ESCENA II

LOS MISMOS - JÚPITER

JÚPITER.— ¡A la perrera!

PRIMERA ERINIA.— ¡El amo! Las ERINIAS se apartan con pesar, dejando a ELECTRA tendida en el suelo.

JÚPITER.— Pobres niños (Se acerca a ELECTRA.) ¿Veis vuestro estado? La cólera y la piedad se disputan mi corazón. Levántate, Electra: mientras yo esté aquí, mis perras no te harán daño. (La ayuda a levantarse.) ¡Qué rostro terrible! ¡Una sola noche! ¡Una sola noche! ¿Dónde está tu frescura campesina? En una sola noche tu hígado, tus pulmones y tu bazo se han gastado, tu cuerpo ya no es sino una gran miseria. ¡Ah, juventud presuntuosa y loca, cuánto daño os habéis hecho!

ORESTES.— Abandona ese tono, buen hombre: sienta mal al rey de los dioses.

JÚPITER.— Y tú, abandona ese tono orgulloso: no conviene nada a un culpable que está expiando su crimen.

ORESTES.— No soy un culpable, y no podrías hacerme expiar lo que no reconozco como crimen.

JÚPITER.— Quizá te equivoques, pero paciencia; no te dejaré mucho tiempo en el error.

ORESTES.— Atorméntame todo lo que quieras: no lamento nada.

JÚPITER.— ¿Ni siquiera la abyección en que está sumida tu hermana por tu culpa?

ORESTES.— Ni siquiera.

JÚPITER.— Electra, ¿lo oyes? Éste es el que decía que te amaba.

ORESTES.— La amo más que a mí mismo. Pero sus sufrimientos proceden de ella, sólo ella puede desecharlos: es libre.

JÚPITER.— ¿Y tú? ¿Acaso eres también libre?

ORESTES.— Bien lo sabes.

JÚPITER.— Mírate, criatura desvergonzada y estúpida: tienes un gran aspecto, en verdad, todo encogido entre las piernas de un Dios caritativo, con esas perras hambrientas que te sitian. Si te atreves a afirmar que eres libre, entonces habrá que ensalzar la libertad del prisionero cargado de cadenas, en el fondo de un calabozo, y la del esclavo crucificado.

ORESTES.— ¿Por qué no?

JÚPITER.— Ten cuidado: fanfarroneas porque Apolo te protege. Pero Apolo es mi muy obediente servidor. Si alzo un dedo, te abandonará.

ORESTES.— ¿Y qué? Alza el dedo, alza la mano entera.

JÚPITER.— ¿Para qué? ¿No te dije que me repugnaba castigar? He venido a salvaros.

ELECTRA.— ¿A salvarnos? Deja de burlarte, amo de la venganza y de la muerte, pues no está permitido —ni siquiera a Dios— dar a los que sufren una esperanza engañosa.

JÚPITER.— Dentro de un cuarto de hora puedes estar fuera de aquí.

ELECTRA.— ¿Sana y salva?

JÚPITER.— Te doy mi palabra.

ELECTRA.— ¿Qué exigirás de mí en cambio?

JÚPITER.— No te pido nada, hija mía.

ELECTRA.— ¿Nada? ¿Te he oído bien, Dios bueno, Dios adorable?

JÚPITER.— O casi nada. Algo que puedes darme con toda facilidad: un poco de arrepentimiento.

ORESTES.— Ten cuidado, Electra: esa nada pesará sobre tu alma como una montaña.

JÚPITER (a ELECTRA).— No lo escuches. Contéstame en cambio: ¿como no aceptarías negar ese crimen? Otro lo ha cometido. Apenas puede decirse que fuiste su cómplice.

ORESTES.— ¡Electra! ¿Vas a renegar de quince años de odio y esperanza?

JÚPITER.— ¿Quién habla de renegar? Ella nunca quiso ese acto sacrílego.

ELECTRA.— ¡Ay de mí!

JÚPITER.— ¡Vamos! Puedes depositar tu confianza en mí. ¿Acaso no leo en los corazones?

ELECTRA (incrédula).— ¿Y lees en el mío que no quise ese crimen, cuando he soñado quince años con crimen y venganza?

JÚPITER.— ¡Bah! Esos sueños sangrientos que te acunaban tenían una especie de inocencia: te ocultaban tu esclavitud, curaban las heridas de tu orgullo. Pero nunca pensaste en realizarlos. ¿Me equivoco?

ELECTRA.— ¡Ah Dios mío, Dios mío querido, cómo deseo que no te equivoques!

JÚPITER.— Eres una niñita, Electra. Las otras niñitas desean llegar a ser las más ricas o las más bellas de todas las mujeres. Y tú, fascinada por el destino atroz de tu raza, deseaste llegar a ser la más dolorosa y la más criminal. Nunca quisiste el mal; sólo quisiste tu propia desdicha. A tu edad, las niñas juegan aún con la muñeca o a la rayuela; y tú, pobrecita, sin juguetes ni compañeras, jugaste al crimen, porque es un juego que se puede jugar sola.

ELECTRA.— ¡Ay, ay! Te escucho y veo claro en mí.

ORESTES.— ¡Electra! ¡Electra! Ahora eres culpable. Lo que quisiste, ¿quién puede saberlo si no tú? ¿Dejarás que otro lo decida? ¿Por qué deformar un pasado que ya no puede defenderse? ¿Por qué renegar de esa Electra irritada que fuiste, de esa joven diosa del odio que tanto he amado? ¿Y no ves que este Dios cruel se burla de ti?

JÚPITER.— ¿Burlarme de vosotros? Escuchad lo que os propongo: si repudiáis vuestro crimen, os instalo a los dos en el trono de Argos.

ORESTES.— ¿En el lugar de nuestras víctimas?

JÚPITER.— No hay más remedio.

ORESTES.— ¿Y me pondré las ropas tibias aún del difunto rey?

JÚPITER.— Ésas u otras, poco importa.

ORESTES.— Sí, con tal que sean negras, ¿no es cierto?

JÚPITER.— ¿No estás de duelo?

ORESTES.— Dé duelo por mi madre, lo olvidaba. Y a mis súbditos, ¿tendré que vestirlos también de negro?

JÚPITER.— Ya lo están.

ORESTES.— Es cierto. Dejémosle tiempo para que gasten sus viejas ropas. Bueno. ¿Comprendiste, Electra? Si derramas algunas lágrimas, tendrás las enaguas y las camisas de Clitemnestra —esas camisas hediondas y manchadas que has lavado durante quince años con tus propias manos. También te aguarda su papel, no tendrás más que reanudarlo; la ilusión será perfecta, todo el mundo creerá ver de nuevo a tu madre, porque empiezas a parecerte a ella. Yo estoy más asqueado: no me pondré los calzones del bufón a quien he muerto.

JÚPITER.— Alzas mucho la cabeza: heriste a un hombre indefenso y a una vieja que pedía gracia; pero el que te oyera hablar sin conocerte podría creer que has salvado a tu ciudad natal combatiendo solo contra treinta.

ORESTES.— Tal vez, en efecto, he salvado a mi ciudad natal.

JÚPITER.— ¿Tú? ¿Sabes qué hay detrás de esa puerta? Los hombres de Argos —todos los hombres de Argos—. Esperan a su salvador con piedras, horcas y garrotes para probarte su agradecimiento. Estás solo como un leproso.

ORESTES.— Sí.

JÚPITER.— Anda, no te llenes de orgullo. A la soledad del desprecio y del horror te han arrojado, a ti, el más cobarde de los asesinos.

ORESTES.— El más cobarde de los asesinos es el que tiene remordimientos.

JÚPITER.— ¡Orestes! Te he creado y he creado toda cosa: mira. (Los muros del templo se abren. Aparece el cielo, constelado de estrellas que giran. JÚPITER está en el fondo de la escena. Su voz se ha hecho enormemicrófono— pero apenas se lo distingue). Mira esos planetas que ruedan en orden, sin chocar nunca: soy yo quien ha reglado su curso, según la justicia. Escucha la armonía de las esferas, ese enorme canto mineral de gracias que repercute en los cuatro rincones del cielo. (Melodrama.) Por mí las especies se perpetúan, he ordenado que un hombre engendre siempre un hombre, y que el cachorro de perro sea un perro; por mí la dulce lengua de las mareas viene a lamer la arena y se retira a hora fija, hago crecer las plantas, y mi aliento guía alrededor de la tierra a las nubes amarillas del polen. No estás en tu casa, intruso; estás en el mundo como la astilla en la carne, como el cazador furtivo en el bosque señorial, pues el mundo es bueno; lo he creado según mi voluntad, y yo soy el Bien. Pero tú, tú has hecho el mal, y las cosas te acusan con sus voces petrificadas; el Bien está en todas partes, es la médula del saúco, la frescura de la fuente, el grano de sílex, la pesadez de la piedra; lo encontrarás hasta en la naturaleza del fuego y de la luz; tu cuerpo mismo te traiciona, pues se acomoda a mis prescripciones. El Bien está en ti, fuera de ti: te penetra como una hoz, te aplasta como una montaña, te lleva y te arrastra como un mar; él es el que permite el éxito de tu mala empresa, pues fue la claridad de las antorchas, la dureza de tu espada, la fuerza de tu brazo. Y ese Mal del que estás tan orgulloso, cuyo autor te consideras, ¿qué es sino un reflejo del ser, una senda extraviada, una imagen engañosa cuya misma existencia está sostenida por el Bien? Reconcéntrate, Orestes; el universo te prueba que estás equivocado, y eres un gusanito en el universo. Vuelve a la naturaleza, hijo desnaturalizado: mira tu falta, aborrécela, arráncatela como un diente cariado y maloliente. O teme que el mar se retire delante de ti, que las fuentes se sequen en tu camino, que las piedras y las rocas rueden fuera de tu senda y que la tierra se desmorone bajo tus pasos.

ORESTES.— ¡Que se desmorone! Que las rocas me condenen y las plantas se marchiten a mi paso: todo tu universo no bastará para probarme que estoy equivocado. Eres el rey de los dioses, Júpiter, el rey de las piedras y de las estrellas, el rey de las olas del mar. Pero no eres el rey de los hombres. Los muros se juntan, JÚPITER reaparece, cansado y agobiado, ha recobrado su voz natural.

JÚPITER.— No soy tu rey, larva desvergonzada. Entonces, ¿quién te ha creado?

ORESTES.— Tú. Pero no debías haberme creado libre.

JÚPITER.— Te he dado la libertad para que me sirvas.

ORESTES.— Es posible, pero se ha vuelto contra ti y nada podemos ninguno de los dos.

JÚPITER.— ¡Por fin! Ésa es la excusa.

ORESTES.— No me excuso.

JÚPITER.— ¿De veras ? ¿Sabes que esa libertad de la que te dices esclavo se asemeja mucho a una excusa?

ORESTES.— No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad! Apenas me creaste, dejé de pertenecerte.

ELECTRA.— Por nuestro padre, Orestes, te conjuro, no añadas la blasfemia al crimen.

JÚPITER.— Escúchala. Y pierde la esperanza de convencerla con tus razones: ese lenguaje parece bastante nuevo para sus oídos, y bastante chocante.

ORESTES.— Para los míos también, Júpiter. Y para mi garganta que emite las palabras y para mi lengua que las modela al pasar: me cuesta comprenderme. Todavía ayer eras un velo sobre mis ojos, un tapón de cera en mis oídos; ayer tenía yo una excusa: eras mi excusa de existir porque me habías puesto en el mundo para servir tus designios, y el mundo era una vieja alcahueta que me hablaba sin cesar de ti. Y luego me abandonaste.

JÚPITER.— ¿Abandonarte, yo?

ORESTES.— Ayer yo estaba cerca de Electra; toda tu naturaleza se estrechaba a mi alrededor; tu Bien, la sirena, cantaba y me prodigaba consejos. Para incitarme a la lenidad, el día ardiente se suavizaba como se vela una mirada; para predicarme el olvido de las ofensas, el cielo se había hecho suave como el perdón. Mi juventud, obediente a tus órdenes, se había levantado, permanecía frente a mis ojos, suplicante como una novia a punto de ser abandonada: veía mi juventud por última vez. Pero de pronto la libertad cayó sobre mí y me traspasó, la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad y me sentí completamente solo, en medio de tu mundito benigno, como quien ha perdido su sombra: y ya no hubo nada en el cielo, ni bien, ni mal, ni nadie que me diera órdenes.

JÚPITER.— ¿Y qué? ¿Debo admirar a la oveja a la que la sarna aparta del rebaño, o al leproso encerrado en el lazareto? Recuerda, Orestes: has formado parte de mi rebaño, pacías la hierba de mis campos en medio de mis ovejas. Tu libertad sólo es una sarna que te pica, sólo es un exilio.

ORESTES.— Dices la verdad: un exilio.

JÚPITER.— El mal no es tan profundo: data de ayer. Vuelve con nosotros. Vuelve; mira qué solo te quedas, tu propia hermana te abandona. Estás pálido y la angustia dilata tus ojos. ¿Esperas vivir? Te roe un mal inhumano, extraño a mi naturaleza, extraño a ti mismo. Vuelve; soy el olvido, el reposo.

ORESTES.— Extraño a mí mismo, lo sé. Fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene horror al hombre, y tú, tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres.

JÚPITER.— No mientes: cuando se parecen a ti los odio.

ORESTES.— Ten cuidado; acabas de confesar tu debilidad. Yo no te odio. ¿Qué hay de ti a mí? Nos deslizaremos uno junto al otro sin tocarnos, como dos navíos. Tú eres un Dios y yo soy libre; estamos igualmente solos y nuestra angustia es semejante. ¿Quién te dice que no he buscado el remordimiento en el curso de esta larga noche? El remordimiento, el sueño. Pero ya no puedo tener remordimientos. Ni dormir. Silencio.

JÚPITER.— ¿Qué piensas hacer?

ORESTES.— Los hombres de Argos son mis hombres. Tengo que abrirles los ojos.

JÚPITER.— ¡Pobres gentes! Vas a hacerles el regalo de la soledad y la vergüenza, vas a arrancarles las telas con que yo los había cubierto, y les mostrarás de improviso su existencia, su obscena e insulsa existencia, que han recibido para nada.

ORESTES.— ¿Por qué había de rehusarles la desesperación que hay en mí si es su destino?

JÚPITER.— ¿Que harán de ella?

ORESTES.— Lo que quieran; son libres y la vida humana empieza del otro lado de la desesperación.

Silencio.

JÚPITER.— Bueno, Orestes, todo estaba previsto. Un hombre debía venir a anunciar mi crepúsculo. ¿Eres tú? ¿Quién lo hubiera creído, ayer, viendo tu rostro femenino?

ORESTES.— ¿Lo hubiera creído yo mismo? Las palabras que digo son demasiado grandes para mi boca; la desgarran; el destino que llevo es harto pesado para mi juventud; la ha roto.

JÚPITER.— No te quiero y sin embargo te compadezco.

ORESTES.— Yo también te compadezco.

JÚPITER.— Adiós, Orestes. (Da unos pasos.) En cuanto a ti, Electra, piensa en esto: mi reino no ha llegado todavía al fin, tanto se necesita para ello, y no quiero abandonar la lucha. Mira si estás conmigo o contra mí. Adiós.

ORESTES.— Adiós. JÚPITER sale.