ESCENA I

Entran en procesión VIEJAS vestidas de negro, y hacen libaciones delante de la estatua. Al fondo, un IDIOTA sentado en el suelo. Entran ORESTES y el PEDAGOGO, luego JÚPITER.

ORESTES.— ¡Eh, buenas mujeres!

Todas las VIEJAS se vuelven lanzando un grito.

EL PEDAGOGO.— ¿Podéis decirnos?…

Las VIEJAS escupen al suelo dando un paso atrás.

EL PEDAGOGO.— Escuchad, somos viajeros extraviados. Sólo os pido una indicación.

Las VIEJAS huyen dejando caer las urnas.

EL PEDAGOGO.— ¡Viejas piltrafas! ¿No se diría que me derrito por sus encantos? ¡Ah, mi amo, qué viaje agradable! Y qué buena inspiración la vuestra de venir aquí cuando hay más de quinientas capitales, tanto en Grecia como en Italia, con buen vino, posadas acogedoras y calles populosas. Parece que estos montañeses nunca han visto turistas: cien veces he preguntado por el camino en este maldito caserío que se achicharra al sol. Por todas partes los mismos gritos de espanto y las mismas desbandadas, las pesadas carreras negras por las calles enceguecedoras. ¡Puf! Estas calles desiertas, el aire que tiembla, y este sol… ¿Hay algo más siniestro que el sol?

ORESTES.— He nacido aquí…

EL PEDAGOGO.— Así parece. Pero en vuestro lugar, yo no me jactaría de ello.

ORESTES.— He nacido aquí y debo preguntar por mi camino como un viajero. ¡Llama a esa puerta!

EL PEDAGOGO.— ¿Qué esperas? ¿Que os respondan? Mirad un poco esas casas y decidme qué parecen. ¿Dónde están las ventanas?, Las abren a patios bien cerrados y bien sombríos, me lo imagino, y vuelven el trasero a la calle… (Gesto de ORESTES) Está bien. Llamo, pero sin esperanza.

Llama. Silencio. Llama de muevo; la puerta se entreabre.

UNA VOZ.— ¿Qué queréis?

EL PEDAGOGO.— Una sencilla pregunta. ¿Sabéis dónde vive…? La puerta vuelve a cerrarse bruscamente.

EL PEDAGOGO.— ¡Idos al infierno! ¿Estáis contento, señor Orestes, y os basta la experiencia? Puedo, si queréis, llamar a todas las puertas.

ORESTES.— No, deja.

EL PEDAGOGO.— ¡Toma! Pero si aquí hay alguien. (Se acerca al IDIOTA.) ¡Señor mío!

EL IDIOTA.— ¡Eh!

EL PEDAGOGO (nuevo saludo).— ¡Señor mío!

EL IDIOTA.— ¡Eh!

EL PEDAGOGO.— ¿Os dignaréis indicarnos la casa de Egisto?

EL IDIOTA.— ¡Eh!

EL PEDAGOGO.— De Egisto, el rey de Argos.

EL IDIOTA.— ¡Eh! ¡Eh!

JÚPITER pasa por el fondo.

EL PEDAGOGO.— ¡Mala suerte! El primero que no se escapa es idiota (JÚPITER vuelve a pasar). ¡Vaya! Nos ha seguido hasta aquí.

ORESTES.— ¿Quién?

EL PEDAGOGO.— El barbudo.

ORESTES.— Estás soñando.

EL PEDAGOGO.— Acabo de verlo pasar.

ORESTES.— Te habrás equivocado.

EL PEDAGOGO.— Imposible. En mi vida he visto semejante barba, salvo una de bronce que orna el rostro de Júpiter Ahenobarbus, en Palermo. Mirad, ahí vuelve a pasar, ¿Qué nos quiere?

ORESTES.— Viaja, como nosotros.

EL PEDAGOGO.— ¡Cómo! Lo hemos encontrado en el camino de Delfos. Y cuando nos embarcamos en Itea, ya ostentaba su barba en el barco. En Nauplia no podíamos dar un paso sin tropezar con él, y ahora está aquí. Os parecerán, sin duda, simples coincidencias. (Espanta las moscas con la mano.) Ah, encuentro a las moscas de Argos mucho más acogedoras que las personas. ¡Mirad ésas, miradlas! (Señala con la vista al IDIOTA.) Tiene doce en el ojo como en una tartina, y sin embargo sonríe trasportado, como si le gustara que le chupen los ojos. Y en realidad le sale por esas mirillas un jugo blanco que parece leche cuajada. (Espanta a las moscas.) ¡Eh, basta ya, basta ya! Mirad, ahora las tenéis encima. (Las espanta.) Bueno, estaréis cómodos vos que tanto os quejabais de ser extranjero en vuestro propio país, y estas bestezuelas os hacen fiestas, como si os reconocieran. (Las espanta.) ¡Vamos, paz, paz, nada de efusiones! ¿De dónde vienen? Hacen más ruido que carracas y son más grandes que libélulas.

JÚPITER (que se había acercado).— No son sino moscas de la carne, un poco gordas. Hace quince años un poderoso olor de carroña las atrajo a la ciudad. Desde entonces engordan. Dentro de quince años tendrán el tamaño de ranitas.

Un silencio.

EL PEDAGOGO.— ¿Con quién tenemos el honor… ?

JÚPITER.— Mi nombre es Demetrio. Vengo de Atenas.

ORESTES.— Creo haberos visto en el barco la última quincena.

JÚPITER.— También yo os he visto.

Gritos horribles en el palacio.

EL PEDAGOGO.— ¡Vaya! ¡Vaya! Todo esto no me huele nada bien, y en mi opinión, mi amo, haríamos mejor en irnos.

ORESTES.— Cállate.

JÚPITER.— No tenéis nada que temer. Hoy es la fiesta de los muertos. Esos gritos señalan el comienzo de la ceremonia.

ORESTES.— Parece que conocéis muy bien a Argos.

JÚPITER.— Vengo con frecuencia. Estaba aquí a la vuelta del rey Agamenón, cuando la flota victoriosa de los griegos ancló en la rada de Nauplia. Podían verse las velas blancas desde lo alto de las murallas. (Espanta las moscas.) Aún no había moscas, entonces. Argos sólo era una pequeña ciudad de provincia que se aburría indolentemente al gol. Subí al camino de ronda con los demás, los días siguientes, y miramos largamente el cortejo real que marchaba por la llanura. La tarde del segundo día la reina Clitemnestra apareció en las murallas, acompañada de Egisto, el rey actual. Las gentes de Argos vieron sus rostros enrojecidos por el sol poniente; los vieron inclinarse sobre las almenas y mirar largo rato hacia el mar; y pensaron: «Pasará algo malo». Pero no dijeron nada. Egisto, debéis de saberlo, era el amante de la reina Clitemnestra. Un rufián ya por entonces propenso a la melancolía. Parecéis cansado.

ORESTES.— Es el largo camino que he hecho y este maldito calor. Pero me interesáis.

JÚPITER.— Agamenón era un buen hombre, pero cometió un gran error, ¿sabéis? No había permitido que las ejecuciones capitales se realizaran en público. Es una lástima. En provincia, un buen ahorcamiento distrae y deja a la gente un poco harta de la muerte. Las gentes de aquí no dijeron nada porque se aburrían, y querían ver una muerte violenta. No dijeron nada cuando vieron aparecer a su rey en las puertas de la ciudad. Y cuando vieron que Clitemnestra le tendía sus hermosos brazos perfumados, no dijeron nada. En aquel momento hubiera bastado una palabra, una sola palabra, pero callaron, y cada uno tenía, en la cabeza, la imagen de un gran cadáver con la cara destrozada.

ORESTES.— Y vos, ¿no dijisteis nada?

JÚPITER.— ¿Os molesta, joven? Yo estoy muy cómodo, lo cual prueba vuestros buenos sentimientos.

Pues bien, no, no hablé; no soy de aquí, y no eran asuntos míos. En cuanto a las gentes de Argos, al día siguiente, cuando oyeron aullar de dolor al rey en el palacio, siguieron sin decir nada, bajaron los párpados sobre los ojos en blanco de voluptuosidad, y la ciudad entera estaba como una mujer en celo.

ORESTES.— Y el asesino reina. Ha conocido quince años de felicidad. Yo creía justos a los dioses.

JÚPITER.— ¡Eh! No incriminéis tan pronto a los dioses. ¿Hay que castigar siempre? ¿No era preferible que ese tumulto derivara en beneficio del orden moral?

ORESTES.— ¿Qué hicieron?

JÚPITER.— Enviaron las moscas.

EL PEDAGOGO.— ¿Qué tienen que ver las moscas!

JÚPITER.— Oh, son un símbolo. Pero juzgad por esto lo que han hecho: aquella vieja cochinilla que allá veis, correteando sobre sus patitas negras, rozando las paredes, es un hermoso espécimen de una fauna negra y chata que hormiguea en las grietas. Salto sobre el insecto, lo cazo y os lo traigo.

(Salta sobre la VIEJA y la trae al proscenio.) Aquí está mi presa. ¡Mirad qué horror! ¡Oh! ¡Guiñáis los ojos, y sin embargo estáis habituados a las espadas del sol al rojo blanco! Mirad qué sobresaltos de pez en la punta de la línea. Dime vieja, habrás perdido docenas de hijos, pues andas de negro de la cabeza a los pies. Vamos, habla y quizá te suelte. ¿Por quién llevas luto?

LA VIEJA.— Es el vestido de Argos.

JÚPITER.— ¿El vestido de Argos? Ah, comprendo. Llevas luto por tu rey, por tu rey asesinado.

LA VIEJA.— ¡Calla! ¡Por el amor de Dios, calla!

JÚPITER.— Pues eres bastante vieja para haber oído aquellos gritos que recorrieron toda una mañana las calles de la ciudad. ¿Qué hiciste?

LA VIEJA.— Mi marido estaba en los campos, ¿qué podía hacer yo? Corrí el cerrojo de la puerta.

JÚPITER.— Sí, y entreabriste la ventana para oír mejor, y te quedaste al acecho detrás de las cortinas, con el aliento entrecortado y un cosquilleo raro en el hueco de los riñones.

LA VIEJA.— ¡Calla!

JÚPITER.— Has de haber hecho estupendamente bien el amor aquella noche. Era una fiesta, ¿eh?…

LA VIEJA.— Ah, señor, era… una fiesta horrible.

JÚPITER.— Una fiesta roja cuyo recuerdo no habéis podido enterrar.

LA VIEJA.— ¡Señor! ¿Sois un muerto?

JÚPITER.— ¡Un muerto! ¡Anda, anda, loca! ¡No te cuides de lo que soy; será mejor que te ocupes de ti misma y ganes el perdón del Cielo con tu arrepentimiento!

LA VIEJA.— Ah, me arrepiento, Señor, si supierais cómo me arrepiento, y mi hija también se arrepiente, y mi yerno sacrifica una vaca todos los años, y a mi nieto, que anda por los siete años, lo hemos educado en el arrepentimiento; es juicioso como una imagen, todo rubio y penetrado por el sentimiento de su pecado original.

JÚPITER.— Está bien, vete, vieja basura, y trata de reventar en el arrepentimiento. Es tu única posibilidad de salvación. (La VIEJA huye.) O mucho me equivoco, señores míos, o es ésta, piedad de la buena, a la antigua, sólidamente asentada en el terror.

ORESTES.— ¿Qué hombre sois?

JÚPITER.— ¿A quién le interesa? Hablábamos de los dioses. Bueno, ¿era necesario fulminar a Egisto?

ORESTES.— Era necesario… Ah, no sé qué era necesario, y no me importa; no soy de aquí. ¿Y Egisto se arrepiente?

JÚPITER.— ¿Egisto? Me extrañaría mucho. Pero qué importa. Toda una ciudad se arrepiente por él. El arrepentimiento se mide por el peso. (Gritos horribles en el palacio.) ¡Escuchad! Para que no olviden jamás los gritos de agonía de su rey, un boyero escogido por su fuerte voz lanza esos alaridos cada aniversario, en la sala principal del palacio. (ORESTES hace un gesto de desagrado.) ¡Bah! Esto no es nada; ¿qué dirás dentro de un rato, cuando suelten a los muertos? Hace quince años justos que Agamenón fue asesinado. ¡Ah, cómo ha cambiado desde entonces el pueblo ligero de Argos, y qué cerca está ahora de mi corazón!

ORESTES.— ¿De vuestro corazón?

JÚPITER.— Dejad, dejad, joven. Hablaba para mí. Hubiera debido decir: cerca del corazón de los dioses.

ORESTES.— ¿De veras? Paredes embadurnadas de sangre, millones de moscas, olor a carnicería, calor de horno, calles desiertas, un dios con cara de asesinado, larvas aterradas que se golpean el pecho en el fondo de las casas, y esos gritos, esos gritos insoportables: ¿eso place a Júpiter?

JÚPITER.— Ah, no juzguéis a los dioses, joven; guardan secretos dolorosos.

Un silencio.

ORESTES.— Agamenón tenía una hija, ¿verdad?, una hija llamada Electra.

JÚPITER.— Sí. Vive aquí. En el palacio de Egisto, en aquél.

ORESTES.— ¡Ah! ¿Es ése el palacio de Egisto? ¿Y qué piensa Electra de todo esto?

JÚPITER.— ¡Bah! Es una niña. Había también un hijo, un tal Orestes. Dicen que murió.

ORESTES.— ¡Que murió! Diablos…

EL PEDAGOGO.— Pero sí, mi amo, bien sabéis que murió. Las gentes de Nauplia nos han contado que Egisto había dado orden de asesinarlo poco después de la muerte de Agamenón.

JÚPITER.— Algunos afirman que está vivo. Sus asesinos, compadecidos, lo habrían abandonado en el bosque. Habría sido recogido y educado por burgueses ricos de Atenas. Por mi parte, deseo que haya muerto.

ORESTES.— ¿Por qué, si no os incomoda?

JÚPITER.— Imaginad que se presenta un día a las puertas de esta ciudad…

ORESTES.— ¿Y qué?

JÚPITER.— ¡Bah! Mirad, si lo encontrara en ese momento, le diría… le diría: «Joven…» Lo llamaría joven, pues tiene más o menos vuestra edad, si vive. A propósito, señor, ¿me diréis vuestro nombre?

ORESTES.— Me llamo Filebo y soy de Corinto. Viajo para instruirme con un esclavo que fue mi preceptor.

JÚPITER.— Perfecto. Entonces diría: «¡Joven, marchaos! ¿Qué buscáis aquí? ¿Queréis hacer valer vuestros derechos? ¡Ah! Sois ardiente y fuerte, seríais valiente capitán de un ejército batallador, podéis hacer algo mejor que reinar sobre una ciudad medio muerta, una carroña de ciudad atormentada por las moscas. Los hombres de aquí son grandes pecadores, pero están empeñados ya en el camino de la redención. Dejadlos, joven, dejadlos, respetad su dolorosa empresa, alejaos de puntillas. No podríais compartir su arrepentimiento, pues no habéis tenido parte en su crimen, y vuestra inocencia impertinente os separa de ellos como un foso profundo. Marchaos, si los amáis un poco. Marchaos, porque vais a perderlos: por poco que los detengáis en el camino, que los apartéis, aunque sea un instante, de sus remordimientos, todas sus faltas se cuajarán en ellos como grasa fría. Tienen la conciencia intranquila, tienen miedo, y del miedo y la conciencia intranquila emana una fragancia deliciosa para las narices de los dioses. Sí, esas almas lastimosas agradan a los dioses. ¿Quisierais despojarlos del favor divino? ¿Y qué les daríais en cambio? Digestiones tranquilas, la taciturna paz provinciana y el hastío, ¡ah! el hastío tan cotidiano de la felicidad. Buen viaje, joven, buen viaje; el orden de una ciudad y el orden de las almas son inestables; si los tocáis, provocaréis una catástrofe. (Mirándolo a los ojos.) Una terrible catástrofe que recaerá sobre vos.»

ORESTES.— ¿De veras? ¿Eso es lo que le diríais? Pues bien, si yo fuera ese joven, os respondería… (Se miden con la mirada; el PEDAGOGO tose.) ¡Bah! No sé qué os respondería. Quizá tengáis razón, y por lo demás, esto no me incumbe.

JÚPITER.— Enhorabuena. Desearía que Orestes fuera igualmente razonable. Entonces, la paz sea con vos; tengo que atender mis asuntos.

ORESTES.— La paz sea con vos.

JÚPITER.— A propósito, si las moscas os molestan, éste es el medio de libraros de ellas: mirad el enjambre que zumba a vuestro alrededor, hago un movimiento con la muñeca, un ademán con el brazo y digo: «Abraxas, galla, galla, tse, tse». Y ya veis: ruedan y se arrastran por el suelo como orugas.

ORESTES.— ¡Por Júpiter!

JÚPITER.— No es nada. Un jueguito de sociedad. Soy encantador de moscas en mis horas libres. Buenos días. Volveré a veros. Sale.