Capítulo 12

Osnard aparcó su coche con distintivo diplomático frente al complejo comercial, al pie del alto edificio, saludó a los guardias de seguridad y subió a la cuarta planta. Bajo la molesta luz de los fluorescentes el león y el unicornio contendían eternamente. Pulsó la combinación, entró en el vestíbulo de la embajada, abrió con llave una puerta de cristal antibalas, ascendió por una escalera, abrió con llave una reja y entró en su propio reino. Quedaba aún una última puerta cerrada, y era de acero. Seleccionando una larga llave de astil tubular, la insertó torcida en la cerradura, maldijo, la sacó y volvió a insertarla correctamente. Cuando se hallaba solo no se movía como cuando lo observaban. En todos sus gestos se advertía cierta precipitación. Con la mandíbula caída, los hombros encorvados, las cejas más bajas, parecía a punto de arremeter contra un enemigo invisible.

La cámara acorazada abarcaba los dos últimos metros de pasillo, convertidos en una especie de despensa. A la derecha de Osnard había casilleros; a su izquierda, entre diversos objetos inconexos tales como insecticida y papel higiénico, una caja fuerte de color verde. Frente a él, sobre una columna de controles eléctricos, reposaba un enorme teléfono rojo. En la jerga, se lo conocía como el «enlace digital con Dios». En la base, un letrero rezaba: «Hablar a través de este aparato cuesta 50 libras por minuto». Osnard había escrito debajo: «Buen provecho». Con este mismo espíritu, levantó el auricular y, haciendo caso omiso de la voz grabada que le ordenaba pulsar ciertos botones y atenerse al procedimiento de rutina, marcó el número de su corredor de apuestas en Londres, y por mediación de él apostó a un par de galgos, a razón de quinientas libras por cabeza, cuyos nombres y posiciones de salida conocía tan bien como a su corredor de apuestas.

—No, estúpido, como ganadores —dijo. ¿Cuándo había puesto Osnard dinero en un perro para otras posiciones que no fuesen la de cabeza?

A continuación se resignó a los rigores de su oficio. Tras extraer una carpeta corriente de una casilla marcada con el rótulo BUCHAN información reservada, entró en su despacho, encendió las luces, se sentó ante el escritorio, eructó, apoyó la cabeza en las manos y empezó a leer una vez más las cuatro hojas de instrucciones que había recibido esa tarde de parte de Luxmore, su director regional en Londres, y había descifrado a mano él mismo en un derroche de paciencia. Imitando aceptablemente el dejo escocés de Luxmore, leyó el texto en voz alta:

—Joven señor Osnard, memorice las siguientes instrucciones. —Aspiración dental—. Este mensaje no debe reproducirse ni archivarse, y será destruido a las setenta y dos horas de su recepción… Expresará a BUCHAN de inmediato las siguientes recomendaciones… —Aspiración dental—. Puede comprometerse con BUCHAN sólo con arreglo a las siguientes condiciones… Transmita la seria advertencia siguiente… ¡Sí, claro!

Con un gruñido de exasperación, volvió a plegar el telegrama, sacó un sobre blanco del cajón de su escritorio, guardó dentro el telegrama y se lo metió en el bolsillo posterior derecho de su pantalón de Pendel Braithwaite, cuya factura había cargado a Londres como gasto necesario de la operación. Tras regresar a la cámara acorazada, cogió una raída cartera de piel que intencionadamente no guardaba el menor parecido con un maletín oficial, la dejó sobre un estante y, separando otra llave del llavero, abrió la caja fuerte empotrada de color verde, que contenía un libro de contabilidad con el lomo rígido y gruesos fajos de billetes de cincuenta dólares; a los billetes de cien, como él mismo había advertido a Londres, no era posible darles curso sin despertar sospechas.

Bajo la luz del techo, pasó las hojas del libro de contabilidad hasta llegar a los últimos movimientos consignados. La página se dividía en tres columnas de cifras escritas a mano. Una H de Harry encabezaba la columna de la izquierda, y una A de Andy la de la derecha. La columna central, que contenía las sumas mayores, tenía por encabezamiento la palabra «Ingresos». Precisas líneas y círculos de los que tanto gustan a los sexólogos dirigían sus recursos a derecha e izquierda. Después de estudiar las tres columnas en resentido silencio, se sacó un lápiz del bolsillo y a regañadientes anotó un 7 en la columna central, lo encerró en un círculo y desde éste trazó una línea hacia la izquierda, adjudicándoselo a la columna H de Harry. A continuación anotó un 3 y, más contento, lo dirigió hacia la columna A de Andy. Con un murmullo contó siete mil dólares y los introdujo en la cartera. Luego metió también, encima del dinero, el insecticida y otros varios objetos del estante. Con desdén. Como si los despreciase, y en efecto así era. Cerró la cartera, la caja fuerte, luego la cámara acorazada y por último la puerta de entrada.

La luna llena le sonrió cuando salió a la calle. El cielo estrellado formaba un arco sobre la bahía, y las luces de los barcos en espera de tránsito alineados sobre el horizonte negro parecían su reflejo. Levantó la mano para parar un destartalado taxi Pontiac y dio la dirección al conductor. En cuestión de minutos avanzaban ya por la carretera del aeropuerto, y Osnard observó con cierta ansiedad el Cupido de neón malva que lanzaba su fálica flecha hacia los nidos de amor cuya existencia anunciaba a los automovilistas. Iluminadas por los faros de un coche que circulaba en sentido contrario, sus facciones se endurecieron. Sus ojos pequeños y oscuros, atentos a los retrovisores, se encendían con cada luz que pasaba. «La suerte favorece sólo a la mente preparada», recitó para sí. Era la máxima preferida de uno de sus profesores de ciencias del colegio, quien tras darle una brutal paliza sugirió que resolviesen sus diferencias quitándose la ropa.

En algún lugar cercano a Watford, al norte de Londres, existe una Casa Osnard. Se llega hasta allí por una transitada carretera de circunvalación y luego, tras un brusco giro, a través de las calles de una ruinosa urbanización de viviendas protegidas llamada Olmeda en recuerdo de los olmos que en otro tiempo poblaban aquel lugar. La casa ha tenido más vidas en los últimos cincuenta años que en los cuatro siglos anteriores: residencia para ancianos, correccional de menores, establo para galgos, y más recientemente, bajo la dirección de Lindsay, el taciturno hermano mayor de Osnard, un santuario para la meditación de los adeptos de una secta oriental.

Durante un tiempo, a través de cada una de estas transformaciones, los Osnard, desde lugares tan lejanos como la India o Argentina, se repartieron los ingresos en concepto de alquiler, y discutieron sobre el mantenimiento y si una niñera superviviente debía o no percibir una pensión. Pero gradualmente, como la casa que los había visto nacer, fueron deteriorándose o simplemente renunciaron a luchar por la supervivencia. Un tío se llevó su parte a Kenia y la perdió. Un primo pensó que podía establecerse en Australia como un patriarca, compró un criadero de avestruces, y lo pagó caro. Otro Osnard, abogado y fideicomisario de la familia, robó la parte de la herencia que aún no había dilapidado a fuerza de pésimas inversiones y luego se pegó un tiro. Y los Osnard que no se habían hundido con el Titanic, se hundieron con Lloyd’s. El taciturno Lindsay, hombre de extremos, se vistió el hábito azafranado de los monjes budistas y se colgó del único cerezo que quedaba incólume en el jardín tapiado.

Sólo los padres de Osnard, empobrecidos, se aferraban exasperadamente a la vida: su padre en una finca hipotecada que la familia tenía en España, estirando los exiguos restos de su fortuna y sacando cuanto podía de sus parientes españoles; su madre en Brighton, donde sobrellevaba dignamente la miseria, compartiéndola con un chihuahua y una botella de ginebra.

Otros, ante una perspectiva tan cosmopolita de la vida, se habrían marchado en busca de nuevos pastos o por lo menos del sol de España. Pero el joven Andrew desde muy temprana edad había decidido que él estaba hecho para Inglaterra, o más exactamente que Inglaterra estaba hecha para él. Una infancia de privaciones y la huella indeleble dejada en él por los aborrecibles internados lo llevaron a la convicción, a los veinte años, de que ya había pagado a Inglaterra una cuota mucho más alta de lo que cualquier país razonable estaba autorizado a esperar de él, y que a partir de ese momento dejaría de pagar y empezaría a recaudar.

El problema era cómo. No tenía oficio ni beneficio, y sus aptitudes se restringían al campo de golf y la alcoba. El área que mejor conocía era la podredumbre inglesa, y necesitaba por tanto una institución corrompida que le devolviese lo que otras instituciones corrompidas le habían arrebatado. Pensó primero en Fleet Street. Era un hombre relativamente instruido, e inmoderado por principio. Tenía un ajuste de cuentas pendiente. En apariencia, pues, era el candidato idóneo para unirse a la nueva y boyante clase de los comunicadores de masas. Pero tras dos prometedores años como aprendiz de periodista en el Loughborough Evening Messenger su carrera se truncó de pronto cuando corrió la voz de que un calenturiento artículo titulado «Aberraciones sexuales de nuestros mayores» estaba basado en las confesiones de alcoba de la esposa del director.

Después lo aceptó una importante organización benéfica dedicada a la defensa de los animales, y durante un tiempo Osnard creyó que había encontrado su verdadera vocación. En un magnífico edificio situado a un paso de teatros y restaurantes se discutían las necesidades de los animales en Gran Bretaña con vehemente entrega. No había gala, cena de etiqueta o viaje al extranjero para observar a los animales de otras naciones que los bien remunerados directivos de la organización no pudiesen acometer por falta de recursos. Y todo proyecto cristalizaba. La Fundación de Acción Inmediata para la Protección del Asno (organizador: A. Osnard) y el Proyecto de Fincas de Recreo para Galgos Veteranos (tesorero: A. Osnard) habían gozado del general aplauso de la organización hasta que dos de sus superiores fueron invitados a rendir cuentas ante el Departamento de Investigación de Actividades Fraudulentas.

Después de eso consideró durante una vertiginosa semana la posibilidad de ordenarse pastor de la Iglesia anglicana, que tradicionalmente ofrecía una promoción rápida a agnósticos con labia y sexualmente activos. Pero su devoción se esfumó cuando, tras ciertas indagaciones, averiguó que una política de inversiones calamitosa había sumido a la Iglesia en una inoportuna y cristiana pobreza. Desesperado, se embarcó en una serie de aventuras mal planeadas por el carril rápido de la vida. Todas duraron poco, todas terminaron en fracaso. Más que nunca, necesitaba una profesión.

—¿Y la BBC? —preguntó al secretario cuando visitó por quinta o decimoquinta vez la bolsa de trabajo de su universidad.

El secretario, que era un hombre canoso y prematuramente viejo, lo descartó.

—Esa vía ya está cerrada —respondió.

Osnard propuso el National Trust, el organismo encargado de velar por el patrimonio arquitectónico de Gran Bretaña.

—¿Te gustan los edificios antiguos? —preguntó el secretario, como si temiese que Osnard pudiese volarlos.

—Me encantan. Soy un verdadero adicto.

—Muy bien.

Con dedos trémulos el secretario levantó la esquina de una carpeta y echó un vistazo al interior.

—Supongo que te aceptarían. Tienes mala reputación. Y relativo encanto. Además, eres bilingüe, si es que les interesa el español. Nada perdemos con intentarlo, imagino.

—¿El National Trust?

—No, no. Los espías. Aquí está. Llévate esta solicitud a un rincón oscuro y rellénala con tinta invisible.

Osnard había encontrado su santo grial. Allí estaba por fin su Iglesia anglicana, su feudo corrompido con un holgado presupuesto. Allí, conservadas como en un museo, se guardaban las más íntimas plegarias de la nación. Allí estaban los escépticos, soñadores, fanáticos y abades locos. Y el dinero suficiente para convertirlo todo en realidad.

Pero su reclutamiento no era aún un hecho. Aquél era el nuevo servicio de inteligencia, libre de las ataduras del pasado, abierto a todas las clases en la mejor tradición republicana, compuesto de hombres y mujeres seleccionados democráticamente entre la población blanca, educada en colegios privados y procedente de barrios residenciales. Y Osnard tuvo que someterse al mismo proceso de selección que todos los demás.

—Y la trágica muerte de su hermano Lindsay, el suicidio, ¿cómo le afectó? —le preguntó un espiócrata de ojos hundidos con una temible mueca desde el otro lado de una lustrosa mesa.

Osnard siempre había detestado a Lindsay. Adoptó una expresión resuelta.

—Me dolió mucho.

—¿En qué forma? —Otra mueca.

—Esas cosas lo llevan a uno a preguntarse qué es lo verdaderamente valioso, qué le interesa en realidad, cuál es su misión en este mundo.

—¿Y ha llegado a la conclusión de que este servicio es la respuesta a esas preguntas?

—Sin duda.

—¿Y no tiene la impresión, después de haber rondado tanto por el planeta, con familia aquí, allá y más allá, doble nacionalidad, etcétera, de que es usted poco inglés para esta clase de servicio? ¿De que es un ciudadano del mundo más que uno de los nuestros?

El patriotismo era una cuestión espinosa. ¿Cómo la abordaría Osnard? ¿Reaccionaría a la defensiva? ¿Haría un comentario irrespetuoso? O peor aún, ¿se pondría sentimental? No tenían nada que temer. El sólo les pedía un lugar donde sacar provecho a su amoralidad.

—Es en Inglaterra donde guardo mi cepillo de dientes —respondió, arrancando para alivio suyo una carcajada a su interlocutor.

Empezaba a comprender el juego. No importaba qué decía sino cómo lo decía. ¿Tiene reflejos, el muchacho? ¿Se altera fácilmente? ¿Sabe salirse de un apuro? ¿Se deja intimidar? ¿Resulta convincente? ¿Puede pensar la mentira y decir la verdad? ¿Puede pensar la mentira y decirla?

—Hemos examinado su lista de «amigas especiales» en los últimos cinco años, joven señor Osnard —dijo un escocés con barba, entornando los párpados para causar mayor impresión de perspicacia—. Y es una lista… eh… un tanto larga —aspiración dental— para una vida relativamente corta.

Risas, a las que Osnard se sumó pero no muy efusivamente.

—A mi modo de ver, la mejor manera de juzgar una relación amorosa es por cómo termina —contestó con admirable modestia—. En mi caso, la mayoría han terminado bastante bien.

—¿Y las otras?

—En fin, todos nos hemos despertado alguna vez en la cama equivocada, ¿no?

Y dado que eso era a todas luces improbable para cualquiera de los seis rostros dispuestos en torno a la mesa, y en particular para su barbudo interrogador, Osnard se ganó de nuevo sus prudentes risas.

—Y es usted de la familia, ¿lo sabía? —dijo el jefe de personal, ofreciéndole un huesudo apretón de manos a modo de enhorabuena.

—Bueno, supongo que ahora sí lo soy —contestó Osnard.

—No, no, familia antigua. Una tía y un primo. ¿De verdad no lo sabía?

Para gran satisfacción del jefe de personal, Osnard no lo sabía. Y cuando se enteró de quiénes eran, una tumultuosa carcajada brotó de su interior, y sólo en el último instante consiguió reducirla a una agradable sonrisa de asombro.

—Me llamo Luxmore —anunció el escocés de la barba, dándole un apretón de manos curiosamente parecido al del jefe de personal—. Superviso las operaciones de la península Ibérica, América del Sur y un par de zonas afines. Puede que también oiga hablar de mí en relación con cierto asuntillo en las islas Falkland. Estaré esperándole tan pronto como se haya beneficiado de nuestro adiestramiento básico, joven señor Osnard.

—Me muero de impaciencia, señor —respondió Osnard con vivo entusiasmo.

De impaciencia no murió pero sí, casi, de aburrimiento. Tras la guerra fría, había observado, los espías disfrutaban de su mejor y su peor momento. El Servicio nadaba en dinero, pero ¿dónde podía gastarlo? Arrinconado en la llamada Bodega Española, que podría haber hecho las veces de departamento editorial del listín telefónico de Madrid, rodeado de debutantes de mediana edad con cintas en el pelo y un cigarrillo entre los labios permanentemente, el joven espía en período de prueba escribió una mordaz valoración de la posición de sus jefes en el mercado de Whitehall:

Irlanda la preferida: Un ingreso regular, excelentes perspectivas a largo plazo, pero escasas ganancias cuando han de repartirse entre agencias rivales.

El Islam militante: Ráfagas esporádicas; en términos generales, rendimiento pobre. Como sucedáneo del terror rojo, un total fracaso.

Armas a cambio de drogas, S. A.: Un desastre. El Servicio no sabe si hacer de guardabosque o de cazador furtivo.

En cuanto a la tan cacareada materia prima de la era moderna, a saber, el espionaje industrial, Osnard consideraba que cuando se había descifrado unos cuantos mensajes en clave taiwaneses y sobornado unas cuantas mecanógrafas coreanas, ya no podía hacerse mucho más por la industria británica salvo compadecerla. O al menos eso pensaba hasta que Scottie Luxmore lo llamó a su lado.

—Panamá, joven señor Osnard —paseando de un lado a otro por la moqueta azul, chasqueando los dedos, levantando los codos, todo él en movimiento—, ése es el lugar indicado para un joven funcionario con su talento. De hecho, es el lugar indicado para todos nosotros, pero esos necios de Hacienda no ven más allá de sus narices. El mismo problema tuvimos con las islas Falkland, no tengo el menor reparo en admitirlo. Oídos sordos hasta el toque de alerta.

El despacho de Luxmore es amplio y está cerca del cielo. A través de los cristales tintados a prueba de bala se ve el palacio de Westminster, alzándose en todo su esplendor al otro lado del Támesis. Luxmore es un hombre menudo. Su barba afilada y su paso enérgico no consiguen aumentar su estatura. Es un anciano en un mundo de jóvenes, y su alternativa es correr o caer. O eso piensa Osnard. Luxmore se succiona los dientes delanteros al hablar como si siempre tuviese un caramelo en la boca.

—Pero las cosas van mejorando. La Junta de Comercio y el Banco de Inglaterra han puesto el grito en el cielo. El Foreign Office, aunque poco dado a la histeria, ha expresado su cauta preocupación. Recuerdo que expresaron un sentimiento semejante cuando tuve el placer de informarles de las intenciones del general Galtieri respecto a las mal llamadas Malvinas.

Las esperanzas de Osnard se desmoronan.

—Pero, señor… —objeta con la calculada voz de neófito perplejo que ha adoptado.

—¿Sí, Andrew?

—¿Cuáles son los intereses británicos en Panamá? ¿O es que soy estúpido?

La inocencia del muchacho complace a Luxmore. Moldear a los jóvenes para el servicio en puestos de vanguardia ha sido siempre una de sus mayores satisfacciones.

—No existen, Andrew. En Panamá como nación, los intereses británicos son nulos en todos los sentidos —responde con una sonrisa arqueada—. Unos cuantos marineros abandonados a su suerte, inversiones por valor de unos pocos cientos de millones, una decreciente colonia británica, un par de moribundos comités consultivos, y ahí terminan nuestros intereses en la República de Panamá.

—Entonces…

Luxmore lo interrumpe con un gesto. Se dirige a su propio reflejo en el cristal antibalas.

—Sin embargo, joven señor Osnard, si modifica usted ligeramente el enunciado de su pregunta, obtendrá una respuesta muy distinta. ¡Ah, sí!

—¿Cómo, señor?

—¿Cuáles son nuestros intereses geopolíticos en Panamá? Pregúnteselo. —Luxmore está en otra parte—. ¿Cuáles son nuestros intereses vitales? ¿Dónde reside el mayor riesgo para nuestra gran nación comercial? Si apuntamos nuestro catalejo hacia el bienestar futuro de estas islas, ¿dónde vemos formarse los más negros nubarrones, joven señor Osnard? —Ha alzado el vuelo—. ¿En qué lugar del globo adivinamos el próximo Hong Kong viviendo con tiempo prestado, el próximo desastre en ciernes? —Al otro lado del Támesis, por lo visto, donde mantenía fija su mirada visionaria—. Los bárbaros aguardan, joven señor Osnard. Depredadores de todos los rincones del planeta se ciernen sobre el pequeño Estado de Panamá. Allí ese gran reloj marca los minutos que faltan para el Apocalipsis. ¿Y acaso Hacienda presta atención al problema? No. Una vez más se tapan los oídos. ¿Quién se adueñará de la posesión más preciada del próximo milenio? ¿Serán los árabes? ¿Están los japoneses afilando sus katanas? ¡Claro que sí! ¿Serán los chinos, los tigres, o un consorcio panlatino sustentado en billones de dólares procedentes de la droga? ¿Será Europa sin nosotros? ¿Otra vez los alemanes, o esos astutos franceses? No serán los ingleses, Andrew, de eso puede estar seguro. No, no. No es nuestro hemisferio. No es nuestro canal. No tenemos intereses en Panamá. Panamá es un país atrasado, joven señor Osnard. ¡Panamá son dos hombres y un perro, y vámonos todos a llenarnos la tripa con una buena comida!

—Están locos —susurra Osnard.

—No, no lo están. Tienen razón. No se encuentra en nuestros dominios. Es el patio trasero.

Osnard no alcanza a comprender, pero de pronto ve la luz. ¡El patio trasero! ¿Cuántas veces oyó esa expresión en el curso de adiestramiento? ¡El pato trasero! ¡El Dorado de todo espiócrata británico! ¡Esa especial relación resucitada! ¡El retorno a la edad de oro en que los hijos de Yale y Oxford, con sus chaquetas de tweed, se sentaban juntos en las mismas salas revestidas de madera y compartían sus fantasías imperialistas! Luxmore ha vuelto a olvidar la presencia de Osnard y habla para su propia alma:

—Los americanos han tropezado de nuevo en la misma piedra. Ah, sí. Una asombrosa demostración de su inmadurez política. De su cobarde retirada de la responsabilidad internacional. De la omnipresente influencia de erróneas suspicacias liberales en los asuntos extranjeros. Le diré, entre nosotros, que en el embrollo de las islas Falkland nos enfrentamos con ese mismo problema. Ah, sí. —Un peculiar rictus aparece en sus labios cuando cruza las manos tras la nuca y se pone de puntillas—. Y los americanos no sólo han firmado un insensato tratado… han cedido el negocio, muchas gracias, señor Jimmy Carter… sino que además se proponen cumplir lo pactado. Por consiguiente, están dispuestos a dejar un vacío, para ellos y, peor aún, para sus aliados. Y nuestro trabajo consistirá en llenarlo. En convencerlos de que ellos lo llenen. En demostrarles su error. En recuperar la posición que nos corresponde en las más altas áreas de decisión. Es la historia de siempre, Andrew. Somos los últimos romanos. Nosotros tenemos el saber, pero ellos tienen el poder. —Una maliciosa mirada hacia Osnard, pero suficientemente amplia para abarcar también los rincones del despacho por temor a que se haya infiltrado furtivamente algún bárbaro—. Nuestra tarea, su tarea, joven señor Osnard, consistirá en proporcionar las bases, los argumentos, las pruebas necesarias para hacer entrar en razón a nuestros aliados americanos. ¿Entiende?

—No del todo, señor.

—Eso se debe a que aún carece de visión global. Pero ya la adquirirá. Créame, la adquirirá.

—Para obtener una visión global, Andrew, intervienen varios elementos. Reunir información sólida sobre el terreno es sólo uno de ellos. El agente secreto nato es el hombre que sabe qué busca antes de encontrarlo. Recuérdelo, joven señor Osnard.

—Lo recordaré.

—Intuye. Selecciona. Prueba. Dice sí o no, pero no es omnívoro. A la hora de seleccionar, es incluso puntilloso. ¿Ha quedado claro?

—Me temo que no, señor.

—Bien. Porque en el momento oportuno será puesto al corriente de todo, o mejor dicho, no de todo sino de una esquina. —Esperaré con impaciencia.

—Esperará con calma. La paciencia es otra de las virtudes del agente secreto nato. Debe poseer la paciencia de un piel roja. Y también su sexto sentido. Debe aprender a ver más allá del horizonte.

Para ilustrarlo al respecto, Luxmore dirige la mirada río arriba una vez más, hacia las macizas fortalezas de Whitehall, y frunce el entrecejo. Pero al parecer el destinatario de su ceñuda expresión es Estados Unidos.

Peligrosa inseguridad en sí mismos, así llamo yo a esa actitud, joven señor Osnard. La mayor superpotencia mundial refrenándose por puritanismo. ¡Dios nos asista! ¿Es que no han oído hablar de Suez? Hay allí más de un fantasma que debe de haberse levantado de su tumba. En política, joven señor Osnard, no hay mayor criminal que aquel que se inhibe de usar su honorable poder. Estados Unidos debe empuñar su espada o perecerá, y nos arrastrará a todos en su caída. ¿Acaso debemos quedarnos de brazos cruzados mientras otros entregan en bandeja a los paganos el inestimable patrimonio de Occidente? ¿Mientras la esencia de nuestro comercio, de nuestro poder mercantil, se nos escurre entre los dedos? ¿Mientras la economía japonesa nos anula y los tigres del Sudeste asiático nos arrancan los miembros uno a uno? ¿Es eso propio de nosotros? ¿Es ése el espíritu de la actual generación, joven señor Osnard? Quizá sí. Quizá estarnos perdiendo el tiempo. Sáqueme de dudas, por favor. No lo digo en broma, Andrew.

—No es mi espíritu, eso se lo aseguro, señor —respondió Osnard con fervor.

—Buen chico. Tampoco el mío, tampoco el mío. —Luxmore guarda silencio por un instante, calibra a Osnard con la mirada, preguntándose hasta qué punto puede confiar en él—. Andrew.

—Señor.

—Gracias a Dios, no estamos solos.

—Me alegro, señor.

—Dice que se alegra. ¿Qué es lo que sabe?

—Sólo lo que usted acaba de decirme —contestó Osnard—. Y la impresión que yo tengo desde hace tiempo.

—¿No le informaron en el curso de adiestramiento?

Informarme ¿de qué?, se pregunta Osnard.

—No, señor.

—¿En ningún momento le hablaron de cierto organismo conocido como Comisión de Planificación y Realización?

—No, señor.

—¿Presidida por un tal Geoff Cavendish, un hombre de amplias miras, experto en el arte de la influencia y la persuasión pacífica?

—No, señor.

—¿Un hombre que conoce a los americanos como ningún otro?

—No, señor.

—¿Ninguna mención al nuevo realismo que circula por los pasillos de los servicios de inteligencia? ¿A la ampliación de las bases en que se asienta la política encubierta? ¿Al reclutamiento de hombres y mujeres honrados de todas clases y condiciones para servir a la bandera secreta?

—No.

—¿Al esfuerzo por asegurarnos de que quienes han hecho grande a esta nación contribuyan ahora a salvarla, ya sean ministros de la Corona, empresarios, magnates de la prensa, banqueros u hombres de mundo?

—No.

—¿A que juntos planificaremos y, después de haber planificado, realizaremos nuestros planes? ¿A que en lo sucesivo, mediante la cuidadosa importación de mentes experimentadas, dejaremos de lado todo escrúpulo siempre que la acción pueda detener la podredumbre? ¿Nada?

—Nada.

—En ese caso, joven señor Osnard, debo callar. Y esa misma obligación tiene usted. De ahora en adelante este servicio de inteligencia no se limitará a conocer el grosor de la soga con que van a ahorcarnos. Con la ayuda de Dios, también nosotros empuñaremos la espada con que cortar esa soga. Olvide todo lo que acabo de decir.

—Así lo haré, señor.

Dicho esto, Luxmore vuelve con renovada rectitud al tema que había abandonado momentáneamente.

—¿Acaso preocupa en lo más mínimo a nuestro noble Foreign Office o a los altruistas liberales del Capitolio que los panameños no sean capaces de organizar una cafetería, y ya no hablemos de la principal vía del comercio mundial? ¿Que sean un pueblo corrupto y entregado a los placeres, venal hasta la inmovilidad? —Se da media vuelta como para refutar una objeción procedente del fondo de la sala—. ¿A quién se venderán, Andrew? ¿Quién los comprará? ¿Para qué? ¿Y cuál será la repercusión sobre nuestros intereses vitales? Catastrófica, Andrew, y ésa es una palabra que no uso a la ligera.

—¿Y por qué no calificarla de criminal? —sugiere Osnard servicialmente.

Luxmore niega con la cabeza. Aún no ha nacido el hombre que pueda corregir los adjetivos a Scottie Luxmore con impunidad. El mentor y guía autodesignado de Osnard tiene aún una última baza que jugar, y Osnard debe observarlo, pues casi nada de lo que Luxmore hace es real a menos que alguien lo observe. Levantando el auricular de un teléfono verde que lo comunica con otros inmortales del Olimpo de Whitehall, adopta una expresión que es pícara y seria a la vez.

—¡Tug! —exclama complacido, y por un momento Osnard confunde con una instrucción lo que resulta ser un apodo—. Dime, Tug, ¿es cierto que los planificadores y realizadores se reunirán el próximo jueves en casa de cierta persona? Lo es. Vaya, vaya. Mis espías no son siempre tan precisos, ejem, ejem. Tug, ¿me concederías el honor de almorzar conmigo ese día? ¿Qué mejor manera de prepararte para la difícil prueba? Y si el amigo Geoff pudiese venir, no tendrías inconveniente, ¿no? Invito yo, Tug, insisto. ¿Y adónde podríamos ir? Algún sitio un poco anónimo, he pensado. Es mejor que evitemos los locales más frecuentados. Yo iba a sugerir un pequeño restaurante italiano a un paso del Embankment. ¿Tienes un lápiz a mano, Tug?

Y entretanto gira sobre un talón, se pone de puntillas, y alza las rodillas lentamente para no tropezar con el cable del teléfono.

—¿A Panamá? —repitió jovialmente el jefe de personal—. ¿Cómo primer destino? ¿Usted? ¿Allí solo a tan tierna edad? ¿Con todas esas tentadoras panameñas? ¿Droga, pecado, espías, maleantes? ¡Scottie debe de haber perdido el juicio!

Y después de divertirse a su costa el jefe de personal hizo lo que Osnard ya sabía que iba a hacer. Lo destinó a Panamá. Su inexperiencia no era un obstáculo. Todos sus preparadores habían atestiguado su precocidad en la magia negra. Era bilingüe, y desde el punto de vista operacional estaba inmaculado.

—Tendrás que buscarte tú mismo un escucha —se lamentó el jefe de personal como si acabase de caer en la cuenta—. Según parece, no disponemos de nadie allí. Por lo visto, les dejamos el terreno libre a los americanos. Tontos de nosotros. Informarás directamente a Luxmore, ¿queda claro? Deja al margen a los analistas hasta que se te diga lo contrario.

«Localícenos un banquero, joven señor Osnard —aspiración dental tras la barba—, uno que conozca el mundo. Estos banqueros modernos se prodigan mucho por ahí, y no como los de antes. Recuerdo que teníamos un par en Buenos Aires durante el altercado de las islas Falkland».

Con la ayuda de un ordenador central cuya existencia han negado rotundamente tanto Westminster como Whitehall, Osnard consulta los expedientes de todos los banqueros ingleses de Panamá, pero encuentra sólo unos cuantos y en apariencia ninguno que pueda decirse que conozca el mundo.

«Localícenos, pues, uno de esos magnates modernos, joven señor Osnard —los sagaces ojos escoceses medio ocultos tras los párpados entornados—, alguien con tentáculos en todas partes».

Osnard consulta los antecedentes de los hombres de negocios ingleses residentes en Panamá, y si bien algunos son jóvenes, ninguno tiene tentáculos en todas partes, por más que en su mayoría lo deseen.

«Entonces localice a un reportero, joven señor Osnard. Los reporteros pueden hacer preguntas sin suscitar sospechas, se meten en todas partes, corren riesgos. Debe de haber uno aceptable en algún sitio. Búsquelo. Tráigamelo inmediatamente, si es tan amable».

Osnard consulta los antecedentes de todos los periodistas que visitan de vez en cuando Panamá y hablan español. Un individuo orondo con bigote y pajarita parece accesible. Se llama Hector Pride y escribe para una desconocida revista mensual en lengua inglesa llamada The Latino, publicada en Costa Rica. Su padre es un vinatero de Toledo.

«¡Justo el hombre que necesitamos, joven señor Osnard! —Se pasea con vehemencia por la moqueta—. Fíchelo. Cómprelo. El dinero no es obstáculo. Si los tacaños de Hacienda cierran sus arcas, las contadurías de Threadneedle Street abrirán las suyas. Me lo han garantizado altas instancias. Extraño país este, que obliga a los industriales a pagar por su servicio de inteligencia, pero así son las cosas en este mundo regido por los costes…».

Utilizando un alias, Osnard se presenta como investigador del Foreign Office e invita a Hector Pride a almorzar en Simpson’s, gastándose el doble de lo que Luxmore había autorizado para la ocasión. Pride, como tantos otros en su profesión, habla y come y bebe sin mesura, pero no se digna escuchar. Osnard aguarda hasta el pudin para sacar a colación el tema, y luego hasta el gorgonzola, en cuyo punto se agota obviamente la paciencia de Pride, pues para consternación de Osnard abandona su monólogo sobre la cultura inca y el pensamiento peruano contemporáneo y prorrumpe en procaces carcajadas.

—¿Por qué no quieres ligar conmigo? —pregunta con voz estentórea para alarma de los comensales de las mesas cercanas—. ¿Qué tenía la chica del taxi que no tenga yo? ¡Pues vete a meterle mano a ella!

Pride, se sabe después, trabaja para una odiada agencia rival del servicio de inteligencia británico, que posee además la revista donde él escribe.

—Tenemos también a ese hombre del que le hablé —recuerda Osnard a Luxmore—. El que está casado con una empleada de la Comisión del Canal. No puedo evitar pensar que es el candidato ideal.

Ha estado pensando en ello, y en nada más, durante días y noches. «La suerte favorece sólo a las mentes preparadas». Ha conseguido los antecedentes penales de Pendel, ha observado con detenimiento las fotografías de Pendel, de frente y de perfil, ha analizado sus declaraciones a la policía aunque en su mayor parte obviamente fueron inventadas por su circunstancial público, ha leído los informes de los psiquiatras y los asistentes sociales, los informes de comportamiento en prisión, ha averiguado todo lo que ha podido sobre Louisa y el pequeño mundo interior de la Zona. Como un adivino oculto, se ha adentrado en sus vibraciones e intimidades psíquicas, lo ha estudiado con la misma atención con que un vidente estudiaría el mapa de la impenetrable selva donde ha desaparecido el avión: voy a reunirme contigo, sé qué eres, espérame, «la suerte favorece sólo a las mentes preparadas».

Luxmore reflexiona. Hace sólo una semana descartó a ese mismo Pendel para la elevada misión que tiene planeada: «¿Cómo mi escucha, Andrew? ¿Y el suyo? ¿En un destino de vital importancia? ¿Un sastre? ¡Seríamos el hazmerreír de nuestros superiores!».

Y cuando Osnard insiste de nuevo, esta vez después de un almuerzo, cuando Luxmore tiende a mostrarse más generoso: «Soy un hombre sin prejuicios, joven señor Osnard, y respeto su opinión. Pero esos tipos del East End siempre acaban apuñalándolo a uno por la espalda. Lo llevan en la sangre. ¡Santo Dios, aún no hemos llegado al punto de tener que reclutar presos!».

Pero de eso hace una semana, y el tictac del reloj panameño resuena con mayor fuerza a cada segundo que pasa.

—¿Sabe? Creo que tenemos aquí un éxito seguro —declara Luxmore mientras se succiona los dientes y hojea por segunda vez el compendioso expediente de Harry Pendel—. Lo más prudente era estudiar primero a fondo todas las posibilidades, desde luego. Nuestros superiores sabrán valorar sin duda ese esfuerzo. —Se detiene en la inverosímil confesión del joven Pendel ante la policía, asumiendo toda la culpa, no delatando a nadie—. Cuando uno mira bajo la superficie, este hombre se revela como material de primera categoría, justo la clase de escucha que necesitamos en una pequeña nación llena de criminales. —Aspiración—. Durante el conflicto de las islas Falkland tuvimos a un tipo de características semejantes infiltrado en los muelles de Buenos Aires. —Sus ojos se posan por un instante en Osnard, pero no se advierte en su mirada indicio alguno de que considera a su subordinado igualmente apto para una sociedad con marcadas tendencias criminales—. Tendrá que domarlo, Andrew. Estos sastres del East End son salvajes por naturaleza, ¿se ve capaz?

—Creo que sí, señor. Si me da usted algún que otro consejo…

—Un villano es totalmente válido en este juego, siempre y cuando sea nuestro villano. —Los documentos de inmigración del padre que Pendel no llegó a conocer—. Y la esposa es sin duda una baza interesante —aspiración—, con un pie ya en la Comisión del Canal. Y además hija de un ingeniero norteamericano, Andrew; veo aquí un factor estabilizador. Y buena cristiana. Nuestro hombre del East End se ha rehabilitado, parece. La religión no ha supuesto una barrera. Y el propio interés ha desempeñado un papel decisivo, como de costumbre. —Aspiración—. Andrew, empiezo a ver que el asunto cobra forma en nuestro horizonte. Tendrá que repasar sus cuentas tres veces, es una simple advertencia. Trabajará con ahínco, y posee olfato, astucia, pero ¿será usted capaz de controlarlo? ¿Quién va a manejar a quién? Ese es el problema. —Un vistazo a la partida de nacimiento de Pendel, con el nombre de la madre que lo abandonó—. Estos individuos saben cómo ganarse a la gente, eso es indudable, desde luego. Y cómo sacar tajada. Finalmente pienso que daremos el visto bueno. ¿Podrá hacerlo?

—Creo que sí, la verdad.

—Sí, Andrew. Yo también lo creo. Un tipo ciertamente espinoso, pero a nuestro servicio, eso es lo que cuenta. Tiene capacidad de asimilación, se ha formado en la cárcel, conoce el lado oscuro de la calle —aspiración— y las mezquindades del alma humana. Entraña riesgos, lo cual me agrada. Y también agradará a nuestros superiores. —Luxmore cierra ruidosamente la carpeta y reanuda sus paseos por la moqueta, esta vez en un radio mayor—. Si no podemos apelar a su patriotismo, podemos amenazarlo y apelar a su codicia. Permítame que lo instruya sobre la importancia de un escucha, Andrew.

—Por favor, señor.

El «señor», aunque reservado tradicionalmente al jefe del Servicio, es la aportación de Osnard al autopropulsado vuelo de Luxmore.

—Si tiene un mal escucha, joven señor Osnard, por más que lo ponga ante la caja fuerte del contrario con la combinación zumbándole aún en los oídos, volverá con las manos vacías. Lo sé. Me he visto en esa situación. Tuvimos unos así durante la conflagración de las islas Falkland. En cambio, a un buen escucha puede dejarlo en el desierto con los ojos vendados, y el olfato lo guiará a su objetivo en una semana. ¿Por qué? Porque tiene ese don, lo he visto muchas veces. Recuérdelo, Andrew. Si un escucha carece de ese don, no es nada.

—Lo recordaré —asegura Osnard.

Otro viraje. Se sienta de pronto ante su escritorio. Tiende la mano hacia el teléfono. La detiene.

—Llame al registro —ordena a Osnard—. Pídales un nombre en clave seleccionado al azar. Un nombre en clave revela la firmeza de un propósito. Redacte un informe. No más de una página. Nuestros superiores son gente ocupada. —Por fin coge el auricular. Marca un número—. Entretanto haré un par de llamadas particulares a uno o dos influyentes ciudadanos que han jurado máxima reserva y cuyos nombres no deben salir a la luz. —Aspiración—. Esos aficionados de Hacienda sólo harán que ponernos trabas. Piense en el Canal, Andrew. Todo gira en torno al Canal. —Se interrumpe, deja el auricular de nuevo en la horquilla. Dirige la mirada a las ventanas de cristales tintados, donde unos negros nubarrones amenazan a la Madre de Todos los Parlamentos—. Eso les diré, Andrew —susurra—. Todo gira en torno al Canal. Será nuestra consigna cuando tratemos la cuestión con gente de las distintas áreas de actividad.

Pero los pensamientos de Osnard siguen centrados en cuestiones terrenales.

—Tendremos que elaborar una complicada estructura de pagos para nuestro escucha, ¿no, señor?

—¿Por qué? Tonterías. Las normas están para transgredirlas. ¿No se lo han enseñado? Claro que no. Todos esos instructores viven aún en el pasado. Veo que le queda alguna duda. No se la guarde.

—Verá, señor…

—Sí, Andrew.

—Me gustaría investigar su actual situación económica. En Panamá. Si se gana bien la vida…

—¿Sí?

—Bueno, tendremos que ofrecerle una suma atractiva, ¿no? Si un tipo ingresa un cuarto de millón de dólares al año y le ofrecemos veinticinco mil, no es probable que se deje tentar. ¿Me explico?

—¿Y? —Una mirada maliciosa, incitando al muchacho a seguir.

—En fin, señor, me preguntaba si alguno de sus amigos de la City, con algún pretexto, podría ponerse en contacto con el banco de Pendel y averiguar su estado de cuentas.

Sin dilación, Luxmore coge el auricular, la mano libre extendida junto a la costura del pantalón.

—Miriam, querida. Localízame a Geoff Cavendish. Si no lo encuentras, ponme con Tug. Ah, Miriam, es urgente.

Pasaron otros cuatro días hasta que Luxmore solicitó de nuevo su presencia. El lamentable extracto de cuentas de Pendel se hallaba sobre su escritorio, por gentileza de Ramón Rudd. Luxmore permanecía inmóvil frente a la ventana, saboreando un momento histórico.

—Se ha apropiado de los ahorros de su esposa, Andrew. Hasta el último penique. No ha podido resistirse a la usura. Nunca pueden. Lo tenemos en nuestras manos.

Aguardó mientras Osnard examinaba el extracto.

—Así pues, no le bastará con un sueldo —comentó Osnard, que en cuestiones económicas era notablemente más perspicaz que su jefe.

—¿Y eso? ¿Por qué no?

—Un sueldo pasaría directamente al bolsillo del banquero. Vamos a tener que financiarlo desde el primer día.

—¿Cuánto?

A esas alturas Osnard tenía ya una cantidad en mente. La dobló, conociendo las ventajas de empezar de buen principio en la tónica en que se proponía seguir.

—¡Dios mío, Andrew! ¿Tanto?

—Podría ser incluso más, señor —dijo Osnard sin contemplaciones—. Está con el agua al cuello.

Luxmore buscó consuelo en el perfil de la City.

—¿Andrew?

—¿Señor?

—Ya le dije que una visión global se compone de distintos elementos.

—Sí, señor.

—Uno de ellos es la justa proporción. No me envíe basura. Nada de rumores. Nada de «Tenga, Scottie, tome estos cuatro chismes y a ver qué pueden hacer sus analistas». ¿Queda claro?

—No del todo, señor.

—Nuestros analistas son idiotas. No establecen conexiones. No ven formarse nuevas perspectivas en el horizonte. Uno debe recoger mientras siembra. ¿Me entiende? Un gran agente secreto atrapa la historia por sorpresa. No podemos esperar que un insignificante oficinista que trabaja en la tercera planta de nueve a cinco y está preocupado por su hipoteca atrape la historia por sorpresa. ¿No cree? Para eso se requiere un hombre de amplias miras. ¿O no?

—Haré lo que pueda, señor.

—No me falle, Andrew.

—Lo procuraré, señor.

Pero si Luxmore se hubiese vuelto en ese instante, habría advertido con asombro que la actitud de Osnard no mostraba la sumisión implícita en su tono de voz. Una sonrisa triunfal iluminaba su cándido y juvenil rostro, y chispas de codicia brillaban en sus ojos. Tras preparar el equipaje, vender el coche, jurar fidelidad a media docena de novias y llevar a cabo otras tareas menores relacionadas con su partida, Andrew Osnard hizo algo que normalmente no cabría esperar en un joven inglés a punto de emprender viaje para servir a la reina en tierras remotas. Por mediación de un pariente lejano que vivía en las Indias Occidentales abrió una cuenta numerada en Grand Cayman, asegurándose primero de que el banco elegido tenía una oficina en Ciudad de Panamá.