ESCENA IV
ORESTES - ELECTRA
ELECTRA.— ¿Por qué me miras así?
ORESTES.— Eres bella. No te pareces a las gentes de aquí.
ELECTRA.— ¿Bella? ¿Estás seguro de que soy bella? ¿Tan bella como las hijas de Corinto?
ORESTES.— Sí.
ELECTRA.— Aquí no me lo dicen. No quieren que lo sepa. Además, ¿de qué me sirve si no soy más que una sirvienta?
ORESTES.— ¿Sirvienta, tú?
ELECTRA.— La última de las sirvientas. Lavo la ropa del rey y de la reina. Es una ropa muy sucia y llena de porquerías. Toda la ropa interior, las camisas que han envuelto sus cuerpos podridos, las que se pone Clitemnestra cuando el rey comparte su lecho; tengo que lavar todo eso. Cierro los ojos y froto con todas mis fuerzas. También lavo la vajilla. ¿No me crees? Mira mis manos. Hay grietas y rajaduras, ¿eh? Qué ojos raros pones. ¿Por casualidad parecen manos de princesa?
ORESTES.— Pobres manos. No. No parecen manos de princesa. Pero sigue. ¿Qué más te obligan a hacer?
ELECTRA.— Bueno, todas las mañanas debo vaciar el cajón de basuras. Lo arrastro fuera del palacio y luego… Ya has visto lo que hago con las basuras. Este monigote de madera es Júpiter, dios de la muerte y de las moscas. El otro día, el Gran Sacerdote, que venía a hacerle genuflexiones, pisó troncos de coles y nabos, conchas y almejas. Creyó perder el sentido. Dime, ¿me denunciarás?
ORESTES.— No.
ELECTRA.— Denúnciame si quieres, tanto me da. ¿Qué más pueden hacerme? ¿Pegarme? Ya me han pegado. ¿Encerrarme en una gran torre, muy arriba? No sería una mala idea, no les vería más la cara. Imagínate que a la noche, cuando he terminado mi trabajo, me recompensan: tengo que acercarme a una mujer alta y gorda, de pelo teñido. Tiene labios gruesos y manos muy blancas, manos de reina, que huelen a miel. Apoya sus manos en mis hombros, pega sus labios a mi frente, dice: «Buenas noches, Electra». Todas las noches. Todas las noches siento vivir contra mi piel esa carne caliente y ávida. Pero yo resisto, nunca he caído. Es mi madre, ¿comprendes? Si estuviera en la torre, no me besaría más.
ORESTES.— ¿Nunca has pensado en escaparte?
ELECTRA.— Me falta valor; tendría miedo, sola en los caminos.
ORESTES.— ¿No tienes una amiga que pueda acompañarte?
ELECTRA.— No, sólo cuento conmigo. Soy la sarna, la peste: las gentes de aquí te lo dirán. No tengo amigas.
ORESTES.— ¡Cómo! ¿Ni siquiera una nodriza, una vieja que te haya visto nacer y te quiera un poco?
ELECTRA.— Ni eso. Pregúntale a mi madre: desalentaba a los corazones más tiernos.
ORESTES.— ¿Y te quedarás aquí toda la vida?
ELECTRA (en un grito).— ¡Ah! ¡Toda la vida, no! No; escucha: espero algo.
ORESTES.— ¿Algo o alguien?
ELECTRA.— No te lo diré. Habla tú, mejor. Tú también eres hermoso. ¿Te quedarás mucho tiempo?
ORESTES.— Debía marcharme hoy mismo. Pero ahora…
ELECTRA.— ¿Ahora?
ORESTES.— Ya no sé.
ELECTRA.— ¿Corinto es una hermosa ciudad?
ORESTES.— Muy hermosa.
ELECTRA.— ¿La quieres mucho? ¿Estás orgulloso de ella?
ORESTES.— Sí.
EL ECTRA.— A mí me parecería raro estar orgullosa de mi ciudad natal. Explícamelo.
ORESTES.— Bueno… No sé. No puedo explicártelo.
ELECTRA.— ¿No puedes? (Pausa.) ¿Es cierto que hay plazas sombreadas en Corinto? ¿Plazas donde la gente se pasea al crepúsculo?
ORESTES.— Es cierto.
ELECTRA.— ¿Y todo el mundo sale? ¿Todo el mundo pasea?
ORESTES.— Todo el mundo.
ELECTRA.— ¿Los muchachos con las muchachas?
ORESTES.— Los muchachos con las muchachas.
ELECTRA.— ¿Y siempre tienen algo que decirse? ¿Y están contentos unos con otros? ¿Y a horas avanzadas de la noche se los oye reír juntos?
ORESTES.— Sí.
ELECTRA.— ¿Te parezco boba? Es que me cuesta tanto imaginar paseos, cantos, sonrisas. A las gentes de aquí las roe el miedo. Y a mí…
ORESTES.— ¿A ti?
ELECTRA.— El odio. ¿Y qué hacen todo el día las muchachas de Corinto?
ORESTES.— Se adornan, y cantan o tocan el laúd, y visitan a sus amigas y a la noche van a bailar.
ELECTRA.— ¿Y no tienen ninguna preocupación?
ORESTES.— Las tienen muy pequeñas.
ELECTRA.— ¿Sí? Escúchame: ¿las gentes de Corinto no tienen remordimientos?
ORESTES.— A veces. No muchas.
ELECTRA.— Entonces, ¿hacen lo que quieren y después no lo piensan más?
ORESTES.— Así es.
ELECTRA.— Qué raro. (Pausa.) Y dime también, porque necesito saberlo a causa de alguien… de alguien a quien espero: supón que un mozo de Corinto, uno de esos mozos que ríen a las noches con las mujeres, encuentra al volver de un viaje, a su padre asesinado, a su madre en el lecho del asesino y a su hermana en la esclavitud; ¿el mozo de Corinto se escaparía sin ruido, retrocedería haciendo reverencias a buscar consuelo junto a sus amigas? ¿O sacaría la espada y golpearía al asesino hasta hacerle estallar la cabeza? ¿No respondes?
ORESTES.— No lo sé.
ELECTRA.— ¿Cómo? ¿No lo sabes?
Voz de CLITEMNESTRA.— Electra.
ELECTRA.— Sh… sh…
ORESTES.— ¿Qué hay?
ELECTRA.— Es mi madre, la reina Clitemnestra.