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LA MEDICINA EN ORIENTE

¿Dónde empieza Oriente; dónde acaba Occidente? En realidad se trata de convencionalismos geográficos dependientes de la situación de cada cual. Los japoneses se llaman a sí mismos Imperio del Sol Naciente porque se consideran en el «principio» de la geografía. China se denominaba indistintamente Celeste Imperio por alegar su fundación por una divinidad bajada de los cielos en forma de hombre alado en el comienzo de los tiempos, Imperio del Centro en alusión a su situación geográfica en el centro del mundo. Eso lo han hecho, además de los chinos, otros muchos pueblos a lo largo de la historia que también tomaron para sí el nombre de reino, imperio o sencillamente tierra del centro: etíopes, egipcios, centroafricanos, algunas culturas de la América precolombina, etcétera.

Sin embargo, cuando hablamos de Oriente y Occidente todos parecemos entender hoy día una división geográfica, tan arbitraria como cualquier otra, nacida en los albores de la cultura griega y desarrollada más tarde por el pensamiento europeo, heredero en gran parte de aquella y luego hegemónico en el mundo durante más de veinte siglos. Aunque sería imposible trazar una línea con un lápiz sobre el mapa que señalase con exactitud esa división, lo cierto es que para nuestra mentalidad actual Oriente es todo lo situado, con aproximación, entre el límite este del Mediterráneo y las costas asiáticas del Pacífico. Como la cultura influye tanto o más que la propia geografía en estos límites, se da el caso de que territorios como Australia o Nueva Zelanda, comprendidos en puridad en ellos, forman parte de Occidente; y, por contra, países de la ribera sur del Mediterráneo pertenecientes al mundo cultural árabe se engloban sin más en la otra mitad oriental. Pero el caso es que, de una manera u otra, los términos Oriente y Occidente están profundamente arraigados en nuestra forma de pensar y podemos contar con ellos sin demasiado esfuerzo cuando pretendemos aproximarnos a cualquier conocimiento histórico como es ahora el de la medicina.

La India

En la India hay que hablar en primer lugar de la época veda, que se inicia con la llegada a aquel enorme subcontinente de tribus arias del norte hacia el año 1500 a. C. y finaliza unos siete siglos después. Recibe su nombre de los Vedas, cuatro libros sagrados escritos en lengua sánscrita que son las primeras creaciones de la literatura india, aunque recogen doctrinas que hasta entonces se transmitían verbalmente memorizándose por los sacerdotes y los cantores itinerantes. El Rig-Veda, «ciencia de los himnos», contiene cánticos propiciatorios a las divinidades; el Sama-Veda, «ciencia de las melodías», versos rituales para el sacrificio; el Atharva-Veda es un conjunto de maldiciones y conjuros para el culto doméstico; el Ayur-Veda, «ciencia de la vida», es el más significativo para el conocimiento de la medicina india durante aquel período esencial de su historia. Hay que advertir que la medicina védica sigue enseñándose en algunos centros privados del país e incluso alguna universidad del norte de la India la incluye entre sus programas de estudio.

Al igual que en casi todos los pueblos antiguos, también en la India las enfermedades se consideraban fruto de la acción directa sobre el hombre de dioses y demonios. Por eso los médicos habrán de ser intercesores entre el cielo y la tierra y, de hecho, su ejercicio profesional está presidido por dos divinidades gemelas, los aswins, seres con cabeza de caballo que descienden a la tierra montados en un carro de tres ruedas para curar enfermos, estimular la fecundidad de las mujeres y prolongar la vida de los seres humanos. Los aswins, «versados en la medicina de la tierra, del aire y de los cielos» según reza uno de los poemas vedas, eran también hábiles cirujanos. Habían repuesto en su lugar la cabeza del dios Visnú, a quien los otros dioses, envidiosos de su poder, habían decapitado; y también se cuenta que a un noble guerrero que perdió una pierna durante un combate le pusieron otra de metal, lo que quizá constituye una de las menciones más antiguas conocidas de la implantación de una prótesis. La medicina india de la época veda equiparó siempre la cirugía a la práctica de la terapéutica con medicamentos y esto marca una diferencia importante con la medicina de otros pueblos y culturas de la antigüedad remota y hasta de la clásica, en los que ambas actividades se mantenían separadas de forma radical.

Junto con los conjuros que pretendían la curación mediante la ayuda directa de las divinidades invocadas, los médicos vedas no olvidaban otras terapéuticas más terrenales. Así, se recomendaban los baños de mar y la exposición de los enfermos a la brisa marina. También se recurría al uso de plantas medicinales, de las que se describen setecientas variedades, y de otras sustancias obtenidas de la naturaleza.

A partir del año 800 a. C. y hasta el 1000 los historiadores consideran que la India se encuentra en el período brahmánico y durante él la medicina indostánica adquirió su mayor relieve y desarrolló algunas prácticas que todavía nos sorprenden y admiran a los médicos que asistimos al comienzo del siglo XXI.

Las obras médicas más famosas están escritas por tres personalidades que aunque vivieron separadas entre sí por muchos siglos forman con su doctrina un único corpus que puede ser estudiado como un conjunto. Son Charaka (siglo I), Súsruta (siglo V) y Vagbhata (siglo VII). Los tres se consideran a sí mismos como meros continuadores de la sabiduría del Ayur-Veda, aunque en realidad elaboraron una medicina mucho más avanzada y eficaz que aquella primitiva.

En esos libros se mencionan centenares de remedios naturales y se otorga al mercurio poderes divinos sobre todos los demás medicamentos conocidos. Es curioso que durante la Edad Media y el Renacimiento europeos el mercurio recibió también una atención singularísima tanto por parte de los alquimistas como de los médicos, en especial a raíz de conocerse sus efectos beneficiosos sobre una enfermedad tan terrible como la sífilis o mal gálico.

Entre las plantas utilizadas por la medicina brahmánica hay una que merece especial atención: la rauwolfia. Charaka describe la rauwolfia —que recibió este nombre en Occidente en el siglo XVIII en homenaje al médico y naturalista Leonhard Rauwolf, que vivió ciento cincuenta años antes— como medicamento activo contra las mordeduras de serpientes, los estados febriles, los espasmos intestinales y también contra la melancolía, el miedo, la inquietud y el insomnio. La planta en cuestión es un arbusto trepador de hojas blancas y rosadas que crece en zonas tropicales, como gran parte de la India, y a los pies del Himalaya. En Europa comenzó a usarse hace dos siglos de forma empírica y solo a mediados del siglo XX se lograron aislar sus principios activos, el principal de los cuales es la reserpina. Este medicamento ha demostrado una enorme eficacia en el tratamiento de muchas enfermedades, pero sobre todo de la hipertensión arterial, una de las plagas de nuestro tiempo, y en algunos padecimientos psiquiátricos que podríamos encajar en aquel antiguo término de melancolía al que hacía referencia el sabio Charaka hace 1900 años.

En cuanto a la cirugía, los médicos brahmánicos la ejercieron con asiduidad y eficacia. Para el exacto conocimiento del cuerpo humano chocaron —otra interesante similitud con la medicina medieval en Occidente— con las prohibiciones religiosas de entrar en contacto con el cadáver humano. Pero muchos médicos hicieron caso omiso de tales mandamientos y procuraron ver por sus propios ojos los órganos sobre los que luego aplicarían su remedio. Conservaban el cadáver —muchas veces robado de cadalsos o cementerios— durante siete días en agua para que se macerase; luego con un palo separaban la piel y los músculos reblandecidos y observaban los órganos internos.

Las prácticas quirúrgicas eran muy numerosas. Destacan, junto con las habituales de reducir fracturas o extraer flechas en las heridas de guerra, las operaciones de abrir el estómago, la vejiga o incluso el intestino. También practicaban la cesárea en las mujeres que morían antes de dar a luz: «Si el abdomen de una mujer muerta tiembla todavía como un cabritillo, el médico debe cortar inmediatamente y sacar al niño». Para la sutura de heridas en la piel, y asimismo en los cortes efectuados en el intestino, recurrían a un método extraordinariamente curioso: limpiaban bien los bordes de la herida y los hacían morder por grandes hormigas negras; luego arrancaban el cuerpo de la hormiga dejando la cabeza, que con sus mandíbulas agudas mantenía la sutura durante el tiempo suficiente para que el organismo iniciase el proceso de cicatrización.

Aquellos cirujanos se especializaron también en lo que hoy llamaríamos cirugía plástica, o más bien reconstructora. Las terribles heridas de guerra, las enfermedades y hasta la acción judicial, que contaba entre sus métodos punitivos más habituales con la amputación de nariz, labios y orejas a los delincuentes; todo ello ofrecía un amplio campo para este tipo de actuación quirúrgica. Se reemplazaban orejas, se reconstruían bocas, en una labor harto dificultosa hasta para los actuales cirujanos plásticos. Y en cuanto a la nariz, desarrollaron un método originalísimo, todavía en uso bajo el nombre de método indio para esta delicada operación. Se trata de una técnica que utiliza un injerto de tejidos de la mejilla para formar un muñón al que luego se le va dando la forma necesaria; los indios untaban ese muñón con aceite y polvo de sándalo rojo para restañar las hemorragias y luego lo envolvían en lana empapada en aceite de sésamo. Todo esto requería unos amplios conocimientos quirúrgicos, además de otros referentes al desarrollo de los tejidos orgánicos que en Occidente no se alcanzaron hasta bien entrado el siglo XX.

En una sociedad tan rígidamente jerarquizada como la brahmánica, con su insalvable distribución en castas, los médicos pudieron pertenecer a las más privilegiadas de estas. Al menos los médicos que poseían una formación científica adquirida en las escuelas de las que hablaré enseguida. Esa casta era la de los ambastha, solo inferior a las dos principales, las de los sacerdotes y los guerreros. Los que practicaban una medicina de menor calidad eran, como mucho, ayudantes de los anteriores y se encontraban reducidos a la casta más inferior de los vaisya. Tal encuadramiento en castas diferentes era importante a la hora de acceder a los estudios médicos, puesto que solo podían hacerlo las clases más altas y, desde luego, únicamente individuos pertenecientes a la más pura raza aria.

La formación de los médicos duraba por lo menos dieciocho años y estaba a cargo de doctores consagrados por una larga práctica profesional al servicio de los reyes, en el ejército y en la atención a los enfermos de las ciudades. Los alumnos eran seleccionados entre los hijos de la clase sacerdotal o de otros médicos, jóvenes con excelente salud, buenas facultades intelectuales y reconocida moralidad. En un día de invierno, con la luna en fase de cuarto creciente y una determinada conjunción de las constelaciones siderales, se procedía al ingreso de los nuevos alumnos en una solemne ceremonia durante la que se ofrecían leche y manteca a los dioses y regalos a los maestros. Para finalizar el acto, los ya discípulos escuchaban del maestro una alocución en la que se les exhortaba a «comportarse con decoro y continencia, llevar barba, no comer carne, obedecerle siempre en todas las cosas y cumplir con su deber».

El ritual descrito en la obra de Charaka se asemeja en muchos puntos al de iniciación de los médicos griegos, los Asclepíades. Se habla del secreto que el médico deberá guardar de todo cuanto oiga en el ejercicio de su profesión; del decoro con que se comportará ante las mujeres, no aceptando jamás dádivas de ellas sin la autorización de sus maridos o de sus padres; se recuerda que el médico está para curar y que no debe administrar nunca ningún producto que cause la muerte o el aborto; y termina con un compromiso ante los dioses para que estos le premien si cumple con su obligación y le castiguen si falta a sus promesas.

A lo largo de esos casi veinte años de aprendizaje el alumno realizaba estudios teóricos a la vez que prácticos. En uno de los textos clásicos se dice: «Quien solo tenga conocimientos teóricos y sea inexperto en la práctica no sabrá cómo proceder ante sus pacientes y se comportará con tanta insensatez como un imberbe en el campo de batalla». La enseñanza práctica incluía visitas a enfermos al lado del médico maestro, recolección de plantas, elaboración de pomadas y cocimientos, etcétera. En lo que se refiere a la práctica quirúrgica, vinculada estrechamente a la médica entre los indios como se ha dicho antes, se utilizaban métodos muy ingeniosos: tallos de plantas para ensayar cortes y punciones; odres y vejigas de animales llenos de agua para aprender las técnicas de flebotomía, es decir, la sangría; extracción de dientes en animales muertos; y vendaje de muñecos de tamaño natural.

Junto con la enseñanza propia de la ciencia médica, el maestro se ocupaba de instruir a sus discípulos en las formas de comportamiento que habrían de caracterizar su personalidad entre el resto de los miembros de la sociedad: «El médico debe ser apuesto, afable, serio sin altanería, amigable e ingenioso; sus palabras, suaves y alentadoras como las de un amigo; su corazón, puro y noble. Debe ser modelo de prudencia y sobriedad, y amar a sus pacientes más que a padres, parientes o amigos. Uno puede sentir temor de un hermano, una madre o un amigo, pero jamás de un médico». Se trataba de un proyecto ético que suscribiría cualquier universidad actual y que, sin embargo, está ausente de los programas de estudio en el mundo moderno, donde solo se atiende a la faceta meramente científica o técnica del currículum.

China

En China las cosas han cambiado muy poco en medicina a lo largo de más de cuatro mil años, quizá por la inapelable eficacia de muchos de sus remedios y métodos ancestrales. De hecho, todavía se sigue enseñando y practicando allí la medicina tradicional en gran parte de sus centros de estudio. Solo a partir del cambio que supuso en los primeros años del siglo XX la caída de la milenaria estructura imperial china con la proclamación de la república por Sun Yat-sen y la tímida apertura al resto del mundo que se siguió, pudo la medicina occidental penetrar en aquel inmenso y misterioso país. Anteriormente hubo algún atisbo a través de la labor de los misioneros europeos que llegaron hasta las costas chinas en los siglos XVI y XVII, pero quedó olvidado cuando la reacción nacionalista de esa última centuria terminó por expulsar del Imperio a cualquier extranjero. Sin embargo, aún hoy la medicina tradicional china es de presencia mayoritaria en aquella sociedad y solo en algunas grandes ciudades y en sus centros universitarios está presente la medicina occidental, que todavía suscita grandes reticencias en el pueblo chino, uno de los más apegados de la humanidad a sus tradiciones multiseculares.

El emperador Fu-hsi (2900 a. C. aprox.) describió los dos principios fundamentales y complementarios del universo: el masculino, yang, activo y luminoso, positivo y cálido; y el femenino, yin, pasivo y sombrío, negativo y frío. Estos dos principios están en el origen de casi todas las filosofías y métodos de conocimiento orientales y su símbolo, un círculo dividido en dos mitades por una línea sinuosa, es uno de los más conocidos de todas aquella culturas y se ha puesto muy de moda en Occidente con la creciente adopción en nuestro mundo del pensamiento oriental en medicinas alternativas, prácticas ascético-gimnásticas o directamente de la filosofía budista o brahmánica.

Hacia el 2800 a. C. los historiadores sitúan la existencia de She-nung, llamado el emperador rojo y también cultivador divino, que introdujo en China el conocimiento de las hierbas medicinales y de la agricultura. De este emperador existe una leyenda según la cual tenía las paredes del abdomen y del estómago tan finas que parecían de cristal, de tal modo que podía observar directamente el funcionamiento de su aparato digestivo y así pudo comprobar en sí mismo la acción de muchas hierbas medicinales y otros productos; también cuenta ese relato que ensayaba sobre él los efectos de diversos venenos y contravenenos.

Un siglo más tarde aparece Huang-ti, «el emperador amarillo», a quien se tiene por fundador del sistema terapéutico chino. Sus enseñanzas se conservaron en un libro titulado Nei-ching, «Enseñanza sobre las enfermedades internas», redactado en forma de diálogo entre el emperador y su ministro Chi Po. En él se habla de las íntimas relaciones entre el yin y el yang, sobre cómo su armonía representa la salud y su enfrentamiento la enfermedad, y de cómo restablecer el perfecto equilibrio para la curación de los males del cuerpo.

Dando un salto de muchos siglos, algo que solo nos permite hacer la historia, llegamos al siglo VI a. C., en el que ejerció su actividad Pien Chio, el médico más famoso de la antigüedad china. Escribió un libro, Nan-ching, «Sobre espinosos problemas», en el que desarrolla toda la teoría del pulso que iba a ser fundamental en la medicina de su nación. Asimismo estableció las principales normas de la acupuntura, técnica en la que era un experto extraordinario. Pien Chio murió asesinado por otros médicos envidiosos de su enorme prestigio. Para este sabio, que curó a muchos miles de enfermos de todas las categorías sociales, desde príncipes imperiales a humildes peregrinos y mendigos, había sin embargo seis tipos humanos que no tenían curación: «Los orgullosos y testarudos, pues con ellos no se puede mantener una conversación razonable. Aquellos a quienes el ansia de dinero hace olvidarse de su propio cuerpo. Los que no pueden renunciar a la vida frívola y disipada. Aquellos en cuyo organismo se confunden el yin y el yang hasta hacer que el espíritu no pueda desempeñar sus funciones. Los pacientes orgánicamente agotados que no pueden asimilar ninguna medicina. Y por último, quienes confían más en los magos que en los médicos».

Otros médicos famosos de la antigua China fueron Chang Chung-ching (siglo II), llamado el Hipócrates chino, autor de una colosal farmacopea con más de dos mil productos; y el cirujano Hua Tuo (siglos II-III), que ya realizaba intervenciones bajo anestesia general insensibilizando a los pacientes con preparados a base de opio y beleño.

La herbolaria, la toma del pulso y la acupuntura han sido, pues, y siguen siendo, los tres pilares básicos de la medicina china tradicional junto con algunas técnicas quirúrgicas especiales como la extracción de la catarata de los ojos y de las piedras de las vías urinarias.

En el apartado de la herbolaria hay que destacar la utilización de una curiosa planta, el ginseng, de raíz antropomórfica —parecida a la mandrágora, que hemos conocido en el capítulo 3—, que tenía aplicación para innumerables enfermedades. Su nombre significa «maravilla universal» y su precio era de cinco veces su peso en oro. Tan amplia era su eficacia que los botánicos occidentales la han bautizado como Panax ginseng, uniendo su nombre chino a un término que alude a la panacea de los médicos medievales y renacentistas, el medicamento que habría de curarlo todo.

La exploración del pulso era el método fundamental para el diagnóstico y podía requerir varias horas a la cabecera del enfermo. Hay que tener en cuenta que se describen más de cincuenta tipos diferentes de pulso y una docena de lugares donde se debe tomar. No obstante, no se quedaban atrás otros métodos exploratorios: los rasgos del rostro, los ojos o la lengua; para esta última se describen nada menos que treinta y siete aspectos diferentes.

La acupuntura es, sin duda, la práctica médica oriental que más aceptación ha tenido en Occidente. Primero supuso una mera curiosidad cuando en el siglo XVII la trajeron hasta Europa algunos misioneros que regresaban de tan lejanas tierras. Luego se fue introduciendo en ciertos ambientes médicos como una forma de heterodoxia frente a los criterios imperantes, y más tarde se le otorgó carta de naturaleza entre los medios curativos de reconocida eficacia, aunque su uso se mantiene restringido a la llamada medicina alternativa, que, sin embargo, es buscada por un número cada vez mayor de personas descontentas con la medicina «oficial».

Se basa en la consideración de que el cuerpo está atravesado por una tupida red de conductos por los que circula el fluido vital. Mediante la punción de esos conductos se puede modificar tal fluido, eliminar sustancias nocivas que contenga causantes de enfermedad o remover obstáculos a la circulación. Hay 388 puntos en la superficie corporal a través de los cuales se puede actuar; cada uno tiene una utilidad distinta y lo habitual es elegir varios, a veces próximos entre sí, otras alejados, para tener acceso a la red. Se utilizan agujas de metales nobles, oro o plata, y actualmente de aleaciones de acero, que se clavan en los puntos seleccionados a través de la piel hasta una profundidad de varios milímetros. Según la enfermedad o padecimiento que se esté tratando, las agujas permanecen en esa posición durante más o menos tiempo y se dejan quietas o se las somete a una especial vibración con el movimiento de las manos del acupuntor.

Una variedad de la acupuntura es la denominada moxibustión. Aquí el estímulo de los puntos clave no se efectúa mediante punción con agujas, sino depositando en ellos unas minúsculas mechas de estopa —moxas— que se encienden provocando sobre la piel una casi inapreciable e indolora quemadura, que es la que actúa sobre la retícula del fluido vital.

Los chinos promovieron la gimnasia como eficaz actividad tanto preventiva de enfermedades como asimismo terapéutica. Fue muchas veces el único «medicamento» al alcance de quienes no tenían medios económicos para pagar las prescripciones de un médico o los que estaban alejados de las ciudades donde los médicos atendían gratuitamente a los necesitados. Este tipo de gimnasia sanatoria sigue practicándose habitualmente en China y allí es común ver a ciertas horas del día, sobre todo en las primeras de la mañana, a numerosos individuos, de ambos sexos y de cualquier edad, realizando ejercicios en plena calle bajo la atenta supervisión y a las órdenes de un monitor.

Entre las prácticas médicas desarrolladas por los chinos, todas ellas sumamente interesantes como vamos viendo, cabe señalar todavía una que supone un adelanto de varios siglos sobre su descubrimiento como novedad en Europa. Me refiero a la prevención de la viruela mediante la variolización. Consistía en introducir en la nariz del sujeto una compresa impregnada con la costra seca y pulverizada de una pústula de viruela. De este modo se producía una enfermedad generalmente benigna pero que dejaba a la persona inmunizada contra la forma grave de la misma. Como vimos en el capítulo 8, Edward Jenner descubrió la forma de prevenir la viruela mediante el uso de linfa proveniente de una enfermedad similar de las vacas —la vacuna— y con ello revolucionó la práctica médica occidental. Los chinos hacían algo parecido mil años antes.

Japón

Japón, el otro gran país oriental en la historia de la cultura, es en el aspecto médico una prolongación de su vecina China. A partir del siglo III la influencia se dejó sentir culturalmente con la adopción de la escritura ideográfica china y de la religión budista, y casi de inmediato hicieron su aparición en tierras japonesas los médicos chinos. Las mismas técnicas que acabamos de conocer en China se adoptaron en Japón y siguen estando vivas también allí en la época actual, aunque Japón se ha abierto mucho más a Occidente y a todo lo que este representa, especialmente a partir de finales del siglo XIX, pero de forma espectacular desde el término de la Segunda Guerra Mundial.

La sociedad japonesa fue siempre muy jerarquizada y más aún en los largos siglos que permaneció bajo el régimen feudal de los sogunes con el emperador recluido en Kioto como una figura ornamental. En esa sociedad los médicos estaban divididos entre una minoría selecta y privilegiada que trataba a la nobleza de sangre o a la militar, y otros muchos que ejercían su labor entre el resto de la población. Si los primeros gozaban de grandes ventajas sociales y hasta de un vestuario especial fabricado con ricas telas e incluso una espada, símbolo de autoridad, los segundos estaban relegados a la consideración de servidores de muy baja categoría; en algún escrito se dice que al médico no debe pagársele casi nada por su trabajo porque si no es así se dedicará a los vicios y abandonará a sus enfermos.

Hoy, mucha de la más alta y sofisticada tecnología médica procede de Japón; sus médicos dirigen departamentos científicos en los mejores hospitales y universidades del mundo con extraordinario éxito y excelentes remuneraciones. Pero aún saben conservar un fondo de esa otra sabiduría que estuvo vigente durante tantos siglos. La medicina de Oriente y la de Occidente están destinadas a encontrarse y fructificarse mutuamente en beneficio de su último destinatario: el hombre enfermo de cualquier raza y punto cardinal.