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BUSCANDO AYUDA CELESTIAL

A lo largo de toda la historia, y desde luego también en la oscura prehistoria, los hombres han creído que en el origen, desarrollo y desenlace bueno o malo de cualquier enfermedad intervienen poderes sobrenaturales. De hecho, durante miles de años la labor de los médicos ha consistido en interpretar esos poderes, en hacerse intermediarios entre el hombre enfermo y la divinidad responsable del padecimiento y, cuando les era posible, modificar con los medios a su alcance —oraciones, ensalmos, sacrificios y también medicamentos— el curso de las enfermedades.

Desde la medicina hipocrática, nacida varios siglos antes de nuestra era en la racionalista Grecia, ese concepto se ha ido sustituyendo por el que hace residir la causa de las enfermedades en el mal funcionamiento de alguna parte del organismo o de todo él en su conjunto. Con el auge de los estudios anatómicos en el Renacimiento y, sobre todo, con la aparición en el siglo XIX de la medicina llamada positiva por su relación con el positivismo filosófico, que empezó a demostrar mediante técnicas físico-químicas y de microscopía la relación directa entre cada enfermedad y las lesiones encontradas en los órganos y tejidos, parecería que se daba un definitivo portazo a la teoría sobrenatural del enfermar.

Pero no ha sido así. Hoy podemos saber con casi absoluta certeza cómo se produce y evoluciona una enfermedad: lo que los médicos llamamos etiología o causas y fisiopatología o mecanismo íntimo de la misma. Pero lo que todavía nadie sabe explicar es por qué o para qué se enferma. Son las eternas preguntas: ¿por qué yo?, ¿por qué uno de los míos?, ¿por qué ahora? Y naturalmente, ante lo irresoluble de estas cuestiones, los hombres y mujeres cuando sentimos la mordedura de la enfermedad nos volvemos de nuevo a las causas intangibles, sobrenaturales, con una mayor o menor esperanza de respuesta según sea también mayor o menor nuestra fe en la existencia de ese mundo sobrenatural que no solo nos rodea y nos trasciende, sino que se entrelaza íntimamente con nuestra propia realidad. En esto, como en casi nada, hemos cambiado muy poco a lo largo de las miles de generaciones humanas que se han sucedido sobre la tierra. Si acaso, hemos variado algo las formas de buscar esa relación con lo invisible, pero en cuanto escarbamos en las capas más someras encontramos rasgos arquetípicos que nos identifican con nuestros más antiguos abuelos. Para tal relación se han buscado siempre intermediarios, y ninguno mejor que aquellos que, habiendo sido simples humanos como nosotros, han cruzado el umbral del más allá y están ahora formando parte de esa otra realidad. Con el advenimiento del cristianismo esta función la vienen desempeñando los santos.

A la hora de reconocer a una de estas figuras una capacidad curativa intervienen en la mentalidad popular muy diversos factores. Unas veces se toma en consideración la forma en que el santo, si se cuenta entre los mártires, fue sacrificado y sus padecimientos en aquella ocasión se comparan con los que sufre en el momento actual el enfermo que le invoca. Otras, porque el santo sufrió en vida algo parecido a aquello de lo que ahora es patrón. Otras más, porque realizó, también durante su existencia terrenal, algún prodigio sobre enfermos. E incluso porque, podríamos decir, «pasaba por allí»; en alguna ocasión, con motivo, por ejemplo, de una plaga o epidemia, alguien invocó su nombre y la salud se restituyó, con lo que en adelante se le toma por protector indudable en situaciones parecidas.

La pervivencia de estas devociones a través de los cambios de mentalidad que ha sufrido la humanidad desde su origen, a veces radicales y extremos como en una sacudida pendular del pensamiento, nos obliga a hacer algunas consideraciones como médico sobre la efectiva virtualidad de esos efectos curativos unidos a lugares geográficos y a la memoria de ciertos individuos que se incluyen en el canon de los santos.

Esa misma pervivencia multisecular nos aproxima a una primera consideración: ha de ser cierto que se obtienen curaciones. Quiero con esto decir que si tales resultados curativos fueran falsos, poco a poco los fieles se hubiesen dado cuenta de ello y habrían ido apartándose de la devoción. Es lo que, por otra parte, ha sucedido a lo largo de la historia en muchas ocasiones: en un primer momento, quizá incluso por un período de tiempo más o menos prolongado, los enfermos han acudido a centros de devoción atraídos por una fama curativa que luego se ha demostrado inmerecida y de tales lugares apenas queda poca memoria o ninguna, como no sea en el folclore popular o en las viejas leyendas de los pueblos y aldeas. Sin embargo, otros conservan todo su prestigio y eso porque, efectivamente, el número y la espectacularidad, si podemos llamarlo así, de las sanaciones ocurridas en su recinto o en sus aledaños son de tal magnitud que no cabe la menor duda generación tras generación. Es decir, el médico debe partir de este punto fundamental: en ese lugar hay algo que cura. Ahora toca intentar comprender y explicar en qué puede consistir ese algo.

El autor asume que en algunos casos se trata directamente de una actuación milagrosa que no admite ninguna otra explicación y a través de la cual Dios manifiesta su omnímodo poder y se hace de alguna manera presente en el enfermo y en quienes son testigos del hecho milagroso, preternatural. Sin embargo, no es menos cierto que la Divina Providencia elige más a menudo otros caminos para su actuación; caminos que pasan por utilizar mecanismos al alcance de la comprensión humana, incluso obras propiamente de los hombres, aunque su resultado sea finalmente sorprendente; sorprendente, sí, como todo lo providencial, pero no inalcanzable para el entendimiento. Donoso Cortés decía que los hombres llamamos naturales a los prodigios diarios y milagrosos a los prodigios intermitentes.

Los médicos sabemos muy bien, y lo tenemos siempre presente en nuestro trato cotidiano con los enfermos, que en toda enfermedad hay un componente orgánico y otro psicológico íntimamente unidos. El hombre está enfermo y se siente enfermo; la enfermedad es una completa vivencia humana que además actúa sobre cualquier otra y la modifica hasta el punto de que muchas veces el hombre o la mujer acompasan todo su comportamiento personal, familiar, social, profesional, etcétera, a esa nueva forma de sentirse.

Entre los múltiples factores que pueden influir en el componente psíquico o anímico de la enfermedad, uno de los más importantes, quizá el que más, es la confianza del propio enfermo en que se va a curar. Esto tiene su más inmediata traducción en las relaciones que se establecen entre médico y paciente. Si hay confianza en el doctor, ya está iniciado el proceso de curación. Se dice que médicos como don Gregorio Marañón y otros muchos conseguían curar o aliviar con su sola presencia a la cabecera del enfermo y poniendo su mano sobre la del paciente; y es totalmente cierto. La voluntad de curarse junto con la confianza en quien se va a «encargar» de hacerlo es pieza fundamental en la evolución curativa. Este mismo proceso podemos trasladarlo a la devoción a los santos curadores. El enfermo que acude a ellos con sus oraciones o corporalmente a los lugares devotos de su culto está dando ese mismo paso confidencial. Existe un inmenso grupo de enfermedades llamadas psicosomáticas en las que la sintomatología física, somática, no es más que un reflejo de una alteración o padecimiento de la esfera psíquica del individuo. El primer método terapéutico consistirá en descargar esa psique por otro camino que no sea la somatización, y una excelente forma de hacerlo es derivando las tensiones hacia un punto exterior del organismo o dándole el agarradero hasta entonces inasible de una seguridad en que sus males tienen remedio. El enfermo que pone su curación en manos de un santo intercesor rompe con frecuencia el círculo vicioso que atenaza su mente y sus órganos físicos y recibe a cambio un alivio de su enfermedad que puede llegar a ser completo si tal dolencia era de las que acabamos de definir como psicosomáticas. Aquí está la explicación a muchas, muchísimas, curaciones tenidas por milagrosas cuando en realidad no ha sido necesario el milagro, al menos como tal prodigio.

Pero aún queda una tercera forma de acción curativa de tantas y tantas devociones. Un grupo importante de estas lo forman las de aquellos santos que han venido a cristianizar con su advocación determinados lugares que ya poseían virtudes curativas para las gentes del paganismo. Durante miles de años y en todas las culturas se ha reconocido que algunos lugares de la tierra gozaban de poderes misteriosos para aliviar todas las dolencias del cuerpo o alguna en particular. Son lugares de especial climatología que beneficia al cuerpo por su nivel de insolación, de humedad, de limpieza del aire, o con presencia en este de sustancias volátiles con efectos curativos procedentes de bosques o campos en los que se prodigan las plantas medicinales. Pero sobre todo se trata de manantiales cuya agua es capaz, bien sea ingerida o aplicada externamente, de modificar nuestro organismo haciendo desaparecer sus males. Hoy sabemos que, efectivamente, hay aguas que por sus características físicas de temperatura y, sobre todo, las químicas de composición y contenido en sales minerales, pueden mejorar a algunos enfermos. Enfermedades de riñón, del aparato digestivo y de la piel son las más frecuentemente beneficiadas por su uso.

Los balnearios fueron durante mucho tiempo lugares de encuentro de enfermos enviados allí por los médicos en busca de la salud perdida; en los últimos años, tras un período de aparente abandono ante el triunfo de otros métodos curativos, vuelven muchos de estos centros a estar de moda tanto por sus innegables efectos sobre la salud física como, ante todo, por los mucho más demostrables sobre la salud psíquica por la tranquilidad y el sosiego que se suele respirar en sus recintos. Pero mientras los balnearios sufrieron el declive temporal al que acabo de aludir, un producto de ellos vio por el contrario un extraordinario auge. Me refiero al consumo de las aguas minero-medicinales procedentes de sus manantiales que se han convertido en bebida habitual de muchas mesas buscando solo su pureza y olvidadas en la mayoría de las ocasiones sus cualidades sanitarias.

En el origen del uso de esas fuentes por parte de los hombres de tiempos remotos estaría sin duda la práctica empírica. Alguien hubo de observar cómo los animales salvajes acudían allí para beber, para bañarse o para embadurnar su piel con los barros del manantial cuando estaban enfermos. El siguiente paso fue, naturalmente y como tantas veces en la historia del hombre, y sobre todo de la medicina, la imitación de esa actitud y el encontrar también alivio para las propias dolencias. Si nos interesamos por la historia de muchos de esos lugares encontraremos casi siempre un relato que hace alusión a animales y a cazadores o pastores que siguiendo a estos hallaron la fuente medicinal. Como también es natural, esa virtud curativa fue atribuida a la divinidad y muy pronto hubieron de surgir junto al hontanar los templos dedicados a este o aquel dios que se manifestaba a los hombres a través de las aguas. Las religiones paganas están así llenas de lugares sagrados a orillas de las fuentes y eso perduró hasta la llegada del cristianismo, que trocó por advocaciones de la Virgen o de los santos las viejas dedicaciones telúricas o celestes. De este modo nos encontramos hoy con santos sanadores que lo son por su especial ubicación en lugares que ya movían el peregrinaje devoto de enfermos desde siglos antes de nuestra era.

Entre la amplísima nómina de santos curadores, algunos de los cuales iré comentando luego en estas páginas, los hay «especialistas» estrictos como santa Apolonia para los males de los dientes, santa Lucía para la vista o santa Águeda para los pechos de la mujer. Otros que amplían un poco su campo de acción, como san Blas, que además de su acreditado beneficio en las afecciones de garganta también se ocupa del bocio, el flato y el dolor de muelas. Y por fin están los polivalentes, entre los que a mi juicio hay que destacar a san Wolfgang, obispo de Ratisbona en el siglo X, nombre que llevaron personajes tan célebres como Mozart y Goethe, cuya festividad se celebra el 31 de octubre, y que nos protege nada menos que contra todo lo siguiente: enfermedades oculares, dolor de vientre, flujo de sangre, dolencias de los pies, gota, dolor de la columna vertebral, parálisis, disentería, apoplejía, picores en el ano y escoriaciones rectales; y precisamente sin que en su biografía se relate ninguna actividad sanitaria durante los setenta años que vivió.

A continuación, y sin ánimo de ser exhaustivo, narraré algunos detalles de unos cuantos santos curadores, dejando para el final, como satisfacción de curiosos, una relación de enfermedades con sus correspondientes santos protectores.

San Lucas evangelista

Dentro de la hagiografía cristiana le corresponde un lugar de privilegio por su condición de médico aunque no figure como especial protector contra ninguna enfermedad. Lucas había estudiado medicina en Antioquía, ciudad que junto con Roma y Alejandría formaba la tríada cultural del Imperio romano. Luego se sabe que amplió sus conocimientos médicos en Grecia y en Egipto, donde pudo tener acceso a muchos de los saberes arcaicos de aquellos pueblos tan importantes para la ciencia médica de la antigüedad.

En Antioquía lo encontró san Pablo cuando llegó allí en uno de sus viajes evangelizadores y cayó enfermo de gravedad. En el tiempo en que Lucas, gentil, es decir, no hebreo de raza ni de religión, atendió profesionalmente al judío Pablo, este logró su conversión al cristianismo y además se forjó entre ambos una amistad que iba a perdurar para siempre a salvo de persecuciones, cárcel y martirio. San Pablo le cita en varios de sus escritos: «Lucas, el médico queridísimo» (Colosenses 4, 4), «Solo Lucas está conmigo» (Timoteo 4, 11); en esta última ocasión estando ya el apóstol en la cárcel romana de la que saldría para ser decapitado. En efecto, Lucas acompañó a san Pablo en todos sus viajes atendiéndole en los múltiples achaques físicos que este padeció durante su vida además de cumplir otras misiones de las que luego hablaré. Por fin, a los ochenta y cuatro años de edad, fue clavado al tronco de un olivo en la ciudad de Patrás.

La iconografía medieval y renacentista representa a san Lucas en muchas ocasiones ataviado con los ropajes característicos de los médicos de esas épocas y con una redoma de orina en las manos, un símbolo de la práctica médica que se extendió por Europa a partir de los escritos de la escuela médica de Salerno. Las facultades de medicina europeas lo tienen por santo patrono.

Pero Lucas no solo ejerció como médico. Era sin duda un verdadero humanista formado como tal en los cultos ambientes de Antioquía. En este sentido hay que destacar dos facetas de su actividad: de una de ellas hay amplia y notoria constancia; de la otra se ha entretejido una malla de leyendas que si la embellecen también nos la presentan como menos matizada. Vamos a verlas una tras otra.

Como escritor elaboró dos de las obras fundamentales del Nuevo Testamento: el tercero de los Evangelios sinópticos y los Hechos de los apóstoles. Su Evangelio está destinado a instruir a los gentiles, es decir, a los judíos entre quienes extendió su predicación san Pablo; por eso es el que menos referencia tiene a los textos y a las tradiciones de Israel, que serían casi por completo ignorados por sus destinatarios. Por contra, el Evangelio de Lucas narra con más detalle que ninguno el nacimiento, la infancia y los primeros años de Jesús y en él encontramos datos tan populares como la Anunciación, la Visitación, la adoración de los pastores o el entrañable episodio del niño Jesús perdido de sus padres durante la visita de estos a Jerusalén. También Lucas incluye algunos de los textos más célebres que forman parte del rezo canónico de las horas litúrgicas según la más antigua tradición de la Iglesia: el Magnificat, el Benedictus y el Nunc dimitis. Por las reiteradas referencias que hace de la Virgen y los detalles a veces muy íntimos que deja traslucir del pensamiento de María, una viejísima tradición cristiana nos dice que la madre de Jesús, recogida en sus últimos años en casa del apóstol Juan, conoció allí a Lucas y que fue ella misma quien le relató todos esos detalles. Los Hechos de los apóstoles narran en gran parte los viajes de san Pablo en los que Lucas hacía de cronista; pero también son una importante fuente de información sobre la primitiva Iglesia y los problemas que ya entonces surgían en su seno.

La otra actividad de san Lucas a la que antes he hecho alusión es la de pintor. Y más concretamente la de pintor de retratos de la Virgen tomados del natural como fruto de aquella relación entre ambos en casa de Juan. Una leyenda o tradición, que aquí se mezclan los conceptos, bizantina del siglo IV se refiere al hallazgo de un cuadro de la Madre de Dios pintado por san Lucas y que había sido adquirido por la emperatriz Eudoxia para su hija, la también emperatriz Pulqueria. Este cuadro, en realidad un icono muy primitivo, sufrió luego distintas vicisitudes, yendo a parar a Roma, donde intervino en la resolución de una epidemia de peste, y terminando por ser depositado en la capilla de la familia española de los Borja o Borgia, en la basílica romana de Santa María la Mayor.

A la vez que pintor también se dice que el médico Lucas fue escultor y muchas tallas de la Virgen María existentes en el mundo se atribuyen a su mano, aunque sin el más mínimo fundamento a tenor de las características artísticas de dichas obras. Tal es el caso de la Virgen de Loreto en Italia, que viajó milagrosamente hasta allí por los aires desde Tierra Santa; y en España, imágenes tan populares como la de Guadalupe en Extremadura y la madrileña de la Almudena.

San Cosme y san Damián

Eran dos hermanos gemelos, médicos de profesión, originarios al parecer de una familia de estirpe arábiga, que vivieron y ejercieron en Cilicia (Asia Menor) y fueron martirizados en el año 302. Es digno de reseñar que la denuncia de su cristianismo ante las autoridades imperiales provino de sus mismos colegas médicos celosos del prestigio adquirido por los hermanos con sus curaciones, algunas, sí, milagrosas, pero hay que suponer que en su inmensa mayoría debidas solo a sus conocimientos del arte y de la ciencia médicas.

Nunca cobraban por su trabajo y eso les valió el sobrenombre de anargyrios, que quiere decir en griego «hombres sin dinero»; quizá este fue otro motivo de rencor entre sus colegas, que no verían con muy buenos ojos aquella especie de competencia desleal. Cuentan sus hagiógrafos que siempre iniciaban su actuación invocando el nombre de Cristo y haciendo sobre el enfermo la señal de la cruz y que en muchas ocasiones esta sola práctica era suficiente para que aquel recobrase la salud perdida.

Sobre san Cosme y san Damián existe una leyenda, surgida en la Edad Media como tantas y tantas de las que adornan las «vidas de santos», que los convierte en personajes de extremado interés para la historia de la medicina; y, de refilón, para nuestra patria. En un momento indeterminado de su vida los hermanos habrían venido hasta España y en la ciudad de Burgos —que en el siglo IV estaba a seis siglos de ser fundada— tuvo lugar su acto médico más famoso y el que luego más se ha representado en su iconografía, sobre todo en la española, en un acto de innegable justicia y agradecimiento, a través de los siglos sucesivos. En Burgos, pues, Cosme y Damián realizaron el primer trasplante del que se tiene noticia en Occidente. Un noble caballero tenía una pierna corrompida por la gangrena a causa de alguna herida o enfermedad que no se detalla; y aquellos médicos le amputaron el miembro gangrenado y se lo sustituyeron por la pierna sanísima de un esclavo negro que acababa de fallecer. En una maravillosa tabla del siglo XV que se conserva en la colegiata de Covarrubias (Burgos) aparece esta escena con el verismo y al mismo tiempo la ingenuidad de la pintura de esa época. La escena del trasplante se ha repetido innumerables veces y figura en todos los textos de historia del arte y en los de historia de la medicina.

Cosme y Damián, después de horribles torturas, fueron decapitados en Egea (Asia Menor) durante la persecución del emperador Diocleciano, la más sangrienta de todas las que sufrieron los cristianos. Son patronos contra las enfermedades glandulares, las epidemias, las úlceras y los tumores malsanos, y también contra el muermo de los caballos.

San Pantaleón

Aquí tenemos a otro santo médico y también con una especial relación con España, aunque en este caso más real que la de los hermanos Cosme y Damián. Como estos, Pantaleón vivió en Asia Menor, una región del Imperio romano que servía de puente geográfico y cultural entre las mitades occidental y oriental de aquel enorme conglomerado de pueblos. Nació nuestro personaje en la ciudad de Nicomedia y era hijo del senador y médico Eustorgio y de Eubula, una cristiana clandestina que, aunque parece ser que bautizó en secreto al recién nacido, no logró luego inculcarle su fe. Pantaleón estudió medicina con su padre y en las mejores escuelas, que se le abrían de par en par por la categoría senatorial de este y pudo aspirar a ejercer su profesión en Roma a la cabecera del emperador.

Durante sus estudios trabó conocimiento con un sacerdote cristiano, Hermolao, que vivía semioculto por miedo a las persecuciones en compañía de otros dos hombres, Hermipo y Hermócrates. Hermolao enseñó a Pantaleón retórica y filosofía a la vez que intentaba atraerlo a la fe cristiana argumentándole que Cristo era el mejor médico, que incluso hacía hablar a los mudos, oír a los sordos y era capaz de resucitar a los muertos.

Un día, mientras paseaba, encontró en el suelo el cuerpo sin vida de un niño al que acababa de morder una víbora que todavía estaba junto al cadáver. Pantaleón recordó entonces las palabras de Hermolao y oró al Dios de los cristianos: si realmente tenía poder sobre la vida y la muerte, el niño resucitaría y la serpiente moriría allí mismo. Así sucedió, y el joven médico romano se convirtió a la fe de su madre y de sus nuevos amigos.

La denuncia que llevó a la muerte a Pantaleón surgió también de entre sus colegas cuando estos vieron las numerosas curaciones que efectuaba en nombre de Cristo, pero asimismo con su ciencia médica adquirida junto a buenos maestros. En el curso de su martirio, el año 305, cuentan las hagiografías que por cada gota de sangre que tocaba el suelo brotaba una flor y también nos dicen que parte de esa sangre se convirtió en leche.

Algunos discípulos y seguidores recogieron pequeñas porciones de sangre del mártir y las guardaron en ampollas de cristal, depositándolas en sus lugares de refugio, de donde pasaron más tarde a diversos templos y a relicarios particulares de devotos. Mil trescientos años después, en 1611, los condes de Miranda regalaron una de tales ampollas al monasterio madrileño de la Encarnación, donde una hija suya profesó con el nombre de Aldonza del Santísimo Sacramento, según consta en la documentación conventual celosamente guardada por las agustinas recoletas que lo ocupan.

Esta es la célebre sangre de san Pantaleón que cada día 27 de julio, fecha de su martirio, pasa del estado sólido de coágulo en que normalmente se encuentra al líquido de sangre recién vertida, en un proceso que se tiene por milagroso pero que cuando menos hay que calificar como prodigioso. Esto viene sucediendo en esa fecha desde tiempo inmemorial sin más interrupción que cuando se avecinan acontecimientos de inusitada gravedad para el mundo en general o para España en particular. Como vemos, un caso en todo semejante al de la sangre de san Jenaro que se conserva y venera en Nápoles. Como nunca han faltado los espíritus escépticos ante estos fenómenos, la ampolla con la sangre ha sido sometida varias veces al análisis de los más racionalistas científicos de casi cada época, que no han podido sino corroborar la condición de sangre humana de su contenido y lo sorprendente e inexplicable del suceso anual y cronométrico de su licuefacción. El primer estudio en este sentido en España data de 1724 y está fehacientemente documentado por el testimonio, que avalan con sus firmas, de trece doctores en medicina.

San Blas

Este médico y obispo armenio, martirizado hacia el año 316, aunque nunca estuvo en España de ninguna manera, goza aquí de mucha fama como abogado contra las enfermedades de la garganta y también porque la fecha de su festividad, el 3 de febrero, se considera en nuestras latitudes como el comienzo del fin de los duros inviernos que padecen las tierras mesetarias españolas. Por ese día suelen verse en nuestros campos las primeras cigüeñas, que regresando a sus viejos nidos del año anterior anuncian al campesino e incluso al hombre urbano la inminencia de la primavera. «Por san Blas la cigüeña verás y si no la vieres, año de nieves.» Así reza, con su habitual carga de pronóstico meteorológico, casi siempre acertado, uno de los más populares refranes españoles. Esas fechas inaugurales del mes de febrero eran consideradas por todos los pueblos antiguos de un modo especial, y en ellas se celebraban algunas fiestas muy señaladas. Una de las más comunes a diversas culturas consistía en encender por la noche numerosas velas que simbolizaban el fin de las tinieblas invernales. El cristianismo asumió, como en tantas otras ocasiones, el simbolismo de estas jornadas y puso en el 2 de febrero la festividad litúrgica de la Purificación de María, conocida como la Candelaria porque se celebra precisamente encendiendo en los templos miles de velas. También, como veremos, la festividad de san Blas, el día siguiente, cuenta entre su liturgia con una parte en la que las velas, las candelas, tienen su protagonismo.

El médico Blas desarrolló durante su vida unas actividades que le asemejan mucho a otro personaje, san Francisco de Asís, también muy querido en España. Con motivo de las persecuciones desatadas contra los cristianos por los emperadores Diocleciano y Licinio, Blas, que ejercía su profesión de médico a la vez que desempeñaba el cargo de obispo de Sebaste, fue convencido por sus más próximos amigos para que huyera y se refugiase en alguna de las cuevas que abundaban en las montañas de la región. En algún texto hagiográfico se dice que hubo de ser Dios mismo quien le exhortase a huir pues no hacía caso a los consejos de los amigos.

En aquella cueva recibía diariamente la visita de los animales salvajes que le hacían compañía y escuchaban mansamente su predicación; los pájaros le llevaban comida en sus picos, en una escena repetida múltiples veces en los relatos de las vidas de santos anacoretas. También acudían numerosas personas, sobre todo enfermos, buscando su consejo y la curación a través de sus manos. Un día, unos cazadores, que no habían hallado en toda la jornada ni una sola pieza, pasaron cabalgando delante de la cueva de Blas y vieron allí reunidos a todos los animales del bosque alrededor del ermitaño, que les predicaba y bendecía. Como no consiguieron matar a uno solo de ellos, se enfurecieron y denunciaron el caso al prefecto romano. Blas fue detenido y arrojado a un calabozo.

En esta prisión seguían yendo a visitarle muchos enfermos. Entre estos se encontraba, llevado por su madre, un niño a punto de asfixiarse porque tenía una espina de pescado clavada en la garganta —una situación harto desagradable que casi todos, con mayor o menor intensidad, hemos padecido—. Blas puso sus manos sobre el cuello del muchacho y rogó a Dios por su salud y la de todos los presentes que estuviesen enfermos y de inmediato sobrevino la curación. Este milagro del niño ahogándose es el que más caló en la mentalidad popular y por el que el santo se tiene por protector contra los males de la garganta. A mí, cuando era niño, cada vez que tosía por atragantarme, mi madre me daba suaves golpecitos en la espalda mientras repetía la invocación «¡san Blas, san Blas!».

En otra ocasión acudió una pobre mujer a quien un lobo había robado el único cerdo que componía todo su menguado patrimonio. Blas, anticipando un episodio que repetirá Francisco de Asís más de ochocientos años después, fue a hablar con el lobo y el fiero animal, convencido por las palabras del santo, se dirigió mansurrón y arrepentido hasta la casa de la mujer llevando al cerdo en perfecto estado de salud. Fue precisamente esa mujer la que algún tiempo más tarde, estando nuevamente Blas en cautiverio, sacrificó ese cerdo y llevó al encarcelado los mejores trozos para su sustento. Blas agradeció la ofrenda e hizo a cambio una promesa a su benefactora: «Cuando yo haya muerto, ofrece cada año una vela en mi memoria; tú y todos los que hagan lo mismo no padeceréis en ese año enfermedades de la garganta ni de ninguna otra clase».

Ya tenemos, pues, reunidos al patrón de la garganta, a las velas milagrosas y al rito ancestral de la luz para celebrar que se acaba el invierno, estación climática en la que, por cierto, habrán sido muy frecuentes las afecciones de garganta.

San Antón

Con este nombre se conoce popularmente a san Antonio Abad, un hombre que vivió más de cien años entre los siglos III y IV, la mayoría de ellos en la soledad del desierto egipcio, y a quien se considera como el creador del monacato. La Edad Media fue una época mortificada por muchas enfermedades para las que no se encontraba otra justificación que su origen sobrenatural, aunque luego hayamos podido comprobar que se trataba de procesos con una causa mucho más sencilla. Una de tales enfermedades se denominó entonces con los apelativos de ignis sacer, «fuego sagrado», ignis martialis, «fuego de Marte», o ignis ocultus, «fuego escondido». Consistía en una sensación de quemazón dolorosa notada en las extremidades del cuerpo: nariz, orejas y dedos de manos y pies; estas partes empalidecían primero, luego se volvían negras y terminaban por gangrenarse, desprendiéndose del resto del cuerpo como hojas o tallos secos y dejando horribles mutilaciones en el paciente. La enfermedad aparecía sobre todo en los otoños, después de veranos especialmente cálidos y lluviosos, y afectaba a centenares o miles de individuos, casi siempre de los estratos más menesterosos de la sociedad y en ámbitos preferentemente rurales.

Hoy sabemos que la enfermedad corresponde al denominado ergotismo. Su causa hay que buscarla en el consumo de alimentos farináceos contaminados por un hongo parásito de los cereales: el cornezuelo de centeno. Este hongo produce una sustancia, la ergotamina, que provoca la contracción de las pequeñas arterias de las extremidades, que acaban por trombosarse dejando sin riego sanguíneo esas regiones; el proceso se conoce en medicina como gangrena seca y, efectivamente, lleva a la muerte de los tejidos y a su desprendimiento. El cornezuelo de centeno produce también otras sustancias que afectan al cerebro induciendo en él la aparición de fenómenos alucinatorios que seguramente también padecían los enfermos de ergotismo. A partir del cornezuelo se han fabricado en nuestros días sustancias de efecto psicodélico como el famoso LSD.

En el tiempo de aquellas grandes epidemias una gran parte de la gente, desde luego todos los afectados, tenían como componente fundamental, cuando no casi único, de su dieta el pan hecho con harina de cebada, un cereal de más fácil labor y cosecha que otros. Pero, dirá el lector, ¿por dónde anda san Antón en todo esto?

Una orden monástica inspirada en la figura del santo anacoreta, la Hermandad Hospitalaria de los Antoninos, poseía cientos de monasterios distribuidos por toda la geografía europea y a sus puertas y claustros, al igual que en otros de diferentes órdenes, se atendía a los enfermos y se les repartía alimentos. Pronto se extendió la noticia de que los afectados de ignis sacer mejoraban y curaban por completo en cuanto comían los panecillos que los monjes antoninos les daban. El hecho milagroso era tan espectacular que la misma enfermedad mudó su nombre y comenzó a denominarse fuego de san Antón. Pero ¿en qué consistía el milagro de los benéficos monjes? Pues ni más ni menos que en que su pan estaba elaborado con harina de trigo, de buen trigo cultivado en excelentes condiciones y libre del dichoso hongo parásito. Sencillamente con eliminar de la alimentación los cereales contaminados, la enfermedad desaparecía por sí sola.

Con el paso de los siglos las mejoras introducidas en la agricultura, y sobre todo la ampliación y variedad dietéticas propiciadas por el general ascenso de las condiciones de vida, arrumbaron la enfermedad en la memoria de los hombres y solo aparecían casos muy esporádicos en personas que mantuviesen por circunstancias especiales de aislamiento una dieta restrictiva y fundada en cereales como el centeno o la cebada. Tengamos en cuenta que el cornezuelo no ha podido ser erradicado de la agricultura mundial hasta el advenimiento en el siglo XX de los productos químicos antiparasitarios.

Mas lo que no se olvidó fue la estrecha relación entre el pan de san Antón y la cura de enfermos. En muchos países, entre ellos España, la festividad de este santo, el 17 de enero, se celebra con la bendición de productos de panadería, pan y rosquillas, que luego se reparten a las puertas de las iglesias; unos las conservan durante el año y otros las consumen enseguida, pero todos están seguros de que ese pan los librará de padecer enfermedades graves hasta el año siguiente, por la especial protección dispensada por un viejo anacoreta del que la mayoría de sus beneficiados ignoran cualquier detalle biográfico.

Santa Hildegarda

Estamos nada menos que ante la primera mujer médico de la que hay constancia histórica en Europa. Sus ochenta y un años de vida, notable longevidad para la época, transcurrieron en el siglo XII, y de ellos pasó setenta y tres como monja en el monasterio de Disibodenberg, cerca de Maguncia, donde la confiaron sus padres a los ocho de edad, y en el de Rupertsberg, que ella misma fundó junto a la ciudad alemana de Bingen. Se dice que fue siempre enfermiza, pero cuesta creerlo a la vista de la inusitada actividad, especialmente intelectual, que desarrolló durante toda su vida.

En el primer monasterio recibió educación por parte de la abadesa Jutta, tía suya, que se ocupó de instruirla no solo en los quehaceres propios de la vida monástica, sino en todos los conocimientos humanos y divinos: teología, filosofía, ciencias naturales, alquimia, letras y, naturalmente, medicina. La alumna resultó excelente y cuando llegó a ser ella misma abadesa comenzó a escribir de forma imparable libros sobre prácticamente cualquier materia. Como además ya se había hecho célebre por tener visiones sobrenaturales que le otorgaban el don de la profecía, sus obras obtuvieron un enorme éxito de lectores entre los que se contaban médicos, obispos y el propio Papa. En uno de esos discursos proféticos anunció el venidero cisma de Occidente y la posterior llegada del protestantismo con la ruptura de la unidad católica y el nacimiento de los estados que lucharían entre sí en nombre de la religión.

Pero dentro de su polifacética actividad la que ahora nos interesa destacar es la que dirigió hacia la medicina. Su obra principal se titula Causae et curae, «De las causas y la curación de las enfermedades». Hildegarda, fiel a su tiempo, recoge y desarrolla las teorías médicas de Galeno en cuanto a la composición del organismo por los cuatro humores —sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra— y el concepto según el cual las enfermedades se producen por el desorden en el equilibrio de los mismos, debiendo la terapéutica encaminarse al restablecimiento de ese equilibrio. Dice, por ejemplo: «El hombre contrae a veces grandes enfermedades a causa de la ira, porque cuando se agitan repetidas veces los humores de la bilis [amarilla] y de la bilis negra, de efectos opuestos, le hacen enfermar». Para Hildegarda, la causa principal de disturbio entre los humores es el pecado original. Nos lo explica con sus palabras: «[Antes de que Adán desobedeciera a Dios] lo que ahora existe en el organismo como bilis brillaba como un cristal (…) e incluso lo que ahora existe en el hombre como humor negro brillaba en él como la luz del amanecer»; «[Pero después de la caída] sus ojos, que habían contemplado la gloria celestial, se apagaron; su bilis se transformó en amargura y el humor negro se transformó en la oscuridad de la ausencia de Dios; entonces le asaltó una gran tristeza, la melancolía».

Hildegarda se ocupó con detalle de los padecimientos de las mujeres y, como no podía ser menos, a pesar de su condición de monja, en especial de los que conlleva el parto; su obra contiene algunas de las más antiguas recetas para ese momento.

Hasta la geriatría, especialidad que nos parece fruto de la mentalidad sanitaria de nuestro tiempo, mereció la atención de aquella extraordinaria médico. Hildegarda compara las distintas edades del ser humano con los meses y las diversas y sucesivas estaciones del año en una imagen metafórica muy clásica y que también se ha utilizado en otros muchos campos ajenos a la medicina por numerosos autores de todos los tiempos y preocupaciones.

La producción literaria de nuestra monja fue tan extraordinaria y variada que diré, como última curiosidad sobre ella, que si bien no se le adscribe ninguna protección especial frente a enfermedades, ha sido elegida como santa patrona por los filólogos… y los esperantistas.

San Vito

Cuando yo era niño, en el pequeño pueblo donde pasaba las vacaciones de verano había un individuo, vestido de pana marrón recosida y astrosa, y siempre cubierto de boina capada, al que me quedaba mirando con el descaro de mis pocos años porque realizaba de continuo unos extraños movimientos con todo el cuerpo, y en especial con los miembros, y unos espectaculares visajes con los músculos de la cara. Mis padres me regañaban y en voz baja me decían que aquel hombre tenía el baile de San Vito, algo que yo no entendí nunca pero que me dejaba con más curiosidad todavía. Luego, en otros varios lugares, comprobé que aquel misterioso baile afectaba siempre a alguien en cada pueblo, algo así como ese «tonto» que parece oficial en muchos ambientes rurales, no porque allí sea en efecto más frecuente el retraso mental que en las ciudades, sino porque destaca más entre la escasa población que vemos por sus calles y plazas acostumbrados al bullicio urbano.

A san Vito, martirizado junto a sus amigos Modesto y Crescencia alrededor del año 300, se le considera protector contra la locura, la enuresis nocturna, la ceguera, la mudez y la sordera, las dolencias espásticas, la histeria, la rabia, las mordeduras de serpiente, la esterilidad y el nerviosismo, y también se le invoca para la preservación de la virginidad. De todas estas enfermedades una buena parte corresponden a lo que podríamos denominar como padecimientos nerviosos y a estos pertenece también el «baile» que lleva el nombre del santo.

En el último tercio del siglo XIV comenzó en tierras alemanas, junto a los ríos Rin y Mosela, una extrañísima epidemia, quizá la más sorprendente de todas las que recogen las crónicas medievales. Hombres y mujeres empezaron a bailar y a moverse en violentas contorsiones hasta caer agotados para seguir así durante días y días. La epidemia se extendió por las comarcas vecinas y poco a poco, como una mancha de aceite, alcanzó a otros países como Francia y sobre todo Italia. En este los médicos creyeron encontrar el origen de la enfermedad en la picadura de una araña, la tarántula; al paso del tiempo, los italianos de la región de Nápoles crearon una danza que evocaba aquellos remotos bailes y la llamaron tarantela.

Pero no se trataba de ninguna picadura ni siquiera de ninguna forma de contagio físico. Era un fenómeno psíquico de masas en el que el único contagio serían la imitación y la fascinación desatada entre las gentes por el espectáculo que mostraban las grandes comitivas de convulsos bailarines. Porque se llegaban a formar, en efecto, largas procesiones en el camino hacia santuarios o monasterios donde se habría de obtener la curación.

La moderna psicología de masas ayuda a comprender tan singular actuación. A partir de 1348, Europa estaba literalmente asolada por una epidemia de peste, la peste negra, que en muy pocos años mató a la tercera parte de la población sin atender a distingos de estamentos sociales ni de otra índole. El miedo pánico se desbordó por todo el continente, que a lo largo de muchas décadas estuvo sumido en el horror de aquella mortandad. Las formas de reaccionar fueron muy diversas, pero una de las más extendidas consistió en una ineludible necesidad de moverse, de mantener una actividad desbordante y en lo posible placentera en vista de que la muerte estaba a la vuelta de cualquier esquina para el alto y el bajo, el sabio y el ignorante. Surgieron así las «danzas de la muerte» que nos han quedado reflejadas en pinturas de la época como la apabullante del camposanto de Pisa; y las no menos sobrecogedoras procesiones de flagelantes que recorrían los caminos de media Europa entre gritos, lamentos, oraciones y salpicaduras de sangre.

Como una modalidad de las danzas de la muerte debió de surgir esta otra epidemia de danzantes contorsionistas. «Dispuestos en círculo, saltaban, brincaban y gritaban con los ojos extraviados hasta que exhaustos y arrojando espuma por la boca caían a tierra.» En la ciudad de Estrasburgo un magistrado decidió que todos los danzantes que atestaban sus calles fuesen llevados en el curso de una procesión hasta la capilla que bajo la advocación de san Vito había cerca de la población de Zabern. No sabemos con exactitud los motivos que tuvo aquella autoridad para elegir esa capilla y no otra, pero el caso es que los monjes que custodiaban el templo debieron de hacer una labor muy eficaz para que cesara la locura colectiva y desde entonces san Vito fue invocado en todos los lugares donde se le daba culto como divino intercesor contra el mal que además tomó su nombre.

Nunca más, desde aquel siglo, se ha vuelto a producir en el mundo una situación como esta a pesar de las muchas crisis que este mundo ha tenido que sufrir; claro que tampoco se ha repetido una angustia universal como la provocada por la peste negra de origen entonces misterioso y achacada de forma casi unánime a un castigo divino contra la humanidad.

En la medicina actual se identifican varias enfermedades que tienen como síntoma cardinal los movimientos incoordinados y violentos de las extremidades o de la cara. Se conocen genéricamente con el nombre de corea —de coreia, baile— y tienen entre sus etiologías factores tan diversos como el reumatismo o la arteriosclerosis cerebral. Pero son siempre casos aislados, carecen de contagiosidad y admiten tratamientos muy eficaces.

San Roque

Serán muy pocos los pueblos de España que no celebren el día 16 de agosto la festividad de este santo. Su figura iconográfica es harto conocida y por ello fácilmente identificable entre la pléyade de imágenes que pueblan los retablos y las portadas de tantos templos españoles y europeos: vestido rigurosamente de peregrino, con sombrero de ala vuelta, manto con la vieira jacobea, el bordón con la calabaza en una mano y con la otra subiéndose el borde de la túnica para mostrarnos las llagas de su pierna; y, sobre todo, un perrillo con un pan en la boca situado a los pies del santo. En esa imagen tan repetida se resumen los principales sucesos en la vida de Roque.

Había nacido en la ciudad francesa de Montpellier, donde en aquellos años de tránsito entre los siglos XIII y XIV se asentaba una de las más famosas escuelas de medicina europeas; sin embargo, no consta que Roque estudiase allí a pesar de que por su pertenencia a una noble familia le hubiera sido fácil el acceso a sus prestigiosas aulas.

Cuando nació, sus padres se sorprendieron porque el niño presentaba en el pecho una mancha roja en forma de cruz. Hoy diríamos que era un angioma, una de esas manchas de color rojo más o menos subido que aparecen en muchos recién nacidos sobre la piel de cualquier localización. Pero entonces lo interpretaron como un presagio de que el futuro de aquel niño pasaba por la vida religiosa.

Roque, sin embargo, no ingresó en ningún monasterio, sino que optó, convencido él mismo de su destino, por realizar otro tipo de consagración a la virtud peregrinando a los Santos Lugares y en primer lugar a Roma, donde visitaría las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Hay que tener en cuenta que en plena Edad Media cualquier viaje era una aventura llena de incomodidades y peligros, pero una peregrinación, hecha por lo común a pie y viviendo a salto de mata de lo que se consiguiera de la caridad, era un auténtico sacrificio en el que muchos que lo iniciaban se dejaban la vida y casi todos la salud.

Cuando Roque da principio a su peregrinación Italia está sacudida por una de las recurrentes epidemias que son llamadas pestes, aunque nada tengan que ver con la peste bubónica que constituyó la plaga de la peste negra varios años después de la muerte del santo. En aquella ocasión pudo ser otra enfermedad infectocontagiosa que también se manifestaba con la aparición de bultos y llagas en la piel, a juzgar por los datos que conforman la hagiografía de Roque. Durante su camino hacia Roma el peregrino francés atendía a los enfermos apestados que iba encontrando al paso. Al llegar a la ciudad de Acquapente, esta había sufrido de modo particularmente grave la epidemia y se hallaba diezmada en su población. Roque entró a servir en su hospital, donde permaneció muchos meses entre los enfermos, a los que confortaba cristianamente y prestaba servicio médico.

No sabemos si llegó a visitar Roma como era su primera intención al salir de Montpellier, pues los historiadores nos lo presentan de regreso camino de su ciudad natal, y descubriendo al llegar a Piacenza que él mismo se había contagiado de peste. Quiso entonces acudir al hospital de esta población, pero fue rechazado y ante tal circunstancia decidió recogerse al amparo de un bosquecillo esperando sin duda la muerte sin auxilio humano. En aquel lugar apartado descubrió un manantial del que beber y con cuya agua lavar las úlceras de sus piernas; los ángeles, dicen los cronistas, bajaban del cielo cada mañana para aplicar emplastos y curas en esas llagas. Además, diariamente se le acercaba un perro que llevaba entre sus dientes un pedazo de pan recién sacado de la cochura. El gozquecillo pertenecía a un rico hacendado de Piacenza, que habiendo observado la conducta del animal, decidió un día seguirlo y de esta forma se encontró con el enfermo peregrino, a quien llevó a su palacio de la ciudad y colmó de atenciones y cuidados hasta que sanó de su enfermedad.

Una vez curado, Roque tomó la determinación de continuar su vida peregrina y a tal efecto pensó en ir hasta Compostela. De hecho, el traje con el que aparece en la iconografía no es el de romero o peregrino a Roma, sino el de quienes hacían el viaje al Finisterre español; y aún más exactamente el de quienes regresaban de allí, puesto que lleva la vieira, la concha marina que los peregrinos recogían tras su estancia en Compostela, alargando un poco más su viaje hasta las costas atlánticas de Galicia.

En su nuevo recorrido hubo de pasar cerca de Montpellier, a la sazón enzarzada en guerra contra algún reino de Italia, y Roque fue detenido a las puertas de la ciudad. Unos comentaristas dicen que acusado de vagabundo y otros que de espía de los italianos; es más de creer esta segunda versión en tiempo de guerra y más cuando en esa época el vagabundo era una figura habitual de caminos y arrabales que no infundía mayor prevención que la de darle limosna o tirarle unas piedras. Comoquiera que fuese, el caso es que Roque dio con sus huesos en la cárcel y de nada le valieron sus apelaciones a los familiares que debía tener en la ciudad puesto que estos no le reconocieron. En la lóbrega mazmorra permaneció durante cinco años y allí murió de hambre y de miseria. Al desnudarse su cadáver se descubrió aquella mancha cruciforme y por ella fue al fin reconocido por uno de sus tíos cuando ya nada tenía remedio. Cuenta la leyenda que en la pared de la celda se encontró una inscripción de su mano que decía: «Quien se vea atacado de la peste y recurra a Roque obtendrá amparo en su enfermedad».

Como he comentado más arriba, años después de esta muerte se abatió la peste negra sobre Europa y a esta primera epidemia siguieron en los siglos sucesivos, de forma dramáticamente recurrente, otras epidemias de menor cuantía de la misma peste bubónica importada de Oriente por los ejércitos venecianos. Fue entonces cuando nació por toda Europa la devoción a san Roque como abogado contra la enfermedad. Ningún pueblo se libró de su contribución a la muerte y por eso decía al principio que será excepcional la población en la que no figure san Roque como uno de sus principales patronos.

Otros santos curadores

Prometí al comenzar no ser exhaustivo en la relación de santos curadores, y no lo soy, como puede comprobar cualquier lector en las amplísimas nóminas hagiográficas que están al alcance de quien desee zambullirse en ellas. Pero no puedo dejar sin una siquiera sucinta mención a varios más de entre todos estos personajes que tan presentes han estado durante dos mil años en el pensamiento del hombre enfermo, protagonista final de cualquier historia de la medicina.

Águeda, Lucía y Apolonia son las tres vírgenes mártires que habiendo sufrido espantosas mutilaciones protegen ahora a los humanos de padecer enfermedades precisamente en aquellas partes que a ellas se les martirizó. Lucía se arrancó a sí misma los ojos para enviárselos a un pagano que se decía enamorado de ellos; a Águeda, o Ágata, el prefecto Quintiliano la recluyó primero en un prostíbulo de Palermo y luego mandó que se le arrancasen los pechos, «que eran pequeños y no estaban completamente desarrollados»; a Apolonia, por fin, después de lapidarla, y aún con vida, le arrancaron con tenazas los dientes y trozos de mandíbula. En la iconografía se las reconoce fácilmente por esos atributos. Águeda lleva sobre un platillo los senos, Lucía los ojos y Apolonia unas cuantas muelas. Siempre me llamaba poderosamente la atención que las dos primeras lucieran sin embargo en sus figuras pechos y ojos si es que los suyos estaban sobre aquellas bandejas; pensaba que eran licencias de pintor o escultor, pero no; en los relatos de sus vidas se nos narra cómo tanto en un caso como en otro Dios las proveyó de nuevos órganos y aún mejores: los senos «eran más hermosos y estaban más desarrollados», los ojos «todavía mucho más bellos».

Algunos santos españoles tienen también un gran cartel como protectores o como sanadores. Mencionaré a dos por los datos curiosos que rodean a su devoción.

Santa Librada, patrona de la ciudad alcarreña de Sigüenza, es invocada por las mujeres en los prolegómenos del parto para que interceda aliviándoles los previsibles dolores propios de la situación. Y lo hacen con una breve oración que dice: «¡Santa Librada, santa Librada, que goce tanto a la salida como gocé a la entrada!»; aquí, pues, se dan la mano la devoción y la picardía.

Santa Casilda fue una joven, hija de un rey moro de Toledo, que, huyendo de la persecución a que la sometía su padre por ser ella cristiana en tierra islámica, llegó hasta la comarca burgalesa de la Bureba y allí hizo vida de anacoreta y prodigó los milagros curativos entre los habitantes de la zona y los que se le acercaban desde toda Castilla. A esta santa Casilda, cuyo cuerpo reposa en una bella tumba de Diego de Siloé en la ermita erigida sobre el lugar de su retiro, la invocan todavía los burgaleses en sus enfermedades, y para propiciar sus favores es costumbre ancestral que las mujeres depositen como exvoto sus trenzas o al menos unos mechones de cabello. De esta forma, las paredes de la iglesia se convirtieron en un curioso y altamente interesante muestrario de cuadros y mensajes en los que, junto con la obligada ofrenda capilar, se narra en lenguaje simplista y popular un sinfín de enfermedades sufridas y curadas; todo un estudio de patología. En los últimos años, algún sacerdote decidió «limpiar» los muros y quitó todos los exvotos para llevarlos a un edificio separado del templo donde se enseñan ahora al visitante curioso. Esto es una solemne barbaridad porque aquello no es material de museo, sino el fruto de una devoción popular intensamente arraigada durante siglos que carece en absoluto de sentido si se la separa del verdadero fundamento de su existencia; quienes angustiados por una enfermedad propia o de sus allegados hicieron renuncia de una parte de sí mismos —tan importante para una mujer como su pelo— estaban haciendo una oblación de profundo valor religioso y no un donativo para un museo.

Y si todo falla, si la medicina de los hombres y la medicina de los santos no son suficientes y llega el momento, inevitable para cualquiera, de morir, todavía podemos buscar la protección de san José, abogado de la buena muerte, porque él la tuvo con la compañía junto a su lecho de Jesús y de María. Al bueno de José se le suele tener bastante olvidado y casi como un personaje marginal de la historia sagrada, pero alguien como santa Teresa de Jesús, que tenía un trato confianzudo con el más allá, dice en sus escritos que jamás nada de lo que le pidió a san José dejó de serle concedido.

Capítulo aparte, y especialísimo, tendría que ser el dedicado a las advocaciones marianas a las que se atribuyen efectos sanadores. La figura teológica de María como primera y más principal intercesora entre los hombres y su divino Hijo fomenta con naturalidad esta predilección. Aunque la propia personalidad de María la separa de los santos de los que aquí se está tratando, vayan unas pocas líneas para apuntar nada más este sugestivo campo de estudio.

Sin duda alguna son Lourdes y Fátima, dos de los lugares en que María se apareció de forma extraordinaria a algunos mortales, los más destacados de esta nómina que, no obstante, podría hacerse inacabable. Ambos están en su origen, y aún hoy día, relacionados estrechamente con el agua; nuevamente aparece en esta historia el agua, sustancia material imprescindible para la vida orgánica y para la limpieza física, y símbolo ancestral en todas las culturas de vida y de limpieza espirituales. Tanto en uno como en otro de estos santuarios marianos son apreciables las tres formas de actuación curadora a las que me he referido en otro punto de este capítulo: el milagro, la fuerza psicológica y el efecto benéfico de aquello que ya Hipócrates en uno de sus más célebres tratados médicos englobaba con el título de Sobre el aire, las aguas y los lugares.

No quiero dejar de mencionar otras dos advocaciones de María muy relacionadas también con la salud, aunque ahora no tengan una localización precisa, sino que su presencia está diseminada por muchos puntos de la geografía tanto española como de otros países católicos.

Una es la Virgen de la Esperanza, también llamada de la O porque esta es la letra con que da comienzo la antífona de su festividad una semana justa antes de la Navidad. Se trata de la Virgen María en avanzado estado de gestación, muy próximo ya el alumbramiento, y se la representa, pues, como una mujer embarazada. A su devoción acuden las madres para solicitar su intercesión en el parto de sus hijos. Muy relacionada con esta advocación hay que poner la de la Virgen de la Cinta, especialmente querida por la orden de San Agustín, a cuyos santuarios acuden también las embarazadas en sus últimos días de espera.

La otra es la Virgen de la Leche, una curiosísima advocación que tuvo muchas representaciones artísticas desde las pinturas en las catacumbas romanas hasta nuestro Siglo de Oro. La Virgen ofrece su pecho al niño Jesús y en otras ocasiones lo hace a diversos santos, a los pobres o a las ánimas del purgatorio. Las mujeres que tienen dificultades para lactar a sus hijos —algo hoy inaudito con las nuevas técnicas de alimentación infantil puestas al alcance de cualquiera— han impetrado siempre la ayuda de María para solventar ese problema.

Los exvotos

He citado, al hablar de algunos santos curadores, los exvotos. Su estudio constituye un sugestivo recorrido por una faceta de la mentalidad mágica que acompaña con tanta frecuencia las relaciones del hombre con la vivencia de enfermar y con los métodos para obtener la curación de sus dolencias.

Se conoce con el nombre de exvoto, desde la antigüedad clásica, la ofrenda hecha a los dioses en reconocimiento de beneficios obtenidos, y su más habitual utilización ha estado siempre relacionada precisamente con beneficios de salud y por ello han tenido un lugar destacado en los templos donde se veneraban divinidades sanadoras. Así, eran muy conocidas en el mundo griego las ofrendas de exvotos en los templos de Esculapio, el semidiós hijo de Zeus que se ocupaba de la misión curadora en la mitología helénica. Un dato de importancia, que va explícito en la definición que acabo de transcribir de esa palabra, es que el exvoto es una ofrenda a posteriori, es decir, hecha una vez recibido el beneficio y, como veremos, esto permite que en muchos casos haya quedado reflejado no solo el tipo de enfermedad, sino también el proceso de su sanación, lo que para médicos amantes de las curiosidades de su oficio es todavía más interesante.

El mayor número de exvotos conservados se puede clasificar en tres tipos. El primero, el más común, es el constituido por objetos del más diverso material, aunque con preferencia de cera o de metales preciosos, con la forma del órgano, la víscera o el miembro corporal que estuvo afectado de la enfermedad ahora curada. Son brazos, piernas, ojos, corazones, incluso figuras completas, aunque reducidas, de adultos o de niños. De este tipo eran también la mayoría de los que adornaban los paramentos y columnas en los templos de Esculapio. Hoy podemos verlos en numerosas iglesias colgando alrededor de figuras de santos y vírgenes, formando a veces una mezcolanza anatómica en la que adivinamos un sinfín de padecimientos, aunque no seamos capaces de conocerlos con detalle puesto que el modelo suele ser repetitivo y fruto de la habilidad modeladora del artista cerero o del orfebre, y generalmente no son visibles los estigmas de la enfermedad quizá por un íntimo remilgo de estos a la hora de plasmar la crudeza de los mismos.

El segundo tipo es el formado por objetos que representaron para el enfermo un signo de su dolencia y que ahora, superada esta, se depositan a los pies del santo a quien se debe la cura. Son ejemplos de este tipo las muletas, otras prótesis ortopédicas, fajas y corsés, y hasta amasijos de vendajes que un día cubrieron heridas y llagas.

El tercer tipo es el más curioso y en el que más enseñanzas médicas se pueden obtener acercándose a él, desde luego, con espíritu de estudioso de la medicina y la mentalidad populares y no con el ceño crítico de la medicina ortodoxa y académica. Es un conjunto de exvotos en los que el oferente no se conforma con dejar constancia de la parte de su cuerpo sobre la que se produjo la sobrenatural acción curativa, sino que se siente obligado, o simplemente es su gusto, a explayarse en el relato del acontecimiento. Puede hacerlo sencillamente por escrito, en un memorándum más o menos largo, casi siempre manuscrito, que acompaña o no a un exvoto de cualquiera de los tipos anteriores, en el que deja constancia de su sintomatología, muy a menudo usando una terminología dramática y muy poco acorde con lo que sería una descripción médica, y luego evocando sus ruegos al santo milagrero, para terminar por relatar su total curación. En estos textos es extraordinariamente frecuente que el autor deje caer alguna pulla contra los médicos que le atendieron y que, en todos los casos, le habían desahuciado antes de recurrir a la intervención de la divinidad.

No me resisto a recoger aquí dos textos de entre los muchos que adornan las paredes del santuario burgalés de Santa Casilda, en la comarca de la Bureba. Están, como tantos otros, escritos en verso aunque sea forzando la rima y la métrica, pero no se trata, naturalmente, de ajustarse a la preceptiva literaria, sino de expresar de la forma más espontánea y entrañable el agradecimiento por un bien que se recibió a través de la directa intercesión celestial de la santa.

En el primero se hace referencia a un exvoto tradicional que la oferente llevó, pero que el tiempo ha hecho desaparecer.

Recuerdo de Isabel Delgado a santa Casilda

aunque corto es el obsequio.

Casilda, Virgen insigne,

a tu Santuario me acerco

dándote mil alabanzas

por mi salud y consuelo.

Hallándome con reúma,

a tu presencia me ofrezco

con regalo pierna en cera

aunque corto es el obsequio.

aunque corto es el obsequio.

Isabel Delgado soy,

Salinillas es mi pueblo,

donde está vuestra devota

sin olvidarte un momento.

aunque corto es el obsequio.

En cama yo me encontraba

y recordé, sí, al momento

que quien a Casilda acude

halla el alivio y consuelo.

Salinillas de Bureba a 29 de noviembre del año 1894.

El segundo ejemplo es para mí todavía más atractivo porque en él se hace una referencia, siquiera sea con carácter accesorio y secundario, a la labor médica en la resolución no menos milagrosa del caso y además se cita el exvoto más característico de ese santuario al que antes hice referencia: los cabellos de la mujer.

Evelia Fernández a santa Casilda

Estos cabellos dorados,

Símbolo de vida en flor,

Es el óvolo [sic], la ofrenda

Y el tributo que mi amor

Os dedica agradecida

Porque por tu intervención

Hallé la salud perdida

Mediante una operación.

La Vid de Bureba. 8-5-1951.

Otra manera de materializar este tipo de exvoto, aún más sugestivo, es mediante el recurso a la pintura. Hay una fecundísima galería de cuadros —realizados por el mismo enfermo o por alguno de sus allegados, nunca artistas, sino meros aficionados, de ahí su especial curiosidad— que con técnicas que podríamos denominar naíf nos muestran los hechos curativos. Aparece el enfermo generalmente en su lecho y con la imagen venerada en sus proximidades y suelen acompañarse de una leyenda —muchas veces en forma de «bocadillos» que salen de la boca de los personajes como en los tebeos— donde se narra el suceso. La escena puede ser única, con el instante de la curación, o múltiple, con una secuencia de los sucesos desde el momento en que comenzó la enfermedad o se produjo el accidente hasta el de la curación, pasando por la atención fallida de los doctores y el peregrinaje al templo o ermita del santo solo o ayudado en su invalidez por otras personas. El candor de estos cuadros, la expresividad sencilla pero espontánea de las figuras y de la composición toda de ellos, les otorga un valor incalculable para el conocimiento de cómo los hombres y mujeres han vivido el hecho agónico de enfermar y sufrir. Por otra parte, esas leyendas que acompañan a la descripción iconográfica son, como en el caso de los textos sin pinturas, todo un tratado del saber o de la ignorancia médica de las gentes.

Para finalizar, y como ya anuncié, enumero a continuación una lista de enfermedades con sus correspondientes santos protectores; muchos de estos serán escasamente conocidos por la mayoría de los lectores españoles, pero hay que tener en cuenta que en esta nómina figuran santos y santas de todas las latitudes de la cristiandad.

Afonía: Mauro.

Cáncer: Beato.

Cólera y epidemias: Roque.

Cólico y calambres: Erasmo.

Cólicos: Agapito.

Contusiones: Amalia.

Disentería: Eulalia, Wolfgang.

Dolor de brazos: Amalia.

Dolor de cabeza: Antonio Abad, Atanasio, Catalina de Siena, Pancracio, Pedro Damián, Dionisio, Leonardo, Mauro, Bibiana, Francisco de Asís, Wolfgang.

Dolor de espalda y lumbago: Lorenzo.

Dolor de pies y piernas: Ludano Peregrino, Clara de la Cruz, Juan, Pedro, Roque.

Dolor de vientre: Agapito, Wolfgang.

Dolores de parto: Telmo, Librada, Erasmo.

Enfermedades de la lengua: Catalina.

Enfermedades graves: Isabel de Turingia.

Enfermedades infantiles: Juan Bautista, Úrsula.

Enfermedades infecciosas: Roque.

Enfermedades intestinales: Vicente de Zaragoza.

Enfermedades mentales: Columbano.

Enfermedades venéreas: Regina.

Enuresis nocturna: Vito.

Epilepsia: Antonio Abad, Juan Bautista, Juan Crisóstomo.

Espasmos: Bibiana, Juan Bautista, Pancracio, Vito.

Fiebre infantil: Radegunda.

Flujo de sangre: Bernardino, Marta, Sabina, Wolfgang.

Flujo de sangre en la orina: Gervasio, Protasio.

Forúnculos: Antonio Abad.

Gota: Andrés, Felipe Neri, Gregorio Magno, Mauricio, Wolfgang.

Hepatitis: Odilón.

Heridas: Longinos.

Heridas del recto: Ágata.

Hernia: Conrado.

Herpes: Benito.

Intoxicaciones: Benito.

Malaria: Pedro de Alcántara.

Parálisis: Mauro, Sérvulo, Wolfgang.

Picores: Antonio Abad, Wolfgang.

Quemaduras: Lorenzo.

Reúma: Kilian, Mauro.

Ronquera y afonía: Bernardino de Siena.

Rubéola y sarna: Antonio Abad, Marcos, Roque.

Sífilis: Leonardo.

Tiña: Ignacio de Antioquía.

Tos: Walburga.

Tuberculosis infantil: Leonardo.

Verrugas: Antonio Abad.

Vértigo: Juan Bautista.