Capítulo 3
Como no podía ser de otro modo, pensaría Pendel más tarde, la llegada de Osnard a P & B fue precedida de truenos y «toda la parafernalia», por usar una expresión del tío Benny. Momentos antes era aún una de esas tardes luminosas propias de la estación de las lluvias, un agradable sol salpicaba la calle y dos muchachas preciosas curioseaban en el escaparate de Sally’s Giftique en la acera de enfrente. Y la buganvilla del jardín vecino ofrecía un aspecto tan exquisito que apetecía morderla. Faltando tres minutos para las cinco —Pendel no había dudado por un instante que Osnard se presentaría puntualmente—, aparece un Ford marrón de tres puertas con un adhesivo de Avis en la luneta trasera y aparca en el espacio reservado a los clientes. Y dentro, suspendido tras el parabrisas como una calabaza de Halloween, flota un rostro despreocupado con un casquete de cabello negro en lo alto. Pendel ignoraba por qué aquel rostro le había traído reminiscencias de Halloween; quizá por sus ojos oscuros y redondos, supuso más tarde.
De pronto la oscuridad cae sobre Panamá.
Y no es más que un nubarrón de contornos bien definidos, no mayor que la mano de Hannah, pasando ante el sol. Y un segundo después gruesos goterones de diez centímetros rebotan como bobinas de hilo en los peldaños de la entrada: los rayos y truenos activan las alarmas de los coches; las tapas de las alcantarillas abandonan sus alojamientos y se deslizan calle abajo en la pardusca corriente junto con las hojas de las palmeras y la inmunda aportación de los cubos de basura; y empiezan a verse esos negros con impermeables que aparecen siempre como por ensalmo en cuanto se pone a llover, vendiendo paraguas u ofreciéndose a cambio de un dólar a empujarte el coche hasta un lugar más alto para que no se moje el delco.
Y uno de estos individuos asedia ya a cara de calabaza, que se ha quedado en el coche a quince metros de la entrada esperando a que amaine el apocalipsis. Pero el apocalipsis va para largo porque apenas se mueve el aire. Cara de calabaza hace como si no viese al negro. El negro se mantiene firme a su lado. Cara de calabaza cede, introduce la mano en el interior de la chaqueta —lleva chaqueta, cosa poco corriente en Panamá a menos que uno sea alguien o un guardaespaldas—, extrae la cartera, extrae un billete de dicha cartera, vuelve a guardarse dicha cartera en el bolsillo interior izquierdo, baja el cristal de la ventanilla lo justo para que el negro entregue el paraguas y cara de calabaza le dé diez dólares acompañados de algún comentario jocoso sin empaparse. Maniobra concluida. Dato para el acta: cara de calabaza habla español pese a que acaba de llegar al país.
Y Pender sonríe con una sonrisa de satisfacción anticipada, que viene a sumarse a la que lleva siempre escrita en el semblante.
—Es más joven de lo que imaginaba —comenta en voz alta, dirigiéndose a la espalda bien formada de Marta, que encogida en su cubículo de cristal comprueba sus billetes de lotería en busca de los números premiados que nunca tiene.
Y con tono de aprobación. Como si pensase complacido en esos años más de venderle trajes a Osnard y disfrutar de su amistad en lugar de identificarlo como lo que en realidad es: un cliente venido del infierno.
Y tras arriesgarse a compartir con Marta esta observación y no recibir más respuesta que un solidario ademán de la morena cabeza, Pender, como siempre que aguardaba a un cliente nuevo, se apostó en la actitud en que deseaba mostrarse.
Pues como la vida lo había enseñado a confiar en las primeras impresiones, atribuía un valor análogo a la primera impresión que él producía en los demás. Nadie, por ejemplo, espera hallar a un sastre sentado. Sin embargo Pender había decidido hacía ya mucho tiempo que P & B sería un remanso de paz en un mundo trepidante. Por eso procuraba que lo encontrasen en su butaca inglesa del siglo XVIII, a ser posible con un ejemplar del Times de dos días atrás abierto sobre la falda.
Y no le molestaba en absoluto que la bandeja del té estuviese en la mesa frente a él, como era el caso en ese momento, colocada entre números atrasados de Illustrated London News y Country Life, con una tetera de plata auténtica y unos apetitosos sándwiches de pepino extrafinos que Marta acababa de preparar a la perfección en la cocina, donde se recluía voluntariamente durante esos primeros instantes de nerviosismo que experimentaba cualquier cliente nuevo, por temor a que la presencia de una mulata con cicatrices en la cara pudiese resultar amenazadora para el orgullo de un panameño blanco en el difícil trance de engalanarse. Además le gustaba irse allí a leer, ya que por fin había reemprendido sus estudios: psicología, historia social y algo más que Pendel siempre olvidaba. Él le había sugerido que estudiase derecho, pero ella se había negado en redondo, aduciendo que los abogados eran todos unos embusteros.
—No estaría bien —decía con su español medido e irónico— que la hija de un carpintero negro se degradase por dinero.
Para un joven corpulento con un paraguas blanco y azul de corredor de apuestas existen diversas maneras de salir de un coche pequeño en medio de un aguacero. Osnard —si es que era él— eligió una ingeniosa pero desacertada. Su estrategia consistía en empezar a abrir el paraguas dentro del coche y salir de espalda e encorvado en una desmañada pose para inmediatamente después, en un único y triunfal molinete, alzar el paraguas sobre su cabeza y desplegarlo por completo. Pero algo —bien Osnard, bien el paraguas— se atascó en la puerta de tal Invado que por un momento Pendel sólo vio de él un amplio trasero inglés cubierto por la tela de gabardina de un pantalón marrón demasiado justo de tiro y una chaqueta a juego con dos cortes posteriores convertida en un harapo a causa del chaparrón.
Tejido veraniego de trescientos gramos, observó Pendel. Mezcla de dacron. Demasiado caluroso para las temperaturas de Panamá. No es extraño que quiera un par de trajes a toda prisa. De cintura una cincuenta como mínimo. El paraguas se abrió. No siempre se abrían. Éste se desplegó como una bandera de rendición instantánea, y se plegó con igual prontitud en torno a la parte superior del cuerpo. Acto seguido Osnard desapareció, como hacían todos los clientes entre el aparcamiento y la entrada de la sastrería. Ya sube por los peldaños, pensó Pendel, expectante. Y oyó sus pisadas sobre el torrente. Helo ahí, ante la puerta; veo su sombra. Vamos, hombre, no está cerrado. Pero Pendel permaneció en su butaca. Había aprendido a esperar. De lo contrario se pasaría el día entero abriendo y cerrando puertas. Retazos de empapada tela de gabardina marrón, como las partículas de color de un calidoscopio, se veían en el semicírculo de letras transparentes plasmado en el cristal esmerilado: Pendel Braithwaite, Panamá y Savile Row desde 1932. Un instante después toda su humanidad, de medio lado y con el paraguas por delante, entró en la sastrería.
—El señor Osnard, supongo. —Desde las profundidades de su butaca inglesa—. Pase. Soy Harry Pendel. Lamento que le haya cogido la lluvia. Tómese un té o algo más fuerte.
Los apetitos fueron lo primero que le vino a Pendel a la cabeza. Ojos castaños y vivaces de zorro. Cuerpo lento y miembros grandes, uno de esos atletas perezosos. Convenía guardar abundante tela para futuros ensanches. Y después acudió a su memoria una picardía de cabaré que el tío Benny, para fingido sofoco de la tía Ruth, no se cansaba de repetir:
—Manos grandes y pies grandes. Ya saben, señoras, lo que eso significa… guantes grandes y calcetines grandes.
Los caballeros que llegaban a P & B se encontraban ante dos opciones. Podían sentarse, como hacían los asiduos, aceptar un tazón del caldo de Marta o una copa de cualquier cosa, intercambiar cotilleos y dejar que el establecimiento ejerciese sobre ellos su efecto balsámico antes de subir al probador, camino del cual pasaban como por azar ante unos seductores muestrarios dispuestos sobre un aparador de madera de manzano. O bien podían ir derechos al probador, como hacían los inquietos, en su mayor parte clientes nuevos, y allí dar órdenes a sus chóferes a través de la mampara de madera, telefonear con sus móviles a sus queridas y sus agentes de bolsa, y en conjunto tratar de impresionar con su importancia. Hasta que transcurrido un tiempo los inquietos se convertían en asiduos y eran a su vez sustituidos por otros clientes nuevos. Pendel esperó a ver a cuál de estas categorías pertenecía Osnard. Conclusión, a ninguna.
No revelaba los consabidos síntomas de un hombre que está a punto de gastarse cinco mil dólares en su aspecto personal. No demostró el menor nerviosismo, no pareció atenazado por la inseguridad o las vacilaciones, no incurrió en actitudes ostentosas ni excesos verbales, no se tomó demasiadas confianzas. No se sintió culpable, aunque en Panamá la culpabilidad es poco frecuente. Incluso si uno la trae consigo al país, no tarda en desprenderse de ella. Estaba perturbadoramente tranquilo.
Se limitó a apuntalarse en el chorreante paraguas con un pie al frente y el otro firmemente apoyado en la estera, razón por la cual el timbre del pasillo del fondo seguía sonando. Pero Osnard no oía el timbre. O lo oía y era inmune a la turbación, ya que mientras el timbre sonaba, él contemplaba el establecimiento con expresión radiante. Sonreía con la cara de reconocimiento de quien acaba de tropezarse con un antiguo amigo después de muchos años.
La escalera arqueada que ascendía a la sección de complementos de la galería superior: santo cielo, he ahí mi querida escalera… Los pañuelos, los batines, las zapatillas con iniciales bordadas: sí, sí, lo recuerdo todo claramente… la escalerilla de la biblioteca, utilizada en un alarde de ingenio como corbatero: ¿quién habría pensado que serviría para eso? Las oscilantes pancas de madera colgadas del techo artesonado, los rollos de tela, el mostrador con sus tijeras de principio de siglo y su regla metálica engastada a lo largo de un borde: viejos compañeros todos ellos… Y por último la desgastada butaca de piel, propiedad del mismísimo Braithwaite como autentificaba la leyenda local. Y sentado en ella Pendel en persona, observando a su nuevo cliente con benévola autoridad.
Y Osnard lo miró también a él: una mirada escrutadora y descarada, empezando en el rostro y descendiendo por el chaleco hasta el pantalón azul oscuro, los calcetines de seda y los elegantes zapatos negros manufacturados por Ducker’s de Oxford, modelo que tenía arriba en existencias del número treinta y nueve al cuarenta y cuatro. A continuación su mirada realizó el recorridos inverso, deteniéndose todo el tiempo del mundo en el rostro para un segundo examen antes de desviarse enérgicamente hacia los espacios interiores del establecimiento. Y el timbre sonaba y sonaba, porque su gruesa pierna continuaba plantada en la estera de hojas de coco.
—Extraordinario —declaró—. Realmente extraordinario. No cambie ni el menor detalle.
—Tome asiento, señor Osnard —instó Pendel con actitud hospitalaria—. Póngase cómodo. Aquí todos nuestros clientes están como en su propia casa, o eso esperamos. Nos visita más gente para charlar que para encargarnos trajes. Tiene un paragüero al lado. Déjelo ahí.
Pero Osnard, lejos de desprenderse del paraguas, lo esgrimió como un bastón de mando y señaló una fotografía enmarcada que colgaba de la pared del fondo en lugar preeminente. En ella aparecía un caballero de aspecto socrático, con gafas, cuello de puntas redondeadas y chaqueta negra, que contemplaba ceñudo un mundo más joven.
—Y ése es él, ¿no?
—¿Quién es quién? ¿Dónde? —preguntó Pendel.
—Allí, El gran hombre. Arthur Braithwaite.
—Lo es, en efecto. Es usted muy observador, si me permite decirlo. El gran hombre, como bien lo ha descrito. Retratado en su época de máximo esplendor, a ruego de sus devotos empleados, quienes después le obsequiaron la fotografía con motivo de su sexagésimo aniversario.
Osnard saltó hacia el retrato para mirarlo de cerca, y el timbre dejó por fin de sonar.
—«Arthur G» —leyó de viva voz en la placa metálica sujeta a la base del marco—. «1908-1981. Fundador». ¡Demonios, no lo habría reconocido! ¿Y esa G de qué es?
—De George —respondió Pendel, que si bien no entendió por qué creía Osnard que debería haberlo reconocido, prefirió no preguntar.
—¿De dónde procede?
—De Pinner —dijo Pendel.
—Me refiero al retrato. ¿Se lo trajo usted?
Pendel dejó escapar un suspiro acompañado de una triste sonrisa.
—No, señor Osnard. Me lo cedió su pobre viuda poco antes de reunirse con él. Un noble deseo que apenas podía permitirse debido al coste del flete desde Inglaterra, pero lo llevó a cabo de todos modos. «Allí es donde él querría estar», afirmó, nadie consiguió disuadirla. Tampoco insistieron demasiado. Al fin y al cabo era su mayor ilusión, ¿quién iba a oponerse?
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Osnard.
—Doris.
—¿Y sus hijos?
—¿Disculpe?
—De la señora Braithwaite. ¿Tenía hijos? Herederos. Sucesores.
—No, por desgracia Dios no bendijo con descendencia su matrimonio —respondió Pendel.
—Así y todo, siendo el viejo Braithwaite el socio de mayor edad, parecería más lógico Braithwaite Pendel, ¿no? Debería ir él primero, aunque haya muerto.
Pendel negaba ya con la cabeza.
—Pues no, caballero. Se equivoca. Eso fue voluntad expresa de Arthur Braithwaite. «Harry, hijo mío, la juventud ha de anteponerse a la veteranía. A partir de ahora nos llamaremos P & B, y así no nos confundirán con cierta compañía petrolera».
—¿Y a qué casa real visten? «Sastres de la realeza». Lo he visto en el letrero de la entrada. Me muero de curiosidad.
Pendel moderó un poco la sonrisa.
—Verá, señor Osnard, a ese respecto, y por no incurrir en lesa majestad, no me es posible ser demasiado explícito, pero digámoslo así: ciertos caballeros, no muy lejanos a cierta corona, tuvieron a bien honrarnos con su confianza en el pasado, y de hecho han seguido confiando en nosotros hasta el día de hoy. Por desgracia, no estoy autorizado a revelar más detalles.
—¿Por qué no? —insistió Osnard.
—En parte por el código de conducta del gremio de sastres, que garantiza una total discreción a todos los clientes, sea cual sea su condición. Y en parte, dados los tiempos que corren, me temo que también por razones de seguridad.
—¿La corona de Inglaterra?
—Me pide usted demasiado, señor Osnard.
—¿Lo que hay pintado ahí afuera es, pues, la cresta del príncipe de Gales? Al llegar, por un momento he pensado que esto era un pub.
—Gracias, señor Osnard. Ha notado usted algo que en Panamá pasa inadvertido a la mayoría; pero sobre esa cuestión debo correr un velo. Siéntese. Los sándwiches que ha preparado Marta son de pepino, por si le interesa. Ignoro si la fama de Marta ha llegado ya a sus oídos. Y me permito recomendarle un vino blanco ligero y muy agradable. Chileno. Lo importa uno de mis clientes, y tiene la gentileza de enviarme una caja de vez en cuando. Pida lo que desee e intentaremos complacerlo.
Pues para Pendel empezaba a ser importante complacer a Osnard.
Osnard no se había sentado pero sí había aceptado un sándwich, o dicho de otro modo, se había servido tres de la bandeja, uno para ir entreteniéndose y dos para actuar de contrapeso en la ancha y mullida palma de la mano izquierda, mientras Pendel y él, hombro con hombro ante el aparador de madera de manzano, elegían tela.
—Estas no son para nosotros —le confió Pendel, descartando con un gesto unas muestras de tweed ligero, como siempre hacía—. Tampoco éstas son las adecuadas, no para lo que yo llamo el talle maduro. Sirven para un muchacho imberbe o para el típico alfeñique, pero no para personas, digamos, como usted o como yo. —Una nueva demostración de rechazo—. Esto ya es otra cosa.
—Alpaca de primera calidad —observó Osnard.
—En efecto —corroboró Pendel, asombrado—. Procedente de la región andina del sur de Perú y muy apreciada por su tacto suave y la diversidad de los tonos naturales, y estoy citando textualmente, sin ánimo de parecer pedante, la descripción del Anuario lanero. Francamente, señor Osnard, es usted una caja de sorpresas.
Pero lo dijo sólo porque el cliente medio no distinguía una tela de otra.
—La preferida de mi padre. Para él era sagrada. O alpaca, o nada.
—¿Era? ¡Vaya por Dios!
—Sí, ya murió —confirmó Osnard—. Está allí arriba en compañía de Braithwaite.
—Pues le diré, señor Osnard, sin querer faltarle al respeto, que su estimado padre sabía lo que se hacía —exclamó Pendel, abordando uno de sus temas predilectos—. Porque la alpaca, en mi bien fundada opinión, es el tejido ligero mejor del mundo sin excepción. Y perdone la rotundidad, pero siempre lo ha sido y siempre lo será. Ya puede coger la mezcla de mohair y estambre que quiera, da igual. La alpaca se tiñe en la hebra, de ahí la amplia gama de colores, de ahí la vistosidad. La alpaca es pura, es elástica, permite el paso del aire. No irrita, ni siquiera la piel más sensible del cuerpo. —Se tomó la libertad de tocar a Osnard en el brazo con un dedo—. ¿Y a que no imagina, señor Osnard, en qué la malgastaban los sastres de Savile Row, para su eterna vergüenza, hasta que empezó a escasear?
—Sorpréndame.
—En los forros —declaró Pendel, indignado—. En forros vulgares y corrientes. Eso es vandalismo, no tiene otro nombre.
—El bueno de Braithwaite se habría puesto hecho una furia.
—Y se ponía, claro que se ponía. No tengo el menor reparo en repetir sus palabras. «Harry», me decía; tardó nueve años en llamarme Harry. «Harry, lo que hace esta gente con la alpaca no se lo haría yo a un perro». Aún me parece estar oyéndolo.
—A mí también —afirmó Osnard.
—¿Disculpe?
Si Pendel tenía de pronto una actitud alerta, la de Osnard, en cambio, era justamente la opuesta. Aparentaba no ser consciente del efecto de su comentario y examinaba con detenimiento las muestras.
—No acabo de entender qué ha querido decir con eso, señor Osnard.
—El bueno de Braithwaite vistió a mi padre —aclaró Osnard—. Hace mucho tiempo, naturalmente. Yo era un crío.
Pendel enmudeció de la emoción. Cuadró los hombros como un viejo soldado ante el cenotafio, y una repentina rigidez se extendió por su cuerpo. Sus palabras, cuando encontró qué decir, brotaron entrecortadas de su garganta.
—En fin, señor Osnard, yo nunca… Discúlpeme. Me he quedado de una pieza. —Se serenó un poco—. Es la primera vez, lo admito sin el menor empacho. Padre e hijo. Las dos generaciones aquí, en P & B. Eso nunca nos había ocurrido, aquí en Panamá no. No hasta la fecha. No desde que nos marchamos de Savile Row.
—Suponía que se sorprendería.
Por un instante Pendel había asegurado que aquellos ojos castaños y vivaces de zorro habían perdido su brillo y se habían tornado circulares y grisáceos, con sólo una chispa de luz en el centro de cada pupila. Y en sus posteriores figuraciones esa chispa no sería dorada sino roja. Pero el brillo reapareció de inmediato.
—¿Le pasa algo? —preguntó Osnard.
—Creo que veía visiones, señor Osnard. Debo de estar «alucinando», como dicen ahora.
—La gran rueda del tiempo, ¿eh?
—Usted lo ha dicho, caballero. La que gira, chirría y aplasta cuanto le sale al paso —coincidió Pendel, y se concentró de nuevo en el muestrario como quien busca consuelo en el trabajo.
Pero Osnard tenía antes que comerse el último sándwich, cosa que hizo de un solo bocado. Después se sacudió las migas de las manos, palmeando parsimoniosamente hasta quedar satisfecho.
En P & B existía un procedimiento establecido para atender a los clientes nuevos: elegir la tela en los muestrarios, admirar la misma tela en la pieza —pues Pendel, muy prudentemente, nunca enseñaba una muestra si no tenía la tela en existencias—, pasar al probador para las medidas, echar un vistazo a la Boutique de Caballero y el Rincón del Deportista, acercarse al pasillo del fondo, saludar a Marta, facilitar los datos para la ficha, dejar una cantidad a cuenta a menos que se conviniese lo contrario, y regresar al cabo de diez días para la primera prueba. En el caso de Osnard, sin embargo, Pender decidió introducir una variante. Después de examinar los muestrarios fueron directamente al pasillo del fondo, para consternación de Marta, que se había retirado a la cocina y se hallaba absorta en la lectura de un libro titulado Ecology on Loan, un estudio sobre la sistemática devastación de las selvas sudamericanas llevada a cabo con el entusiasta apoyo del Banco Mundial.
—Le presentaré al verdadero cerebro de P & B, señor Osnard, aunque a ella no le guste que lo diga. Marta, saluda al señor Osnard. O-S-N y A-R-D. Anota sus datos, por favor, y archívalo como cliente antiguo porque el señor Braithwaite vistió a su padre, ¿el nombre de pila, caballero?
—Andrew —contestó Osnard, Pendel advirtió que Marta alzaba la vista y lo observaba como si hubiese oído otra cosa en lugar de su nombre.
—¿Andrew? —repitió Marta, dirigiendo una mirada interrogativa a Pendel.
Pendel se apresuró a explicar:
—Temporalmente se aloja en el hotel El Panamá, Marta, pero pronto, por gentileza de nuestros extraordinarios contratistas panameños, se trasladará ¿a…?
—Punta Paitilla —informó Osnard.
—Naturalmente —dijo Pendel con una sonrisa de veneración, como si Osnard hubiese pedido caviar.
Y Marta, tras señalar con parsimonia la página donde estaba leyendo y apartar el libro, rellenó la ficha adustamente desde detrás de su velo de cabello negro.
—¿Qué demonios le ha pasado a esa mujer? —susurró Osnard cuando salieron al pasillo.
—Un lamentable accidente, y posteriormente una atención médica demasiado expeditiva.
—Me sorprende que la mantenga aquí. Debe de asustar a los clientes.
—Todo lo contrario, me complace decir —replicó Pendel categóricamente—. Marta se ha granjeado la admiración de los clientes, y sus sándwiches son para chuparse los dedos, como suele decirse.
A continuación, para atajar la curiosidad de Osnard acerca de Marta y borrar de su mente la actitud de desaprobación de ésta, inició de inmediato su habitual apología de la tagua, que crecía en las selvas tropicales, explicó con la mayor seriedad, y se consideraba en todo el mundo sensible un sucedáneo aceptable del marfil.
—Y mi pregunta es, señor Osnard, ¿para qué se emplea hoy en día la tagua? —dijo con más ardor que de costumbre—. ¿Piezas de ajedrez ornamentales? Pues sí, piezas de ajedrez. ¿Tallas? También, en efecto. Pendientes, bisutería… Vamos acercándonos, pero ¿qué más? ¿Qué otra utilidad puede tener que es tradicional, que prácticamente se ha olvidado en estos tiempos, y que aquí, en P & B, no sin ciertos desvelos, hemos recuperado para bien de nuestros apreciados clientes y fortuna de las generaciones venideras?
—Botones —aventuró Osnard.
—Exacto. Los botones, cómo no. Gracias —respondió Pendel, deteniéndose ante otra puerta. Bajando la voz, informó—: Aquí trabajan mujeres indígenas, kunas. He de advertirle que son muy delicadas.
Llamó a la puerta, abrió, entró respetuosamente, y con una seña indicó a su invitado que pasase. Tres mujeres indígenas de edad indeterminada cosían chaquetas bajo los haces de luz de lámparas ladeadas.
—Le presento a las responsables de nuestros acabados, señor Osnard —susurró como si temiese romper su concentración.
Pero las mujeres no parecían la mitad de delicadas que Pendel, pues en el acto alzaron la vista alegremente y lo contemplaron de arriba abajo con amplias sonrisas.
—El ojal es al traje, señor Osnard, lo que el rubí al turbante —declaró Pendel, hablando todavía en un murmullo—. Ahí es donde se posa la mirada; por los detalles se juzga el conjunto. Un buen ojal no hace un buen traje; pero un mal ojal sí hace un mal traje.
—Por citar al bueno de Arthur Braithwaite —apuntó Osnard, imitando la voz susurrante de Pendel.
—Sí, así es. Y el botón de tagua, que antes de la desafortunada invención del plástico era de uso común en los continentes americano y europeo, y en mi opinión superior a cualquier otro, ha vuelto a cobrar vigencia, gracias a P & B, como colofón de todo buen traje hecho a medida.
—¿Eso también fue idea de Braithwaite?
—Se le ocurrió a él, señor Osnard —contestó Pendel cuando pasaba ante la puerta cerrada de los confeccionistas chinos encargados de las chaquetas, decidiendo no interrumpirlos sin otra razón que el simple pánico—. Ahora bien, el mérito de ponerla en práctica debo atribuírmelo yo.
Pero en tanto Pendel deseaba seguir adelante a toda costa, Osnard prefería por lo visto tomárselo con más calma, ya que apoyó un robusto brazo contra la pared e impidió a Pendel el paso.
—Ha llegado a mis oídos que en su día vistió a Noriega, ¿es verdad? —preguntó.
Pendel vaciló, desviando instintivamente la mirada hacia la puerta de la cocina, donde estaba Marta.
—¿Y qué si lo vestí? —repuso. Por un momento un mohín de desconfianza cruzó su rostro, y su voz se tornó hosca y apagada—. ¿Qué iba a hacer? ¿Cerrar el negocio? ¿Marcharme a casa?
—¿Qué clase de ropa le encargaba?
—El general no era hombre de trajes, señor Osnard. Con los uniformes perdía días enteros dando vueltas a los detalles más insignificantes. Y lo mismo con las botas y las gorras. Pero por reacio que fuese al traje, en ciertas ocasiones no podía eludirlo.
Pendel se volvió, exhortando a Osnard a seguir adelante por el pasillo. Pero Osnard no retiró el brazo.
—¿En qué ocasiones?
—Por ejemplo, cuando lo invitaron a pronunciar aquel sonado discurso en la Universidad de Harvard, como probablemente usted recordará, aunque Harvard preferiría que lo hubiese olvidado. Como cliente, era todo un reto. Cuando venía a probarse la ropa, se impacientaba enseguida.
—Donde está ahora probablemente no le harán falta trajes —comentó Osnard.
—No, desde luego. Según parece, tiene cubiertas todas sus necesidades. Y otra de esas ocasiones fue cuando Francia, otorgándole sus más altos honores, lo nombró Légionnaire.
—¿Y por qué demonios lo condecoraron?
En el pasillo la iluminación procedía del techo, y bajo ella los ojos de Osnard semejaban orificios de bala.
—Se me ocurren varias explicaciones, señor Osnard. La más verosímil es que el general, por razones crematísticas, permitió a las Fuerzas Aéreas francesas hacer escala en Panamá cuando llevaban a cabo sus impopulares pruebas nucleares en el Pacífico Sur.
—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Osnard.
—A veces los lacayos del general se iban de la lengua. No todos eran tan reservados como él.
—¿También vestía a sus lacayos?
—Y todavía los visto, todavía —repuso Pendel, recobrando su buen humor natural—. Padecimos lo que podríamos llamar un ligero bajón justo después de la invasión estadounidense, cuando algunos de los altos funcionarios de la etapa anterior se vieron obligados a cambiar de aires durante una temporada, pero no tardaron en volver. En Panamá nadie pierde la honra, al menos no por mucho tiempo, y a los caballeros panameños no les atrae gastar su dinero en el exilio. Aquí se tiende más a reciclar a los políticos que a desacreditarlos. Así pues, los destierros suelen ser breves.
—¿Y no se los acusó de colaboracionistas o algo así?
—La verdad, señor Osnard, pocos tenían la autoridad moral necesaria para tirar la primera piedra. Yo vestí al general unas cuantas veces, es cierto. Pero la mayoría de mis clientes fueron bastante más allá.
—¿Y las huelgas? ¿Usted las secundó?
Pendel lanzó otra mirada nerviosa hacia la cocina, donde Marta debía de haber reanudado ya sus lecturas.
—Le seré sincero, señor Osnard. Cerrábamos la puerta principal de la tienda, pero no siempre cerrábamos la de atrás.
—Muy sensato —alabó Osnard.
Pendel agarró el tirador de la puerta más cercana y abrió. Dos ancianos pantaloneros italianos con delantales blancos y gafas de montura dorada desviaron la vista de sus labores. Osnard los saludó con un gesto pomposo y volvió a salir al pasillo.
—Viste también al nuevo, ¿no?
—Sí, tengo el honor de decir que el presidente de la República de Panamá se cuenta entre mis clientes. Y hombre más encantador no lo hay.
—¿Dónde lo hacen? —preguntó Osnard.
—¿Disculpe?
—¿Viene aquí, o va usted allí?
Pendel adoptó un aire de cierta superioridad.
—Siempre soy citado en el palacio, señor Osnard. Los ciudadanos vamos al presidente; no es él quien viene a nosotros.
—Se mueve por allí como por su casa, ¿eh?
—Bueno, es mi tercer presidente —contestó Pendel—. Se crean vínculos.
—¿Con los sirvientes?
—Sí, también con ellos.
—¿Y con él? —interrogó Osnard—. ¿Con el propio presidente?
Pendel volvió a demorar unos segundos su respuesta, como poco antes cuando Osnard había puesto a prueba los principios del secreto profesional.
—El presidente vive como cualquier gran jefe de Estado en estos tiempos. Es un hombre aislado, sometido a continuas tensiones, privado de lo que yo llamo los placeres cotidianos por los que la vida merece la pena. Para él, unos minutos a solas con su sastre pueden ser una plácida tregua en la refriega.
—O sea, que usted y él sostienen alguna que otra charla —concluyó Osnard.
—Yo prefiero definir esos ratos como interludios de tranquilidad. Me pregunta qué opinan de él mis clientes, y yo le contesto, sin dar nombres, por supuesto. A cambio, de vez en cuando, si algo lo preocupa, me honra con una confidencia. Me he labrado cierta fama de hombre discreto, como sin duda el presidente sabe por sus cautos asesores. Y ahora, caballero, si me hace el favor…
—¿Cómo se dirige a usted?
—¿Cuando estamos solos, o en presencia de terceros?
—¿Lo llama Harry, pues? —adivinó Osnard.
—Exacto.
—¿Y usted a él?
—Jamás me atrevería, señor Osnard. Se me ha brindado la ocasión, he sido invitado a ello, pero para mí es el señor Presidente y siempre lo será.
—¿Y qué hay de Fidel? —preguntó Osnard.
Pendel rio de buena gana. Hacía ya un rato que lo necesitaba.
—Pues el comandante en la actualidad se decanta, en efecto, por los trajes, y es lógico, dada su progresiva corpulencia. No hay un solo sastre en la región que no diese cualquier cosa por vestirlo, al margen de lo que los yanquis piensen de él. Sin embargo sigue fiel a su sastre cubano, como probablemente habrá usted notado con bochorno en la televisión. ¡Qué horror! En fin, con eso está todo dicho. Nosotros aquí estamos, siempre a punto. Si llega la llamada, P & B la atenderá.
—Tiene aquí montado todo un servicio de inteligencia, ¿eh? —observó Osnard.
—Vivimos en un mundo despiadado, señor Osnard. Existe una competencia feroz. Sería una estupidez por mi parte no permanecer alerta, ¿no cree?
—Desde luego. ¿Quién querría acabar como el bueno de Braithwaite?
Pendel había trepado a una escalera de tijera. Hacía equilibrios en la plataforma abatible, que por lo general procuraba evitar, y manipulaba un rollo de la mejor alpaca gris que había conseguido sacar del último estante, manteniéndolo en alto para que Osnard inspeccionase la tela. Cómo había llegado hasta allí arriba o qué lo había inducido a subir eran misterios sobre los que no estaba más dispuesto a reflexionar que un gato encaramado a la copa de un árbol. Su única preocupación era escapar.
—Lo importante, como siempre advierto, es colgarlos cuando aún conservan el calor del cuerpo y no olvidarse de alternarlos —anunció a un estante de piezas de estambre azul oscuro situado a un palmo de su nariz—. Aquí tenemos la tela que, según hemos visto en los muestrarios, podría ser de su agrado, señor Osnard. Una elección excelente, si me permite decirlo, y en Panamá el traje gris es prácticamente de rigor. Le bajaré el rollo para que pueda tocarla y verla de cerca. ¡Marta! ¡A la tienda, por favor!
—¿Qué quiere decir con «alternarlos»? —preguntó Osnard desde abajo, donde examinaba las corbatas con las manos en los bolsillos.
—Ningún traje debería llevarse dos días consecutivos, señor Osnard, y menos los veraniegos, como seguramente le aconsejaría su padre en más de una ocasión.
—Lo aprendió de Arthur, supongo.
—Es la limpieza en seco con productos químicos lo que estropea un buen traje, como siempre advierto —explicó Pendel—. Cuando la suciedad y el sudor están ya muy agarrados, como ocurre cuando un traje se usa más de la cuenta, el paso siguiente es la tintorería, y he ahí el principio del fin. Un traje que no se alterna es un traje que dura la mitad de tiempo. ¡Marta! ¿Dónde se ha metido esta chica?
Osnard continuó atento a las corbatas.
—El señor Braithwaite llegaba al extremo de recomendar a sus clientes que se abstuviesen de ir a la tintorería —prosiguió Pendel, alzando un poco la voz—. Según él, bastaba con que cepillasen los trajes, les pasasen una esponja húmeda si era necesario, y los trajesen a la sastrería una vez al año para lavarlos en el río Dee.
Osnard había dejado de contemplar las corbatas y lo miraba fijamente.
—Debido a las singulares cualidades limpiadoras de sus aguas —añadió Pendel—, el río Dee es para un traje algo así como el jordán para un peregrino.
—Pensaba que eso eran ideas de Huntsman —objetó Osnard sin apartar la mirada de Pendel.
Pendel titubeó. Y el titubeo fue ostensible. Y Osnard lo observó mientras titubeaba.
—El señor Huntsman es un excelente sastre, caballero, uno de los mejores de Savile Row. Pero a este respecto siguió las pisadas de Arthur Braithwaite.
Probablemente quería decir «los pasos», pero bajo la intensa mirada de Osnard se había representado la nítida imagen del gran Huntsman rastreando obedientemente, como el paje del rey Venceslao, las huellas de Braithwaite por el negro lodo escocés. Desesperado por deshacer el maleficio, agarró el rollo de tela e inició el descenso por la escalera, con un brazo extendido para mantener el equilibrio y el otro sujetando el rollo contra el pecho como a un bebé.
—Aquí tiene, caballero, nuestra alpaca gris de tono intermedio en todo su esplendor —anunció, y dio las gracias a Marta, quien, aunque tarde, había aparecido finalmente bajo él.
Ella, escondiendo el rostro, asió un extremo de la tela con las dos manos y, ladeándola para que Osnard la examinase, retrocedió hacia la puerta. Y de algún modo notó la mirada de Pendel, y de algún modo él notó también la suya, interrogativa y a la vez acusadora. Afortunadamente este mudo diálogo pasó inadvertido a Osnard, que en ese momento escrutaba la tela. Se había encorvado sobre ella con las manos cruzadas a la espalda como un miembro de la familia real en visita oficial. No parecía satisfecho. Cogiéndola del borde, comprobó la textura con las yemas del pulgar y el índice. La premiosidad de sus movimientos acicateó el afán de complacer de Pendel, y aumentó la desaprobación de Marta.
—¿El gris no es de su agrado, señor Osnard? Veo que tiene preferencia por el marrón. Y le sienta muy bien, si me permite decirlo. Actualmente en Panamá el marrón no goza de gran aceptación, la verdad. En términos generales, los panameños lo consideran un color poco masculino, no me pregunte por qué. —Dejando a Marta con el extremo de la tela entre las manos y el rollo tirado a sus pies, empezó a subir de nuevo por la escalera—. Tengo aquí arriba un marrón ni muy claro ni muy oscuro idóneo para usted, sin demasiado rojo. Vamos a ver. Siempre he dicho que el exceso de rojo echa a perder un buen marrón, no sé si estaré equivocado. ¿Por qué se inclina hoy el caballero?
Osnard tardó en responder. Primero su atención permaneció fija en la tela gris, después se desvió hacia Marta, que lo escudriñaba con una especie de aversión clínica. Por último alzó la cabeza y contempló a Pendel en lo alto de la escalera, y Pendel podría haber sido un acróbata inmovilizado bajo la carpa de un circo sin su balancín, separado por un abismo del mundo que se extendía bajo él a juzgar por la tría indolencia reflejada en el rostro de Osnard.
—Sigamos con el gris si no le importa, amigo —contestó por fin—. «Gris para la ciudad, marrón para el campo». ¿No es eso lo que él decía?
—¿Quién?
—Braithwaite. ¿Quién iba a ser?
Pendel bajó lentamente. Parecía a punto de hablar pero guardó silencio. Se había quedado sin palabras, Pendel, para quien las palabras eran su seguridad y su consuelo. Así pues, se limitó a sonreír mientras Marta acercaba el extremo de la tela y él la enrollaba. Sonrió hasta que la sonrisa le dolió, Marta lo miró ceñuda, en parte por Osnard, y en parte porque ésa era la mueca inalterable que el cirujano, tras sus aterradores esfuerzos, había dejado grabada en su cara.