Dos noches después, Maddie estaba sentada bebiendo champán en uno de los salones más elegantes de la ciudad, intentando desesperadamente no parecer aburrida. Lo único que mantenía su mente despierta era ver a Sam en su elemento, encantador y urbanita, afable y sexy y enteramente deseable.
Escondiendo la sonrisa detrás de una elegante copa de tulipán, lo miraba descaradamente, aún tratando de digerir que él la quisiera de verdad, la necesitase. Había tenido la oportunidad de saber que Sam podía llevar un esmoquin con estilo, pero no le pasó inadvertido el hecho de que se encontraba perfectamente cómodo en un ambiente elegante, una ostentosa función de caridad a la que le había pedido que lo acompañara.
Con un vestido negro corto de rigor y con tacones altos, Maddie se sentía inadecuadamente vestida para la ocasión, como pez fuera del agua. Estaba muy segura de que todas y cada una de las mujeres allí llevaba un traje exclusivo de alguna casa de modas de lujo y que ninguna llevaba bisutería.
Pero Sam fue completamente sincero cuando le dijo que estaba absolutamente maravillosa. Era el único que importaba.
Suspiró cuando Sam le dirigió una encantadora sonrisa a una mujer mayor, una sonrisa coqueta y carismática que ruborizó a la pobre señora. Sin duda, Sam amaba a la mujer a cualquier edad y, por lo que parecía, todas estaban encantadas con él. Sin embargo, Maddie no estaba celosa. El hombre que estaba observando era solo una porción del hombre que ella conocía, el rostro de la Hudson Corporation, el Sam Hudson público, el elegante multimillonario.
Pero él es mucho, mucho más.
Maddie atesoraba esta información privilegiada, encantada de conocer al verdadero Sam Hudson y de que fuera un macho alfa extremadamente deseable, con un lado amable que la subyugaba hasta obligarla a aceptar que lo amaba. Siempre lo había amado. Siempre lo haría.
Para ella solo existía Sam. Esa necesaria y elemental conexión se había cimentado cuando se conocieron y Maddie no había sido nunca capaz de romper el vínculo. Aceptaba que Sam era el único hombre para ella, que solo había habido un hombre en su vida. Un pensamiento que la asustaba, pero había sido estimulante reencontrarlo, descubrir que él la había echado de menos tanto como ella lo había echado de menos a él todos esos años.
Ojalá hubiera sabido la verdad antes. Ojalá hubiera sabido cuánto sufrió en el pasado.
Maddie supiró trémula, agradecida por la segunda oportunidad. ¡Lo cerca que habían estado de no volver a estar juntos! Era una mujer de ciencias, pero tenía que admitir que a veces los hados y el destino no podían negarse.
Los ojos de Sam recorrieron la habitación, buscándola. Se encontraron la mirada y la mantuvieron, una mirada de deseo que Sam reservaba solo para ella. Contuvo la respiración mientras él la miraba descarada, posesivamente, diciéndole con los ojos exactamente lo que estaba pensando. La muda conversación fluyó entre los dos. El calor, tan insoportable que Maddie necesitaba darse una ducha fría.
Se supone que iba al aseo. Querrá saber qué hago aquí, de pie, sola, observándolo.
De hecho, iba camino del aseo, pero se había parado a pedir una bebida y quedó hipnotizada con la imagen de su más que deseable varón repartiendo encanto entre quienes lo rodeaban.
Dirigiéndole una sutil sonrisa, alzó su copa en dirección a él y se volvió camino de la larga escalinata que llevaba a los aseos.
–¿Necesitas compañía? –preguntó una voz grave, familiar, cercana, al oído.
Maddie se paró en el primer peldaño.
–Max –respondió, contenta de ver su cara sonriente. Incapaz de contenerse, lo abrazó cariñosamente–. Me alegro de verte.
Él también la abrazó y, con una sonrisa de satisfacción, le ofreció el brazo a Maddie, que lo aceptó gustosamente. ¡Qué guapo estaba! No había ninguna química sexual entre ellos, pero Max tenía algo que le alegraba el corazón. Estéticamente, podía apreciar lo guapo que era y lo bien que llevaba su esmoquin. Era un ejemplar maravilloso e increíblemente afable. Aún así, todo indicaba que había ido solo a la fiesta. Probablemente era pronto para él buscar acompañante.
–¿Te estás divirtiendo? –le preguntó mientras la acompañaba escaleras arriba.
–No mucho –respondió honestamente–. No entiendo cómo Sam y tú podéis hacer esto continuamente.
–¿Hacer qué? –preguntó Max curioso, detenténdose al final de la escalera, con Maddie del brazo y una expresión de extrañeza.
Ella se soltó y dio un paso atrás.
–Esto. Todo esto –gesticuló señalando en torno al salón–. Debe ser que no soy una persona de mundo –dijo sencillamente–. Lo mejor de todo es ver a tantos hombres guapos en esmoquin.
Y, descaradamente, le guiñó un ojo.
–Particularmente uno de ellos –respondió Max divertido–. Me he fijado cómo mirabas a Sam. Dudo que notaras la presencia de ningún otro hombre en el salón. Pareces feliz –añadió, más seriamente–, aunque estés algo aburrida. Te acostumbras a todo a la larga –dijo encogiendo los hombros–. Es casi una obligación que trae consigo el dinero. Es un pago equitativo.
Maddie hizo un gesto de reconocimiento, suponiendo que lo que Max decía era cierto. Había aspectos de su profesión que a ella tampoco le gustaban, pero se había acostumbrado a vivir con ellos. Por Sam, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.
–Te veré luego, Maddie. Necesito hablar contigo acerca de algo –mencionó Max de manera casual cuando se separaban.
Se despidió de él con un breve gesto de la mano, camino del aseo de señoras, a su derecha. Max se fue a la izquierda, probablemente al aseo de caballeros.
Maddie terminó rápidamente, pero hizo una pausa mientras se lavaba las manos para mirarse al espejo. Se había hecho un peinado un poco más elaborado, su maquillaje era correcto, pero ella era tan …común. Y tan diferente a todas las bellísimas mujeres presentes en la fiesta. Sin embargo, después de hablar con algunas de ellas, no se sentía fuera de lugar. Era médico y podía distinguir una cirugía plástica a kilómetros de distancia y algunas mujeres parecían sencillamente anoréxicas. Aunque Maddie había tratado de participar en la conversación, muy pocas podían hablar de algo que no fueran actividades sociales, moda, o estupideces varias.
Sam me necesita. Necesita una mujer con la que pueda hablar cuando llegue a casa. Y necesita amor. Desesperadamente.
Lanzó un pequeño suspiro y se secó las manos. Estaba convencida de que Sam probablemente habría intentado rodearse de gente para ocultar su vacío. Sin éxito. Ella misma lo había intentado, trabajando continuamente hasta agotarse, llenando cada hora del día con su trabajo. Pero el vacío había permanecido, oculto pero presente. Un espacio que solo Sam podía llenar.
Abrió la puerta, salió al vestibulo y se dirigió hacia las escaleras. Oyó una pelea all legar al primer peldaño, las voces acaloradas de dos hombres llegaban desde el otro lado del hall.
–Sé que la has estado llamando. Que la has llevado a cenar. Quiero que la dejes sola. Me pertenece. Siempre me ha pertenecido. La necesito, ¿te enteras? –la voz de barítono de Sam era fácil de identificar.
–Solo quiero su amistad –reaccionó Max, firmemente.
–Tú quieres tirártela. Sientes algo por ella y no te culpo. Pero Maddie es mía. Está destinada a ser mía. No puedo estar sin ella, así que búscate a otra –rugió Sam estruendosamente.
–No la quiero para mí –replicó Max, su voz más cerca de la escalinata, obviamente alejándose de Sam.
Maddie vio que se acercaban, pero ellos no la vieron a ella. Los dos hombres habían llegado a un punto muerto, mirándose uno a otro irritados y con abierta hostilidad.
–Quieres llevártela a la cama y eso no va a suceder –ladró Sam.
–Por amor de Dios, Sam. Deja de pensar con el culo por un momento y pon atención. No me va el incesto.
Max tenía la mandíbula contraída, la mano en un puño.
–Maddie es mi hermana. Mi sangre –añadió.
Aparentemente, Sam se quedó sin habla porque no contestó. Se quedó mirando a Max desconcertado.
Maddie se quedó helada, los dos hombres estaban a unos tres metros de ella, pero estaban tan embebidos en su discusión que no habían notado su presencia.
Max respiró profundo y se pasó la mano por su pelo cobrizo.
–Nos separaron. Yo fui adoptado, ella no. No supe nada de ella hasta que la vi en la boda. Es la viva imagen de nuestra verdadera madre. Y los dos tenemos los mismos ojos. Después de revisar más detalladamente los papeles de mi adopción descubrí que era mi hermana. Iba a decírselo. Simplemente no he tenido la ocasión. Realmente quería decírselo primero a ella.
Maddie intentó digerir la información, su mente saturada por el esfuerzo de digerir que tenía un hermano. Pero la situación era tan extraordinaria que no sabía cómo reaccionar.
Alegría.
Confusión.
Rechazo.
Tenía un hermano y no lo había sabido nunca. Un hermano del que no sabía su existencia.
Max Hamilton es mi hermano. Con razón me sentía tan próxima a él.
Tragó aire ostensiblemente, el sonido retumbó en el cavernoso hall. Los dos hombres se volvieron para mirarla. La intensidad de sus rostros la hizo flaquear. Su tacón, enganchado en la lujosa alfombra de las escaleras.
Intentó agarrarse al pasamanos, sin éxito, incapaz de evitar una caída que parecía irremediable, tambalándose inestable. Durante un breve instante sostuvo la mirada de Sam, el miedo que vio en sus ojos le dio escalofríos.
Todo ocurrió a cámara lenta para ella, un instante de terror que recordaría para siempre. Gritó al tiempo que Sam se abalanzaba a la barandilla que protegía de una seria caída al piso de abajo. Con determinación, se impulsó en ella para saltar en dirección a Maddie cuando esta empezaba a caer. Su cuerpo enorme voló por encima del traicionero hueco de la escalera, que podría matarlo o, cuando menos, causarle heridas considerables. Sam tenía delante de él a Max y el hermano de Maddie no se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Sam eligió el camino más corto, la única forma de que su cuerpo podía detener el de ella. El momento del impulso los llevó a los dos escaleras abajo, pero Sam la había arropado, envolviéndola con los brazos, protector, escudándola con su propio cuerpo.
La caída escaleras abajo fue una pesadilla y todo lo que Maddie podía hacer era gritar refugiada en el pecho de Sam. Sus brazos, protegiéndole la cabeza. Su cuerpo, absorbiendo los golpes a lo largo de todo el descenso, como si cumpliera una penitencia, cayendo a una velocidad de escalofrío, rodando una y otra vez hasta que, finalmente, sus cuerpos alcanzaron el final de la escalera. La espalda de Sam golpeó la pared con una fuerza brutal, una fuerza capaz de detenerlos en seco. El cuerpo de Sam se giró, como una marioneta, encima de ella.
–¡Sam! ¡Sam!.
Maddie gritaba su nombre frenética y aterrorizada. Temiendo que estuviera seriamente herido.
Sam no se movía, su peso yacía inerto y aplastante sobre el cuerpo de Maddie.
Dios mío, ¿y si se ha hecho daño? No quiero moverlo. Podía tener alguna lesión en la espalda. Por favor, por favor. Que esté bien.
–¡Maddie! ¡Sam! ¿Estáis bien?
Maddie podía oír cómo Max renegaba por lo bajo cuando se agachó a su lado.
La voz asustada de Max la hizo salir de su ataque de pánico. Tenía que hacer algo. Su cuerpo temblaba y jadeaba como si acabara de correr un maratón.
–Estoy bien –respondió entrecortada–. Pero no sé Sam. No se mueve y me da miedo moverlo. No sé si tendrá alguna fractura.
Intentaba pensar, dejar a un lado la imagen de Sam saltando sobre el vacío y protegiéndola con su cuerpo. Ni siquiera se detuvo a calcular el riesgo, su único objetivo era detenerla y salvarla de cualquier daño.
–Por Dios, Sam, háblame. Por favor –susurró, rogándole que dijera algo, con todo su cuerpo en tensión sin saber si él estaría bien–. Te quiero. Te quiero tanto… Por favor, dime que estás bien, por favor.
–Es probable que simplemente me guste mucho esta postura, cielo.
Su voz sonó ronca, apenas audible. El calor de su aliento acariciándole el oído, su boca descansando sobre la sien.
Gracias a Dios, está vivo.
El corazón le martilleaba el pecho, latiendo tan fuertemente que la aturdía.
–No te muevas. Nos sabemos si tienes lesiones graves –le sussurró en respuesta.
–Una ambulancia está de camino –dijo Max con urgencia, intentando tranquilizarla.
–Está vivo –sentenció Maddie, mirando a los ojos a su recién estrenado hermano, ojos tan iguales a los de ella.
Sam empezó a moverse, refunfuñando mientras intentaba quitarse de encima de Maddie
–Te he dicho que no te muevas –exigió Maddie con firmeza.
–¡Dios! Cómo me pone ese tono de médico mandón tuyo –le dijo. Su voz, opaca–. Te estoy aplastando.
–No importa. Quédate – le rogó–. Espera.
–¿Me vas a decir otra vez que me quieres? –le preguntó, sujetando algo de su propio peso con los brazos.
Para impedir que se moviera, Maddie sacó los brazos de su regazo y rodeó el cuerpo de Sam.
–Sí, te quiero. Te quiero. Te quiero, Sam –exclamó–. Ahora estate quieto hasta que llegue la ambulancia.
–Cielo, me quedaría aquí por siempre solo para oírte decir eso –le murmuró al oído. –¿Te casarás conmigo?
Si no estuviera tan asustada, habría sonreído. A todas luces, Sam estaba aprovechándose de la situación, pero no le importaba. Mientras que él estuviera bien, haría todo lo que quisiera, le daría todo lo que le pidiera.
–Sí –dijo sin apenas aliento–. Nunca pensaba decir que no.
–Sigues siendo una calientapollas –murmuró Sam, aparentemente contrariado.
–Pienso cumplir –informó tiernamente, acariciándole ligeramente el pelo. La tranquilidad al oírlo hablar, abrumadora.
–Más te vale –refunfuñó él.
Supo entonces que Sam estaba bien. Las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron incontroladas por sus mejillas, mientras que sus manos se aferraban a él, uno contra otro, protegiéndolo hasta que llegara la ambulancia.
La mirada de Max permaneció fija en la de ella, reconfortándola en silencio, intentando decirle con los ojos que todo iba a salir bien. Su mano envolvió la de ella, cálida y gentil, calmándola, mientras que ella seguía abrazada a él. Permanecieron así hasta que llegaron los paramédicos.