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DE LOS HUMORES A LAS HORMONAS

En el primer capítulo de este libro, al tratar el conocimiento que el hombre ha ido teniendo de su propio cuerpo, se habló de los humores como una de las concepciones fundamentales de ese conocimiento en la historia de la medicina. Ahora trataremos de la versión moderna de estas sustancias que ya se anunciaban allí. Son las denominadas hormonas o secreciones internas, que constituyen toda una rama, importantísima, de la medicina: la endocrinología. Cualquier función vital está regulada directa o indirectamente por la acción de una o más hormonas: el desarrollo físico, la sexualidad y la reproducción, el metabolismo de los principales elementos del organismo como el azúcar, las grasas, el calcio, etcétera. Del mismo modo que sucedía con los humores, de cuyo correcto equilibrio dependía la salud, ocurrirá con las hormonas y su alteración provocará trastornos que influyen en todo el cuerpo. Un hipertiroidismo, por ejemplo, no solo va a ser un proceso que afecte al crecimiento de los órganos, sino a la conducta de la persona, provocando nerviosismo, inquietud y dificultad para fijar la atención en las cuestiones intelectuales. Otras hormonas con una acción sobre el carácter son los corticoesteroides, producidos en unas glándulas situadas encima de los riñones que por eso reciben el nombre de suprarrenales.

Las hormonas sexuales

Sobre la importancia de las hormonas sexuales, masculinas y femeninas, testosterona, estrógenos y progesterona fundamentalmente, se trata en el capítulo 9, y, además de a él, me permito remitir al lector a mi libro Grandes polvos de la historia, donde se hace un extenso y pormenorizado estudio de lo que se sabe de tales sustancias y de la significación histórica que ha tenido su correcto o incorrecto funcionamiento en gentes de todo tipo y condición. Estas hormonas condicionan los caracteres físicos del individuo desde mucho antes del nacimiento y lo harán durante toda su existencia. Pero tienen también una acción esencial en la constitución de los caracteres mentales, de tal modo que aunque sus capacidades sean las mismas en ambos sexos, sus manifestaciones psicológicas no lo van a ser. Las maneras de actuar de una mujer y de un hombre ante determinadas situaciones son, por naturaleza, diferentes. Cuando esas psicologías están cambiadas se trata siempre de un proceso no natural y por ello patológico.

Aunque quizá fuera más riguroso incluir su caso en el capítulo 11, quiero traer aquí solo un ejemplo de personaje que voluntariamente invirtió ese rol que viene troquelado por la acción de las hormonas sexuales sin que haya constancia de que padeciese ninguna alteración orgánica en la producción de tales hormonas.

Catalina de Erauso nació en 1592 en San Sebastián, hija de un capitán de los ejércitos reales. A los cuatro años de edad la ingresan en el convento de dominicas de San Sebastián el Antiguo, donde profesaba una tía suya. A los once años Catalina, todavía novicia, claro es, se escapa del convento llevándose el poco dinero que había encontrado en las celdas y unos avíos de costura. Con estos la chiquilla se arregla en un descampado las ropas convirtiéndolas, mal que bien, en indumentaria masculina. En los dos años siguientes, con el nombre de Francisco de Loyola, la vemos en Bilbao, Valladolid, nuevamente Bilbao, Estella y San Sebastián; siempre ya vestida de hombre, como paje de distintos caballeros, ayudante de arriero… y en la cárcel por primera vez, a consecuencia de una pelea en la que hirió de gravedad a otro muchacho.

Con trece años decide ver mundo y marcha de San Sebastián a Sanlúcar de Barrameda y aquí, con el nuevo nombre de Pedro de Orive, se embarca como grumete en un barco que sale rumbo a América. Una vez en Panamá, desciende del barco con el dinero del capitán en su bolsillo y desaparece en la ciudad. Entra al servicio de un comerciante, Juan de Urquiza, con el que marcha a Perú; durante la travesía naufragan y solo se salvan unos pocos a nado, entre ellos su nuevo patrón y Catalina. Se asienta en la población de Saña como encargado de una tienda de telas. Un día, tras una discusión en un teatro, tiene su primer duelo contra dos adversarios: a uno le cruza la cara de un tajo y al otro le atraviesa el costado. Nuevamente va a la cárcel, de donde sale por intercesión de Urquiza. A los dos meses, en la ciudad de Trujillo, encuentra otra vez a uno de los duelistas, en esta ocasión acompañado de otros dos individuos; Catalina mata a uno de ellos y es detenida por el corregidor Ordoño de Aguirre. Pero aquí sucede por primera vez algo que luego se repetirá otras muchas durante la azarosa vida de Catalina. El corregidor, al saber que el detenido es vasco como él, le deja escapar y que se acoja al sagrado de una iglesia cercana. Efectivamente, serán muchas las oportunidades en que Catalina se encuentre en muy serias dificultades y entonces aparecerá en escena algún personaje vascongado que hará causa común con ella y la defenderá poniendo su paisanaje por encima de cualquier otra consideración.

Según iba creciendo se desarrollaban en Catalina los signos de su verdadera condición de mujer. El pecho consiguió reducirlo con emplastos y vendajes hasta hacerlo casi desaparecer. Pero la ausencia de barba y el timbre de la voz hacían que fuese tildada de «capón». No obstante, ya en esta primera fase de su vida americana había comenzado a suscitar enamoramientos por parte de algunas damas; después de uno de estos episodios con una familiar de su nuevo amo, decidió alistarse en el ejército que se reclutaba para la guerra contra los indios araucanos de Chile. Lo hizo con el nombre, que ya mantendrá, de Alonso Díaz Ramírez de Guzmán. En la compañía a la que fue destinada se encontró con que era alférez su hermano Miguel, que no la conocía por estar en América desde que ella era muy niña.

Durante la campaña militar tuvo una brava actuación y por su valor al rescatar de los indios la bandera, sufriendo varias heridas de flechas y lanzas, fue nombrada alférez, grado que desempeñó durante nueve años, e incluso tuvo por un tiempo el de capitán al morir el suyo en combate. En un período de descanso en Concepción se metió de nuevo en sus líos preferidos: el juego y los lances de espada. En una discusión tabernaria mató a un alférez que la llamó tramposo y malhirió al auditor que acudió a detenerla; luego se volvió a refugiar en una iglesia. De su refugio salió para asistir como testigo a un duelo de un amigo suyo; las cosas se complicaron y Catalina acabó matando al testigo de la parte contraria sin reconocer por la oscuridad que era su propio hermano Miguel. En su huida atravesó los Andes hasta Tucumán entre ventiscas, muriendo los que le acompañaban, dos soldados que también huían de la justicia.

Siguen años de ir y venir de ciudad en ciudad, siempre con los dados o los naipes en una mano y la espada en la otra. Sería interminable relatar aquí la larga serie de aventuras casi todas finalizadas con muertos, fuga, refugio en iglesias o en casa de amigos vascos y vuelta a empezar. A modo de apunte diré que fue prisionera de los holandeses que atacaban las costas peruanas, mató a corregidores, soldados, alguaciles y forajidos que en alguna ocasión le salieron al camino sin pensar con quién se la jugaban.

Por fin, en Huamanga, fue detenida en el curso de una más de sus peleas. Pero el obispo, don Agustín de Carvajal, que acertaba a pasar por el lugar de los hechos, se llevó al alférez a su palacio. Allí le largó unos sentidos sermones que ablandaron de tal modo a Catalina que acabó confesando al obispo toda su historia; el prelado no acababa de creerla hasta que fue reconocida por unas matronas que dieron fe de que era mujer y virgen. Don Agustín la hizo entrar en un convento de monjas mientras llegaba de España la información fidedigna de si había huido del convento donostiarra como novicia o como profesa. Al certificarse lo primero quedó en libertad y, conocida ya por todos su increíble historia, se convirtió en un personaje extraordinariamente popular en todo el virreinato, disputándose su presencia en fiestas y recepciones.

Volvió a España y solicitó del rey Felipe IV, con quien llegó a entrevistarse en dos ocasiones, unas rentas por sus servicios en América que le fueron concedidas. Fue luego a Roma, vio al papa Urbano VIII y logró de él la autorización para seguir vistiendo de hombre. Al fin regresa a América, esta vez a México, y allí se dedica al oficio de arriero, inusitado para una mujer. Luego entra en una fase de fervor religioso que la lleva a grandes ayunos y penitencias, asistencia diaria a misa con extremas muestras de piedad y obras caritativas, todo lo cual promueve a su alrededor una notable admiración en quienes conocían su alocada vida anterior. Cuando murió, en 1650 en la ciudad de Quitlaxtla, sus convecinos celebraron solemnes exequias con sentido dolor por su pérdida.

Hipotiroidismo

La glándula tiroides es un pequeño órgano situado en la parte anterior y central del cuello, justo delante de uno de los cartílagos que forman la estructura de la laringe, concretamente el mayor de ellos, que también recibe el mismo nombre —que significa en griego «escudo» por su forma— y que en los varones adultos es más prominente que los otros cartílagos y se le denomina popularmente como nuez o bocado de Adán. Produce varias hormonas, pero la más importante es la tiroxina, encargada de controlar el metabolismo en general. Como cualquier otra glándula, puede enfermar con una producción excesiva de la hormona, hipertiroidismo, o con un déficit de la misma, hipotiroidismo. Aquí voy a hablar solo de esta segunda circunstancia porque cuando aparece desde el nacimiento tiene unas connotaciones patológicas muy singulares que otorgan a la enfermedad unas características dramáticas.

Durante el embarazo el niño tiene un desarrollo absolutamente normal, pues la hormona tiroidea le pasa de la madre a través de la sangre de la placenta; por lo tanto, el recién nacido es asintomático. Pero en algunos casos la glándula no se ha formado y al muy poco tiempo comenzará a tener síntomas. Estos van a ser variados, especialmente frialdad, hinchazón de extremidades, inapetencia, estreñimiento, falta de crecimiento corporal y, sobre todo, escasa movilidad espontánea y ausencia de reactividad ante los estímulos. El problema fundamental es que la falta de tiroxina altera el desarrollo cerebral desde los primeros momentos provocando un daño que puede ser irreversible con un gravísimo deterioro no solo motor, sino especialmente mental. Este retraso mental, junto con los otros síntomas del hipotiroidismo congénito, recibe desde los griegos un nombre peculiar: cretinismo.

En efecto, la palabra cretino, entendida como insulto equivalente a idiota o estúpido, no es en su origen más que un puro diagnóstico médico. Esta curiosidad, por cierto, puede aplicarse a otros vocablos cuya auténtica significación se ha tergiversado con el uso popular aunque en realidad perteneciesen al vocabulario médico. Así, por ejemplo, estúpido, epíteto despectivo hacia quien nos resulta molesto por su forma de hablar o de actuar, procede del latín stupeo, «quedarse atónito», y tiene la misma raíz que estupor. Se dice del paciente que, afectado por ciertas enfermedades cerebrales o de otro tipo, mantiene un estado de indiferencia hacia los estímulos exteriores a la vez que una disminución de las actividades intelectuales. Hoy suele sustituirse en el lenguaje médico por la palabra estuporoso, de menos connotaciones peyorativas. Idiota se utiliza como insulto menor hacia personas molestas, indiscretas o importunas, pero para los griegos y latinos, idiota era el hombre que por su falta de desarrollo mental no estaba adscrito a ninguna profesión u oficio. De acuerdo con este concepto, los médicos reservan el término idiocia e idiota para el retraso mental más grave, con cociente intelectual inferior a 50. Imbécil es otro insulto de la misma categoría menor que el de idiota, pero la imbecilidad, del latín imbellis, era la incapacidad para la guerra. Los médicos hablan de ella para definir el retraso mental severo, con cociente intelectual de entre 50 y 70.

Volviendo al hipotiroidismo congénito, hay que decir que una de las causas de que no se desarrolle correctamente la glándula en el feto es que la madre haya tenido una dieta muy pobre en yodo, elemento químico esencial para el funcionamiento del tiroides y su producción hormonal. Es extraordinariamente infrecuente una dieta exenta de yodo, pues este elemento es abundante en la superficie terrestre y está presente en muchos alimentos y, por lo general, en el agua de consumo humano. Sin embargo, hay lugares donde las aguas de los manantiales y los ríos, en sus primeros tramos al menos, son tan puras, están tan libres de cualquier mezcla con minerales del terreno, que carecen también de yodo. Son lugares montañosos muy apartados de los que hoy sería casi imposible encontrar. Pero no fue así siempre y en España había hasta hace escasamente un siglo alguno de estos sitios, por ejemplo la comarca de Las Hurdes en Extremadura. Allí el hipotiroidismo de los adultos y el de los niños, el cretinismo, era una enfermedad endémica sin que por entonces se supiera explicar esa gran incidencia que contribuía a hacer de esa zona un territorio inhóspito y con fama casi de maldito.

En 1922 el doctor Gregorio Marañón, ilustre médico y uno de los iniciadores de la endocrinología, la especialidad que estudia las glándulas y las hormonas, realizó, en compañía de otros varios médicos, un viaje de investigación a Las Hurdes para interesarse por el problema. El recorrido, la mayoría del tiempo a pie o a lomos de caballerías por lo anfractuoso del terreno, fue extraordinariamente fructífero; descubrieron la causa en las míseras condiciones alimenticias de la población y sobre todo en el consumo de agua sin yodo. Marañón comenzó a publicar artículos en la prensa para llamar la atención de la población española, no solo de la comunidad científica, sino de cualquier persona con sensibilidad social. Pero Marañón, con su enorme prestigio y su fácil acceso a cualquier ámbito de aquella sociedad, obtuvo un triunfo espectacular cuando consiguió interesar en la cuestión al propio rey Alfonso XIII y repetir a los pocos meses el viaje, esta vez con la compañía del monarca y el consiguiente acompañamiento de periodistas. Aquello tuvo tal trascendencia en toda España, e incluso en naciones extranjeras, que Las Hurdes recibieron a partir de entonces atención sanitaria y de todo tipo y se consiguió erradicar el hipotiroidismo de la zona y de otras regiones con carencias similares. La Fundación Gregorio Marañón publicó en 1993 un magnífico libro (Viaje a Las Hurdes) que recoge los detalles de aquel histórico viaje con fotografías y textos manuscritos del médico: una joya.

Actualmente el hipotiroidismo congénito es en España una enfermedad que naturalmente se estudia por los alumnos de medicina, pero que afortunadamente estos no van a ver nunca en su práctica clínica. La razón está en el establecimiento, hace ya muchos años, de un programa de detección precoz de la enfermedad. Se realiza en el mismo momento de nacer mediante la toma de una pequeña muestra de sangre del niño. Forma parte de las conocidas popularmente como pruebas del talón y en el plazo de muy pocos días permite detectar la falta de la hormona, junto con la existencia de otras varias enfermedades —hiperplasia suprarrenal, anomalías de la hemoglobina, fibrosis quística del páncreas y fenilcetonuria— que, al igual que esta, exigen un tratamiento inmediato. Este programa español es el más completo de los existentes en todo el mundo y hace necesaria una importante infraestructura sanitaria, pero merece con creces el esfuerzo técnico y económico.

Diabetes

En nuestros días estamos acostumbrados a que los médicos utilicen sofisticados medios de laboratorio y complementarios para diagnosticar las enfermedades, pero ni mucho menos ha sido siempre así. De hecho, durante la mayor parte de la historia de la medicina los únicos instrumentos que han tenido disponibles para esa misión han sido los cinco sentidos corporales, más, naturalmente, el sentido común y la intuición. En el caso del estudio de la orina del paciente, llamado urinoscopia, esto era especialmente significativo y se había convertido en un auténtico arte a lo largo de los siglos de práctica sobre él que se escribieron grandes tratados.

Hoy llevamos al laboratorio de análisis clínicos un pequeño recipiente con unas gotas de orina que introducidas en los oportunos instrumentos darán unos resultados que luego el médico estudiará con atención. Lo mismo hacían los médicos de antaño, aunque sin ayuda tecnológica y limitados a lo que podían obtener utilizando sus cinco sentidos. Y cuando digo sus cinco sentidos lo hago literalmente: la vista distinguía colores y elementos extraños; el olfato era capaz de detectar la presencia de sustancias que ahora necesitan complejos métodos químicos; el tacto conocía de la consistencia de las arenillas o cálculos expulsados del riñón; el oído era usado para distinguir, por ejemplo, la fuerza con que era eliminada la orina en una persona sana o en un hombre que padecía obstrucciones —aumento de tamaño de la próstata, por ejemplo— que precisaran de un sondaje o de la realización de alguna pequeña intervención quirúrgica; y el gusto…

Sí, también el gusto era un sentido que se debía aplicar al estudio de la orina y que, además, era de gran utilidad. La palabra diabetes es de origen griego y significa «mucha orina». Los médicos de antaño cataban la orina excesiva y notaban que en ocasiones tenía un sabor dulce, como de miel, y llamaron a aquella enfermedad diabetes mellitus; cientos de años más tarde se supo que la causa de esta enfermedad era un defecto en el metabolismo de la glucosa por falta de insulina y que, efectivamente, uno de sus síntomas más precoces consiste en la eliminación de gran cantidad de azúcar a través de la orina. En otras ocasiones la orina no sabía a nada, era como agua, y hablaron entonces de diabetes insípida, una rara enfermedad ocasionada por la falta de la hormona que retiene el agua en el organismo, por lo que esta se pierde con la orina. Como se ve, aquellos médicos podían no saber el origen exacto de muchas enfermedades, ni su tratamiento correcto, que solo conocemos ahora, pero desde luego eran capaces de hacer ajustados diagnósticos con sus muy escasos recursos.

Por cierto que la historia del descubrimiento de la insulina, sustancia que ha salvado muchos millones de vidas y permite llevar una existencia normal a un sinfín de individuos antes condenados a una muerte precoz, constituye un ejemplo muy ilustrativo de las mezquindades que demasiado a menudo ocurren en los ámbitos científicos, formados por hombres al fin, sin que trasciendan al conocimiento de sus beneficiarios.

En 1921 en el Departamento de Fisiología de la universidad canadiense de Toronto trabajaba un científico llamado Frederick Banting interesado en el estudio de la diabetes, para el que contaba con la ayuda de un aplicado estudiante de química llamado Charles Best. Pero el trabajo de ambos estaba entorpecido por la actitud de quien era el jefe del departamento, el muy famoso profesor John McLeod, hombre dominante que siempre quería ser el protagonista de todo cuanto se hacía en el laboratorio y que no coincidía en la línea de pensamiento con sus subordinados. Banting y Best tomaron una decisión arriesgada que, sin embargo y para suerte de la humanidad, salió bien. Aprovecharon una ausencia de unos meses de McLeod, que tomó un período sabático —muy propio de las universidades americanas— viajando a Europa, para trabajar contrarreloj y sin comunicarle nada al superior. Hicieron multitud de experimentos con perros, prácticamente solos día y noche, y lograron aislar la sustancia que por estar producida en los llamados islotes del páncreas recibiría el nombre de insulina. Cuando regresó McLeod el escándalo y el enfado fueron mayúsculos: ¡un subordinado y un estudiante! El resultado médico fue maravilloso; el humano al que me quiero referir, más triste. Cuando el descubrimiento de la insulina mereció la concesión del Premio Nobel de Medicina al año siguiente, este se otorgó a Banting… y a McLeod, ignorándose por completo a Best, el estudiante. Banting protestó con todas sus energías, pero las presiones científicas internacionales fueron más fuertes y tuvo que limitarse a compartir a título personal el importe económico del premio con Best. Una mezquindad de la ciencia, pues, aunque la posteridad ha hecho justicia uniendo los nombres de Banting y Best al de la insulina en menoscabo de McLeod, este ya tenía suficiente prestigio en el mundo científico por otros muchos hallazgos.

Baja estatura

Alonso Fernández de Madrigal, conocido como el Tostado, fue uno de los humanistas más prestigiosos del siglo XV; teólogo, filósofo, escritor extraordinariamente prolífico —«escribir más que el Tostado» se ha hecho frase proverbial—, obispo de Ávila, en cuya catedral está enterrado en un maravilloso sepulcro de la girola, político muy activo en la ajetreada corte de Juan II de Castilla, es un personaje muy destacado en una época de la historia de España rica en acontecimientos políticos y culturales. Físicamente tenía la característica de una baja estatura que se perdía entre los amplios ropajes de su condición episcopal, como aparece en su escultura sepulcral. Consciente de su sabiduría y de su poder, era un gran polemista y no se arredraba ante ninguna discusión frente a cualquier oponente. En una ocasión, como delegado del rey de Castilla, hubo de visitar al mismo Papa en Roma con una importante misión diplomática. Cuando el pontífice vio al prelado pensó por su altura que estaba de rodillas y le invitó a incorporarse: «¡Levantaos!», le dijo. Don Alonso se enojó y mirando a los ojos del Papa le espetó: «¡La altura de un hombre, Santidad, se mide desde las cejas hasta el nacimiento del pelo!».

Como el Tostado, muchos individuos atesoran sus valores en cuerpos pequeños, pero no cabe duda de que la imagen corporal es importante en las relaciones sociales y entre los datos que la conforman la estatura es quizá uno de los más llamativos y buscados. Efectivamente, el alcanzar una altura que se considere normal, aun dentro de los amplios límites que los cánones estéticos de cada época establecen para cada sexo, es motivo de preocupación que lleva al sujeto al médico con mucha más asiduidad que las variaciones en otros parámetros físicos. El enanismo, la corta estatura, siempre ha sido un factor distintivo dentro de la sociedad y con connotaciones peyorativas, habiéndose malentendido que la baja altura del cuerpo presuponía asimismo cortedad intelectual. Durante siglos, incluso, los enanos formaron una auténtica clase social que se veía abocada a servir de entretenimiento a otras. Es bien conocida la presencia de individuos con patología del crecimiento en las cortes europeas, muy particularmente en la española, con esa misión de servicio, compañía y diversión. No obstante, se dieron casos en los que el enano demostraba sus completas cualidades y pasaba a ser consejero áulico y de la máxima confianza en asuntos de importancia y tomas de decisiones.

La baja estatura es una patología que reconoce muy diversas causas y no siempre hormonales. El auténtico enanismo es el que médicamente se denomina enanismo hipofisario porque es debido a la falta o escasez de producción de la hormona de crecimiento en la glándula hipófisis, situada en la base del cerebro y verdadero centro director del sistema endocrino del organismo. Consiste en un déficit armónico del crecimiento, es decir, el cuerpo permanece prácticamente como en la niñez, proporcionado. Un ejemplo típico es el personaje Nicolás Pertusato retratado por Velázquez en Las Meninas, que parece un niño cuando tenía ya bastantes años al ser inmortalizado por el pintor jugueteando con el mastín del cuadro. Es una enfermedad hoy día tratable si se diagnostica correcta y precozmente.

Otros enanismos no tienen el mismo buen pronóstico porque son de causa totalmente distinta y no obedecen a un déficit hormonal subsanable. Sin salirnos de la obra velazqueña, otro de sus personajes, María Bárbola, es un caso bien distinto, una acondroplasia. Lo mismo sucede con los demás enanos que Velázquez y sus contemporáneos nos han dejado en una gran colección de retratos que hoy cuelgan en museos y galerías.

Un caso muy especial de enfermedad ósea, sin relación con el sistema hormonal, que cursa con alteración de la talla es la osteogénesis imperfecta. Y nos interesa porque afectó a una figura singularísima, verdaderamente extraordinaria en muchos sentidos, como fue el pintor Toulouse-Lautrec, cuyo estilo personalísimo marcó un hito en la ya de por sí maravillosa época del impresionismo. Édouard Vuillard hizo en 1898 un famoso retrato del artista gravemente minusválido para cualquier actividad salvo para la pintura. Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec resulta un personaje en extremo interesante para un médico. Su enfermedad invalidante, progresiva y dolorosa, que tanto afeaba su aspecto físico —y que Maroteaux y Lamy etiquetaron como la picnodisóstosis, que lleva el nombre de ambos—, le hubiese incapacitado para llevar a cabo una vida medianamente normal, a pesar de su aristocrático abolengo, al que había renunciado, en el París de finales del siglo XIX, donde la belleza de los cuerpos femeninos pero también masculinos era casi condición inexcusable para el triunfo social. Los salones de baile y espectáculos se multiplicaban en la ciudad de la luz y allí reinaban los cuerpos esbeltos o los voluptuosos. Y nadie como el pintor contrahecho, y quizá por ello siempre malhumorado, sabría reflejar ese mundo de alegría más o menos sincera y movimiento casi convulsivo. Ese arte fue lo que le abrió las puertas de esos locales, aunque no fue capaz de hacer lo mismo con otras ni con el afecto de las mujeres, que siempre hubo de pagar con dinero contante y sonante entre copa y copa de absenta. Su biografía, lo que sería su auténtica historia clínica, es una sucesión, fallida, de intentos de sublimar con el arte una trágica carencia física.