Capítulo 2
La llamada de Osnard, que se produjo a eso de las diez y media, no causó el menor revuelo. Era un nuevo cliente, y por norma de la casa a los nuevos clientes los atendía el señor Harry en persona, o bien, si él estaba ocupado, se les rogaba que dejasen su número de teléfono para que el señor Harry se pusiese en contacto con ellos tan pronto como le fuese posible.
Pendel se hallaba en el taller de corte creando en papel marrón los patrones para un uniforme de la marina al son de la música de Gustav Mahler. El taller de corte era su santuario, y no lo compartía con nadie. La llave estaba alojada permanentemente en el bolsillo de su chaleco. A veces, por el mero placer de saborear lo que aquella llave significaba para él, la introducía en la cerradura y la hacía girar para aislarse del mundo como prueba de que era el único dueño de sus actos. Y a veces se quedaba unos segundos con la cabeza inclinada y los pies juntos en actitud de pleitesía antes de abrir de nuevo y reanudar su venturosa jornada. Nadie lo veía en tales momentos excepto la parte de él que desempeñaba el papel de espectador de sus acciones teatrales.
A sus espaldas, en habitaciones igualmente espaciosas, bien iluminadas y refrescadas mediante pancas eléctricas, sus mimados operarios cosían, planchaban y charlaban con una libertad de la que raramente disfrutan las clases trabajadoras en Panamá. Pero ninguno trabajaba con más entrega que su jefe al detenerse un instante para atender a un crescendo de Mahler y a continuación aplicar diestramente la tijera a lo largo de la curva línea amarilla que definía la espalda y los hombros de un almirante de la flota colombiana cuyo único deseo era aventajar en elegancia a su degradado predecesor.
Pendel había diseñado para él un uniforme de singular esplendor. El pantalón blanco, confiado ya a los pantaloneros italianos que tenía cómodamente instalados en otra habitación de la sastrería, debía ser ajustado en los fondillos, idóneos para estar de pie pero no para sentarse. La casaca que Pendel cortaba en ese preciso instante era blanca y azul marino con charreteras doradas, entorchados en los puños, alamares de oro y un cuello alto a lo Nelson guarnecido de áncoras rodeadas de hojas de roble, siendo esto último un imaginativo detalle del propio Pendel que había agradado al secretario particular del almirante cuando Pendel le envió un esbozo por fax. Pendel nunca había acabado de entender a qué se refería Benny al atribuirle una «vista bien asentada», pero contemplando aquel esbozo supo que en efecto poseía ese don.
Y a medida que cortaba al compás de la música su espalda empezó a erguirse por efecto de la empatía hasta que finalmente se convirtió en el almirante Pendel descendiendo por una gran escalinata en su baile inaugural. Esas inocuas fantasías en nada mermaban su aptitud profesional. El cortador ideal, sostenía Pendel —no sin antes expresar su agradecimiento a su difunto socio Braithwaite, verdadero padre de la teoría—, era el parodista nato. Su trabajo consistía en meterse en el traje de aquel para quien cortaba y convertirse en él hasta que el legítimo dueño del traje lo reclamase.
Pendel se hallaba en este gozoso estado de transferencia cuando recibió la llamada de Osnard. Primero apareció Marta en la línea. Marta recibía a los clientes, atendía el teléfono, llevaba la contabilidad y preparaba los sándwiches. Era una mujer parca y leal, menuda y medio negra, cuya cara, asimétrica y surcada de cicatrices, formaba un mosaico de irregular coloración a causa de los injertos de piel y la pésima cirugía.
—Buenos días —dijo en español con su melodiosa voz.
Ni «Harry» ni «señor Pendel». Marta nunca se dirigía a él por su nombre. Simplemente le daba los buenos días con aquella voz angelical, porque su voz y sus ojos eran las dos únicas partes de su rostro que habían quedado indemnes.
—Buenos días, Marta.
—Tengo un nuevo cliente al teléfono.
—¿De qué lado del puente? —preguntó Pendel. Era una broma habitual entre ellos.
—Del suyo. Se ha presentado como Osnard.
—¿Cómo qué?
—Señor Osnard —precisó Marta—. Es inglés, y muy chistoso.
—¿Y tienen gracia, sus chistes?
—Eso dígamelo usted.
Pendel dejó a un lado la tijera, bajó el volumen de la música a casi un susurro, y acercó la agenda y un lápiz, por ese orden. En su mesa de corte, como era sabido, todo estaba ordenado con una precisión obsesiva: el tejido aquí, los patrones allí, los albaranes y el libro de pedidos más allá, cada cosa en su sitio. Para cortar se había puesto, como de costumbre, un chaleco con la espalda de seda y la botonadura solapada que él mismo había diseñado y confeccionado. Le gustaba la imagen de servicio que transmitía.
—Y dígame, caballero, ¿cómo se deletrea? —preguntó jovialmente cuando Osnard repitió su apellido.
Una sonrisa impregnaba la voz de Pendel cuando hablaba por teléfono. Los desconocidos tenían de inmediato la sensación de estar oyendo a alguien que les inspiraba simpatía. Pero Osnard, al parecer, poseía ese mismo don contagioso, pues entre ambos se creó en el acto una festiva familiaridad que daría cuenta de la duración y desenfado de su muy inglesa conversación.
—Empieza por O-S-N y termina por A-R-D —contestó Osnard, y algo en el modo en que se expresó debió de antojársele a Pendel especialmente gracioso, porque anotó el nombre tal como Osnard se lo dictó, en dos grupos de tres letras mayúsculas separadas por un guion.
—Por cierto, ¿es usted Pendel o Braithwaite? —dijo Osnard.
Ante lo cual Pendel, como casi siempre que le formulaban esta pregunta, respondió con una locuacidad acorde con ambas identidades:
—Pues por así decirlo, caballero, soy los dos en uno. Mi socio Braithwaite, lamento comunicarle, lleva muchos años muerto y enterrado. No obstante, puedo asegurarle que sus criterios se mantienen vivos y en perfecto estado de salud, y conforme a ellos se ha regido esta casa hasta la fecha, para alegría de cuantos lo conocieron.
Las frases de Pendel, cuando apuraba los recursos de su identidad profesional, poseían el vigor de un hombre que regresa al mundo conocido tras un largo exilio. Contenían asimismo más palabras de las que uno esperaba, sobre todo hacia el final, de igual modo que el pasaje de un concierto cuya culminación se prolonga más allá de las previsiones del público.
—No sabe cuánto lo siento —contestó Osnard después de un breve silencio, bajando la voz respetuosamente—. ¿Y de qué murió?
Y Pendel se dijo: Tiene gracia que la mayoría de la gente me pregunte eso, pero es comprensible, si consideramos que tarde o temprano a todos nos llega nuestra hora.
—Pues verá, señor Osnard, si hacemos caso al diagnóstico, fue una embolia —respondió con el tono resuelto que adoptan los hombres sanos para hablar de tales cuestiones—. Pero yo personalmente, para serle sincero, tiendo a pensar que murió de pena por el trágico cierre de nuestro establecimiento en Savile Row como consecuencia de unos gravámenes abusivos. Y si no es indiscreción, señor Osnard, ¿reside usted en Panamá, o está sólo de paso?
—Llegué a la ciudad hace un par de días, y espero quedarme aquí una temporada.
—Así pues, bienvenido a Panamá, y a propósito, ¿podría darme un teléfono de contacto por si se corta la comunicación, cosa que lamentablemente en este rincón del mundo ocurre con frecuencia?
Los dos, como buenos ingleses, llevaban en la lengua la marca indeleble de sus respectivas dicciones. Para un Osnard, los orígenes de Pendel eran tan inequívocos como su afán por escapar de ellos. La voz de Pendel, aunque limada por el tiempo, no había perdido por completo el dejo de Leman Street, en el East End londinense. Si pronunciaba las vocales correctamente, lo traicionaban la cadencia y los hiatos. E incluso si todo era correcto, resultaba un tanto pretencioso en la elección del vocabulario. Para un Pendel, Osnard arrastraba las palabras como los groseros y privilegiados que desoían las quejas del tío Benny. Pero mientras ambos hablaban y escuchaban, Pendel tuvo la impresión de que nacía entre ellos una agradable complicidad, como entre dos exiliados dispuestos a olvidar sus prejuicios en favor de un vínculo común.
—Me alojaré en El Panamá hasta que pueda instalarme en mi apartamento —explicó Osnard—. En teoría debería haber estado listo hace un mes.
—Siempre es así, señor Osnard. Los contratistas son iguales en todas partes. Lo he dicho muchas veces y lo vuelvo a repetir: lo mismo da donde uno esté, ya sea Nueva York o Tombuctú, los contratistas son invariablemente el gremio más ineficaz.
—Y alrededor de las cinco no tendrán ahí mucho ajetreo, ¿verdad? ¿No habrá aglomeraciones?
—Las cinco es nuestra hora baja, señor Osnard. Los clientes del mediodía están ya sanos y salvos en sus trabajos, y los vespertinos, como yo los llamo, aún no han hecho acto de presencia. —Se reprendió a sí mismo con una risa de desaprobación—. No. Miento. Hoy es viernes, así que los vespertinos se marchan a casa con sus esposas. A las cinco le brindaré toda mi atención con sumo placer.
—¿Usted personalmente? ¿En carne y hueso? Los sastres de postín a veces contratan lacayos para hacerles el trabajo pesado.
—Por suerte o por desgracia, señor Osnard, yo estoy chapado a la antigua. Para mí, cada cliente es un desafío. Mido, corto, pruebo, y nunca me paro a contar cuántas pruebas son necesarias para conseguir un acabado perfecto. Ni una sola parte de los trajes sale de este establecimiento mientras están confeccionándose, y yo mismo superviso cada fase del proceso hasta su conclusión.
—Muy bien. ¿Y cuánto va a costarme? —preguntó Osnard. Pero en broma, sin ánimo de ofender.
En los labios de Pendel la sonrisa se hizo aún más amplia. Si hubiese estado hablando en español, lengua que se había convertido en su segunda alma y su preferida, habría contestado a esa pregunta sin la menor reserva. En Panamá nadie se avergonzaba al tratar de dinero a menos que estuviese en la ruina. En cambio, como era sabido, las clases altas inglesas resultaban imprevisibles en cuestiones de dinero, y a menudo los más ricos eran los más cicateros.
—Yo ofrezco lo mejor, señor Osnard. Como siempre digo, un Rolls-Royce no se regala, y un Pendel Braithwaite tampoco.
—¿Y cuánto va a costarme, pues? —insistió Osnard.
—Veamos. El traje convencional de dos piezas sale a unos dos mil quinientos dólares por término medio, aunque puede encarecerse según la tela y el estilo. Una chaqueta son mil quinientos; un chaleco, seiscientos. Y puesto que acostumbrarnos usar los géneros más ligeros, y por consiguiente recomendamos un segundo par de pantalones a juego, ofrecemos ese segundo par a un precio especial de ochocientos dólares. ¿Es un silencio de estupefacción eso que oigo, señor Osnard?
—Pensaba que la tarifa estaba en dos de los grandes por un traje corriente.
—Y así era, caballero, hasta hace tres años. Pero en los últimos tiempos, desgraciadamente, el dólar anda por los suelos, y sin embargo en P & B no nos queda más remedio que seguir comprando géneros de primerísima calidad, que ni que decir tiene es lo que empleamos en todas nuestras prendas, sea cual sea el coste, y en su mayoría proceden de Europa, y todos sin excepción están… —Iba a descolgarse con algo altisonante como «circunscritos a países de divisa fuerte», pero se contuvo—. Aunque, según me han comentado, hoy por hoy un traje prêt-à-porter de una primera marca, y tomo como referencia Ralph Lauren, se acerca ya a los dos mil dólares y en algunos casos incluso los supera. Y permítame señalar que proporcionamos asistencia posventa. Dudo mucho que en las tiendas de ropa normales pueda usted volver y decirles que la chaqueta le tira un poco de los hombros, ¿o no es así? Y si le atienden, no será gratis. ¿Había pensado en algo en concreto?
—¿Yo? Ah, lo habitual. Empezaríamos con un par de trajes de calle y veríamos cómo quedan. Después iríamos a por el lote completo.
—«El lote completo» —repitió Pendel con veneración, asaltado de pronto por una avalancha de recuerdos del tío Benny—. Hacía al menos veinte años que no oía esa expresión, señor Osnard. Santo cielo. El lote completo. Dios mío.
En este punto cualquier otro sastre, juiciosamente, habría moderado su entusiasmo y vuelto a su uniforme de la marina. Y quizá también Pendel cualquier otro día. Había dado hora a un cliente, el precio había sido aceptado, se habían cumplimentado los preliminares sociales. Pero Pendel estaba disfrutando de la conversación. Su visita al banco le había dejado un sentimiento de soledad. Tenía pocos clientes ingleses, y amigos ingleses aún menos. Louisa, guiada por el fantasma de su difunto padre, no veía con buenos ojos a sus coterráneos.
—Y P & B continúa siendo la principal atracción de la ciudad, ¿no? —preguntó Osnard—. ¿Los sastres de los peces gordos, de lo mejor y más granado de la sociedad panameña?
Pendel sonrió al oír «peces gordos».
—Eso nos gusta creer, señor Osnard. No nos dormimos en los laureles, pero estamos orgullosos de nuestros logros. En estos últimos diez años no todo ha sido coser y cantar, se lo aseguro. En Panamá no abunda el buen gusto, la verdad. O no abundaba hasta que llegarnos nosotros. Tuvimos que educarlos antes de poder venderles. ¿Ese dineral por un traje?, decían. Pensaban que éramos unos locos o algo peor. Fuimos calando gradualmente, y llegado un punto, me complace decir, no había ya quien nos frenase. Empezaron a entender que no nos limitamos a endosarles un traje y pedirles el dinero, que ofrecemos mantenimiento, retocarnos, estamos siempre a su disposición cuando vuelven, que somos amigos y brindarnos apoyo, que somos en definitiva seres humanos. ¿No trabajará usted por casualidad para la prensa? Recientemente leímos con agrado un artículo muy elogioso sobre nuestro establecimiento en la edición local del Miami Herald. Quizá tuvo usted ocasión de echarle un vistazo.
—Debió de pasárseme.
—Bien, señor Osnard, pues permítame que ahora hable en serio, si no le importa. En pocas palabras, vestimos a presidentes, abogados, banqueros, obispos, diputados, generales y almirantes. Vestimos a todo aquel que, sea cual sea su credo, su reputación o el color de su piel, sabe valorar un traje hecho a medida y dispone de medios para pagarlo. ¿Qué le parece?
—Prometedor, sin duda. Muy prometedor. A la cinco, pues. Su hora baja —dijo Osnard.
—Las cinco lo es, señor Osnard —confirmó Pendel—. Aguardaré impaciente.
—Ya somos dos.
—Otro buen cliente, Marta —anunció Pendel cuando ella entró en el taller con unas facturas.
Pero cuando hablaba con Marta sus palabras nunca eran del todo naturales. Como tampoco lo era el modo en que ella lo escuchaba: la maltrecha cabeza siempre alejada, la sensata mirada de sus ojos oscuros en otro lugar, un velo de cabello negro ocultando lo peor de ella.
Y eso fue todo. Por más que después se reprochó su necia vanidad, Pendel se sentía contento y halagado. Aquel tal Osnard era sin duda un socarrón, y Pendel admiraba a los socarrones como los había admirado su tío Benny, y los ingleses, pese a las objeciones de Louisa y su difunto padre, producían mejores socarrones que la mayoría de los pueblos. Quizá después de tantos años volviendo la espalda a su patria natal cabía pensar que al fin y al cabo no era tan mala. No concedió importancia a la reticencia de Osnard al aludir a su actividad profesional. Muchos de sus clientes se mostraban igualmente reservados, y otros que deberían haberlo sido no lo eran. Estaba contento; no poseía el don de la presciencia. Y tras colgar el auricular siguió trabajando en su uniforme de almirante hasta que comenzó el ajetreo del «feliz mediodía del viernes», pues así era como llamaban en la sastrería, esas horas del viernes hasta que apareció Osnard arrebató a Pendel el ultimo resto de inocencia.
Y hoy quién podía encabezar el desfile sino el inigualable Domingo, considerado el mayor libertino de Panamá, y uno de los personajes que Louisa más fervientemente aborrecía.
—¡Señor Domingo! —Abre los brazos—. Encantado de verlo, y no sé si está bien que yo lo diga, pero con ese traje tiene un aspecto desvergonzadamente juvenil. —Baja la voz un instante y le tira con deferencia de la bocamanga—. Y permíteme que te recuerde, Rafi, que el perfecto caballero, según la definición del difunto señor Braithwaite, enseña sólo dos dedos del puño de la camisa, nunca más que eso.
A continuación Rafi se prueba su nuevo esmoquin, sin otro motivo que exhibirlo ante los demás clientes del viernes, que empiezan a congregarse en la sastrería con sus teléfonos móviles, sus humeantes cigarrillos, sus comentarios procaces y sus anécdotas heroicas acerca de negocios y conquistas sexuales. El siguiente es Arístides el Braguetazo[3], quien como su apodo indica se casó por dinero, y por eso sus amigos lo han erigido en algo así como un mártir del sexo masculino. Después le toca el turno a Ricardo «Llámame Ricki», quien durante un breve pero fructífero reinado en un alto escalafón del Ministerio de Obras Públicas se arrogó el derecho a construir todas las carreteras de Panamá de ahora a la eternidad. A Ricki lo acompaña Teddy, alias el Oso, el columnista más odiado de Panamá, que trae consigo su solitario y particular derrotismo; pero Pendel permanece inmune a él.
—Teddy, ilustre cronista y guardián de las reputaciones, dale un respiro a la vida. Deja reposar a tu alma cansada.
Y pisándoles los talones aparece Philip, exministro de Sanidad del gobierno de Noriega, ¿o era de Educación?
—Marta, una copa para su excelencia. Y el chaqué, si eres tan amable, también para su excelencia. Una prueba más, y creo que quedará listo. —Baja la voz—. Y enhorabuena, Philip. Ya me he enterado de que es preciosa y muy juguetona, y además te adora —susurra en gentil alusión a la nueva chiquilla de Philip.
Éstos y otros admirables hombres entran y salen alegremente del emporio de Pendel en el último feliz viernes de la historia de la humanidad. Y Pendel, mientras se mueve con soltura entre ellos, riendo, vendiendo, citando las sabias palabras del bueno de Arthur Braithwaite, comparte su júbilo y los agasaja.