Capítulo 18

Con la llegada del primer material designado con el nombre en clave BUCHAN dos procedente del centro de operaciones panameño, la jactancia de Scottie Luxmore, su genio creador en Londres, alcanzó cotas inéditas. Sin embargo aquella mañana su euforia había dado paso a un profundo desasosiego. Se paseaba por el despacho al doble de su velocidad habitual. Su exhortatoria voz escocesa mostraba de pronto cierta tendencia a quebrarse. Inconscientemente la mirada se le iba una y otra vez hacia el noroeste, al otro lado del río, de donde dependía ahora su futuro.

Cherchez la Femme, Johnny, muchacho —aconsejó a un demacrado joven llamado Johnson, que había sustituido a Osnard en el ingrato papel de ayudante personal de Luxmore—. En este oficio, la hembra de la especie vale cinco veces más que cualquier hombre.

Johnson, quien al igual que su predecesor dominaba el imprescindible arte de la adulación, se inclinó en la silla para demostrar lo atento que estaba a las palabras de su superior.

—Poseen la perfidia, Johnny. Poseen el descaro. Son simuladoras natas. ¿Por qué cree que insistió en colaborar sólo por mediación de su marido? —En su voz se adivinaba el velado tono de protesta de alguien que presenta disculpas anticipadamente—. Esa mujer sabía de sobra que eclipsaría a su marido. ¿Y qué habría sido de él entonces? Se habría quedado en la calle. Despedido. Finiquitado. ¿Qué interés tenía ella en que eso ocurriese? —Se secó las palmas de las manos en las patas del pantalón—. ¿A caso iba a renunciar a uno de los dos sueldos y además dejar a su marido en ridículo? No. No cabe esperar algo así de Louisa. No cabe esperar algo así de BUCHAN dos. —Entornó los ojos como si hubiese reconocido a alguien en una ventana a lo lejos. Pero no interrumpió su perorata—. Yo sabía lo que hacía. Y ella también. Nunca menosprecie la intuición de una mujer, Johnny. Él ha llegado ya a su techo. Ha quedado fuera del juego.

—¿Osnard? —preguntó Johnson, esperanzado. Hacía seis meses que se había convertido en la sombra de Luxmore, y todavía no había destino para él a la vista.

—Su marido, Johnny —replicó Luxmore, irascible, alzando una mano crispada junto a la peluda mejilla como si enseñase una garra—. BUCHAN uno. Sí, al principio su trabajo resultaba prometedor. Pero carecía de amplitud de miras, como es propio de esa clase de hombres. Carecía de talla, de conciencia de la historia. Eran todo chismes, sobras recalentadas, y un continuo esfuerzo por cubrirse las espaldas. No podríamos haber seguido trabajando con él por mucho tiempo, ahora lo veo claramente. Y ella también lo vio. Conoce a su marido, esa mujer. Conoce sus limitaciones mejor que nosotros. Y es muy consciente asimismo de su propia fuerza.

—A los analistas les preocupa un poco que no haya ninguna confirmación —aventuró Johnson, que nunca perdía ocasión de socavar el pedestal de Osnard—. Según Sally Morpurgo, el informe BUCHAN dos está muy hinchado y poco documentado.

El golpe sorprendió a Luxmore en pleno giro, justo cuando acometía su quinto largo a través de la moqueta. Exhibió una sonrisa ancha y vacía propia de un hombre sin el mínimo sentido del humor.

—¿Eso opina? Y la señorita Morpurgo es sin duda una persona inteligente.

—Sí, eso creo.

—Y las mujeres tienden a juzgar con mayor severidad a otras mujeres que nosotros los hombres. Eso está comprobado.

—Es verdad, ahora que lo dice. No se me había ocurrido pensarlo.

—Están también sujetas a ciertos resquemores, o envidia sea quizá la palabra exacta, y a eso los hombres, como es lógico, somos inmunes, ¿o no, Johnny?

—Puede ser. No. Es decir, sí, claro.

—¿Y cuál ha sido concretamente la objeción de la señorita Morpurgo? —preguntó Luxmore con el tono de quien admite cualquier crítica constructiva.

Johnson se arrepintió de haber introducido el tema en la conversación.

—Dice simplemente, bueno, que no hay la menor confirmación. Nada. Parece todo caído del cielo, como ella ha dicho. Ningún dato de enlaces afines, ninguna filtración del servicio secreto norteamericano. No hay reacciones de otros servicios de inteligencia, no hay satélites, no se ha advertido ningún movimiento diplomático fuera de lo común. Es un agujero negro de principio a fin. O eso dice ella.

—¿Eso es todo? —preguntó Luxmore.

—Todo todo, no.

—No me oculte nada, Johnny.

—Afirma que en toda la historia del espionaje nunca se ha pagado tanto por tan poco. Que es una farsa.

Si Johnson esperaba minar la confianza de Luxmore en Osnard y sus hazañas, se vio defraudado. Luxmore hinchó el pecho y su voz recuperó su didáctica cadencia escocesa.

—Johnny. —Aspiración dental—. ¿No ha pensado nunca que lo que hoy es una ausencia de pruebas equivale a lo que antes era una prueba contundente?

—Francamente no.

—Pues reflexione un momento, se lo ruego. Para ocultar todo rastro a los oídos y los ojos de la moderna tecnología se requiere una mente muy astuta, ¿o no? Desde las tarjetas de crédito hasta los billetes de avión, pasando por las llamadas telefónicas, faxes, bancos, hoteles, lo que usted quiera. Hoy en día no podemos ni comprar una botella de whisky en el supermercado sin informar al mundo de que lo hemos hecho. En tales circunstancias la ausencia de rastro se aproxima a una prueba de culpabilidad. Los hombres de mundo así lo entienden. Son conscientes del esfuerzo que supone no ser visto ni oído, pasar totalmente inadvertido.

—No me cabe duda, señor.

—Los hombres de mundo no padecen las deformaciones profesionales que rodean a otros miembros de este servicio con miras más estrechas, Johnny. No tienen mentalidad de búnker, no se atascan en los detalles y la información superflua. Ven el bosque, no los árboles. Y lo que ven aquí es un conciliábulo de peligrosas dimensiones entre Oriente y el Sur.

—Sally no, desde luego —objetó Johnson obstinadamente, decidiendo que en todo caso el mal estaba ya hecho—. Y Moo tampoco.

—¿Quién es Moo?

—Su ayudante.

Luxmore conservó una sonrisa tolerante y comprensiva, dando a entender que también él veía el bosque y no los árboles.

—Invierta los términos de su pregunta, Johnny, y creo que también usted hallará la respuesta. ¿Por qué existe una oposición clandestina en Panamá si no hay nada a qué oponerse? ¿Por qué esos grupos disidentes, formados no por chusma, Johnny, sino por las clases pudientes y preocupadas, esperan entre bastidores a no ser porque existen razones de peso para esperar? ¿Por qué están descontentos los pescadores? Son gente astuta, Johnny, no infravalore nunca a los hombres del mar. ¿Por qué el hombre del presidente panameño en la Comisión del Canal profesa una política en público y otra en su agenda particular de compromisos? ¿Por qué lleva una vida en la superficial y otra encubierta, ocultando sus acciones, reuniéndose a horas intempestivas con falsos capitanes de puerto japoneses? ¿Qué causa la inquietud de los estudiantes? ¿Qué perciben en el ambiente? ¿Quién ha estado susurrándoles al oído en los cafés y las discotecas? ¿Por qué la palabra «capitulación» corre de boca en boca?

—No sabía que así fuese —admitió Johnson, que últimamente venía observando con creciente perplejidad cómo cobraba realce la información en bruto sobre Panamá al pasar por el escritorio de su superior.

Pero Johnson no tenía acceso a todo el material, y menos a las fuentes de inspiración de Luxmore. Cuando Luxmore preparaba sus famosos resúmenes de una página para la misteriosa Comisión de Planificación y Realización, pedía en primer lugar una montaña de expedientes del archivo de información confidencial y luego se encerraba en su despacho hasta que el documento estaba redactado, y sin embargo los expedientes, como descubrió Johnson cuando ingeniosamente encontró la manera de echarles una ojeada, guardaban más relación con acontecimientos pasados, tales como el conflicto de Suez de 1956, que con cualquier cosa que estuviese sucediendo en el presente o pudiese suceder en el futuro.

Luxmore utilizaba a Johnson como caja de resonancia. Algunos hombres, empezaba a comprender Johnson, eran incapaces de pensar sin público.

—He ahí lo más difícil de detectar para un servicio como el nuestro, Johnny: el mar de fondo humano antes de agitarse, la vox populi antes de manifestarse. Fíjese, si no, en Irán y el ayatolá. Fíjese en Egipto en el período previo al problema de Suez. Fíjese en la perestroika y el hundimiento del imperio del mal. Fíjese en Saddam, uno de nuestros mejores clientes. ¿Quién previó todos esos hechos, Johnny? ¿Quién los vio formarse como negros nubarrones en el horizonte? Nosotros no. Fíjese, por Dios, en Galtieri y la conflagración de las islas Falkland. Una y otra vez el inmenso mazo de los servicios secretos ha sido capaz de abrir todas las nueces menos la que realmente importaba: el enigma humano. —Había recuperado su velocidad habitual, acomodando el paso a la ampulosidad de su discurso—. Sin embargo ése es ahora nuestro objetivo. Esta vez nos adelantaremos. Tenemos micrófonos en los bazares. Conocemos el estado de ánimo de las masas, su agenda subconsciente, su oculto punto de ebullición. Podemos prevenir. Podemos ganarle la partida a la historia, tenderle una emboscada…

Descolgó tan deprisa el auricular que el teléfono apenas llegó a sonar. Pero era sólo su esposa, para preguntarle si una vez más se había metido en el bolsillo las llaves del coche de ella al irse a trabajar. Luxmore admitió lacónicamente su delito, colgó, se tiró de los faldones de la chaqueta, y reanudó sus paseos.

Eligieron la casa de Geoff por decisión expresa de Ben Hatry, al fin y al cabo Geoff Cavendish era el títere de Ben Hatry, aunque por prudencia ambos lo mantenían en el más estricto secreto. Y tenía su lógica que fuese en casa de Geoff, porque en cierto modo la idea había partido de Geoff en el sentido de que Geoff Cavendish había elaborado la estrategia inicial, y Ben Hatry había dicho joder, hagámoslo, que era como Ben Hatry solía hablar; como magnate de los medios de comunicación y patrón de incontables aterrorizados periodistas que era, sentía un natural desprecio por su lengua materna.

Era Cavendish quien había prendido la imaginación de Hatry, si podía llamarse así a lo que Ben Hatry poseía; Cavendish quien había llegado a un acuerdo con Luxmore, quien lo había alentado, quien había reforzado su presupuesto y su ego; Cavendish quien, con el consentimiento de Hatry, había ofrecido los primeros almuerzos y sesiones informativas en caros restaurantes cercanos al Parlamento, quien había presionado a los diputados oportunos, aunque nunca en nombre de Hatry, quien había extendido el mapa y les había mostrado dónde se hallaba aquel condenado lugar y por dónde atravesaba el Canal, porque la mitad de ellos no lo tenían muy claro; Cavendish quien había dado discretas voces de alarma en la City y las compañías petroleras, quien había persuadido a la necia ala derecha del Partido Conservador, cosa relativamente fácil para él, y quien había atraído a los nostálgicos del viejo imperio, los antieuropeístas, los xenófobos y los hijos pródigos e incultos.

Era Cavendish quien había evocado visiones de una cruzada de última hora antes de las elecciones, de un ave fénix resurgida de las cenizas del Partido Conservador y convertida en dios de guerra, de un líder ataviado con la reluciente armadura que hasta ese momento siempre le había venido demasiado grande; Cavendish quien pronunció la misma arenga con distinto vocabulario para la oposición: no os preocupéis, chicos y chicas, no es necesario que os opongáis a nada ni que adoptéis postura alguna, basta con que agachéis la cabeza y hagáis correr la voz de que no es la ocasión idónea para balancear la leal nave británica, por más que navegue en la dirección equivocada, lleven el timón un puñado de lunáticos y haga aguas como un colador.

Era Cavendish una vez más quien había generado la debida inquietud entre las multinacionales, quien había divulgado rumores sobre el devastador efecto en la libra, la industria y el comercio británicos; Cavendish quien nos había despertado la conciencia, como él decía, o lo que es lo mismo, quien había convertido las habladurías en certidumbre mediante el ingenioso uso de columnistas ajenos al imperio de Hatry y por consiguiente no corrompidos en teoría por la atroz reputación del magnate; Cavendish quien había conseguido publicar series de artículos en fidedignos diarios de bajo presupuesto a cambio de ciertas promesas, artículos que luego se agrandaron desproporcionadamente en los grandes periódicos y ascendieron o descendieron a las páginas interiores de la prensa amarilla, los editoriales de la degradada prensa seria y los debates televisivos de horario nocturno, y no sólo en los canales de Hatry sino también en los de la competencia, pues no hay nada más previsible que la difusión en los medios informativos de sus propias ficciones y el terror entre sectores rivales ante la posibilidad de que los otros se adelanten con alguna primicia, tanto si la noticia es verdadera como si no, porque no nos engañemos, amigos míos, en el mundo de la información hoy en día no disponemos del personal, el tiempo, el interés, la energía, la educación o el mínimo sentido de la responsabilidad necesarios para contrastar los hechos por otro medio que no sea repescar lo que otros periodistas han escrito y repetirlo como el evangelio.

Y era Cavendish, el corpulento y campechano inglés con sus chaquetas de tweed y su voz de comentarista de críquet en una soleada tarde de verano, quien tan convincentemente había propagado, siempre a través de intermediarios bien nutridos, la preciada doctrina de Ben Hatry del «Si ahora no, ¿cuándo?», que se hallaba en la raíz de sus intrigas, jugadas y presiones transatlánticas, siendo la idea básica de dicha teoría que Estados Unidos en modo alguno podía seguir siendo la única superpotencia mundial durante mucho más de una década, tras lo cual estarían acabados, de manera que, sostenía la doctrina, si en algún lugar del planeta debía practicarse alguna contundente intervención quirúrgica, por brutal e interesada que pudiese parecer al exterior o también de hecho al interior, en consideración a nuestra supervivencia y la supervivencia de nuestros hijos y la supervivencia del imperio de Hatry y su creciente influencia sobre los corazones y las mentes del tercer y cuarto mundos: «¡Hagámoslo ahora que aún tenemos la sartén por el mango, joder! ¡Basta ya de rodeos! ¡Cojamos lo que queramos y aplastemos lo demás! Pero tanto si lo hacemos como si lo dejamos de hacer, ya está bien de debilidad, concesiones, disculpas y payasadas».

Y si para eso tenía que acostarse con los fanáticos de la derecha norteamericana, así como con sus hermanos de sangre de este lado del charco, y para colmo se convertía en el niño mimado de la industria armamentista, pues qué, joder, diría con su cuidada lengua materna, al fin y al cabo no era un político, de hecho aborrecía a los políticos, él era un hombre realista, le importaba un carajo aliarse con unos o con otros siempre y cuando hablasen con sensatez y no anduviesen de puntillas por los pasillos internacionales diciendo a todo japonés, negro o hispano: «Perdóneme, caballero, por ser un liberal norteamericano blanco y de clase media, y discúlpenos por ser tan grandes, fuertes, ricos y poderosos, pero creemos en la dignidad y la igualdad de todos los pueblos, ¿y me permitiría arrodillarme y besarle el culo?».

Que era la imagen que Ben Hatry no se cansaba de pintar para sus lugartenientes, pero siempre a condición de que quede entre nosotros, chicos, por el sagrado interés de informar objetivamente, que es para lo que estamos en este mundo, o si no, joder, ya os podéis buscar otro trabajo.

—Conmigo no cuentes —había dicho Ben Hatry a Cavendish el día anterior con su voz sin inflexiones. A veces hablaba sin mover siquiera los labios. A veces se cansaba de sus propias maquinaciones, se cansaba de la mediocridad humana. Ferozmente, había añadido—: Arregláoslas con ellos vosotros dos, hijos de puta.

—Como quiera, jefe. Es una lástima, pero bueno… —había contestado Cavendish.

Pero finalmente Ben Hatry se había presentado, como Cavendish preveía, y había ido en taxi porque no se fiaba de su chófer, e incluso había llegado diez minutos antes para leer un resumen de la mierda que Cavendish venía enviando a la gente de Van en los últimos meses —mierda era su término preferido para referirse a cualquier clase de prosa—; dicho resumen concluía con un vehemente informe de una página redactado por uno de aquellos gilipollas del otro lado del río —sin firmar, sin encabezamiento, sin identificación alguna— que, según Cavendish, era el factor decisivo, la cepa, el diamante perdido, jefe, la gente de Van está fuera de sí, y por eso la reunión de hoy.

—¿Quién es el hijo de puta que ha escrito esto? —preguntó Hatry, siempre deseoso de atribuir el mérito a quien correspondía.

—Luxmore, jefe.

—¿Aquel gilipollas que nos jodió la operación de las Falkland él solo sin ayuda de nadie?

—El mismo.

—El texto no ha pasado por el departamento de redacción, eso está claro.

No obstante Ben Hatry leyó el informe dos veces, algo insólito en él.

—¿Es verdad? —preguntó por fin.

Relativamente verdad, jefe —contestó Cavendish, con la juiciosa moderación que caracterizaba sus juicios—. Es verdad en parte. Y no estamos seguros sobre el plazo de vigencia. Puede que los hombres de Van tengan que actuar con carácter de urgencia.

Hatry le lanzó el informe a las manos.

—Bueno, por lo menos esta vez sabrán por dónde se andan —dijo a la vez que dirigía un seco saludo con la cabeza a Tug Kirby, el tercer asesino, como lo había apodado ingeniosamente Cavendish, que acababa de irrumpir en la habitación sin limpiarse antes los enormes pies y miraba ceñudo alrededor en busca de algún enemigo.

—¿Aún no han llegado los yanquis? —bramó.

—Aparecerán de un momento a otro, Tug —aseguró Cavendish para tranquilizarlo.

—Esos mamones llegarán tarde a su propio entierro —dijo Kirby.

Una de las ventajas de la casa de Geoff era su ideal posición en pleno centro de Mayfair, muy cerca de la entrada lateral de Claridge’s, en un pasaje cerrado y vigilado donde vivían diplomáticos y peces gordos y se encontraba además, en un extremo, la embajada italiana. Sin embargo proporcionaba un agradable anonimato. Allí uno podía ser empleado de la limpieza, repartidor de comida, mensajero, mayordomo, guardaespaldas, chapero o el gran señor del universo. Nadie prestaba especial atención. Y Geoff recibía muchas visitas. Sabía cómo acceder a los poderosos, cómo reunirlos. Con Geoff, uno podía cruzarse de brazos dejar que las cosas siguiesen su curso, que era precisamente lo y que en ese momento: tres ingleses y sus dos invitados norteamericanos, todos igualmente dispuestos a negar cualquier participación en aquello, disfrutando de una cena que por mutuo acuerdo nunca había tenido lugar, un bufé libre sin criados para evitar testigos consistente en salmón tiède pescado en la finca de Cavendish en Escocia, huevos de codorniz, fruta y queso, acompañado todo por un pudin de pan que había preparado la antigua niñera de Geoff.

Y para beber, té helado y refrescos afines, porque en el renacido Washington de hoy, dijo Geoff Cavendish, el alcohol en almuerzo se consideraba un sacrilegio.

Y una mesa redonda para que nadie ocupase una posición dominante. Mucho espacio para las piernas. Sillas mullidas. Los teléfonos desconectados. Cavendish sabía proporcionar un ambiente cómodo a la gente. Y chicas en abundancia si uno quería. O si no, que le preguntasen a Tug.

—¿Un vuelo aceptable, Elliot? —preguntó Cavendish.

—El viaje ha sido un verdadero placer, Geoff. Me encantan esos pequeños reactores que no paran de traquetearse. En el aeropuerto de Northolt hacía buen tiempo. Me encanta Northolt. Y el trayecto en helicóptero hasta Battersea ha sido épico. Y hay allí una central eléctrica magnífica.

Con Elliot, un sureño de Alabama, uno nunca sabía si hablaba con sarcasmo o si ésa era su manera de ser. Contaba treinta y un años, era abogado y periodista, y en general adoptaba una actitud lánguida, salvo cuando estaba en pie de guerra. Escribía una columna en el Washington Post, donde competía ostentosamente con nombres que hasta fecha reciente habían sido más importantes que el suyo. Llevaba gafas, y era alto, cadavérico y peligroso. Su rostro era todo huesos.

—¿Vais a quedaros a pasar la noche, Elliot, o volvéis a casa? —gruñó Tug Kirby, dando a entender que personalmente prefería la segunda opción.

—Por desgracia, Tug, tenemos que marcharnos inmediatamente después de la cena —contestó Elliot.

—¿No vais a presentar vuestros respetos en la embajada? —dijo Tug con una sonrisa estúpida. Hablaba en broma, cosa poco común en Tug. En el Departamento de Estado era donde menos convenía que se conociese la visita de Elliot o el coronel.

Sentado junto a Elliot, el coronel masticaba su salmón el número correcto de veces.

—No tenemos amigos en la embajada, Tug —explicó con candidez—. Todos son unos maricones.

En Westminster se conocía a Tug Kirby como el Ministro de la Larga Cartera. Debía dicho título en parte a sus aventuras sexuales, pero sobre todo a su incomparable lista de cargos de director y consejero delegado. No había compañía del sector de la defensa en todo el país o en Oriente Próximo, se decía en círculos bien informados, que no tuviese en nómina a Tug Kirby, o que no estuviese en la nómina de Tug Kirby. Al igual que los dos invitados, era un hombre poderoso y vagamente amenazador. Tenía unos hombros anchos y robustos, unas pobladas cejas negras que parecían postizas, y la mirada lerda y malévola de un toro. Incluso mientras comía, mantenía los puños cerrados y en actitud alerta.

—Eh, Dirk, ¿cómo está Van? —preguntó Hatry jovialmente.

Ben Hatry había dejado salir su legendario encanto. Nadie podía resistirse a él. Después de tanto tiempo en las sombras, su sonrisa resplandecía de un modo especial. Al coronel se le iluminó el rostro de inmediato. También Cavendish advirtió con satisfacción el súbito cambio de humor de su jefe.

—Señor —bramó el coronel como si declarase ante un consejo de guerra—. El general Van le envía saludos y desea expresar su agradecimiento a usted, Ben, y a sus colaboradores por el inestimable apoyo práctico y moral que le han ofrecido en los últimos meses y hasta el presente.

Hombros atrás, mentón hundido. Señor.

—Bien, pues dile que nos ha decepcionado por no presentarse a las elecciones a presidente —dijo Hatry, conservando la sonrisa—. Es una lástima que el único hombre válido de Estados Unidos no haya tenido cojones para hacer campaña.

El coronel no se inmutó por las provocaciones en broma de Hatry. Ya las conocía de reuniones anteriores.

—El general Van tiene a su favor la juventud, señor. El general ve las cosas con perspectiva. El general posee una mente en extremo estratégica. —Visiblemente inquieto, hablaba en un susurro y asentía con la cabeza entre cada frase, manteniendo los ojos muy abiertos y la mirada vulnerable—. El general lee mucho. Es profundo. Sabe esperar. A estas alturas otros hombres habrían agotado ya su munición. Pero no así el general. No, señor. Cuando llegue el momento de convencer al presidente, el general estará allí para convencerlo. En mi opinión, es el único hombre de Estados Unidos capaz de hacerlo. Sí, señor.

Obedezco, decían sus ojos de spaniel, pero su mandíbula decía, apártate de mi camino. Viéndolo allí, sentado en posición de firmes, costaba recordar que no llevaba uniforme. Costaba preguntarse si no estaba un poco loco. O si no lo estaban todos ellos. De pronto concluyeron las formalidades. Elliot miró su reloj y, enarcando las cejas, apremió a Tug Kirby sin la menor delicadeza. El coronel se quitó la servilleta del cuello, se limpió los labios remilgadamente y la dejó en la mesa como un ramillete de flores desechado para que Cavendish la recogiese junto con todo lo demás, Kirby encendió un puro.

—Por favor, Tug, ¿te importaría apagar esa mierda? —preguntó Hatry cortésmente.

Kirby aplastó la punta del puro en un cenicero. A veces se olvidaba de las manías de Hatry. Cavendish preguntaba quién añadía azúcar al café y si alguien lo tomaba con leche. Por fin era una reunión y no un banquete. Eran cinco hombres que se detestaban cordialmente, sentados en torno a una lustrosa mesa del siglo XVIII y unidos por un gran ideal.

—¿Vais a intervenir o no? —dijo Ben Hatry, que no se distinguía por sus preámbulos.

—Nos gustaría, Ben —contestó Elliot, su rostro tan herméticamente cerrado como las puertas de una esclusa.

—¿Y qué os lo impide, joder? Tenéis pruebas de sobra. Controláis el país. ¿A qué esperáis?

—Van querría intervenir. Y también Dirk, ¿no, Dirk? Está todo a punto, ¿no, Dirk?

—Desde luego —murmuró el coronel, moviendo la cabeza en un gesto de desolación y mirándose las manos cruzadas.

—¡Pues intervenid ya de una vez, por Dios! —exclamó Kirby.

Elliot fingió no haberlo oído.

—El pueblo norteamericano desearía que interviniésemos —declaró—. Quizá no lo sepan todavía, pero pronto lo sabrán. El pueblo norteamericano querrá recuperar lo que es suyo por derecho y nunca debería haberse entregado. Nadie nos detiene, Ben. Contamos con el Pentágono, tenemos la voluntad de hacerlo, los hombres adecuados, la tecnología. Contamos con el Senado y el Congreso. Con el Partido Republicano. Nosotros dictamos la política exterior. En estado de guerra controlamos los medios de comunicación. La última vez nuestro control fue absoluto, y ésta lo será más si cabe. Nadie nos detiene salvo nosotros mismos, Ben. Nadie, y eso es así.

Se produjo un instante de silencio, que rompió Kirby.

—Siempre requiere un poco de valor dar el salto —dijo con aspereza—. Margaret Thatcher no vaciló ni un segundo. Otros no hacen otra cosa que vacilar.

Volvió el silencio.

—Y así es como se pierden los canales, probablemente —comentó Cavendish, pero nadie rio y volvió a imponerse el silencio.

—¿Sabes qué me dijo Van el otro día, Geoff? —preguntó Elliot.

—¿Qué te dijo?

—Fuera de Estados Unidos todos le adjudican un papel a este país. En su mayoría son gente que no encuentra su propio papel. En su mayoría son unos pajilleros.

—El general Van es un hombre profundo —repitió el coronel.

—Adelante —instó Hatry—. ¿Qué más tenéis que decir?

—Ben, no tenemos base sólida —admitió, como de periodista a periodista—. No hay a qué agarrarse. Tenemos una coyuntura. No se ha disparado una sola arma. No hay una sola monja norteamericana violada. No hay un solo niño norteamericano muerto. Únicamente tenemos rumores. Tenemos especulaciones. Tenemos los informes de vuestros espías, que nuestros servicios secretos todavía no han corroborado, y eso es una condición ineludible. No estamos ante una situación en la que baste con enardecer a los defensores de causas perdidas del Departamento de Estado o poner pancartas con el lema «¡Quita de ahí tus manos, Panamá!». Estamos ante una situación que exige una acción drástica, y la adaptación retrospectiva de la conciencia nacional. En cuanto a la conciencia nacional, nosotros nos ocuparemos. Podemos contribuir. También usted puede ayudar, Ben.

—Dije que lo haría, y lo haré.

—Pero no puede darnos una base sólida —prosiguió Elliot—. No puede violar monjas ni matar niños.

Kirby lanzó una inoportuna carcajada.

—No estés tan seguro de eso, Elliot —bromeó—. No conoces bien a Ben.

Sin embargo no obtuvo más aplauso que una mirada de consternación por parte del coronel.

—¿Cómo que no hay una base sólida? ¡Joder, claro que la hay! —replicó Ben Hatry, irritado.

—¿Cuál? —preguntó Elliot.

—¡Los desmentidos, joder!

—¿Qué desmentidos? —insistió Elliot.

—Los de todo el mundo. Los panameños lo niegan, los gabachos lo niegan, los amarillos lo niegan. O sea que mienten, como mintió Castro. Castro negó que hubiese misiles rusos en la isla, y Estados Unidos actuó. Los conspiradores del Canal niegan la conspiración, así que volved a actuar.

—Ben, esos misiles estaban allí —replicó Elliot—. Teníamos el arma humeante. En este caso no la tenemos. El pueblo norteamericano quiere saber que se hace justicia. Las palabras por sí solas no sirven de nada. Nunca han servido. Necesitamos un arma humeante. El presidente necesita un arma humeante. Si no la hay, no accederá.

—No tendremos por casualidad un par de fotos de ingenieros japoneses con barba excavando un segundo canal a la luz de una linterna, ¿verdad, Ben? —preguntó Cavendish con tono sarcástico.

—No, no tenemos ni una jodida foto —repuso Hatry, que nunca levantaba la voz pero tampoco lo necesitaba—. ¿Y qué vais a hacer, Elliot? ¿Esperar a que los amarillos os envíen una jodida foto para la prensa a la hora de comer del 31 de diciembre de 1999?

Elliot no se inmutó.

—Ben, no disponemos de argumentos emotivos que mostrar por televisión. La última vez tuvimos suerte. Los batallones de la dignidad de Noriega maltrataron a mujeres norteamericanas en las calles de Ciudad de Panamá. Hasta ese momento estuvimos atados de manos. Teníamos las drogas, así que escribimos largo y tendido sobre el narcotráfico. Teníamos su fealdad, así que escribimos largo y tendido sobre eso. Para mucha gente la fealdad es inmoral, y lo explotamos. Teníamos su sexualidad y su vudú jugamos la baza de Castro. Pero hasta que unos irrespetuosos soldados hispanos acosaron a unas norteamericanas decentes en nombre de la dignidad, el presidente no se sintió en la obligación de enviar a las tropas para enseñarles buenos modales.

—He oído decir que eso estaba preparado —comentó Hatry.

—En cualquier caso, no surtiría efecto una segunda vez —contestó Elliot, descartando la sugerencia como si no viniese al caso.

Ben Hatry implosionó. Una prueba nuclear subterránea. No hubo explosión, todo estaba perfectamente ocluido. Sólo un siseo de alta presión cuando expulsó aire, frustración y rabia en un mismo soplido.

—¡Por Dios bendito, Elliot, ese jodido Canal es vuestro!

—También la India fue de Gran Bretaña en una época, Ben.

Hatry no se molestó en responder. Se quedó inmóvil, mirando a través de las cortinas cerradas de la ventana hacia nada que mereciese su tiempo.

—Necesitamos una base sólida —repitió Elliot—. Si no hay base sólida, no hay guerra. El presidente no accederá. Punto.

Correspondió a Geoff Cavendish, con su lustre y su robusta apostura, devolver la luz y la alegría a la reunión.

—Bien, caballeros, me da la impresión de que tenemos muchos puntos de acuerdo. Es el general Van quien debe elegir el momento oportuno para la acción. Eso nadie lo pone en duda. Podríamos soslayar esa cuestión y hablar de otras cosas. Tug, veo que tienes algo que decir.

Hatry se había apropiado de las cortinas. La perspectiva de escuchar a Kirby sirvió sólo para aumentar su abatimiento.

—En cuanto a esa Oposición Silenciosa —dijo Kirby—, el grupo de Abraxas, ¿has hecho ya alguna lectura, Elliot?

—¿Acaso debería?

—¿Y Van?

—Le caen bien.

—Un poco raro, ¿no? —comentó Kirby—. Teniendo en cuenta que Abraxas es antinorteamericano.

—Abraxas no es un títere, no es un cliente —respondió Elliot con ecuanimidad—. Si buscamos un gobierno panameño provisional hasta que la situación permita unas nuevas elecciones, Abraxas tiene muchos puntos a su favor. Los liberales no podrían acusarnos de colonialismo, y tampoco los panameños.

—Y si no funciona, siempre se puede volar su avión —dijo Hatry con malévola intención.

—Sin embargo Elliot —volvía a hablar Kirby— Abraxas es nuestro hombre. No vuestro. Es nuestro por decisión suya. Con lo cual su oposición es también nuestra. Y por tanto nos toca a nosotros supervisar, aconsejar y aprovisionar. Es importante que lo recordemos. Y en especial que lo recuerde Van. El general Van no quedaría en muy buen lugar si se supiese que Abraxas se ha embolsado los dólares del Tío Sam. O que sus hombres han sido equipados con armamento norteamericano. No conviene que el pobre tipo tenga que cargar con el estigma de colaboracionista yanqui desde el principio, ¿no?

El coronel tuvo una idea. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y resplandecieron. En sus labios apareció una sonrisa de satisfacción.

—¡Escucha, Tug! ¡Podemos presentarlo bajo una bandera falsa! ¡Tenemos activos en la zona! Podemos simular que Abraxas recibe el material de Perú, Guatemala o la Cuba de Castro. Tenemos donde elegir. No representaría el menor problema.

Tug Kirby nunca abordaba más de un asunto a la vez.

—Nosotros localizamos a Abraxas, y nosotros lo equiparemos —dijo, inmutable—. El encargado administrativo de la embajada es un especialista en aprovisionamiento. Si queréis poner dinero, será bien recibido. Pero lo ponéis a través de nosotros. Sin ninguna aportación local directa. Nosotros supervisamos a Abraxas, nosotros lo abastecemos. Es nuestro. Él y sus estudiantes, sus pescadores y toda su gente. Los abastecemos a todos desde aquí —concluyó, y tamborileó con los nudillos en la mesa del siglo XVIII por si no había quedado bastante claro.

—Eso si llega el caso —dijo Elliot al cabo de un rato.

—¿A qué te refieres?

—Si intervenimos —precisó Elliot.

De pronto Hatry desvió la mirada de las cortinas y se volvió hacia Elliot.

—Quiero la exclusiva —exigió—. Mis cámaras y mis periodistas en primera línea, mis chicos corriendo al lado de los estudiantes y los pescadores, en exclusiva. Y todos los demás en el furgón de cola con los repuestos.

Elliot esbozó una irónica sonrisa.

—Quizá su gente debería organizar la invasión por nosotros, Ben. Quizá eso les allanaría el camino de las próximas elecciones. ¿Qué tal una operación de rescate para proteger a los expatriados británicos? Debe de haber por lo menos un par de ellos en Panamá.

—Me alegra que hayas sacado el tema a relucir, Elliot —dijo Kirby.

Un eje de atención distinto. Kirby muy tenso y todas las miradas puestas en él, incluso la de Hatry.

—¿Y eso por qué, Tug? —preguntó Elliot.

—Porque ya es momento de que planteemos qué va a sacar nuestro hombre de esto —contestó Kirby, sonrojándose. Con «nuestro hombre» se refería a nuestro líder, nuestro títere, nuestra mascota.

—¿Lo quieres en la sala de mando del Pentágono sentado junto a Van, Tug? —sugirió Elliot con sarcasmo.

—No seas imbécil.

—¿Quieres enviar tropas británicas en barcos de guerra norteamericanos? Cuenta con ello.

—No, gracias. Eso es vuestro patio trasero. Pero queremos sacar provecho.

—¿Cuánto, Tug? He oído decir que eres un negociador implacable.

—No hablo de dinero. Sacar provecho moral.

Elliot sonrió. Hatry también. La moralidad, daban a entender sus rostros, también era negociable.

—Nuestro hombre debe estar en primer plano —anunció Kirby, enumerando las condiciones con sus enormes dedos—. Nuestro hombre se llevará todos los honores, y entretanto vuestro hombre aplaudirá. Todo el mérito para Gran Bretaña, y que se joda Bruselas. La especial relación entre nuestros países debe airearse bien, ¿no, Ben? Visitas a Washington, un tratamiento preferente, apretones de manos, palabras amables para nuestro hombre. Y vuestro hombre debe venir a Londres en cuanto lo hayáis convencido. Está en deuda y tiene que notarse. El papel del servicio de inteligencia británico debe filtrarse a la prensa respetable. Os daremos el texto, ¿no, Ben? El resto de Europa quedará fuera y los gabachos desacreditados, como de costumbre.

—Déjame eso a mí —dijo Hatry—. El no vende periódicos; yo sí.

Se despidieron como amantes irreconciliados, preocupados por haber dicho lo que no debían, por no haber dicho lo que debían, por no haberse hecho entender. Pondrían al corriente al general Van en cuanto llegasen, dijo Elliot. A ver qué opinaba. El general Van se tomaba su tiempo, dijo el coronel. El general Van era un auténtico visionario. El general Van miraba al horizonte. El general Van sabía esperar.

—Ponme una copa, joder —dijo Hatry.

Los tres ingleses se quedaron solos, refugiados en sus whiskies.

—Una agradable reunión —comentó Cavendish.

—Son unos gilipollas —dijo Kirby.

—Comprad a la Oposición Silenciosa —ordenó Hatry—. Aseguraos de que saben hablar y disparar. ¿Van en serio los estudiantes?

—Son gente indecisa, jefe. Maoístas, troscos, pacifistas, muchos de ellos ya no muy jóvenes. Podrían decantarse de un lado o del otro.

—¿A quién coño le importa de qué lado se decantan? Compra a esos cabrones y ponlos en danza. Van quiere una base sólida. Sueña con ello pero no se atreve a pedirlo. ¿Por qué crees que envía a sus esbirros y se queda en casa? Quizá los estudiantes nos proporcionen esa base sólida. ¿Dónde está el informe de Luxmore?

Cavendish se lo entregó, y Hatry lo leyó una tercera vez antes de devolvérselo.

—¿Quién es la fulana que nos escribe el material catastrofista? —preguntó.

Cavendish le dio el nombre.

—Pásale a ella el informe —dijo Hatry—. Indícale que dé más relieve a los estudiantes. Que les atribuya vínculos con los pobres y los oprimidos. Nada de comunismo. Y que explique más claramente que la Oposición Silenciosa ve en Gran Bretaña el modelo de democracia para el siglo XXI. Quiero una sensación de crisis. «Mientras el terror se pasea por las calles de Panamá», y toda esa mierda. En las primeras ediciones del domingo. Ponte en contacto con Luxmore. Dile que ya es hora de que despierte a sus jodidos estudiantes.

Luxmore nunca había participado en una misión tan peligrosa. Estaba sobreexcitado, estaba aterrorizado. Pero las salidas al extranjero siempre lo aterrorizaban. Se sentía solo, desesperada heroicamente solo. En la chaqueta, de la que no debía despojarse bajo ningún concepto, llevaba un impresionante pasaporte donde se rogaba encarecidamente a cualquier extranjero que permitiese al señor Mellors, estimado emisario de la reina, cruzar las fronteras de su país con entera libertad. Viajaba en primera clase y ocupaban el asiento contiguo dos voluminosas bolsas negras de piel con el emblema real, selladas con lacre y provistas de anchas correas para colgárselas al hombro. Para aquel cometido, el reglamento prohibía dormir y consumir bebidas alcohólicas. En ningún momento debía perder de vista las bolsas ni alejarse de ellas. Ninguna mano sacrílega debía profanar las valijas de un emisario de la reina. No debía entablar conversación con nadie, aunque por razones operacionales había excluido de este mandato a una azafata de la British Airways con aspecto de matrona. En mitad del Atlántico Sur lo había asaltado de improviso la necesidad de ir al baño. Dos veces se había puesto en pie para reivindicar su derecho, y en ambos casos se le había adelantado un pasajero libre de carga. Al final, siendo ya extrema su urgencia, convenció a la azafata de que montase guardia en un lavabo desocupado, y mientras ella lo esperaba, él avanzó de medio lado por el pasillo con sus bultos, golpeando a diestra y siniestra a árabes adormilados y tropezando con los carritos de las bebidas.

—Debe de llevar ahí dentro secretos de peso —bromeó la azafata cuando por fin dejó atrás sano y salvo las hileras de asientos.

Luxmore reconoció complacido el acento de una paisana escocesa.

—¿De dónde es, pues, querida mía?

—De Aberdeen.

—¡Qué maravilla! ¡La ciudad de plata!

—¿Y usted?

Luxmore se disponía a explayarse acerca de su procedencia escocesa cuando recordó que, según su pasaporte falso, Mellors había nacido en Clapham. Más bochornoso aún le resultó que la azafata tuviese que aguantarle la puerta abierta mientras forcejeaba con las bolsas para encontrar un palmo de suelo donde maniobrar. Cuando regresaba a su asiento, escrutó a los pasajeros en busca de algún posible secuestrador aéreo y no vio a nadie que le mereciese confianza.

El avión empezó a descender. ¡Dios mío, imagínate!, pensó Luxmore mientras el temor por su misión y la aversión a volar se alternaban con la pesadilla del futuro hallazgo de las bolsas, tras caer el avión al mar. ¡Barcos de rescate de Estados Unidos, Cuba, Rusia y Gran Bretaña acuden velozmente al lugar del desastre! ¿Quién era ese enigmático Mellors? ¿Por qué sus bolsas se hundieron como plomos hasta el fondo del océano? ¿Por qué no se hallaron papeles flotando en la superficie? ¿Por qué no reclamó nadie el cadáver? ¿Ni viuda ni hijos ni pariente alguno? Las bolsas se recuperan. ¿Sería tan amable el gobierno de su majestad la reina de explicar su extraordinario contenido a un mundo estupefacto?

—Va con destino a Miami, ¿no? —preguntó la azafata cuando vio que se preparaba para desembarcar—. Estoy segura de que agradecerá un baño caliente cuando se libre de eso.

Luxmore bajó la voz por si escuchaba algún árabe. La azafata era una buena chica escocesa y se merecía la verdad.

—Panamá —susurró.

Pero ella ya se había ido. Estaba demasiado ocupada recordando a los pasajeros que debían poner rectos los respaldos de los asientos y abrocharse los cinturones.