Capítulo 10

Louisa instruyó a su marido para su peregrinación a la casa del general del mismo modo que aleccionaba a los niños para las clases de catequesis, pero aún con mayor entusiasmo. Un ligero rubor le coloreaba atractivamente las mejillas. Hablaba con gran animación. Pero buena parte de su entusiasmo se lo debía a la botella.

—Harry, tenemos que lavar el todoterreno. Estás a punto de vestir a un héroe moderno. Para su rango y edad, el general ha recibido más condecoraciones que ningún otro general del ejército de Estados Unidos. Mark, tú lleva los cubos de agua caliente. Hannah, tú ocúpate por favor de la esponja y el detergente, y ya está bien de renegar.

Pendel podría haber llevado el todoterreno al túnel de lavado del garaje, pero para el general Louisa exigía no sólo limpieza sino sobre todo devoción. Nunca se había sentido tan orgullosa de su nacionalidad. Lo repitió docenas de veces. Estaba tan emocionada que tropezó y casi cayó. Cuando acabaron de lavar el todoterreno, examinó la corbata de Pendel tal como la tía Ruth examinaba las corbatas del tío Benny: primero de cerca, luego a cierta distancia, como si se tratase de un cuadro. Y no quedó satisfecha hasta que lo obligó a cambiársela por otra más discreta. El aliento le olía intensamente a dentífrico. Pendel no entendía por qué desde hacía un tiempo se lavaba tanto los dientes.

—Harry, que yo sepa no vas como tercera parte implicada a un juicio de divorcio por adulterio. Por tanto no resulta apropiado que ése sea tu aspecto para presentarte ante el general estadounidense al frente del Mando Sur. —A continuación, recurriendo a la más genuina voz de secretaria de Ernesto Delgado, telefoneó al peluquero y le pidió hora a las diez en punto—. Ni ondas ni patillas, José. Hoy el señor Pendel querrá el cabello muy corto y bien peinado. Lo espera el general estadounidense del Mando Sur. —Después indicó a Pendel cómo debía comportarse—: Nada de chistes, Harry. Te dirigirás al general con sumo respeto. —Le arregló cariñosamente los hombros de la chaqueta pese a que no había nada que arreglar—. Dale saludos de mi parte y, sobre todo, no te olvides de decirle que todos los Pendel, y no sólo la hija de Milton Jenning, esperan con ilusión la barbacoa y los fuegos artificiales del día de Acción de Gracias para las familias norteamericanas, como todos los años. Y antes de salir de la sastrería vuelve a lustrarte los zapatos. Hasta la fecha no ha nacido un solo militar que no juzgue a un hombre por sus zapatos, y el general del Mando Sur no es una excepción. Conduce con prudencia, Harry. Lo digo en serio.

Sus rigurosas advertencias no eran necesarias. Mientras ascendía por la zigzagueante y selvática carretera de cerro Ancón, Pendel respetó con su acostumbrado celo las limitaciones de velocidad. En el puesto de control del ejército estadounidense, se irguió y mostró al centinela una vigorosa sonrisa, pues en ese punto él mismo se hallaba a mitad de camino de convertirse en militar. Al pasar frente a las inmaculadas villas blancas, observó cómo aumentaba el rango de los ocupantes, estampado en la entrada de cada una de ellas, e indirectamente experimentó en sus propias carnes un continuo ascenso en su viaje al cielo. Y cuando subía por la noble escalinata de Quarry Heights número 1, adoptó, pese a la maleta, el peculiar paso marcial de los soldados norteamericanos, que mantiene el solemne porte de la mitad superior del cuerpo mientras la cadera y las rodillas realizan sus funciones independientes.

Pero en cuanto Harry Pendel cruzó el umbral de la puerta se sintió, como siempre que visitaba aquella casa, arrebatadamente enamorado.

Aquello no era poder. Era el premio del poder: el palacio de un procónsul en lo alto de un monte extranjero conquistado, bajo la organización de corteses guardias romanos.

—Señor. El general lo recibirá ahora mismo, señor —informó el sargento, apoderándose de su maleta con un único movimiento bien ensayado.

En las paredes del resplandeciente vestíbulo blanco colgaban placas de bronce con los nombres de todos los generales que habían servido allí. Pendel los saludó como a viejos amigos si bien echó un nervioso vistazo alrededor en busca de indeseadas señales de cambio. No había nada que temer. La terraza había sido acristalada con dudoso gusto, se oía el zumbido de invisibles aparatos de aire acondicionado. Adornaban los suelos quizá demasiadas alfombras. En una etapa anterior de su carrera el general había tenido Oriente bajo su yugo. Por lo demás la casa continuaba poco más o menos como la encontró Teddy Roosevelt al visitar Panamá para inspeccionar los progresos del vuelo lunar de su tiempo. Ingrávido, consciente de su propia insignificancia, Pendel siguió al sargento a través de una serie de cámaras, bibliotecas y salones comunicados. Cada ventana mostraba a Pendel un nuevo mundo: ahora el Canal, repleto de barcos, serpenteando majestuosamente por la cuenca fluvial; ahora las sucesivas hileras de colinas boscosas de color malva envueltas en bruma; ahora los arcos del puente de las Américas, semejantes a los anillos de un colosal monstruo marino que surcase la bahía, y a lo lejos las tres islas cónicas suspendidas en el cielo.

¡Y las aves! ¡Los animales! Sólo en aquel cerro —como había leído Pendel en uno de los libros del padre de Louisa— habitaban más especies que en toda Europa. En las ramas de un enorme roble, varias iguanas adultas meditaban y se calentaban bajo el sol de media mañana. En otro, una colonia de titís marrones y blancos se precipitaba hasta el suelo por una barra para recoger trozos de mango que la alegre esposa del general había dejado al pie del árbol; después volvían a trepar por la barra, una mano tras otra, atropellándose mutuamente por simple diversión mientras se dispersaban buscando la seguridad de las ramas. Y en el perfecto césped inglés de color marrón como hámsters gigantes corrían de acá para allá. Era otra de las casas donde Pendel siempre había deseado vivir.

El sargento ascendía por la escalera con la maleta de Pendel a babor. Pendel lo seguía. Antiguos grabados de guerreros de uniforme blandían sus bigotes junto a él. Carteles de reclutamiento reclamaban su participación en guerras olvidadas. En el gabinete del general destacaba un escritorio de teca tan abrillantado que Pendel habría jurado que podía verse a través. Pero Pendel alcanzaba el punto máximo de levitación ante la visión del vestidor. Noventa años atrás los más lúcidos cerebros norteamericanos en las áreas arquitectónica y militar aunaron sus fuerzas para crear el primer santuario de la elegancia panameño. Por aquel entonces los trópicos no eran benévolos con la indumentaria de los caballeros. Los trajes mejor cortados podían enmohecerse en una noche. Confinarlos en espacios reducidos empeoraba los efectos de la humedad. Por consiguiente los inventores del vestidor del general habían diseñado, en lugar de armarios, una alta y ventilada capilla con ventanas ingeniosamente dispuestas cerca del techo para capturar hasta el menor soplo de brisa. Y dentro habían ejercido su magia en forma de una gran barra de caoba suspendida de poleas para elevarla hasta lo alto y bajarla al nivel del suelo. Bastaba con el más ligero tirón de una mano femenina para desplazarla. Y de la barra habían colgado los muchos trajes, chaqués, esmóquines, fracs y uniformes de gala del primer general al mando de Quarry Heights, de modo que pendían libremente y rotaban, aireados por los céfiros que penetraban por las ventanas. Pendel dudaba que en el mundo entero existiese un tributo a su oficio más entusiasta que aquél.

—¡Y además lo conservan, general! ¡Lo utilizan! —exclamó Pendel con vehemencia—. Actitud que, sin ánimo de ofender, no se corresponde con la que normalmente los británicos atribuimos a nuestros respetados amigos norteamericanos.

—Bueno, Harry, nadie es lo que aparenta, ¿no crees? —dijo el general con inocente satisfacción mientras se examinaba en el espejo.

—No, señor, nadie. Y es imposible adivinar, supongo, qué será de todo esto cuando caiga en manos de nuestros corteses anfitriones panameños —añadió arteramente en su papel de puesto de escucha—. Anarquía y cosas peores, si uno hace caso de lo que opinan algunos de mis clientes con mayor propensión al sensacionalismo.

El general era joven de espíritu y le gustaba hablar con franqueza.

—Harry, esto es un continuo vaivén. Ayer nos querían fuera porque éramos unos bárbaros colonialistas y no les dejábamos respirar. Hoy no quieren que nos marchemos porque somos la principal fuente de trabajo del país, y porque si el Tío Sam se va, sufrirán una crisis de confianza en el mercado monetario internacional. Tan pronto hacemos las maletas como las deshacemos. Me cae estupendamente, Harry. ¿Cómo está Louisa?

—Gracias, general. Louisa está de maravilla, y estará aún mejor cuando se entere de que se ha interesado usted por ella.

—Milton Jenning era un excelente ingeniero y un americano honrado. Su muerte fue una lamentable pérdida para todos.

Se probaba un traje de alpaca en color gris oscuro con chaleco y chaqueta de una sola hilera de botones cuyo precio ascendía a quinientos dólares, que era lo que Pendel le había cobrado a su primer general hacía ya nueve años. Dio un tirón en la cintura. El general, sin un ápice de grasa, poseía la figura de un dios atlético.

—Me temo que después de usted vivirá aquí un caballero japonés —se lamentó el puesto de escucha, doblando el brazo del general por el codo mientras ambos miraban al espejo—. Junto con toda su familia, apéndices y cocinero, seguramente. Da la impresión de que algunos de ellos no han oído siquiera hablar de Pearl Harbor. La verdad, general, no se ofenda, pero me resulta deprimente ver cómo ha cambiado el viejo orden.

La respuesta del general, si es que llegó siquiera a pensarla, quedó ahogada por la alborozada intervención de su esposa.

—Harry Pendel, deja a mi marido en paz en este mismo instante —protestó en broma, surgiendo de la nada con un enorme jarrón lleno de azucenas entre los brazos—. Es todo mío, y no alteres una sola puntada de ese traje. En mi vida he visto una cosa más excitante. Pienso fugarme otra vez con él ahora mismo. ¿Cómo está Louisa?

Se reunieron en un modesto restaurante iluminado con luces de neón que abría las veinticuatro horas y se encontraba junto a la ruinosa terminal del ferrocarril oceánico, actualmente convertida en punto de embarque para recorridos turísticos por el Canal. Osnard estaba sentado desgarbadamente en una mesa de un rincón y llevaba en la cabeza un panamá. Junto al codo tenía una copa vacía. Desde su último encuentro, hacía una semana, había engordado y parecía más viejo.

—¿Té o una de éstas?

—Tomaré un té, Andy, si no te importa.

—Té —ordenó Osnard a la camarera sin la menor delicadeza, rastrillándose el cabello con una mano—. Y otra de lo mismo.

—Has tenido una noche ajetreada, por lo que veo, Andy.

—Una noche de servicio.

Por la ventana se veía la caduca maquinaria de la época heroica de Panamá. Viejos vagones de pasajeros con la tapicería de los asientos hecha jirones por la acción de las ratas y los vagabundos, y las lamparillas metálicas de las mesas intactas. Herrumbrosas locomotoras de vapor, plataformas giratorias, ténderes en estado de total abandono como los juguetes de un niño malcriado. En la acera, turistas con mochilas a la espalda se apretujaban bajo los toldos, se sacudían a los mendigos, contaban dólares empapados de agua, intentaban descifrar los carteles en español. Había llovido durante la mayor parte de la mañana. Seguía lloviendo. El restaurante olía a gasolina caliente. Las sirenas de los barcos ululaban por encima del bullicio.

—Nos hemos encontrado casualmente —dijo Osnard a la vez que reprimía un eructo—. Tú habías salido de compras; yo había venido a consultar los horarios de las excursiones.

—¿Y qué estaba comprando yo? —preguntó Pendel, perplejo.

—¿Y a mí qué coño me importa?

Osnard echó un trago de coñac; Pendel tomó un sorbo de té.

Pendel iba al volante. Habían optado por el todoterreno, ya que el coche de Osnard, provisto de distintivos del cuerpo diplomático, llamaba mucho más la atención. Pequeñas capillas erigidas junto a la carretera en los lugares donde habían muerto espías y otros automovilistas. Caballos abrumados por su excesiva carga guiados por pacientes familias indias con fardos en equilibrio sobre las cabezas. Una vaca muerta en un cruce. Un enjambre de buitres negros disputándose los mejores pedazos. Un pinchazo en una rueda trasera anunciado por una ensordecedora salva de cañonazos. Pendel cambió el neumático mientras Osnard, acuclillado en el arcén con su panamá, observaba hoscamente. Un restaurante de carretera fuera de la ciudad, mesas de madera maciza bajo toldos de plástico, pollo asado en una barbacoa. Dejó de llover. El violento resplandor del sol bañó el césped de color esmeralda. Unos cuantos papagayos se desgañitaban en una pajarera acampanada. Pendel y Osnard se hallaban solos salvo por dos hombres corpulentos con camisas azules sentados a una mesa en el otro extremo de la plataforma de madera.

—¿Los conoces? —preguntó Osnard.

—No, Andy, me complace decir.

Y dos vasos de vino blanco de la casa para acompañar el pollo: un momento, que sea una botella, y después lárgate y no molestes más.

—Nerviosos, se los nota —comenzó Pendel.

Osnard había apoyado la cabeza entre los dedos extendidos de una mano y tomaba nota con la otra.

—Alrededor del general había continuamente media docena de militares, así que no he podido quedarme a solas con él. Uno, un coronel de considerable estatura, se lo llevaba aparte una y otra vez. Le entregaba documentos para firmar y le susurraba cosas al oído.

—¿Has visto qué firmaba? —preguntó Osnard, y movió ligeramente la cabeza para aliviar la jaqueca.

—Mientras le probaba el traje, imposible, Andy.

—¿Has cazado algún susurro?

—No, y dudo que tú hubieses cazado nada, estando allí de rodillas. —Bebió un sorbo de vino—. «General», he dicho, «si no es buen momento o estoy oyendo lo que no debo, sólo tiene que decírmelo. No lo tomaré a mal, y ya volveré otro día». Se ha negado. «Harry, haz el favor de quedarte y seguir con lo tuyo. Eres una balsa de cordura en un mar tempestuoso». Y yo he dicho: «Está bien, me quedaré». Entonces ha entrado su esposa, y no han cruzado palabra. Pero hay miradas que expresan más que mil palabras, Andy, como ha sido el caso. Lo que yo llamo una mirada elocuente entre dos personas que se conocen bien.

Osnard no escribía a gran velocidad.

—«El general al frente del Mando Sur cruza una mirada elocuente con su esposa». Esto pondrá a Londres en alerta roja —comentó con sarcasmo—. ¿Se ha quejado el general en algún momento del Departamento de Estado?

—No, Andy.

—¿Ha dicho que eran una pandilla de maricones amanerados y demasiado leídos? ¿Ha despotricado contra los acartonados universitarios de la CIA, recién salidos de Yale?

Pendel, juiciosamente, se tomó un instante para repasar sus recuerdos.

—Algo de eso había, Andy. Flotaba en el ambiente, por así decirlo.

Osnard escribió con un poco más de entusiasmo.

—¿Se ha lamentado de la pérdida de poder de Estados Unidos? ¿Ha especulado sobre los futuros dueños del Canal?

—Se percibía tensión, Andy. Se ha hablado de los estudiantes, y no precisamente con lo que yo llamo respeto.

—Sólo sus palabras, si no te importa. Tú pon palabras, y ya las adornaré yo.

Pendel, obediente, puso las palabras:

—«Harry», me ha dicho, en voz muy baja porque estaba justo frente a él, comprobando la caída del cuello, «si quieres un consejo, vende tu sastrería y tu casa y llévate a tu familia de este agujero ahora que aún estás a tiempo. Milton Jenning era un gran ingeniero. Su hija se merece algo mejor». Me he quedado de una pieza. No he contestado. Estaba demasiado afectado. Me ha preguntado cuántos años tenían nuestros hijos, y ha mostrado un gran alivio al saber que no están en edad universitaria, porque no le habría gustado concebir siquiera que los nietos de Milton Jenning pudiesen andar por las calles con esa panda de maleantes comunistas de pelo largo.

—Un momento.

Pendel aguardó.

—Muy bien. Más.

—Después me ha dicho que cuide de Louisa, y que sólo una digna hija de su padre tendría la paciencia que ella tiene para aguantar a ese cabrón de Ernesto Delgado de la Comisión del Canal, ese impostor que ojalá se pudra en el infierno. Y el general no es hombre que use esa clase de vocabulario, Andy. No salía de mi asombro. Te aseguro que no es normal.

Delgado ¿un cabrón?

—Como lo oyes, Andy —confirmó Pendel, recordando la actitud esquiva de Ernesto en la cena, y varios años de tener que digerirlo como un moderno Braithwaite.

—¿Y en qué demonios consiste su impostura?

—El general no ha sido más explícito, Andy, y yo no soy quién para preguntarlo.

—¿Ha dicho algo sobre la permanencia o el desmantelamiento de las bases americanas?

—No exactamente, Andy.

—¿Y eso qué demonios quiere decir?

—He oído chistes. Humor negro. Comentarios al efecto de que los váteres no tardarán en rebosar.

—¿Y sobre la seguridad de la navegación? ¿Algún grupo terrorista árabe que haya amenazado con paralizar el Canal? ¿La importancia de que los yanquis se queden para proseguir la guerra contra la droga, controlar el tráfico de armas, mantener la paz en la zona?

Pendel negó modestamente con la cabeza ante cada una de estas posibilidades.

—Andy, Andy, soy un simple sastre, ¿recuerdas?

Y dirigió una virtuosa sonrisa a una bandada de águilas pescadoras que giraban en el cielo azul.

Osnard pidió dos copas de combustible para avión. Bajo la influencia del alcohol, su interpretación cobró vida y chispas de luz destellaron de nuevo en sus ojos pequeños y negros.

—Muy bien. Hablemos ahora de la campaña de captación. ¿Qué ha dicho Mickie? ¿Quiere jugar o no?

Pero Pendel no estaba dispuesto a dejarse apremiar. Al menos respecto a Mickie. Contaría la historia sobre su amigo a su debido tiempo. Maldecía su propia afluencia y lamentaba profundamente que Mickie apareciese en el club Unión aquella noche.

—Puede que le interese jugar, Andy. Pero pondrá condiciones. De momento tiene que pensarlo.

Osnard volvía a tomar nota. Goteaba sudor en el mantel de plástico.

—¿Dónde te reuniste con él?

—En el Caesar’s Park, Andy. En el pasaje largo y ancho que hay a la salida del casino. Es donde se relaciona con la gente cuando no ha de mantener el anonimato.

La verdad había asomado por un instante su peligrosa cabeza. El día anterior Mickie y Pendel habían estado sentados justo donde acababa de describir, y Mickie había colmado de improperios y afectuosos halagos a su esposa y había llorado por el dolor de sus hijos. Y Pendel, su leal compañero de celda, se había compadecido de él, procurando no decir nada que exacerbase sus pasiones.

—¿Dejaste caer el cuento del excéntrico filántropo? —preguntó Osnard.

—Sí, Andy, y tomó buena nota.

—Le atribuiste una nacionalidad.

—Eludí la cuestión, Andy, como tú me aconsejaste. «El amigo del que te hablo es occidental, con firmes principios democráticos, pero no norteamericano», dije. «De momento no puedo ser más explícito». «Harry, muchacho», me respondió él (siempre me llama así, Harry, muchacho), «si es inglés, ya tengo media decisión tomada. Recordarás que estudié en Oxford y fui presidente de la Casa de la Cultura anglo-panameña». Y yo le dije: «Mickie, confía en mí, no puedo entrar en detalles. Mi excéntrico amigo cuenta con cierta suma de dinero, y pondría esa suma a tu disposición siempre y cuando tuviese la certeza de que defiendes una causa justa, y no hablo de calderilla. Si alguien se propone vender Panamá», dije, «si otra vez vamos a tener botas y saludos nazis en las calles, y va a ponerse en peligro el camino hacia la democracia de una noble y joven nación, en tal caso mi excéntrico amigo está dispuesto a ayudar con sus millones».

—¿Cómo se lo tomó?

—«Harry, muchacho», me dijo, «te seré sincero. En este momento es el dinero lo que me tienta, porque me he quedado sin blanca. No son los casinos la causa de mi ruina, ni las donaciones a mis queridos estudiantes o a quienes viven al otro lado del puente. La causa son mis fuentes de información, los sobornos que tengo que pagarles; por ahí se me va el dinero. Y no sólo en Panamá, sino también en Kuala Lumpur, Taipei, Tokio y no sé cuántos sitios más. Estoy a cero, y ésa es la cruda verdad».

—¿A quién tiene que sobornar? ¿Qué demonios compra? No entiendo.

—No me lo dijo, Andy, y yo no le pregunté. Se fue por la tangente, como es propio de él. Empezó a hablar por los codos de los oportunistas extranjeros que esperan en la puerta trasera y de los políticos que se llenan los bolsillos con el patrimonio del pueblo panameño.

—¿Y Rafi Domingo? —preguntó Osnard con el tardío enojo de quien ofrece dinero y luego averigua que la oferta ha sido aceptada—. Pensaba que Domingo los apoyaba económicamente.

—Ya no, Andy.

—¿Cómo es eso?

De nuevo la verdad acudió cautamente en ayuda de Pendel.

—Hace apenas unos días el señor Domingo dejó de ser lo que podríamos llamar un invitado bien recibido en la mesa de Mickie.

Lo que era evidente para todos por fin lo es también para él.

—¿Quieres decir que ha descubierto lo de Rafi y su mujer?

—Así es, Andy.

Osnard asimiló la noticia.

—Estos gilipollas me superan —protestó—. Complots aquí, complots allá, que si la gran capitulación, golpes de Estado a la vuelta de la esquina, oposiciones silenciosas, estudiantes movilizados. Pero, por Dios, ¿a qué se oponen? ¿Para qué? ¿Por qué no actúan abiertamente?

—Eso mismo le dije yo, Andy: «Mickie, mi amigo no va a invertir en un enigma. Pues mientras exista ahí fuera un gran secreto que tú conoces y mi amigo no, su dinero seguirá en su bolsillo». Me he mostrado firme, Andy. Con Mickie es necesario. Él tiene mano de hierro. « nos informas de vuestra trama, Mickie», dije, «y nosotros realizamos nuestro acto filantrópico». Esas han sido mis palabras —concluyó mientras Osnard resoplaba y escribía, y las gotas de sudor caían sobre el mantel.

—¿Cómo se lo tomó?

—Se aplanó, Andy.

¿Cómo?

—Pasó a ser una sombra, nadie. Tuve que obligarlo a hablar como un interrogador. «Harry, muchacho», respondió por fin, «somos hombres de honor, los dos, tú y yo, así que tampoco me andaré con medias palabras». Se había enardecido. «Si me preguntas cuándo, te contestaré nunca. Nunca nunca». —La vehemencia con que Pendel relataba la historia no dejaba dudas acerca de su veracidad. Uno sabía de inmediato que había estado allí, que había percibido la pasión de Abraxas—. «Porque nunca divulgaré el menor detalle de cuanto me comuniquen mis fuentes secretas hasta que tenga el visto bueno de todos y cada uno de los implicados». —Su voz, ahora un susurro, adoptó el tono de una promesa solemne—. «Llegado ese momento le facilitaré a tu amigo el plan de combate de mi movimiento, más una declaración de objetivos e ideales, más un manifiesto de intenciones para cuando, si es que eso ocurre, ganemos el primer premio en la lotería de la vida, más los necesarios datos y cifras que revelan las secretas maquinaciones de este gobierno, en mi opinión diabólicas, todo ello sujeto de antemano a las más sólidas garantías».

—¿Cómo cuáles?

—«Como tratar los asuntos de mi organización con seriedad y respeto, como comunicar anticipadamente todos los detalles a través de Harry Pendel, por más que eso ponga en peligro mi seguridad y la seguridad de quienes dependen de mí sin excepción». Punto.

Se produjo un silencio. En los ojos de Osnard apareció la mirada fija y oscura, Y una expresión ceñuda y confusa asomó al rostro de Harry Pendel mientras luchaba por proteger a Marta de las consecuencias de su mal calculado regalo de amor.

Osnard habló primero.

—Harry, amigo mío.

—Dime, Andy.

—¿Por casualidad me ocultas algo?

—Te lo he contado tal como sucedió, con las palabras textuales de Mickie y mías.

—Esto es el premio gordo, Harry.

—Gracias, Andy, soy consciente de ello.

—Esto es el no va más, para lo que tú y yo estamos en este mundo. Esto colma los mayores sueños de Londres: un movimiento radical de clases medias en favor de la libertad, ya formado y en marcha, dispuesto a luchar por la democracia en cuanto estalle la situación.

—Andy, en realidad no sé adónde va a llevarnos todo esto.

—Harry, no es momento de que andes chapoteando en tu propio Canal. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Creo que no, Andy.

Juntos, saldremos airosos. Separados, estamos jodidos. Tú pones a Mickie; yo pongo a Londres. Así de sencillo.

A Pendel se le ocurrió una idea. Una excelente idea.

—Planteó una condición más, Andy, que debería mencionarte.

—¿De qué se trata?

—Me pareció tan ridículo, la verdad, que ni siquiera pensaba informarte. «Mickie», le dije, «eso no es manera de empezar una relación. Se te ha ido la mano. Dudo que vuelvas a tener noticias de mi amigo durante una temporada».

—Sigue —apremió Osnard.

Pendel reía, pero sólo en sus adentros. Había visto una escapatoria, una puerta hacia la libertad de dos metros de anchura. La afluencia bullía en todo su cuerpo; sentía su cosquilleo en los hombros, sus latidos en las sienes, y su música en los oídos. Tomó aire e inició otro párrafo:

—«Es respecto a la forma de pago del dinero que tu millonario loco se propone entregar a mi Oposición Silenciosa a fin de que sea un instrumento útil de la democracia en una pequeña nación al borde de la autodeterminación y todo lo que eso supone».

—¿Y?

—Los pagos deben realizarse en efectivo. Dinero contante y sonante u oro —explicó Pendel excusándose—. Nada de tarjetas de crédito, cheques o transferencias bancarias, por razones de seguridad. Para uso exclusivo de su movimiento, lo cual incluye a estudiantes y pescadores, todo limpio y claro, con recibos y toda la parafernalia —concluyó, con un triunfal homenaje a su tío Benny.

Pero Osnard no reaccionó como Pendel preveía. Al contrario, sus carnosas facciones parecieron iluminarse mientras escuchaba a Pendel.

—Comprendo sus razones —declaró con calma después de reflexionar sobre aquella interesante propuesta con todo el detenimiento que merecía—. Y Londres las comprenderá también. Ya los tantearé, veré hasta dónde estarían dispuestos a llegar. En su mayoría son gente razonable. Sagaz. Flexible cuando es necesario. No puede pagarse con cheques a los pescadores. Sería absurdo. ¿Alguna otra cosa?

—Creo que eso ha sido todo, Andy, gracias —contestó Pendel con remilgamiento, disimulando su perplejidad.

Marta estaba ante el hornillo preparando un café griego porque sabía que a Pendel le gustaba. Pendel, tendido en la cama, estudiaba un complejo gráfico con líneas, círculos y letras mayúsculas seguidas de cifras.

—Es un plan de combate —explicó Marta—. Tal como lo elaborábamos cuando éramos estudiantes. Nombres en clave, células, canales de comunicación, y un grupo especial de enlace con los sindicatos.

—¿Dónde está situado Mickie?

—En ninguna parte. Mickie es amigo nuestro. No sería correcto.

El café subió y volvió a bajar. Llenó dos tazas.

—Ha telefoneado el Oso.

—¿Qué quería?

—Está pensando en escribir un artículo sobre ti.

—Todo un detalle por su parte.

—Quería saber cuánto te cuesta mantener la nueva sala de reuniones.

—¿Qué interés puede tener en eso?

—Él también es mala persona.

Marta cogió el plan de combate, le entregó el café y se sentó junto a él en la cama.

—Y Mickie quiere otro traje. Uno de alpaca en pata de gallo como el de Rafi. Le he dicho que primero debía pagar el anterior. ¿He hecho bien?

Pendel tomó un sorbo de café. Tenía miedo y no sabía de qué.

—Concédeselo si le hace feliz —contestó eludiendo su mirada—. Se lo ha ganado.