ESCENA IV

ELECTRA en los peldaños del templo - ORESTES

ORESTES.— ¡Electra!

ELECTRA (alza la cabeza y lo mira).— ¡Ah! ¿Estás ahí, Filebo?

ORESTES.— No puedes seguir en esta ciudad, Electra. Estás en peligro.

ELECTRA.— ¿En peligro? ¡Ah, es cierto! Ya viste cómo erré el golpe. Es un poco culpa tuya, ¿sabes?, pero no te lo reprocho.

ORESTES.— ¿Pero qué hice yo?

ELECTRA.— Me has engañado. (Baja hacia él.) Déjame verte la cara. Sí, me apresaron tus ojos.

ORESTES.— El tiempo apremia, Electra. Escucha: huiremos juntos. Alguien ha de conseguirme caballos, te llevaré en grupas.

ELECTRA.— No.

ORESTES.— ¿No quieres huir conmigo?

ELECTRA.— No quiero huir.

ORESTES.— Te llevaré a Corinto.

ELECTRA (riendo).— ¡Ah! Corinto… ¿Ves?, no lo haces a propósito, pero sigues engañándome. ¿Qué haré yo en Corinto? Tengo que ser razonable. Todavía ayer alentaba deseos tan modestos: cuando servía la mesa, con los párpados bajos, miraba entre las pestañas a la pareja real, a la linda vieja de cara muerta, y a él, gordo y pálido, con su boca floja y esa barba negra que le corre de una oreja a la otra como un regimiento de arañas, y soñaba ver un día un humo, un humito derecho, semejante al aliento en una mañana fría, subiendo de sus vientres abiertos. Es todo lo que pedía, Filebo, te lo juro. No sé lo que quieres, pero no debo creerte: no tienes ojos modestos. ¿Sabes qué pensaba antes de conocerte? Que el sabio no puede desear en la tierra nada más que devolver un día el mal que le han hecho.

ORESTES.— Electra, si me sigues verás que pueden desearse muchas otras cosas sin dejar de ser sabio.

ELECTRA.— No quiero seguir escuchándote; me has hecho mucho daño. Llegaste con tus ojos hambrientos en tu suave rostro de mujer y me hiciste olvidar mi odio; abrí las manos y dejé deslizar hasta mis pies mi único tesoro. Quise creer que podía curar a las gentes de aquí con palabras. Ya viste lo que ha sucedido: les gusta su mal, necesitan una llaga familiar que conservan cuidadosamente rascándola con las uñas sucias. Hay que curarlos por la violencia, pues no se puede vencer el mal sino con otro mal. Adiós, Filebo, vete, déjame con mis malos sueños.

ORESTES.— Te matarán.

ELECTRA.— Hay aquí un santuario, el templo de Apolo; a veces los criminales se refugian en él y mientras están adentro nadie puede tocarles un pelo. Allí me esconderé.

ORESTES.— ¿Por qué rechazas mi ayuda?

ELECTRA.— No te corresponde ayudarme. Otro vendrá para libertarme. (Pausa.) Mi hermano no ha muerto, lo sé. Y lo espero.

ORESTES.— ¿Y si no viniera?

ELECTRA.— Vendrá, no puede dejar de venir. Es de nuestra raza, ¿comprendes?; lleva el crimen y la desgracia en la sangre, como yo. Es algún gran soldado, con los grandes ojos rojos de nuestro padre, siempre fermentando una cólera; sufre, se ha enredado en su destino como los caballos destripados enriedan las patas en sus intestinos, y ahora, con cualquier movimiento que haga, se arranca las entrañas. Vendrá; esta ciudad lo atrae, estoy segura, porque aquí es donde puede hacer más daño. Vendrá con la frente baja, sufriendo y piafando. Me da miedo: todas las noches lo veo en sueños y me despierto gritando. Pero lo espero y lo amo. Tengo que quedarme aquí para guiar su ira —porque yo tengo cabeza—, para señalarle con el dedo a los culpables y decirle: «¡Pega, Orestes, pega; aquí están!»

ORESTES.— ¿Y si no fuera como tú lo imaginas?

ELECTRA.— ¿Cómo quieres que sea el hijo de Agamenón y de Clitemnestra?

ORESTES.— ¿Si estuviera cansado de toda esa sangre, por haber crecido en una ciudad dichosa?

ELECTRA.— Entonces le escupiría en la cara y le diría: «Vete, perro, vete con las mujeres, porque no eres otra cosa que una mujer. Pero haces un mal cálculo: eres el nieto de Atreo, no escaparás al destino de los Atridas. Has preferido la vergüenza al crimen, eres libre. Pero el destino irá a buscarte a tu lecho: ¡tendrás primero la vergüenza y luego cometerás el crimen, a pesar de ti mismo!»

ORESTES.— Electra, soy Orestes.

ELECTRA (dando un grito).— ¡Mientes!

ORESTES.— Por los manes de mi padre Agamenón, te lo juro: soy Orestes. (Silencio.) Bueno, ¿qué esperas para escupirme en la cara?

ELECTRA.— ¿Cómo podría hacerlo? (Lo mira.) Esa hermosa frente es la frente de mi hermano. Esos ojos que brillan son los ojos de mi hermano. Orestes… ¡Ah! Hubiera preferido que siguieras siendo Filebo y que mi hermano hubiese muerto. (Tímidamente.) ¿Es cierto que has vivido en Corinto?

ORESTES.— No. Fueron unos burgueses de Atenas quienes me educaron.

ELECTRA.— Qué joven pareces. ¿Nunca has luchado? La espada que llevas al costado, ¿nunca sirvió?

ORESTES.— Nunca.

ELECTRA.— Me sentía menos sola cuando no te conocía: esperaba al otro. Sólo pensaba en su fuerza y nunca en mi debilidad. Ahora estás aquí; Orestes, eras tú. Te miro y veo que somos dos huérfanos.

(Una pausa.) Pero te quiero, ¿sabes? Más de lo que lo hubiera querido a él.

ORESTES.— Ven si me quieres; huyamos juntos.

ELECTRA.— ¿Huir? ¿Contigo? No. Aquí es dónde se juega la suerte de los Atridas y yo soy una Atrida. No te pido nada. No quiero pedir nada más a Filebo. Pero me quedo aquí.

JÚPITER aparece en el fondo de la escena y se oculta para escucharlos.

ORESTES.— Electra, soy Orestes… tu hermano. Yo también soy un Atrida, y tu lugar está a mi lado.

ELECTRA.— No. No eres mi hermano y no te conozco. Orestes ha muerto, mejor para él; en adelante honraré a sus manes junto con los de mi padre y los de mi hermana. Pero tú que vienes a reclamar el nombre de Atrida, ¿quién eres para decirte de los nuestros? ¿Te has pasado la vida a la sombra de un asesinato? Debías de ser un niño tranquilo con un aire suave y reflexivo, el orgullo de tu padre de adopción, un niño bien lavado, con los ojos brillantes de confianza. Tenías confianza en todos porque te hacían grandes sonrisas en las mesas, en las camas, en los peldaños de las escaleras, porque son fieles servidores del hombre; en la vida, porque eras rico, y tenías muchos juguetes; debías de pensar a veces que el mundo no estaba tan mal y que era un placer abandonarse en él como en un buen baño tibio, suspirando de satisfacción. Yo a los seis años era sirvienta y desconfiaba de todo. (Pausa.) Vete, alma bella. Nada tengo que hacer con las almas bellas: lo que yo quería era un cómplice.

ORESTES.— ¿Piensas que te dejaré sola? ¿Qué harías aquí, una vez perdida hasta tu última esperanza?

ELECTRA.— Eso es asunto mío. Adiós, Filebo.

ORESTES.— ¿Me echas? (Da unos pasos y se detiene.) ¿Es culpa mía si no me parezco al bruto irritado que esperabas? Lo hubieras tomado de la mano y le hubieras dicho: «¡Pega!». A mí no me has pedido nada. ¿Quién soy yo, Dios mío, para que mi propia hermana me rechace sin haberme probado siquiera?

ELECTRA.— Ah, Filebo, nunca podré cargar con semejante peso tu corazón sin odio.

ORESTES (abrumado).— Dices bien; sin odio. Sin amor tampoco. A ti hubiera podido quererte. Hubiera podido… Para amar, para odiar, hay que entregarse. Es hermoso el hombre de sangre rica, sólidamente plantado en medio de sus bienes, que se entrega un buen día al amor, al odio, y que entrega con él su tierra, su casa y sus recuerdos. ¿Quién soy y qué tengo para dar? Apenas existo: de todos los fantasmas que ruedan hoy por la ciudad, ninguno es más fantasma que yo. He conocido amores de fantasma, vacilantes y ralos como vapores; pero ignoro las densas pasiones de los vivos.

(Pausa) ¡Vergüenza! He vuelto a mi ciudad natal y mi hermana se ha negado a reconocerme. ¿Dónde iré ahora? ¿Qué ciudad he de frecuentar?

ELECTRA.— ¿No hay alguna donde te espere una mujer de hermoso rostro?

ORESTES.— Nadie me espera. Voy de ciudad en ciudad, extranjero para los demás y para mí mismo, y las ciudades se cierran tras de mí como el agua tranquila. Si me voy de Argos, ¿qué quedará de mi paso sino el amargo desencanto de tu corazón?

ELECTRA.— Me has hablado de ciudades felices…

ORESTES.— Poco me importa la felicidad. Quiero mis recuerdos, mi suelo, mi lugar en medio de los hombres de Argos. (Un silencio.) Electra, no me iré de aquí.

ELECTRA.— Filebo, vete, te lo suplico: me das lástima, vete si me quieres; sólo pueden sucederte cosas malas, y tu inocencia haría fracasar mis proyectos.

ORESTES.— No me iré.

ELECTRA.— ¿Y crees que te dejaré así, en tu pureza inoportuna, juez intimador y mudo de mis actos? ¿Por qué te empecinas? Aquí nadie quiere saber nada de ti.

ORESTES.— Es mi única posibilidad. Electra, no puedes negármela. Compréndeme: quiero ser un hombre de algún lado, un hombre entre los hombres. Mira, un esclavo, cuando pasa cansado y ceñudo, con una pesada carga, arrastrando las piernas y mirando a sus pies, exactamente a sus pies para evitar una caída, está en su ciudad, como una hoja en el follaje, como el árbol en la selva; Argos lo rodea, pesada y caliente, llena de sí misma; quiero ser ese esclavo, Electra, quiero arrimar la ciudad a mi alrededor y envolverme en ella como en una manta. No me iré.

ELECTRA.— Aunque te quedes cien años entre nosotros, nunca dejarás de ser un extranjero, más solo que en un camino. Las gentes te mirarán de soslayo, entre sus párpados semicerrados, y bajarán la voz cuando pases junto a ellos.

ORESTES.— ¿Entonces es tan difícil serviros? Mi brazo puede defender la ciudad, y tengo oro para aliviar a vuestros pobres.

ELECTRA.— No nos faltan capitanes ni almas piadosas para hacer el bien.

ORESTES.— Entonces…

Da unos pasos con la cabeza baja. JÚPITER aparece y lo mira frotándose las manos.

ORESTES (alzando la cabeza).— ¡Si por lo menos viera claro! Ah, Zeus, Zeus, dios del cielo, rara vez he recurrido a ti, y no me has sido favorable, pero eres testigo de que nunca he querido otra cosa que el Bien. Ahora estoy cansado, ya no distingo el Bien del Mal y necesito que me señalen el camino. Zeus, ¿en verdad el hijo de un rey, expulsado de su ciudad natal habrá de resignarse santamente al exilio y de largarse con la cabeza gacha, como un cordero? ¿Es ésa tu voluntad? No puedo creerlo. Y sin embargo… sin embargo has prohibido el derramamiento de sangre… ¡Ah! Quién habla de derramar sangre, ya no sé lo que digo… Zeus, te lo imploro: si la resignación y la abyecta humildad son las leyes que me impones, manifiéstame tu voluntad mediante alguna señal, porque ya no veo nada claro.

JÚPITER (para sí).— ¡Pero vamos, hombre: a tus órdenes! ¡Abraxas, abraxas, tsé-tsé! La luz forma una aureola alrededor de la piedra.

ELECTRA (se echa a reír).— ¡Ah! ¡Ah! ¡Hoy llueven milagros! ¡Mira, piadoso Filebo, mira lo que se gana consultando a los dioses! (Suelta una risa destemplada.) Buen muchacho… Piadoso Filebo: «¡Hazme una señal, Zeus, hazme una señal!» Y la luz resplandece alrededor de la piedra sagrada. ¡Vete! ¡A Corinto! ¡A Corinto! ¡Vete!

ORESTES (mirando la piedra).— Entonces… eso es el Bien. (Una pausa; sigue mirando la piedra.) Agachar el lomo. Bien agachado. Decir siempre «Perdón» y «Gracias»… ¿es eso? (Una pausa; sigue mirando la piedra.) El Bien. El Bien ajeno… (Otra pausa.) ¡Electra!

ELECTRA.— Vete rápido, vete rápido. No decepciones a la juiciosa nodriza que se inclina sobre ti desde lo alto del Olimpo. (Se detiene, cortada.) ¿Qué tienes?

ORESTES (con voz cambiada).— Hay otro camino.

ELECTRA (aterrada).— No te hagas el malo, Filebo. Has pedido las órdenes de los Dioses: bueno, ya las conoces.

ORESTES.— ¿Órdenes?… Ah, sí… ¿Quieres decir esa luz alrededor del guijarro grande? Esa luz no es para mí; y nadie puede darme órdenes ya.

ELECTRA.— Hablas con enigmas.

ORESTES.— ¡Qué lejos estás de mí, de pronto… cómo ha cambiado todo! Había a mi alrededor algo vivo y cálido. Algo que acaba de morir. Qué vacío está todo… ¡Ah! Qué vacío inmenso, interminable… (Da unos pasos.) Cae la noche… ¿No te parece que hace frío?… ¿Pero qué es… qué es lo que acaba de morir?

ELECTRA.— Filebo…

ORESTES.— Te digo que hay otro camino… mi camino… ¿No lo ves? Parte de aquí y baja hacia la ciudad. Es preciso bajar, ¿comprendes?, bajar hasta vosotros, estáis en el fondo de un agujero, bien en el fondo… (Se adelanta hacia ELECTRA.) Tú eres mi hermana, Electra, y esta ciudad es mi ciudad. ¡Hermana mía! Le toma el brazo.

ELECTRA.— ¡Déjame! Me haces daño, me das miedo —y no te pertenezco.

ORESTES.— Ya lo sé. Todavía no: soy demasiado ligero. Tengo que lastrarme con un crimen bien pesado que me haga ir a pique hasta el fondo de Argos.

ELECTRA.— ¿Qué vas a intentar?

ORESTES.— Espera. Déjame decir adiós a esta ligereza sin tacha que fue la mía. Déjame decir adiós a mi juventud. Hay noches, noches de Corinto o de Atenas, llenas de cantos y de olores, que ya no me pertenecerán nunca más. Mañanas llenas de esperanza también… ¡Vamos, adiós! ¡Adiós! (Se acerca a ELECTRA.) Ven, Electra, mira nuestra ciudad. Allí está, roja bajo el sol, con hombres y moscas que zumban, en el embotamiento obstinado de una tarde de verano; me rechaza con todos sus muros, con todos sus techos, con todas sus puertas cerradas. Y sin embargo está para que la tomen, lo sé desde esta mañana. Y tú también, Electra, estás para que te tomen. Os tomaré. Me convertiré en hacha y hendiré en dos esas murallas empecinadas, abriré el vientre de esas casas santurronas, exhalarán por sus heridas abiertas un olor a bazofia y a incienso; me convertiré en destral y me hundiré en el corazón de esa ciudad como el destral en el corazón de una encina.

ELECTRA.— Cómo has cambiado: ya no brillan tus ojos; están apagados y sombríos. ¡Ay! Eras tan dulce, Filebo. Y ahora me hablas como no hablaba el otro en sueños.

ORESTES.— Escucha: supón que asumo todos los crímenes de todas esas gentes que tiemblan en cuartos oscuros, rodeados por sus queridos difuntos. Supón que quiero merecer el nombre de «Ladrón de remordimientos» y que instalo en mí toda su contrición: la de la mujer que engañó a su marido, la del comerciante que dejó morir a su madre, la del usurero que esquilmó hasta la muerte a sus deudores. Dime, ese día, cuando esté obsedido por remordimientos más numerosos que las moscas de Argos, por todos los remordimientos de la ciudad, ¿no habré adquirido derecho de ciudadanía entre vosotros? ¿No estaré en mi casa, entre vuestras murallas ensangrentadas, como el carnicero de delantal rojo está en su casa en la tienda, entre los bueyes sangrientos que acaba de degollar?

ELECTRA.— ¿Quieres expiar por nosotros?

ORESTES.— ¿Expiar? He dicho que instalaré en mí vuestros arrepentimientos, pero no he dicho lo que haré con esos pajarracos vocingleros; quizá les retuerza el pescuezo.

ELECTRA.— ¿Y cómo podrías cargar con nuestros males?

ORESTES.— No pedís otra cosa que deshaceros de ellos. Sólo el rey y la reina los mantienen a la fuerza en vuestros corazones.

ELECTRA.— El rey y la reina… ¡Filebo!

ORESTES.— Los Dioses son testigos de que yo no quería derramar sangre.

Largo silencio.

ELECTRA.— Eres demasiado joven, demasiado débil…

ORESTES.— ¿Vas a retroceder, ahora? Escóndeme en el palacio, llévame esta noche al lecho real y ya verás si soy demasiado débil.

ELECTRA.— ¡Orestes!

ORESTES.— ¡Electra! Me has llamado Orestes por primera vez.

ELECTRA.— Sí. Eres tú. Eres Orestes. No te reconocía porque no te esperaba así. Pero este gusto amargo en la boca, este gusto a liebre, mil veces lo he sentido en mis sueños y lo reconozco. Has venido Orestes, y estás decidido, y yo, como en mis sueños, me encuentro en el umbral de un acto irreparable, y tengo miedo, como en sueños. ¡Olí momento tan esperado y tan temido! Ahora los instantes se encadenarán como los engranajes de un mecanismo, y ya no tendremos descanso basta que estén acostados los dos de espaldas, con rostros semejantes a muros derruidos. ¡Toda esa sangre! Y eres tú quien la derramará, tú que tenías ojos tan dulces. Ay, nunca volveré a ver aquella dulzura, nunca volveré a ver a Filebo. Orestes, eres mi hermano mayor y el jefe de nuestra familia, tómame en tus brazos, protégeme porque vamos al encuentro de padecimientos muy grandes.

ORESTES la toma en sus brazos. JÚPITER sale de su escondite y se va con paso furtivo.

TELÓN