Agradecimientos

A ninguna de las personas que me ha ayudado en la elaboración de esta novela debe atribuirse la responsabilidad de sus defectos.

En Panamá, debo expresar mi agradecimiento en primer lugar al eminente novelista norteamericano Richard Koster, quien con gran liberalidad de espíritu se desvió de sus propios asuntos para abrirme muchas puertas, y me ofreció sus sabios consejos. Alberto Calvo me brindó pródigamente su tiempo y su apoyo. Roberto Reichard fue siempre atento conmigo, y hospitalario hasta el exceso. Y cuando el libro estuvo acabado, reveló una innata aptitud para la corrección de textos. El valeroso Guillermo Sánchez, azote de Noriega y hasta el día de hoy alerta paladín del Panamá decente desde las páginas de La Prensa, me honró con su lectura del manuscrito acabado y dio el visto bueno, al igual que Richard Wainio de la Comisión del Canal de Panamá, que fue capaz de reír donde hombres de menor talla habrían palidecido.

Andrew y Diana Hyde sacrificaron horas de su precioso tiempo, pese a los gemelos, nunca manifestaron curiosidad indebida por mis propósitos y me ahorraron más de un desliz embarazoso. El doctor Liborio García-Correa y su familia me acogieron en su seno colectivo y me guiaron hasta lugares y personas a los que de otro modo nunca habría accedido. Estaré eternamente agradecido al doctor García-Correa por sus infatigables investigaciones en provecho mío y por las magníficas excursiones que hicimos juntos, en especial a Barro Colorado. Sarah Simpson, supervisora y propietaria del restaurante Pavo Real, me proporcionó incomparable sustento. Hélène Breebart, que confecciona hermosas prendas de vestir para hermosas mujeres panameñas, tuvo la gentileza de asesorarme en la creación de mi sastrería de caballeros. Y el personal del Instituto Smithsonian de Investigación Tropical me obsequió con dos días inolvidables.

Mi retrato del personal de la embajada británica en Panamá es pura fantasía. Los diplomáticos británicos que conocí en Panamá, así como sus esposas, eran sin excepción aptos, diligentes y honrados. Nadie más lejos que ellos de malévolas conspiraciones o el robo de lingotes de oro, y en nada se asemejan, gracias a Dios, a los personajes imaginarios descritos en este libro.

De regreso en Londres, vaya mi agradecimiento a Rex Cowan y Gordon Smith por su aportación respecto a los antecedentes judíos de Pendel, y a Doug Hayward de Mount Street oeste, a quien debo mi primera imagen borrosa de Pendel el sastre. Si uno se pasa por el establecimiento de Doug con la idea de tomarse las medidas para un traje, es muy probable que lo encuentre sentado en su butaca frente a la puerta. Hay allí un acogedor sofá antiguo donde acomodarse y una mesita de centro cubierta de libros y revistas. Lamentablemente no cuelga de su pared el retrato del gran Arthur Braithwaite, ni tolera demasiado bien las habladurías de su probador, donde adopta una actitud dinámica y profesional. Pero si una tarde apacible de verano uno cierra los ojos en su sastrería, quizá oiga el eco lejano de la voz de Harry Pendel alabando las virtudes de la alpaca o los botones de tagua.

En cuanto a la música de Harry Pendel, estoy en deuda con otro gran sastre, Dennis Wilkinson de L. G. Wilkinson, en St. George Street. A Dennis, cuando corta, nada le complace tanto como echar la llave de su taller para aislarse del mundo y escuchar sus clásicos preferidos. Alex Rudelhof me inició en los íntimos misterios del arte de tomar medidas.

Y por último, sin Graham Greene este libro nunca habría nacido. Desde la lectura de Nuestro hombre en La Habana, la idea de un inventor de información nunca ha abandonado mi mente.

JOHN LE CARRÉ