ESCENA II

Los MISMOS (escondidos). - Dos SOLDADOS

PRIMER SOLDADO.— No sé qué tienen las moscas hoy: están enloquecidas.

SEGUNDO SOLDADO.— Huelen a los muertos y eso las alegra. Ya no me atrevo a bostezar por miedo de que se me hundan en el hocico abierto y vayan a hacer un tío vivo en el fondo de mi gaznate. (ELECTRA aparece un instante y se oculta.) Oye, algo ha crujido.

PRIMER SOLDADO.— Es Agamenón que se sienta en el trono.

SEGUNDO SOLDADO.— ¿Y sus anchas nalgas hacen crujir las maderas del asiento? Imposible, colega, los muertos no pesan.

PRIMER SOLDADO.— La plebe es la que no pesa. Pero él, antes de ser un muerto real, era un real vivo que pesaba, un año con otro, sus ciento veinticinco kilos. Es muy raro que no le queden algunas libras.

SEGUNDO SOLDADO.— Entonces… ¿crees que está ahí?

PRIMER SOLDADO.— ¿Dónde quieres que esté? Si yo fuera un rey muerto y tuviera todos los años un permiso de veinticuatro horas, seguro que volvería a sentarme en mi trono y me pasaría allí el día repasando los buenos recuerdos sin hacer daño a nadie.

SEGUNDO SOLDADO.— Dices eso porque estás vivo. Pero si no lo estuvieras, tendrías tantos vicios como los demás. (El PRIMER SOLDADO le da una bofetada.) ¡Epa! ¡Epa!

PRIMER SOLDADO.— Es por tu bien; mira, maté siete de un golpe, todo un enjambre.

SEGUNDO SOLDADO.— ¿De muertos?

PRIMER SOLDADO.— No. De moscas. Tengo las manos llenas de sangre. (Se limpia en los calzones.) Moscas puercas.

SEGUNDO SOLDADO.— Ojalá hubieran nacido muertas. Mira todos los hombres muertos que están aquí: no dicen esta boca es mía, se las arreglan para no molestar. Si las moscas reventaran sería lo mismo.

PRIMER SOLDADO.— Calla; si pensara que había aquí, encima, moscas fantasmas…

SEGUNDO SOLDADO.— ¿Por qué no?

PRIMER SOLDADO.— ¿Te das cuenta? Revientan millones de estos animalitos por día. Si hubieran soltado por la ciudad todas las que murieron desde el verano pasado, habría trescientas sesenta y cinco muertas por una viva dando vueltas a nuestro alrededor. ¡Puah! El aire estaría azucarado de moscas, comeríamos moscas, respiraríamos moscas, bajarían en chorros viscosos por nuestros bronquios y nuestras tripas… Oye, quizás sea por eso que flotan en esta cámara olores tan singulares.

SEGUNDO SOLDADO.— ¡Bah! A una sala de mil pies cuadrados como ésta bastan algunos muertos humanos para apestarla. Dicen que nuestros muertos tienen mal aliento.

PRIMER SOLDADO.— ¡Escucha! Esos hombres se sacan los ojos…

SEGUNDO SOLDADO.— Te digo que hay algo: el piso cruje.

Van a mirar detrás del trono por la derecha; ORESTES y ELECTRA salen por la izquierda, pasan delante de las gradas del trono y vuelven a su escondite por la derecha, en el momento en que los soldados salen por la izquierda.

PRIMER SOLDADO.— Ya ves que no hay nadie. ¡Es Agamenón, te lo dije, maldito Agamenón! Ha de estar sentado sobre esos cojines, derecho como una estaca, y nos mira; no tiene otra cosa en qué emplear el tiempo sino en mirarnos.

SEGUNDO SOLDADO.— Haríamos bien en rectificar la posición; paciencia si las moscas nos hacen cosquillas en la nariz.

PRIMER SOLDADO.— Preferiría estar en el cuerpo de guardia, jugando una buena partida. Allá los muertos que vuelven son compañeros, simples gorrones como nosotros. Pero cuando pienso que el difunto rey está aquí y que cuenta los botones que faltan a mi chaqueta, me siento raro, como cuando el general pasa revista. Entran EGISTO, CLITEMNESTRA, servidores con lámparas.

EGISTO.— Que nos dejen solos.