sam. Ningún otro hombre había sido Sam, así que no había deseado a nadie más. Cuando se trataba de compartir algo tan íntimo, solo había una persona posible, un hombre que le había roto el corazón hacía tantos años.
Debo estar loca, ser una estúpida masoquista, para sentir de esta manera.
–No he estado con una mujer desde hace meses. No podría. Y hasta entonces solo me he acostado con mujeres que tenían el pelo rojizo, cuerpos con curvas y a quienes no les importaba que dijera tu nombre cuando me corría –dijo irritado–. Mujeres que solo querían dinero y cosas materiales, porque no tenía nada más que ofrecerles.
–Sam, estás con una mujer diferente cada semana.
–Amigas que me acompañan a los eventos sociales. No me acuesto con ellas. No tengo deseos de acostarme con una rubia larguirucha. Estoy obsesionado con una pelirroja menuda que me odia– rio, sin humor, una risa autocrítica.
Dios mío, ¿sería verdad? Aún así, la había engañado cuando estaban saliendo. Como el proverbial leopardo que no puede cambiar sus manchas, Sam no podía haber cambiado tanto, ¿o sí?
–No puedo. Nunca funcionaría. No puedo acostarme contigo, quedarme embarazada y largarme.
Acabaría conmigo.
–Si te largaras, iría detrás de ti
Sus orificios nasales se ensancharon, mirándola con tal intensidad que ella a duras penas pudo mantenerle la mirada.
–Y bien, ¿por qué querrías algo así? –preguntó con curiosidad.
–Creo que no lo entiendes, Madeline. No estoy pidiendo dejarte embarazada o follar contigo, aunque bien sabe Dios que me gustaría.
–¿Qué quieres?
Respiró hondo, exhalando lentamente, su cuerpo en tensión.
–Quiero casarme contigo. No te estoy pidiendo unos pocos meses de sexo desenfrenado. Te estoy pidiendo una eternidad. Tú, yo, una familia. Todo. Todo lo que deberías tener pero no has tenido todavía. No te merezco, pero cómo te deseo. Tanto que me está matando.
Volvió a respirar hondo… y esperó.