Capítulo 24
Era de noche y volvían a saquear Panamá, incendiando torres y chabolas, aterrorizando a animales, niños y mujeres con fuego de artillería, diezmando a los hombres en las calles, esperando haber concluido el trabajo al amanecer. Pendel estaba en el balcón, como la otra vez, observando sin pensar, oyendo sin sentir, aplastándose sin encorvarse, expiando sus pecados tal como los había expiado el tío Benny ante su jarra de cerveza vacía: «Nuestro poder no conoce límites, y sin embargo no podemos dar de comer a un niño hambriento ni cobijar a un refugiado… Nuestros conocimientos son inabarcables, y construimos las armas que nos destruirán… Vivimos en la periferia de nuestra propia existencia, aterrorizados por la oscuridad interior… Hemos hecho daño, hemos corrompido y arruinado, hemos cometido errores y engañado».
Dentro de la casa, Louisa volvía a gritar pero a Pendel no le molestaba. Escuchaba los agudos chillidos de los murciélagos que zigzagueaban y protestaban en la oscuridad por encima de él. Adoraba a los murciélagos; Louisa, en cambio, los aborrecía, y a Pendel siempre lo asustaba el odio irracional hacia ciertas cosas, porque nunca se sabía dónde podía terminar. Un murciélago es feo, y por eso lo detesto. Eres feo, y por eso voy a matarte. La belleza, concluyó, era amenazadora, y tal vez por eso, aunque su oficio consistía en embellecer, siempre había considerado la desfiguración de Marta una fuerza imperecedera.
—Entra —gritaba Louisa—. Harry, por amor de Dios, entra ya. ¿Te crees invulnerable o algo así?
Y habría deseado entrar, al fin y al cabo se sentía padre de familia hasta la médula, pero esa noche el amor de Dios no formaba parte de sus pensamientos, ni se consideraba invulnerable. Todo lo contrario. Se consideraba herido y sin curación posible. En cuanto a Dios, era tan nefasto como cualquier otro por no ser capaz de terminar lo que había empezado. Así pues, en lugar de entrar, prefirió quedarse en el balcón, lejos de las miradas acusadoras y la excesiva conciencia de sus hijos y la crítica lengua de su esposa y el imborrable recuerdo del suicidio de Mickie, y contemplar a los gatos de los vecinos, desfilando en apretada formación a través de su jardín. Tres eran atigrados, uno rojizo, y a la luz de las bengalas de magnesio que ardían con estable intensidad los veía con sus colores naturales, y no pardos como se suponía que eran todos los gatos de noche.
Había otras cosas que despertaban en Pendel un vivo interés en medio del caos y el estruendo. El modo en que la señora Costello, del número 12, seguía tocando el piano del tío Benny, por ejemplo, que es lo que él habría hecho si hubiese sabido tocar y hubiese heredado el piano. Ser capaz de aferrarse a una música con los dedos cuando se está muerto de miedo, ésa debe de ser una extraordinaria manera de conservar la calma. Y su concentración era asombrosa. Incluso a aquella distancia veía cómo cerraba los ojos y movía los labios igual que un rabino al compás de las notas que tocaba en el teclado, tal como hacía el tío Benny mientras la tía Ruth, detrás de él, con las manos apoyadas en sus hombros, hinchaba el pecho y cantaba.
Atraía también su interés el preciado Mercedes azul metalizado de los Mendoza, del número 7, que rodaba sin control pendiente abajo porque Pete Mendoza, en su alegría por haber llegado a casa antes del ataque, lo había dejado en punto muerto y no había echado el freno de mano, y el coche había ido tomando conciencia de ello gradualmente. Estoy libre, se dijo el Mercedes. Han dejado la puerta de la celda abierta. Sólo tengo que echarme a andar. Así que empezó a andar, primero con parsimonia, como Mickie, y quizá también como Mickie esperando la colisión fortuita que cambiase el curso de su vida, pero a la vez, en su desesperación, corriendo a todo galope, y sólo Dios sabía adónde iría a parar o a qué velocidad, o qué daños a terceros podría ocasionar antes de detenerse, o si por algún prodigio de la ingeniería alemana la escena del cochecito de bebé de una película rusa cuyo título Pendel había olvidado estaba preprogramada en uno de sus componentes integrados.
Estos insignificantes detalles entrañaban una enorme importancia para Pendel. Al igual que la señora Costello, podía centrar en ellos su mente mientras los cañones seguían disparando desde cerro Ancón y los helicópteros iban y venían como si todo ello formase parte de una tediosa rutina, de la realidad cotidiana, si es que aquello era la realidad cotidiana: un pobre sastre prendiendo fuego a cualquier cosa por complacer a sus amigos y sus mayores, y contemplando después el mundo convertido en humo. Y todo lo que uno creía que le importaba, acababa siendo intrascendente.
No, su señoría, yo no empecé esta guerra.
Sí, su señoría, ahí le doy la razón: es posible que yo compusiese el himno. Pero permítame que señale, con el debido respeto, que quien compone el himno no es necesariamente quien empieza la guerra.
—Harry, no entiendo por qué te quedas ahí fuera si tu familia está rogando tu presencia. No, Harry, no dentro de un momento. Ahora. Queremos que entres, por favor, y nos protejas.
Ay, Lou, ay, Dios mío, ojalá pudiese ir con vosotros. Pero tengo que dejar atrás la mentira, aun cuando, con la mano en el corazón lo digo, no sepa cuál es la verdad. Tengo que quedarme e irme al mismo tiempo, pero en este preciso instante no puedo quedarme.
No se había dado aviso previo, pero Panamá estaba siempre bajo aviso. Pórtate bien o si no… Recuerda que no eres un país sino un canal. Además, se exageraba la necesidad de tales avisos. ¿Acaso un cochecito Mercedes azul sin niño dentro avisa antes de despeñarse por un par de tramos de sinuosa carretera y caer sobre un grupo de fugitivos? Claro que no. ¿Avisa un estadio de fútbol antes de desmoronarse, matando a centenares de personas? ¿Avisa un asesino a su víctima con antelación de que la policía lo visitará y le preguntará si es un espía inglés, y si le gustaría pasar una semana o dos con unos cuantos psicópatas en una selecta cárcel panameña? En cuanto a un aviso específico por razones humanitarias —«Vamos a bombardear. Estamos a punto de traicionarlos»—, ¿para qué alarmar a la gente? Un aviso no ayudaría a los pobres, ya que en cualquier caso no podrían hacer nada al respecto, salvo lo que hizo Mickie. Y los ricos no necesitaban aviso previo, porque a esas alturas era ya un principio establecido en las invasiones de Panamá que los ricos no corrían el menor riesgo, que era lo que Mickie siempre decía, tanto borracho como sereno.
Así que no hubo aviso, y los helicópteros llegaban del mar como de costumbre, pero en esta ocasión sin hallar resistencia porque no había ejército, así que El Chorrillo había tomado la sabia decisión de rendirse antes de que apareciesen los aviones, lo cual era indicio de que por fin iban por el buen camino, y que Mickie al actuar con igual previsión tampoco se había equivocado, aun si el resultado había creado algún que otro inconveniente. Un bloque de pisos parecido al de Marta se desplomó voluntariamente, recordándole a Mickie tendido del revés. Una improvisada escuela primaria se prendió fuego a sí misma. Un santuario de la geriatría abrió un boquete en su propia pared del mismo tamaño que el orificio en la cabeza de Mickie. Después echó a la calle a los internos para que pudiesen ayudar con el problema del fuego, tal como hacía la gente en Guararé, es decir, básicamente pasándolo por alto. Y otra mucha gente, en una demostración de sensatez, había empezado a correr antes de que hubiese nada de qué huir —una especie de ensayo de incendio— y a gritar antes de ser heridos. Y todo esto había ocurrido, advirtió Pendel pese a los gritos de Louisa, antes de que el primer indicio de conflicto llegase a su balcón de Bethania o los primeros temblores sacudiesen el armario de la limpieza situado bajo la escalera, donde Louisa se había refugiado con los niños.
—¡Papá! —Esta vez era Mark—. ¡Papá, entra! ¡Por favor!
—Papá. Papá. Papá. —Ahora Hannah—. ¡Te quiero!
No, Hannah. No, Mark. De cariño hablaremos en otro momento, si no os importa, y desgraciadamente no puedo entrar. Cuando un hombre prende fuego al mundo y mata de paso a su mejor amigo, y envía a su no amante a Miami para ahorrarle futuras atenciones de la policía, aunque sabe, por la manera en que ha desviado su mirada, que no se irá, es mejor que abandone cualquier idea de ofrecer protección.
—Harry, lo tienen todo ensayado. Todo es milimétrico. Usan alta tecnología. Las nuevas armas pueden seleccionar una ventana a una distancia de muchos kilómetros. Ya no atacan objetivos civiles. Ten un poco de consideración y entra.
Pero Pendel no podía entrar aunque por muchas razones lo deseaba, porque una vez más no le respondían las piernas. Siempre que prendía fuego al mundo o mataba a un amigo, se dio cuenta de pronto, le fallaban las piernas. Y grandes llamas empezaban a aparecer en El Chorrillo, y de lo alto de las llamas se elevaba una columna de humo negro, aunque, como los gatos, el humo no era tampoco totalmente negro; era rojo en la parte inferior por efecto del fuego, y plateado en lo alto por efecto de las bengalas. Este incipiente incendio atrapó la mirada de Pendel, y no podía mover los ojos ni las piernas en ninguna otra dirección. No le quedaba más remedio que contemplarlo y pensar en Mickie.
—¡Harry, quiero saber adónde vas, por favor!
Yo también. No obstante la pregunta de Louisa lo desconcertó hasta que se dio cuenta de que estaba caminando, no hacia Louisa o los niños sino alejándose de ellos, alejándose de su aflicción, de que avanzaba pendiente abajo a grandes zancadas por una superficie dura, siguiendo los pasos del Mercedes de Pete, aunque en el fondo de su mente deseaba darse media vuelta, correr cuesta arriba y estrechar entre sus brazos a su esposa e hijos.
—Harry, te quiero. Aunque hayas obrado mal, yo he obrado mucho peor. Harry, no me importa qué eres, ni quién eres, ni qué has hecho o a quién. Harry, quédate.
Caminaba con paso largo. La empinada pendiente le golpeaba los tacones de los zapatos, sacudiéndolo de arriba abajo, y ocurre que cuando uno desciende por una pendiente y pierde altura, regresar resulta cada vez más difícil. El descenso era tan seductor… Y tenía toda la carretera para él solo, porque generalmente durante una invasión quienes no salen a saquear se quedan en sus casas e intentan telefonear a sus amigos, que era precisamente lo que veía hacer a todo el mundo en las ventanas iluminadas. Y a veces consiguen línea, porque sus amigos, como ellos, viven en zonas donde los servicios no se interrumpen en tiempo de guerra. Pero Marta no podía telefonear a nadie. Marta vivía entre gente que, aunque sólo espiritualmente, procedía del otro lado del puente, y para ellos la guerra era una obstrucción grave y a veces fatal en la marcha de sus vidas cotidianas.
Siguió andando, y deseando volver pero sin hacerlo. Estaba trastornado y necesitaba encontrar algún medio de convertir el cansancio en sueño, y quizá para eso servía la muerte. Le habría gustado hacer algo que perdurase, como tener de nuevo la cabeza de Marta contra su cuello y uno de sus pechos en la mano, pero por desgracia se sentía indigno de cualquier compañía y prefería continuar solo, partiendo de la idea de que causaba menos estragos cuando estaba aislado del mundo, que era lo que el juez le había dicho y tenía razón, y también Mickie se lo había dicho, y tenía más razón aún.
Definitivamente ya no le importaban sus trajes, ni los suyos ni los de nadie. La línea, la forma, la vista asentada, la silueta no le despertaban ya el menor interés. La gente debía ponerse lo que más le gustase, y la mejor gente no tenía elección, advirtió. Muchos de ellos se conformaban con un par de vaqueros y una camisa blanca, o un vestido de flores que lavaban y se ponían toda la vida. Muchos de ellos no tenían la menor idea de qué era «la vista asentada». Como aquellos que pasaban corriendo junto a él, por ejemplo, con los pies sangrando y la boca abierta, apartándolo de su camino y gritando «¡Fuego!», gritando como sus hijos. Gritando «¡Mickie!», y «¡Pendel, hijo de puta!». Buscó entre ellos a Marta, pero no la vio, y probablemente había decidido que Pendel era demasiado deshonesto para ella, demasiado odioso. Buscó el Mercedes azul metalizado por si había decidido cambiar de bando y unirse a la muchedumbre aterrorizada, pero no vio ni rastro de él. Vio una boca de incendios que había sido amputada por la cintura. Derramaba chorros de sangre negra en la calle. Vio a Mickie un par de veces pero ni siquiera le dirigió un gesto.
Siguió andando y se dio cuenta de que se había adentrado bastante en el valle, y debía de ser el valle que se adentraba en la ciudad. Pero cuando uno camina solo por una carretera que recorre diariamente en coche, resulta difícil reconocer los lugares, en especial si están iluminados por bengalas y te zarandea la gente que huye en todas direcciones. Pero su destino no era problema para él. Se dirigía hacia Mickie, hacia Marta. Se dirigía al centro de la bola anaranjada de fuego que no dejaba de mirarlo mientras andaba, ordenándole que siguiese, hablándole con las voces de todos sus nuevos vecinos panameños que aún estaba a tiempo de conocer. Y sin duda en el lugar adonde se encaminaba nadie le pediría nunca más que mejorase la apariencia de su vida, y nadie confundiría sus sueños con la terrible realidad en que vivían.
FIN