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LA MENTE ENFERMA
Cuando se piensa en enfermedades, lo primero que se nos ocurre es situarlas en algún órgano concreto del cuerpo o en un grupo de ellos que estén al alcance de los sentidos o a los que se pueda acceder con estos directamente o mediante el uso de un instrumental más o menos sofisticado. Y sin embargo, un cúmulo enorme de enfermedades, entre las que se encuentran algunas de las más graves, difíciles de diagnosticar y más aún de tratar y también de las más dolorosas e incapacitantes para el sujeto que las padece y perturbadoras para quienes le rodean, afectan a eso que llamamos mente. Pero ¿dónde se sitúa la mente? En el cerebro, será la respuesta inmediata de una mayoría. Mas decir eso es casi como no decir nada. El cerebro es el órgano más complejo en su estructura y en sus funciones de todo el cuerpo y en él se pueden identificar un sinfín de cometidos, desde la regulación de los movimientos voluntarios e involuntarios de cada músculo a la recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos procedentes de los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto; o el denominado sentido del equilibrio, que indica la situación en el espacio del propio cuerpo; y también del que nos hace percibir otras sensaciones complejas y difícilmente descriptibles pero muy reales: la de bienestar y la de malestar. Todos ellos son procesos relacionados con aspectos puramente físicos de la actividad humana. ¿Y la mente?
Los hombres han estado interesados desde siempre en conocer dónde radica la vida, ese hálito del que depende todo lo demás. ¿Está contenida en algún punto concreto del cuerpo que alcanzaría con ello la primacía entre todos los demás que constituyen el organismo? La búsqueda de ese recipiente de la vida se convirtió en una de las grandes preocupaciones tanto para los hombres de ciencia como para los que dedicaban su tiempo a la especulación filosófica, actividades ambas que por mucho tiempo se solían dar juntas en un mismo individuo. En el capítulo 1, donde se citan los procedimientos seguidos a lo largo del tiempo para conocer el interior de nuestro cuerpo, se comenta detalladamente cómo uno de los órganos a los que se atribuyó esa misión fue, en varias civilizaciones muy alejadas entres sí, el hígado. Es, desde luego, la víscera de mayor tamaño, luego también debería ser la más importante. Además, en momentos de la historia durante los cuales la violencia era una actividad habitual en las relaciones entre los hombres, se sabía bien que una herida en el hígado era generalmente mortal sin remedio.
El corazón vino pronto a unirse al hígado como supuesto depósito de la vida, adquiriendo este valor asimismo por la constancia de que su lesión solía conducir a la muerte y de que uno de los signos más evidentes del fallecimiento fuese que dejara de latir. En el cerebro seguía sin fijarse la atención.
Por un proceso de deducción tan sencillo como en el fondo erróneo se han venido a asimilar los conceptos de vida y de mente. Sin embargo, una grave deficiencia mental incapacitante, o un estado de coma profundo, no son incompatibles con la vida, al menos con la que se nos puede antojar como meramente vegetativa del individuo.
Una vez que se llegó al convencimiento de que la mente, o lo que se piensa que esta sea, que aún no está del todo claro, se asienta en el cerebro, dieron comienzo los intentos de acercarse a ella para conocerla, estudiarla y, en su caso, curar sus trastornos. Para comprender las enfermedades que afectan a la mente había que establecer en un primer momento lo que se entiende por normalidad para dar el nombre de enfermedad a los comportamientos o formas de pensar que se alejasen de ella. Esto ya constituye un serio problema porque así como es bastante sencillo describir el funcionamiento normal, sano por tanto, del corazón, los riñones o el tiroides, por ejemplo, no lo es igual hacerlo con el de algo tan impreciso como la mente, que el Diccionario de la RAE define nada menos que de esta manera: «Conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo». No sería válido considerar normalidad, como se podría quizá hacer en otro tipo de patologías, a la condición de habitualidad, es decir, a que esa situación se presente en una mayoría de los individuos, por dos razones. Una, porque eso concedería esa naturaleza de normal a padecimientos tan frecuentes como la caries dental, que no deja de ser algo patológico aunque la presente en algún momento de su vida más del noventa por ciento de la población del mundo. Dos, y a mi juicio mucho más importante, porque ya nos advertía Aristóteles de que «no hay genio sin un gramo de locura», lo que condenaría a ser tildados de anormales y enfermos a cuantos genios han sido y son en la sociedad. Entonces, ¿a qué debemos llamar normalidad, o sea, salud en nuestro caso? Pues acudamos ahora a la definición acuñada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el preámbulo de su Constitución: «La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». No aclara mucho, la verdad, y no singulariza la mental entre las demás. Afina algo más esta otra, también procedente de la OMS: «La salud mental se define como un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad». En ella se entrelazan conceptos a su vez difíciles de precisar como lo de las tensiones normales de la vida. Pero, en fin, tendremos que quedarnos con algo y podremos sin demasiado esfuerzo hacerlo con esto, al menos como falsilla para intentar comprender los casos que se citen más adelante.
Ahora repasaremos los procedimientos que el hombre ha ido ideando y practicado para «ver» la mente, dilucidar su normalidad o su dolencia y procurar la curación de esta si es que existe. Aquí no se pueden usar directamente los sentidos corporales para tener acceso a la mente como se tiene a las amígdalas o, con medios auxiliares, hasta a la intimidad estructural y funcional de los órganos más aparentemente inalcanzables como el corazón o el mismo cerebro. La tecnología ha intentado ese acercamiento mediante el recurso a los métodos que utiliza para conocer otras funciones del cerebro.
Electroencefalograma
Así, el primero fue el uso del electroencefalograma (EEG). Las células nerviosas o neuronas producen durante su funcionamiento permanente una actividad bioeléctrica cuyo potencial se mide en microvoltios, es decir, millonésimas de voltio, que sería totalmente indetectable sin la aplicación de sistemas amplificadores muy complejos La electroencefalografía, desarrollada a partir de 1920, consiste en la exploración de esa actividad eléctrica mediante un sofisticado aparato que la registra, a través de una serie de electrodos colocados en la cabeza del sujeto, y registra un trazado gráfico en papel o en formato digital en los más modernos. Además del registro en condiciones basales, esto es, con el paciente en reposo, en vigilia o sueño, se estimula la actividad cerebral haciéndole respirar muy deprisa (hiperpnea) o sometiéndole a estimulación luminosa intermitente, algo parecido a lo que imperceptiblemente se produce al ver la televisión. El EEG es, desde luego, el procedimiento de elección para el estudio de ciertos procesos neurológicos, y en especial de la epilepsia, enfermedad que se manifiesta de muchas formas diferentes, pero en cuanto a la mente, se ha demostrado ineficaz. Solo algunas enfermedades estructurales o funcionales del sistema nervioso central cursan, y eso de manera muy colateral, sin poderse demostrar una relación directa causa-efecto, con alteraciones propiamente mentales; desde luego, no con las más frecuentes y significativas.
Actualmente disponemos en medicina de sistemas muy avanzados para obtener imágenes, es decir, documentación visible, de lo que se oculta detrás de esa especie de caja mágica que es el cráneo. La tomografía axial computarizada (TAC), cuyo invento valió la concesión del Premio Nobel a sus autores, la resonancia magnética nuclear (RMN) o la tomografía con emisión de positrones (PET) han constituido pasos de gigante para que podamos ver esos misterios anatómicos que nos eran inaccesibles en el ser humano vivo. Acoplándoles otros procedimientos, somos ahora también capaces de conocer muchas de las modificaciones más íntimas que allí se producen durante procesos como el sueño, el dolor o ciertas emociones. Pero seguimos sin alcanzar a vislumbrar la mente, el pensamiento humano.
Esto recuerda ese debate periódicamente repetido sobre la existencia de Dios en el que unos la niegan o dudan de ella porque no lo han visto ni en el espacio ni en la mesa de autopsias y otros aducen que la propia naturaleza es prueba suficiente. En este caso nadie ha visto la mente ni ha podido registrarla, pero el hecho mismo de que hablemos de ella es también, parece, prueba de que está en nosotros, puesto que el pensamiento es su prístina expresión. Hay que admitir que es cuando menos dudoso que la mente pueda ser un «producto» de reacciones físicas o químicas; estas reacciones son en esencia iguales en el hombre que en los animales o que en una ameba y, sin embargo, algo inefable nos hace rechazar la suposición de que haya mente en esos seres tan similares desde el punto de vista estrictamente biológico. Mas esto es filosofía y aquí hemos de tratar de otras cosas.
El psicoanálisis
Volviendo, pues, a lo que íbamos, de qué recursos se ha valido el médico de todos los tiempos para acercarse a la mente. En realidad el que se ha demostrado siempre más eficaz es el de utilizar la manifestación más evidente del pensamiento: el lenguaje. En efecto, hablar con el otro y escuchar lo que él nos dice, lo que en cada momento nos quiere o nos puede decir, es la mejor manera de conocerlo. El curador primitivo se sentaba junto al doliente y quizá solo hacía eso, escuchar en silencio; el médico griego, medio sanador y otro medio sacerdote del dios de un templo, hacía lo mismo y quizá preguntaba algo con palabras del oráculo. La mera verbalización del problema mental, como tantas veces del de conciencia, servía para obtener alivio del individuo; si además el momento y el lugar se «adornaban» con alguna parafernalia de escenario o de indumentaria y gestos, mejor que mejor. Casi con seguridad, el que escuchaba no tenía ni idea de qué era lo que sucedía en el hondón de aquella mente atormentada, ni mucho menos de por qué sucedía aquella tribulación del ánimo, pero lo importante, entonces como ahora, era el resultado; «hágase el milagro y hágalo el diablo», sentencia sabiamente el refranero.
Demos un salto, como tantas veces hay que hacer en la historia para entender sus enseñanzas, y plantémonos en la época actual. En la búsqueda de alguna forma de vencer los obstáculos para penetrar en la mente había aparecido en el siglo XVIII como espectacular solución, o eso se creía, la hipnosis. Fue iniciada por el médico austriaco, aunque ejerció casi toda su vida en París, Mesmer, formulador de la famosa Teoría del Magnetismo Animal que venía a decir que todo ser vivo irradia un tipo de energía similar o parecida al magnetismo físico de otros cuerpos y que puede transmitirse de unos seres a otros, llegando a tener una aplicación terapéutica. En síntesis, la hipnosis es un método de obtener en el sujeto, por medios de sugestión, un estado de disociación entre los lados consciente e inconsciente de su estado mental, disminuyendo, en esa situación, notablemente la capacidad de raciocinio y autoconsciencia, por lo que cualquier sugerencia por parte del hipnotizador será admitida como un hecho real. De esta forma, entre otras cosas, se puede hacer que la persona hipnotizada recuerde y reviva hechos de su pasado. Incluso era factible, si el hipnotizador tenía las habilidades adecuadas, borrar de ese lado inconsciente hechos que fueron traumáticos e inductores del trastorno actual del paciente. La hipnosis degeneró en demasiadas ocasiones hacia el disparate y el espectáculo, realizándose sesiones públicas en las que se obligaba a los sujetos en estado más o menos profundo de trance hipnótico a realizar actos disparatados y grotescos. No obstante, algunos médicos supieron aprovechar las innegables ventajas del procedimiento para ayudar a enfermos mentales a reconocer sus problemas escondidos. Uno de estos médicos fue el célebre neurólogo y psiquiatra francés Charcot, que ejercía con notable éxito, sobre todo en casos de histeria, en el famoso centro sanitario parisiense de La Salpêtrière. A finales del siglo XIX entró un nuevo médico en el equipo de Charcot. Era vienés y estaba muy interesado en conocer las relaciones de la histeria con los trastornos del sistema nervioso. Se llamaba Sigmund Freud. Por más que se esforzaba, Freud cada vez se convencía más a sí mismo de que era un mal hipnotizador; no lograba éxitos con las enfermas como su maestro y terminó por abandonar La Salpêtrière para instalarse de forma independiente en Viena. Allí iba a dar comienzo una de las mayores revoluciones del pensamiento de la historia moderna, destinada a cambiar en muchos sentidos la concepción del ser humano y, sobre todo, de la forma de entender su comportamiento en casi cualquier acto de su existencia.
El primer paso que dio Freud fue interesarse por un estado de la conciencia que en parte se asemejaba al estado hipnótico: el sueño natural y los ensueños. Por cierto que el idioma español, tan rico en vocabulario, nos plantea en esta cuestión un problema a quienes lo tenemos por lengua materna. En efecto, en inglés se diferencia claramente entre sleep, «sueño de dormir», y dream, «sueño de soñar»; también el francés distingue sommeil de rêve con los mismos significados. Pero en español la palabra sueño es polisémica y recurrimos a matizar entre «tener sueño» y «tener un sueño», por ejemplo, o debemos crear el vocablo ensueño para referirnos a la segunda acepción. Esto nos dificulta a veces el hablar de estas cuestiones.
Freud se dio cuenta de que el sueño libera la conciencia del individuo de las ataduras y bloqueo de lo que él mismo denominó como superyó, una suerte de censura que la mente establece para soterrar ideas y pensamientos que podrían dañar el comportamiento de la persona para con los demás y también consigo misma. El superyó o superego se va formando, sobre todo en las primeras fases de la vida, a base de enseñanzas de quienes nos rodean y de propias experiencias de lo que en un momento determinado nos hizo algún daño. Una vez que se produce esa liberación, afloran a la mente tales pensamientos y lo hacen en forma de ensueños. El psiquiatra deberá analizar esos sueños tal como los relate el paciente si es que los recuerda, cosa que no sucede siempre ni mucho menos, o con el estímulo de preguntas hábilmente dirigidas. En ese fondo reprimido durante la vigilia se encuentran muy a menudo las causas del estado patológico, pues desde allí dentro tienden a salir alterando algunas o muchas facetas del comportamiento; si se consigue que el paciente vea con claridad el origen del problema y lo asuma con naturalidad, será más fácil ponerle remedio. A esto es a lo que se denomina psicoanálisis.
Por supuesto que la teoría y el procedimiento psicoanalíticos son mucho más complicados que lo que he intentado exponer en este obligadamente corto comentario, pero este no es un texto de psiquiatría. Lo que he querido resaltar es cómo el más avanzado sistema de explorar la mente regresa a los métodos del más antiguo por mucha sofisticación que lo adorne: la palabra, la verbalización del pensamiento.
Los complejos
Uno de los hallazgos más sugestivos del psicoanálisis y, desde luego, quizá el más conocido popularmente ha sido la creación del concepto de «complejo». Académicamente este se define como «conjunto de ideas, emociones y tendencias generalmente reprimidas y asociadas a experiencias del sujeto, que perturban su comportamiento». Un enunciado, como se ve, que se acomoda a la perfección a los objetivos perseguidos por el método psicoanalítico. Fue el mismo Freud quien describió el más famoso de todos, el complejo de Edipo, tomando el nombre de un personaje de la mitología griega que protagoniza una obra teatral de Sófocles. Se trata, como casi todo el mundo conoce, de un amor patológico del hijo por la madre. Según Freud, todo niño subconscientemente desea a su madre y odia a su padre. «El pequeño se da cuenta —escribe el psicoanalista— de que el padre toma un matiz de hostilidad, debido a este mismo hecho, y acaba por confundirse con el deseo de sustituir al padre junto a la madre.» Esta situación surge entre el tercer y quinto año de la vida, y se resuelve en el sexto. Muchos no logran superar este conflicto psicoemotivo y canalizarlo en un amor normal. La no superación significa una grave perturbación evolutiva a una neurosis.
El número de complejos descritos después de este ha ido creciendo hasta poder llenar tratados completos, y muchos reciben también singulares nombres de la mitología o de la historia que permiten identificarlos casi de inmediato. Voy a citar solo algunos de ellos, los más curiosos, porque una relación más extensa haría interminable este apartado.
Complejo de Electra: Descrito por Jung, primero discípulo y luego rival de Freud, es similar al de Edipo pero en este los papeles del hijo y la madre se cambian por la hija y el padre.
Complejo de Agar y Sara: Tendencia masculina, de forma inconsciente o no, a clasificar a las mujeres en dos grupos: las buenas, puras e intocables a semejanza de la madre; y las malas, aptas para la satisfacción sexual, pero indignas de amor. El hecho fue anotado por Freud y bautizado por la psicoanalista francesa Maryse Choisy, aludiendo a un episodio bíblico: Sara, mujer de Abraham, creyó que no podía tener hijos y autorizó a su esposo para que cohabitara con su esclava egipcia Agar, de la que tuvo un hijo llamado Ismael. Pero como más tarde Sara tuvo un hijo, Isaac, el patriarca expulsó de su casa a Agar e Ismael.
Complejo de Antígona: Fijación excesiva en la figura de la madre e incapacidad para aceptar las leyes de la vida y del amor. Según la mitología y la caracterización dramática de Sófocles, Antígona consagró su vida al cuidado de Yocasta y Edipo: sus padres.
Complejo de Aristóteles: Rebelión del hijo contra el padre, del discípulo contra el maestro. El nombre alude a la oposición que tuvo Aristóteles hacia su maestro Platón. El discípulo trata de destruir la obra de su iniciador para imponer la suya, nueva y propia. Alfred Adler modificó las doctrinas psicoanalíticas de su maestro Freud para imponer sus propias teorías. Un adagio antiguo reza: «El iniciado mata siempre a su iniciador».
Complejo de Eróstrato: Según la leyenda, Eróstrato incendió el templo de Diana, en Éfeso, para pasar a la posteridad, ya que no tenía ningún mérito para conseguir fama. Forma peculiar del complejo de inferioridad de gran incidencia criminógena. No importan los medios con tal de distinguirse, sobresalir, que se hable de uno.
Complejo de Hamlet: Vacilación para actuar debido a la duda, el escrúpulo y la meditación excesiva. El príncipe de Dinamarca de la obra de Shakespeare resulta el símbolo de la irresolución.
Complejo de Münchausen: Mentiras, historias inverosímiles en las que el narrador, protagonista de sus cuentos, se impone como «superior» sobre sus oyentes. Mecanismo de compensación a una situación de inferioridad. El barón de Münchausen protagoniza tres novelas del siglo XVIII en las que relata aventuras extraordinarias e inverosímiles que lindan con el absurdo.
Complejo de Narciso: Narcisismo. Sobrestimación de sí mismo. Fase infantil del desarrollo caracterizada por el deseo de ser amado, con preferencia al deseo de amar. El narcisista no logra superar esta fase evolutiva, queda atrapado en el yo. En la elección del objeto amoroso escogerá siempre bajo la influencia inconsciente de la imagen que se tiene formada de su propio yo, buscando en él una especie de réplica de sí mismo. En la mitología griega, Narciso era un bello pastor que, al inclinarse sobre el agua de una fuente para beber, percibió su imagen y se enamoró de sí mismo.
Complejo de Pulgarcito: El hijo menor de una familia en que hay numerosos hermanos y hermanas acusa una psicología particular. Señaló Adler el hecho de que, por regla general, allí donde hay muchos hermanos suele ser el más pequeño el que llega más lejos en la vida. Compensación obtenida por el niño más joven, o el niño malogrado y despreciado por la familia. El propio Adler señaló al respecto el cuento popular Pulgarcito.
Las fobias
Otro de los resultados del psicoanálisis, emparentado con el de los complejos, ha sido la explicación de las fobias. En este caso se habla de fobias para referirse, de acuerdo con la RAE, a una aversión obsesiva a alguien o a algo que se manifiesta a menudo como un temor irracional compulsivo, capaz en ocasiones de paralizar por completo la actividad del individuo. Las auténticas fobias son en la mayor parte de las ocasiones incomprensibles para el espectador que presencia sus consecuencias, pero tampoco el protagonista podría explicarlas siempre, o al menos verbalizar su justificación. Y sin embargo, seguramente nadie esté en absoluto libre de padecer alguna a lo largo de su comportamiento cotidiano. Mire cada cual a sus adentros con la objetividad que el caso permite y se sorprenderá.
Desde luego, siempre resultan más llamativas las ajenas. A veces son hasta divertidas y forman parte del conjunto de rarezas de la personalidad humana: el individuo que camina por la calle preocupado de no pisar las rayas del pavimento; el que jamás saldrá de una estancia dando el primer paso con el pie izquierdo; el que siente miedo a los gatos o a los pájaros o a los insectos. Y así podrían hacerse catálogos interminables.
Proceder a la descripción de distintas enfermedades mentales, sobre convertir esta obra en lo que no pretende ser, transformaría la narración en un aburrido manual de medicina. Creo preferible ir relatando solo algunos casos de tales enfermedades con la presencia de personajes afectados de ellas; de esa manera podremos asistir a su descripción como con más «intimidad».
Juana la Loca
Uno de los ejemplos más significativos de la enfermedad mental denominada esquizofrenia paranoide, que luego se describirá, lo encontramos en la reina Juana, la hija de los Reyes Católicos, conocida precisamente en nuestra historia con el apelativo de la Loca. En esa historia, en su versión más popular que se aprende desde el colegio, se destaca la influencia que en el desencadenamiento de las actitudes de Juana hubo de tener la pasión amorosa que sintió por su marido Felipe de Habsburgo el Hermoso. Era este el hermano de aquella Margarita casada con el príncipe don Juan de cuyas impetuosas relaciones sexuales se trata en el capítulo 9, y que pudo ser reina, y seguramente buena, de España. Sin embargo, veremos que esta interpretación de la locura del personaje, sin ser del todo falsa, no es sino parcial, aunque, eso sí, hace más atractivo el relato de un episodio trágico y, desde luego, de gran trascendencia para el futuro de España.
Cuando Felipe casó con doña Juana, tercera hija de los Reyes Católicos, su horizonte como rey de España no era ni siquiera imaginable. Pero en el curso de muy poco tiempo murieron el príncipe don Juan, la reina Isabel de Portugal y, en plena niñez, con dos años, el hijo de esta, don Miguel, a quien su abuela materna, la reina Católica, había cuidado con especial cariño y cuyo cuerpo descansa en su mismo panteón de la Capilla Real en la catedral de Granada. En este niño se hubieran unido las coronas de Castilla, Aragón y Portugal con el consiguiente cambio del panorama europeo. Pero no pudo ser; el destino tenía otros planes absolutamente diferentes: ¿mejores?, ¿peores? La historia es como una mujer que no puede impedir que se sueñe con ella y que en sueños se la manosee, pero no permite que se la toque en la realidad de estar despiertos.
Así pues, doña Juana se convirtió por carambolas del destino en heredera. Ella no tenía ninguna ambición, pero su marido poseía la de los dos y bastante más añadida. Y disfrutaba de un poder que le venía otorgado por la pasión que Juana sentía hacia él. Lo de la infanta fue un deslumbramiento como lo había sido el de su hermano con Margarita, y el comportamiento sexual de Felipe también era espectacular, y más para una mujer que nunca vio más allá de lo que miraban los ojos de su madre, que en ese aspecto no se distinguió por fantasías. La salud mental de doña Juana tenía, desde luego, una tara hereditaria que le venía de su abuela materna, Isabel de Portugal, con la que se casó en segundas nupcias el rey Juan II de Castilla, padre de la reina Católica.
Doña Juana se volvió, literalmente, loca de amor por su bello marido, a cuyo encuentro en Flandes, sin conocerle, partió desde Laredo escoltada por un gran cortejo de nobles en una expedición con 131 barcos y 15 000 hombres, pero separándose por primera vez en su vida de las haldas de su madre. Esta situación de soledad acompañada debió de ser durísima para la muchacha de diecisiete años, que no sabía en absoluto lo que la esperaba en aquel lejano y umbroso país, tan diferente de la soleada Castilla. Pero cuando al cabo de muchas semanas de viaje por mar y tierra vio el rostro y la compostura de el Hermoso, dio por bien empleado el sacrificio. Y más que Felipe, conocedor sobrado de dónde radicaban sus poderes, cumplió su deber conyugal en el lecho con prontitud —obligó a acelerar los trámites religiosos y legales de la boda por la prisa en consumar el matrimonio— y, a lo que parece, con artes y refinamientos que embelesaron a la recatada castellana. Era esta, por cierto, una mujer muy guapa, como puede verse en algunos retratos que se conservan, por ejemplo el pintado por Juan de Flandes, que algunos comentaristas atribuyen a su hermana Catalina de Aragón, y que se guarda en el Museo Thyssen de Madrid. Felipe, una vez cumplido el trámite de la noche de bodas, se dedicó, con la mayor naturalidad y sin preocuparse en absoluto por lo que pudiera pensar de ello su esposa, a picar aquí y allá entre el nutrido plantel de beldades que revoloteaban a su alrededor. Doña Juana no entendió esa forma de actuar, ni tampoco lo hicieron los miembros españoles de su séquito, que enviaron pormenorizados y repetidos informes a la corte de Isabel y Fernando. Mas el criterio de estos fue, reprimiendo su instinto paternal y la violencia que se hacía a sus convicciones, al menos a las de Isabel, considerar que no debían inmiscuirse en los asuntos del matrimonio de sus hijos. A Felipe no le importaban lo más mínimo los reproches de Juana primero y los cada vez más violentos ataques de celos después. Unas veces los ignoraba, otras muchas los aplacaba con un método en el que era maestro: dedicarle una o dos noches a la esposa ávida de su amor tanto como de las delicias sexuales que él sabía ofrecerle. Esta conducta, que nos parece tan reprensible y abominable, es, sin embargo, común entre hombres de esa calaña en todos los tiempos: se saben dominadores de la voluntad de sus mujeres a través de la dependencia física que sexualmente han sabido establecer. Son, desde luego, mujeres de una condición especial aunque frecuente, en las que la sexualidad, quizá reprimida anteriormente por convencionalismos y otras razones de diverso peso, se desata al primer contacto con sus efusiones eróticas y prima desde entonces sobre cualquier otra manifestación de la voluntad; no son ninfómanas ni mucho menos, pues solo conocen y desean la relación con su pareja, por lo general la primera que han tenido, pero son esclavas de esa pasión monógama hasta el punto de serlo de quien se la satisface.
El desequilibrio en la predispuesta mente de doña Juana se aceleró con los desaires amorosos y la llevó a comportamientos que hoy describiríamos como paranoides. Mandaba seguir a las damas de la corte que suponía que eran el objeto de deseo de su marido, aunque en esta misión no daba abasto porque Felipe mudaba de cama mucho más, desde luego, que de ropa; en ocasiones se enfrentó públicamente con alguna de ellas y hasta, armada de unas tijeras, le cortó el pelo, que entonces como ahora es uno de los signos más importantes del atractivo sexual femenino. Vigilaba ella misma día y noche a su marido y fue precisamente en una de esas jornadas, durante la celebración de una fiesta en el palacio de Gante, cuando se sintió repentinamente indispuesta, con un fuerte dolor en el vientre y fue llevada por sus camareras a las letrinas por si se trataba de una urgencia digestiva. Pero no. Lo que sucedía es que doña Juana estaba embarazada de su segundo hijo —antes había nacido la infanta Leonor— y, desentendida en su obsesión de los síntomas anunciadores del alumbramiento, había llegado al comienzo del parto. Allí, en ese sórdido lugar, nació la criatura, nada menos que Carlos, futuro rey de España, César del Sacro Imperio y señor de más de medio mundo.
Al año siguiente vinieron por primera vez juntos a España para ser solemnemente jurados como herederos de Castilla y Aragón en las cortes de Toledo y Zaragoza respectivamente. Cumplido este trámite, Felipe se apresuró a regresar a Flandes, aunque Juana se quedó con sus padres por estar nuevamente embarazada y desaconsejarle los médicos el viaje. Juana permaneció un tiempo en España, primero en Segovia y luego en Medina del Campo, acompañando a su madre, la reina Isabel. Ya entonces los signos de su enajenación mental eran evidentes para cualquiera. Solo pensaba en volver a Flandes, pues estaba segura de que allí su marido continuaba, más libre ahora sin su presencia, con las aventuras galantes; y, desde luego, no se equivocaba. En el invierno de 1503, durísima estación en estos lugares de Castilla la Vieja, una noche se escapa medio desnuda de la casa-palacio de la plaza Mayor en Medina, gritando que va a buscar a Felipe. Isabel, ya muy enferma del cáncer de útero que la llevará a la muerte pocos meses más tarde, tiene que salir personalmente a recogerla de las calles y hacerla regresar a su dormitorio. La locura iba en aumento y cada acción desquiciada era un tormento añadido para la reina, que veía desmoronarse, otra vez, el edificio de su familia.
Por fin vuelve a Flandes y se encuentra al esposo en plena incontinencia sexual con un enjambre de damiselas, y así va a seguir, sin ocuparse de ella más que en muy contadas ocasiones; como siempre, una relación de una noche que la deja satisfecha por una temporada cada vez más corta. Parece que no va a poder aguantar mucho tiempo la situación, pero un suceso viene a cambiar por el momento el curso de los acontecimientos. En Medina, el 26 de noviembre de 1504, muere Isabel la Católica y el rey Fernando, que podía ser muy inconstante en las obligaciones conyugales con su esposa, pero que era un estricto cumplidor de los compromisos políticos que ambos firmaron al casarse, hace llamar a Juana y a Felipe para que asuman la titularidad del reino de Castilla. Isabel, en su célebre y ejemplar testamento, había dejado a su marido el encargo de velar por el porvenir de Juana, sabedora la inteligente reina de la insania de su hija y de las ambiciones sin límite que albergaba su yerno.
El enfrentamiento entre ambos reyes provoca que Fernando primero se retire a sus territorios italianos y después, como se cuenta en el capítulo 9, busque una alianza con Francia y se case con Germana de Foix en la esperanza de tener un nuevo hijo varón que herede el reino aragonés, aunque ello suponga desgajar la reciente unidad española.
En septiembre de 1506, estando en Burgos, Felipe fallece a consecuencia probablemente de una pulmonía. Como es habitual, no faltaron las voces que insinuaron la teoría del envenenamiento como sucedía siempre que un personaje conocido, y más si tenía responsabilidades de poder, moría inopinadamente a una edad juvenil. De cualquier modo, esas hablillas duraron lo que un soplo: en todo el reino de Castilla muy pocos iban a sentir pesar por la muerte de aquel rey si no eran los directamente beneficiados por su arbitraria administración. Lo de Juana fue, naturalmente, distinto y desgarrador. El historiador Prudencio de Sandoval, que escribió la crónica del reinado de Carlos V, lo describe así: «La reina doña Juana, su mujer, sintió su muerte en extremo; y dicen que el sumo dolor que le acarreó su muerte y sus continuas lágrimas la estragaron el juicio, alterado ya». Doña Juana, embarazada otra vez como fruto de una de las últimas falsas reconciliaciones de sexo y mentiras, va a perder del todo el juicio y a emprender una siniestra peregrinación con el cadáver de Felipe que, imposible de pasar desapercibida para todo el mundo, hace que el pueblo dé a la reina el sobrenombre con el que ha quedado en la historia: la Loca.
Primero se niega a reconocer que su idolatrado esposo ha muerto y permanece abrazada durante horas a su cuerpo, teniendo que ser separada por los servidores. Luego decide llevar el cadáver a la cartuja de Miraflores, en el alfoz de Burgos, donde yacen sus abuelos maternos y su tío don Alfonso. Allí permanece en su compañía unos meses hasta que deba ser trasladado a la Capilla Real de Granada. Pero al declararse una epidemia de peste en la ciudad, iniciará la auténtica peregrinación mil veces narrada. En lo más duro del invierno castellano, como cuando huyó desnuda del palacio de Medina, se pone en marcha la comitiva que debería dirigirse a Granada, pero que zigzaguea por Castilla. La imagen del lúgubre cortejo la ha plasmado el pintor Francisco Pradilla, al más puro estilo de la iconografía romántica, en un conocidísimo lienzo que cuelga en el Casón del Buen Retiro en Madrid. De noche, en descampado, en mitad de una ventisca heladora que hace culebrear los ropajes y amenaza con apagar el fuego de los cirios, está doña Juana vestida de riguroso luto, con una toca monjil en la cabeza; los otros personajes de la escena son soldados que se mantienen alejados, hombres con atavío oscuro, un barbudo fraile orante y mujeres, casi todas ancianas, también enlutadas que se arrebujan como pueden del viento y del frío alrededor de una pobre hoguera; y, en el centro, el féretro de don Felipe, cubierto por un tapiz negro en el que están bordadas las águilas bicéfalas de los Habsburgo y los castillos y leones de su efímero reino español. Y lo terrible es que las cosas debieron de ser exactamente así y durante meses.
Doña Juana no quiere separarse ni un momento del ataúd, cuya llave cuelga de su cuello como una medalla devota. En el trayecto sin destino fijo no permite que la fúnebre comitiva entre en ciudades o pueblos grandes; se detiene por las noches en pleno campo o, como mucho, en algún convento, pero solo si este es de hombres, pues teme que alguna monja, mujer al cabo, pueda acercarse a Felipe; únicamente mujeres ancianas, como las del cuadro, forman parte de la compañía. Con frecuencia abre el ataúd para ver de nuevo el rostro de Felipe y se abraza a su cadáver, que, por cierto, no había sido embalsamado perfectamente, por lo que estaba en proceso de descomposición. En todo momento teme que le roben el marido o, más todavía, que cualquier mujer lo seduzca como tantas veces había sucedido. No admite de ninguna manera que aquellos no son más que los restos putrefactos de lo que fue un hombre hermoso; para ella, él sigue tan vivo y tan bello como cuando la embriagaba con sus caricias y galanteaba por los salones de los palacios. En una ocasión tienen que detenerse durante unos días en la villa de Torquemada para que la reina dé a luz a su hija Catalina, pobre muchacha que nació en escabrosas circunstancias y a quien la vida le tenía ya destinado un porvenir no menos dramático. Luego, apenas recuperada del parto, la comitiva se pone de nuevo en marcha con una chiquilla envuelta en pañales entre sus componentes.
El duro itinerario finalizó en febrero de 1509 en Tordesillas, donde doña Juana depositó el féretro en la capilla del convento de Santa Clara, en un lugar que podía ver sin dificultad desde las dependencias del castillo-palacio que pasó a ocupar junto con su pequeña hija y una reducida corte. La Loca no salió ya nunca de Tordesillas; permaneció recluida, bajo estricta y a veces cruel vigilancia, ¡cuarenta y seis años!, durante los cuales, sin embargo, fue reina titular de Castilla y, tras morir Fernando, reina de Aragón. En ese larguísimo tiempo recibió pocas y breves visitas: la última de su padre, solo dos de su hijo Carlos, los jefes de los Comuneros que pretendieron, sin lograrlo, que firmase documentos a favor de su causa en la guerra que las Comunidades mantenían contra el primer gobierno extranjerizante de su hijo, y la de Felipe II, su nieto. Tomó algunas decisiones, como la de la embajada comunera, que dejaban entrever detalles de lucidez, pero la mayor parte del tiempo daba muestras de gravísima locura, alternando prolongados períodos de mutismo, ayuno y dejadez higiénica extrema con otros de exaltación y agresividad que obligaban a encadenarla como a un condenado en una mazmorra. Durante dieciséis de esos años solo tuvo como compañía fiel a su hija Catalina, que sufrió injustamente el mismo encierro y en las mismas condiciones de la madre hasta que fue rescatada por su hermano Carlos, que la casó con el rey Juan III de Portugal, llegando a ser abuela de otro célebre y malaventurado personaje de la historia: el rey don Sebastián de Portugal, desaparecido en la batalla de Alcazarquivir e involuntario propiciador de la unión entre los dos países peninsulares.
Nunca dejó de evocar a don Felipe y seguramente en los cortos períodos de lucidez y en muchos de los de alucinación se sentía de nuevo arropada por sus brazos y escuchando sus hipócritas frases de arrepentimiento mientras la hacía subir hasta los cuernos de la luna con sus caricias más íntimas. Al final de sus días tuvo alguno de sus raros momentos de claridad de juicio cuando recibió el consuelo espiritual de un sacerdote jesuita que, tiempo atrás, había sido destacado militar en la corte de don Carlos, llamado Francisco de Borja. El jesuita escribió al rey que doña Juana era consciente de sus actos y que seguramente su situación de encierro era innecesaria. Asimismo fue Francisco quien le administró los sacramentos el día de su muerte, el 12 de abril de 1555, y volvió a dejar por escrito que había comprobado en la reina «muy diferente sentido en las cosas de Dios del que hasta allí se había conocido en su Alteza».
Nos queda por dilucidar, cosa harto difícil cuando se intenta de forma tan retrospectiva, la enfermedad mental que pudo padecer doña Juana. Quizá los mejores estudios al respecto sean los llevados a cabo por el ya citado doctor Juan Antonio Vallejo-Nágera, psiquiatra, en Locos egregios y por su hija Alejandra, psicóloga, en Locos de la historia. Ambos coinciden en el diagnóstico de esquizofrenia paranoide y así lo recoge también el profesor Manuel Fernández Álvarez en su magnífica biografía sobre el personaje. Vallejo-Nágera padre, en su libro Introducción a la psiquiatría, describe así la enfermedad:
La esquizofrenia es un trastorno fundamental de la personalidad, una distorsión del pensamiento. Los que la padecen tienen frecuentemente el sentimiento de estar controlados por fuerzas extrañas. Poseen ideas delirantes que pueden ser extravagantes, con alteración de la percepción, afecto anormal sin relación con la situación y autismo entendido como aislamiento. El deterioro de la función mental en estos enfermos ha alcanzado un grado tal que interfiere marcadamente con su capacidad para afrontar algunas de las demandas ordinarias de la vida o mantener un adecuado contacto con la realidad. El psicótico no vive en este mundo (disociación entre la realidad y su mundo), ya que existe una negación de la realidad de forma inconsciente. No es consciente de su enfermedad. La actividad cognitiva del esquizofrénico no es normal, hay incoherencias, desconexiones y existe una gran repercusión en el lenguaje, pues no piensa ni razona de forma normal. El comienzo de la enfermedad puede ser agudo, es decir, puede comenzar de un momento para otro con una crisis delirante, un estado maníaco, un cuadro depresivo con contenidos psicóticos o un estado confuso onírico. También puede surgir de manera insidiosa o progresiva.
Estos pacientes, no obstante la gravedad y aparatosidad del cuadro clínico, tienen períodos de lucidez, bien que muy cortos según avanza la enfermedad, durante los cuales pueden razonar con normalidad e incluso de forma llamativamente inteligente que sorprende a quienes los rodean. En el caso de Juana la Loca ya hemos visto alguno de esos momentos. Su proceso encaja a la perfección con dicho diagnóstico.
Mucho se ha hablado de los delirios de celos como la manifestación más evidente y seria de su personalidad. Lo primero que debiéramos hacer es conocer la definición que da la RAE de los celos: «Sospecha de que la persona amada mude su cariño». Según esto, doña Juana no tenía sospecha alguna, sino certeza absoluta, con lo que el argumento pierde su base principal.
El caso de Juana, si es que lo suyo puede denominarse celos según la definición académica, se encuadra dentro de su más importante patología psiquiátrica de la esquizofrenia paranoide. Tuvo celos de la sexualidad de su marido como pudo tenerlos en otras circunstancias de la belleza de una mujer aunque nunca se hubiese cruzado con el esposo; o de alguien con el pelo o los ojos más hermosos que los suyos; o de aquel que, a su juicio trastornado, destacase en alguna actividad de la vida por encima de ella; o de cualquiera que en realidad no tuviera ninguno de esos dones pero a quien su imaginación enfermiza se los adjudicase. La justificada inquietud de ella se pudo convertir en obsesión delirante por efecto de la enfermedad, pero el factor desencadenante estuvo desde el principio fuera de la mente y es indudable. Lo suyo fue una patología subyacente que reventó, por decirlo así, ante la frustración del sentimiento de atracción sexual; así hubo de ser pues la pareja no tuvo ocasión de establecer lazos de otro tipo dado que solo se reunían para mantener esas relaciones, fundamentales y exclusivistas en ella, volanderas y carentes por completo de afecto amoroso por parte de Felipe. Juana solo fue una enferma al desarrollo de cuya sintomatología contribuyó la insensatez de su marido. Hoy recibiría tratamiento especializado, no muy eficaz por desgracia, en un centro sanitario y no en la lobreguez de una prisión encubierta con el sarcástico nombre de palacio.
Los primeros Borbones
La nueva dinastía Borbón que comienza a reinar en España en 1700, tras la muerte de Carlos II el Hechizado, último eslabón de la casa de Austria, estuvo marcada en sus primeros representantes por el padecimiento de graves taras mentales. El rey Felipe V, tras más de treinta años de ceñir la corona española, se encontraba afectado por una gravísima enfermedad que los psiquiatras identifican hoy con la psicosis maníaco-depresiva. Su síntoma principal en el monarca era una profunda depresión —o melancolía como entonces se denominaba— que lo hacía permanecer días y semanas en la cama sin permitir el más mínimo aseo personal, con un hedor que se hacía insoportable a su alrededor, musitando palabras inconexas y con actitudes infantiloides como chuparse el dedo o gritar creyéndose muerto y enterrado. Otras veces, durante las fases maníacas de la enfermedad, recorría semidesnudo el palacio, salía a los jardines en camisón y lleno de mugre o incluso llegaba a agredir a la reina. Esta era la italiana Isabel de Farnesio, mujer de armas tomar donde las hubiera que, sin embargo, aguantaba con paciencia el estado de su marido temiendo que de alcanzar el trono el hijo de Felipe y de su primera esposa, el futuro Fernando VI, le irían a ella peor las cosas.
Los médicos que atienden al rey no dudan de que su vida se está acabando y que en muy poco tiempo morirá sin remedio en esa situación catastrófica de progresivo deterioro mental. No obstante, el monarca mejoró de su grave dolencia gracias a la acción terapéutica de la música, en concreto a la voz prodigiosa del castrato Farinelli, como narramos por extenso en el capítulo 9.
Al hablar en el capítulo 9 de la medicina de la sexualidad he tenido ocasión de ocuparme del asunto de las maravillosas cualidades para el canto desarrolladas por ciertos artistas sometidos en su niñez a la emasculación, los castrati.
Como esta enfermedad tiene un importante componente hereditario en su génesis, su hijo Fernando también la padeció y con sintomatología muy similar. El palacio de Boadilla del Monte, en las proximidades de Madrid, se convirtió en un lugar sórdido al que asimismo acudió Farinelli para ejercer su labor curativa con el canto y, al parecer, con buenos resultados ocasionales mientras permaneció en la corte de Fernando VI y Bárbara de Braganza.
El relato de estos episodios en la vida de ambos reyes sobrecoge el ánimo de quien se asoma a esa época si considera que en el mismo tiempo España ejercía aún uno de los principales papeles en la historia universal y que en los aledaños de semejantes personajes se tejía y destejía el destino de millones de personas en los cinco continentes.
Robert Schumann
De entre todas las artes es la música la que cuenta entre sus practicantes con un mayor número de individuos que han padecido algún tipo de trastorno mental; esto es, en principio, un mero dato estadístico del que no sería fácil extraer conclusiones médicas ni quizá de otro tipo. Tal vez al ser un arte inmaterial, evanescente por su propia naturaleza, tenga un contacto más íntimo con el pensamiento, que también discurre por espacios indefinibles para la geometría que pueden dibujar los sentidos. Comoquiera que sea, lo cierto es que la historia de la música está sembrada de artistas que en sus comportamientos personales se salen bastante de los cánones de normalidad psíquica que cada época ha establecido, porque en esto hay que reconocer que no todos los tiempos históricos han tenido los mismos criterios. La música, efectivamente, se lleva la palma en cuanto a personajes con alteraciones mentales, pero hay que convenir en que el arte en general, sobre todo cuando su producción roza o entra de lleno en la genialidad, no ha solido transitar por los caminos trillados de lo que consideramos como normalidad. Se han escrito numerosos ensayos sobre esta circunstancia y ninguno llega a conclusiones universalmente válidas; quizá sea mejor así, porque si algún día se consiguiera desentrañar el misterio del genio y darle una explicación racional, la vida perdería uno de sus principales encantos.
La enfermedad orgánica se asocia a la idea del dolor y a la de una mayor o menor invalidez física en el individuo que la padece. En el caso de la enfermedad mental nos cuesta más entender que tenga esas mismas características: dolor e invalidez; y sin embargo, están igualmente presentes e incluso puede que de forma más intensa e insufrible. El enfermo mentalmente sano es capaz de encontrar mecanismos mentales que, si no le quitan el dolor, le ayudan a sobrellevarlo, al menos en algunos momentos; además atenderá y quizá pueda usar en su beneficio las palabras y los actos que a su favor digan y realicen quienes están a su alrededor. El enfermo psíquico tiene por lo general bloqueada por la enfermedad su capacidad de empatía y cerradas esas vías de comunicación. Si todo doliente está de algún modo solo, y esa es la íntima y auténtica tragedia de la enfermedad, el enfermo mental está absolutamente solo y esa es, además de la tragedia, su desesperación.
A la hora de elegir un nombre para personificar una enfermedad mental en un músico la opción se hace difícil, pero creo que Robert Schumann reúne varias condiciones ideales para servir de ejemplo. Padeció una forma muy grave y compleja de enfermedad; desarrolló todo el cortejo sintomático; tuvo a su lado a una persona excepcional que le cuidó sin resultado, su esposa Clara Wieck, artista ella misma; vivió en una época como el Romanticismo, proclive a la aparición de singulares personalidades; y es un artista de extraordinaria categoría por su obra musical, en la que no dejó de influir su estado mental, pero siempre para hacerla más admirable, no para destruir su creatividad. Ciertamente la historia de Schumann podría ser una novela de las que se publicaban contemporáneamente a su real biografía.
El diagnóstico de su enfermedad es complicado, pues parecen haberse juntado una esquizofrenia paranoide con una psicosis maníaco-depresiva y con otras graves alteraciones neuróticas. Como es frecuente en estos casos, se encuentran antecedentes patológicos en su familia: de la madre se decía que era «anormalmente sensitiva y nerviosa», y su hermana Emilia se suicidó cuando él tenía dieciséis años, acontecimiento que le provocó una profunda depresión de la que nunca llegó a reponerse y un perpetuo temor a su propio suicidio, algo que intentaría varios años después. Uno de sus primeros actos demostrativos de demencia fue querer modificar sus manos para que se parecieran a las de su idolatrado Listz, famosas por la longitud y extraordinaria movilidad de los dedos que le permitían alardes inigualables en el piano. Schumann, cuya primera vocación fue la de intérprete de este instrumento, forzó las articulaciones con ejercicios violentos y colocándose en la mano un aparato de madera diseñado por él. Lo que consiguió fue dislocarse las finas articulaciones y que se le anquilosaran los dedos de la mano derecha. Acudió a todos los médicos posibles y también a curanderos y charlatanes, pero ya nunca pudo usar con soltura esa mano. Con ello se frustró su carrera como concertista, aunque a partir de entonces dedicó todo su arte a la composición, con lo que puede que la música universal saliera ganando.
Pasaba por largas fases depresivas durante las cuales se apartaba de toda actividad y compañía exigiendo silencio absoluto a su alrededor; en otras de euforia febril podía componer docenas de páginas en un solo día. A veces sufría alucinaciones visuales y auditivas; en el curso de algunas de estas últimas piensa que otros autores ya fallecidos como Mendelssohn o Schubert le dictan la música y él la transcribe al pentagrama. Se dedica a prácticas espiritistas y ocultistas y cada vez las alucinaciones son más frecuentes. Su carácter atrabiliario le enemista con todos, familiares, amigos y colegas, acentuando su soledad. En 1854, consciente de su locura, pretende ingresar voluntariamente en el manicomio de su ciudad, pero es de noche y no le abren las puertas. A los pocos días se arroja al Rin, siendo rescatado por unos pescadores. Al final de su vida es ingresado por fin en un manicomio cerca de Bonn, donde muere el 28 de julio de 1856.
Desde el punto de vista médico, Schumann fue un verdadero loco en el más estricto sentido que el común de las gentes da a este término. Y no obstante, su obra artística fue genial, asombrosa, constituye quizá la más alta consagración del romanticismo musical, como si las gravísimas alteraciones de su mente no hubiesen interferido casi milagrosamente con el arte que en ella se atesoraba.
Lo más probable es que Schumann no hubiese podido desarrollar sus cualidades de no haber unido su vida a Clara Wieck, Clara Schumann para la historia. Era una intérprete musical excepcional, que dio conciertos por todas las grandes ciudades europeas incluyendo los palacios reales y que fue durante muchos años mucho más famosa que su marido, el cual se torturaba por esta situación de desigualdad. Sin embargo, luego prácticamente renunció a su trabajo para dedicarse en cuerpo y alma a su marido. Fue la inspiración de numerosas obras de Robert y, desde luego, su primera intérprete. Al enviudar convivió, aunque sin contraer nunca matrimonio, con otro genio alemán de la música, Johannes Brahms, que había sido discípulo preferido de Schumann.
Van Gogh
Cuando contemplamos los cuadros de este pintor holandés, uno de los más destacados representantes del estilo impresionista, que se exponen en los diversos museos de todo el mundo, o cuando sabemos que alguna de sus obras ha alcanzado las mayores cotizaciones jamás conocidas en el mercado del arte, nos cuesta hacernos a la idea de que esas pinturas tan bellas fueron realizadas por alguien con un grave deterioro mental y que durante toda su vida fue un continuo fracasado. La admiración de un cuadro de Van Gogh debería ir unida a la meditación sobre el profundo y desgarrador drama humano que constituye el fracaso de las ilusiones, de la vocación, sea cual sea el origen real del mismo.
Vincent van Gogh nació el 30 de marzo de 1853 en un pequeño pueblo de Brabante, la región del Flandes holandés que durante siglos estuvo tan unida a la historia de España. Su familia era una de las principales del lugar por cuanto su padre era el pastor luterano de la comunidad. De siempre le poseyó un temor reverencial hacia el padre, hombre enérgico y dominante, muy imbuido de esa rigidez moral y de costumbres que caracteriza a la religiosidad protestante flamenca y que tan magistralmente supo captar la pintura de sus artistas en los siglos XVI y XVII: ropajes negros, gesto adusto —¿cuántas sonrisas pueden verse en las obras de aquellos pintores frente a las de sus contemporáneos católicos del Mediterráneo?—, austeridad decorativa en el entorno capaz de enfriar el ánimo más templado, etcétera.
El otro afecto, bien distinto, que desarrolló Vincent fue hacia su hermano Theo, quien constituye uno de los personajes más atractivos y entrañables de la historia del arte. Entre Theo y Vincent existió siempre un amor fraternal que si no permitió a este ser feliz, al menos mitigó buena parte de los sufrimientos que hubo de padecer. Theo admiró desde la niñez a su hermano, le sostuvo en todas sus vicisitudes y quizá sin su abnegada labor no existiría hoy la figura universal de Van Gogh. Además, Theo guardó todas las cartas que Vincent le escribió en años sucesivos, más de ochocientas, lo cual ha permitido a los historiadores reproducir casi día a día la vida del pintor; estas cartas contienen confidencias, comentarios de todo lo que Vincent ve a su alrededor, datos de casi cada una de sus obras —incluso apuntes de alguna de ellas— y mil detalles que ayudan a configurar su compleja y atormentada personalidad.
La primera vocación que sintió Vincent fue la de imitar a su padre. Acudió a los Mensajeros de la Fe, una de las ramas de la Iglesia protestante, para formarse como predicador y ministro de la religión. Los responsables de aquella Iglesia no le consideraron apto para esa misión porque tenía muy poca capacidad para improvisar una plática, se veía obligado a escribirlas con escasa claridad expositiva, las leía mal, con frecuente tartamudeo y, desde luego, con nulo poder de convicción para el auditorio. Pero él deseaba sobre todas las cosas dedicar su vida a llevar a los demás el mensaje divino y por fin fue encargado de un destino que otros muchos habían rechazado: una población minera donde la vida de sus habitantes alcanzaba límites de extrema miseria tanto física como espiritual.
Si hubiéramos de reducir a una sola palabra la intrincada personalidad de Vincent van Gogh, seguramente podríamos hacerlo apelando a la vehemencia. Todo lo hacía impetuosa y violentamente, no se paraba en ningún término medio, en ninguna componenda con lo que consideraba apartado de su pasión.
En el pueblo minero dejó muy pronto el ambón de predicador para unir su vida en todo a la de aquellas gentes: bajaba a la mina con los hombres, recogía con las mujeres trozos de carbón en los relaves para el humilde fogón doméstico; cuidaba de los enfermos o de los heridos; leía para los niños en la lobreguez de sus viviendas. Quizá esa actitud sería hoy alabada, pero no lo fue en su tiempo. Los superiores de la Iglesia de los Mensajeros de la Fe reprocharon a Vincent el abandono de la misión puramente predicadora, le afearon el estado de suciedad en que estaban su persona y su vivienda, y no estimaron en absoluto sus argumentos sobre que aquel acercamiento a los problemas de la gente beneficiaría al cabo su misión espiritual. Como en los Mensajeros de la Fe el cargo de predicador era algo así como un empleo, Vincent perdió el suyo, lo que le supuso su primera gran decepción, de la que tardó en recuperarse, si es que alguna vez lo logró por completo en los recovecos de su conciencia.
De vuelta en la casa familiar, vivió allí unos años dedicado a desarrollar una afición que ya había despuntado en la niñez pero que se quedó entonces casi en un juego infantil: la pintura. O más bien deberíamos decir el dibujo, puesto que todavía no utilizaba el color. Dibuja todo lo que ve, principalmente paisajes, y también copia a su manera los grabados que encuentra en libros y en los periódicos. Durante ese tiempo se enamora por primera vez y sufre su segunda decepción. Una joven prima recién enviudada pasó un verano con la familia Van Gogh y Vincent le declaró su amor al finalizar aquellos meses, pero ella le rechazó e incluso se negó a volver a verle nunca más.
Por sugerencia de sus padres y de Theo, Vincent marchó a La Haya, donde vivía un familiar que era pintor y que quizá pudiese acogerle a su lado enseñándole las facetas técnicas del arte y, sobre todo, el uso del color, hasta entonces prácticamente desconocido por él. Las relaciones con este pariente no fueron buenas pasados los primeros días y Vincent comenzó a llevar en la capital una vida irregular: se pasaba la mitad del tiempo pintando y la otra mitad en los ambientes tabernarios más sórdidos de la ciudad y del puerto. Su padre le enviaba una asignación económica y con ese dinero podía mantener un cuartucho como estudio y gastarse el resto en malcomer y en beber. En uno de esos tugurios conoció a una prostituta a la que retiró de la calle llevándosela junto con sus dos hijos a vivir en el estudio. Fue su segundo y último amor, condenado también al fracaso. La mujer terminó por abandonarlo tras contagiarle una enfermedad venérea y agotar su exiguo patrimonio.
Vincent pinta y dibuja todos los ambientes en que se desarrolla su triste vida; en varias ocasiones retrata a la mujer con la que convive: es fea, parece mucho mayor que él y no se le adivina ningún rasgo afectuoso, pero al menos le hizo compañía y compartió un tiempo su ansiedad a la vez que sus borracheras de ajenjo y de coñac.
Cuando recibe un telegrama de Theo en el que le comunica que su padre está gravemente enfermo, regresa una vez más al hogar familiar y tras la muerte paterna retoma su actividad de pintor, a la que se dedica en cuerpo y alma durante casi las veinticuatro horas del día, pues apenas duerme. La sociedad del pueblo ve en Vincent a un ser extravagante en sus comportamientos y en su forma de vestir y, sobre todo, en el hecho, difícilmente tolerable en aquel ambiente puritano, de que no pise la iglesia donde su padre fue ministro: seguramente le quemaba aún su expulsión.
Mientras tanto, Theo vive en París dedicado a marchante de pintores, para lo cual tiene subarrendado en otra galería un pequeño espacio en que expone las obras de sus representados. Vincent le envía numerosos cuadros que su hermano cuelga en su local, pero sin lograr que ni uno solo tenga aceptación; son pinturas en que se representan personajes de las clases más humildes tomados del natural en su actividad cotidiana —como Los comedores de patatas— y reflejados por el artista con tintes sombríos, con predominio de los tonos oscuros, algo que, con todas las salvedades posibles, evoca el tenebrismo de la pintura flamenca del siglo XVII.
Con motivo de la primera exposición colectiva que realizan en París los pintores que ya se llaman a sí mismos impresionistas y que provocó una auténtica conmoción tanto a favor como, sobre todo, en contra en el mundo artístico europeo, Theo llama a Vincent para que viva en su casa y conozca el nuevo estilo y a sus principales autores, amigos suyos en su mayoría. Van Gogh queda literalmente deslumbrado ante aquella nueva forma de pintar que rompe con todo lo conocido hasta entonces. Es como un fogonazo que le indica el camino a seguir en su arte. Asimismo, la personalidad de Pissarro, Manet, Lautrec y, por encima de todos, Gauguin le atrae porque se siente como ellos, rebelde ante los convencionalismos del arte y de la sociedad. Las obras que a partir de entonces salen de los pinceles de Van Gogh serán radicalmente distintas a las anteriores: el color ocupará el lugar destacado y aunque los temas sigan siendo parecidos —paisajes, hombres y mujeres trabajando—, la visión del pintor sobre ellos ya no busca las sombras, sino el impacto del sol, de la luz, sobre todos y cada uno de los detalles; será ese asombroso sol ardiente y giratorio que preside tantos de sus cuadros, y si es de noche, esas estrellas enormes que también dejan caer sus rayos en la tierra o en el agua.
Precisamente buscando fuera esa luz que ya inunda su interior Vincent decidió irse a la Provenza, una tierra cercana al Mediterráneo que recoge la luminosidad de ese mar. Pero antes de ese viaje decisivo todavía vivió casi dos años en París en casa de Theo. Todos los gastos corren a cargo de este, que tiene además que soportar las frecuentes intemperancias de su hermano, quien muchas veces le acusa de no poner suficiente empeño en la venta de sus cuadros, que, efectivamente, no logran tener salida, amontonándose en la galería y en el propio domicilio de los Van Gogh. Sin embargo, Theo sobrelleva el difícil carácter de Vincent, le anima continuamente, elogia su pintura y en realidad hace hasta lo imposible por vender los cuadros, lo mismo que los de otros pintores impresionistas que tampoco son aceptados por los compradores, y esta dedicación entusiasta le llevó a la ruina, pues financiaba de su bolsillo el trabajo y la vida toda de muchos artistas.
Vincent se instaló en Arlés, a pocos kilómetros del mar y muy cerca de la desembocadura del Ródano. Su residencia va a ser la célebre casa amarilla que aparece en sus cuadros. La mayor parte del día lo pasa en la calle y en el campo o a la orilla del río pintando centenares de obras. Allí pinta la famosa serie de los girasoles y las escenas fluviales, así como algunos interiores: su habitación o el café con la mesa de billar en el que solía pasar el rato frente a una copa de licor.
En Arlés, Vincent se sentía solo y cruzó por su mente la idea de promover una especie de colonia de artistas que habrían de llegar hasta allí desde todas las partes de Francia. El primero en el que pensó fue Paul Gauguin, su buen amigo de los años parisienses que había abandonado a su familia, mujer e hijos, para dedicarse a viajar y a pintar y que acababa de regresar de Tahití. Suponía Van Gogh que podría mantener con él una estrecha relación creadora y le escribió cartas invitándole a ir hasta Arlés; también escribió a Theo contándole su idea, y el buen hermano se la alabó y se dispuso a sufragar los gastos del proyecto enviando mensualmente dinero para Vincent y su nuevo compañero.
Paul Gauguin no era, sin embargo, la persona más adecuada para convivir con Van Gogh. Poseedor como el flamenco de una fuerte personalidad, ególatra hasta la exageración y dado a los placeres de la vida disipada que anteponía con harta frecuencia a su labor artística, no tardó mucho en chocar con su anfitrión. Su estancia en Arlés se prolongó solo durante dos meses y en ellos arrastró a Vincent por todos los tugurios de la ciudad y le exasperó distrayéndole de lo que este consideraba su actividad exclusiva e impulsiva: pintar. En un primer momento Van Gogh se esforzó por acomodar su vida a la de Gauguin; incluso cocinaba para los dos y procuraba tener la casa en un relativo orden. Pero poco a poco las relaciones fueron agriándose y las discusiones, cada vez más violentas, eran constantes.
En el curso de una de estas disputas Gauguin abandonó la casa y al cabo de unos minutos Vincent salió tras él armado con una navaja de afeitar y con la inequívoca intención de herirlo o de matarlo. Gauguin le vio venir hacia él en una oscura callejuela y, según contó más tarde el propio Paul, debió mirarle de una forma especial porque Vincent se detuvo y tras un momento de indecisión, con la navaja en la mano, dio media vuelta y se marchó corriendo.
Lo que no podía imaginar entonces Gauguin fue lo que sucedió a continuación. Van Gogh volvió a su casa y en pleno ataque de furor y de enajenación mental se cortó el lóbulo de la oreja derecha; después de yugular a medias la hemorragia con unas toallas, metió el despojo en un sobre, se caló una boina y se dirigió hacia uno de los burdeles de Arlés, el de madame Chose, donde entregó su macabro regalo a nombre de una de las prostitutas de la casa; luego regresó nuevamente a su casa y se metió en la cama. Allí lo encontró a la mañana siguiente Gauguin, que había pasado la noche en un hotel ante la amenaza sufrida. Paul avisó a los vecinos y a la policía y, sin esperar a que Vincent despertara, se marchó a París: nunca más volverían a verse ambos artistas; su corta convivencia desembocó en tragedia y aún pudo ser más grave.
Theo, que estaba al tanto de las crecientes desavenencias entre ambos a través de las casi diarias cartas de Vincent, acudió presuroso a Arlés en cuanto recibió por la policía la noticia de que su hermano se encontraba hospitalizado. Otra vez se desvivió por atenderle y reconfortarle dejando olvidados todos sus deberes de París. Realmente Theo van Gogh merece un reconocimiento de admiración; es un caso extremo de abnegación fraterna que por la otra parte no fue nunca justamente valorado; ni siquiera pintó Vincent una sola vez a su hermano, cosa que sí hizo con casi todos los personajes que tuvieron alguna significación a lo largo de su vida. Como Theo sobrevivió poco tiempo a Vincent, tampoco pudo luego resarcirse siquiera económicamente con el éxito que su obra adquirió al cabo de unos años y de la que él poseía una gran parte.
Vincent era consciente de que se estaba volviendo loco si no lo estaba ya de remate. En los cortos períodos de cordura que aún disfrutaba tenía la angustiosa sensación de que la razón se le escapaba y de que era incapaz de controlar esa pérdida. En esto recuerda a otro personaje singular ya citado, Friedrich Nietzsche, quien escribía a su madre: «¡Me estoy volviendo loco!», desde la desesperación de una mente privilegiada que contempla su propia ruina. También Vincent se lo dice a Theo cuando este le visita en el hospital de Arlés, y le pide que le lleve a un centro psiquiátrico donde puedan prestarle ayuda y donde le protejan de sí mismo.
En 1889 ingresó por propia voluntad en una «casa de salud», eufemismo de manicomio, situada en pleno campo cerca de la ciudad de Saint-Rémy en Provenza. En esta clínica permaneció más de un año al cuidado del doctor Félix Rey, quien informaba puntualmente a Theo de la evolución del enfermo. Durante ese tiempo Vincent sufrió varios episodios más de violenta enajenación; pero también creó algunas de sus obras pictóricas más sublimes, como los paisajes de trigales o de cipreses que veía a través de la ventana enrejada de su habitación. Cuando mejora, el doctor Rey, que está confiado en su definitiva curación, le deja salir al campo que rodea al sanatorio y en ese espacio Van Gogh descubre mil detalles de la naturaleza que se apresura a plasmar en los lienzos, poniendo en su trabajo todo el ardor vital que le quema las entrañas y el cerebro.
Cuando Van Gogh abandonó el manicomio quedaron allí muchos cuadros. El hijo del director, Peyron, los utilizó durante mucho tiempo como blanco para ejercitarse en el tiro con rifle; ni él ni tantos otros que en su momento despreciaron hasta ese extremo la obra de Vincent llegaron nunca a alcanzar la época de esplendor de esa obra; eso posiblemente lo salvó de la más amarga desesperación, pero no así a sus herederos, que con seguridad maldijeron esa ceguera.
Dado de alta en Saint-Rémy —harto prematuramente, como hoy sabemos y pronto se comprobó—, Van Gogh volvió a París a casa de Theo, quien, mientras tanto, había contraído matrimonio y tenido un hijo al que puso el nombre, cómo no, de Vincent. Pero la enfermedad no estaba ni mucho menos curada y eso lo sabían tanto él como su hermano y su cuñada. Se imponía, pues, la búsqueda de algún otro tipo de tratamiento.
En una localidad próxima a París, Auvers-sur-Oise, vivía un médico llamado Paul Ferdinand Gachet que reunía muy curiosas peculiaridades. Él mismo se consideraba artista y, efectivamente, fue un notable grabador; admirador de los pintores impresionistas, había atendido como médico a la mayoría de ellos y, desde luego, los contaba entre sus amistades y poseía en su casa, situada en lo alto de una montaña, un buen número de cuadros dedicados entre los cuales había varios retratos suyos. El doctor Gachet, que se tocaba permanentemente con una gorra militar desde que actuó como médico durante el sitio de París por los ejércitos prusianos, tenía también en su casa un auténtico zoológico y solía pasear por el pueblo con una cabra llamada Enriqueta cogida por una correa como si se tratase de un perro de compañía.
Theo van Gogh, aconsejado por Pissarro, decidió enviar a Vincent a Auvers para que reposara en la tranquilidad de aquel pueblo y para que el doctor Gachet supervisara su evolución. Entre el pintor y el médico se estableció enseguida una buena amistad y Vincent retrató a la hija del doctor además de a este mismo en dos célebres cuadros en los que se representa a Gachet con su sempiterna gorra y reposando la cabeza meditabundo sobre la mano y el brazo que apoya en una mesa. Precisamente uno de estos retratos de Gachet, junto con Los girasoles y Los lirios, ha sido uno de los cuadros más cotizados entre los del artista que han salido a pública subasta en los últimos años.
La ayuda real que Gachet prestó a Van Gogh fue escasa o nula en el aspecto médico. El mismo Vincent escribía a su hermano sobre el doctor: «Está más chalado que yo». Incluso la amistad entre ambos estuvo a punto de romperse cuando el pintor se enfureció por una cuestión tan baladí como que el médico no había puesto el marco correcto a un cuadro. En aquella ocasión Van Gogh llegó a amenazar a Gachet con una pistola que portaba en el bolsillo y cuyo origen no se ha podido nunca determinar.
Este incidente sucedía el 14 de julio de 1890. Menos de dos semanas después, el día 27, Vincent van Gogh sale de su casa al mediodía y tras deambular por las calles del pueblo entra en un almacén abandonado y se dispara un tiro en el pecho con aquella misma pistola. Aunque apunta al corazón, una costilla desvió la bala, que le atravesó el pulmón. A pesar de la herida siguió andando por calles y campos hasta el anochecer, en que los dueños de la casa le vieron llegar pálido y tambaleante. El casero le ayudó a acostarse y es entonces cuando vio la tremenda herida y se apresuró a llamar al médico del pueblo y al doctor Gachet, que solo pudieron dictaminar la proximidad de la muerte. Al día siguiente llegó a la cabecera de Vincent el sufrido y angustiado Theo, que asistió a sus últimos momentos. Murió el 29 de julio de 1890 mientras, a pesar de su herida, fumaba una pipa y tras asegurarle a su hermano que había tomado la decisión del suicidio por considerarla la mejor para todos.
Tenía treinta y siete años y no vendió una sola obra en su vida, aunque dejó más de 1700 dibujos y pinturas; fracasó en todo lo que se propuso: el amor hacia los demás, el amor humano por las mujeres y el supremo amor por el arte. Contó solo con la ayuda impagable de su hermano Theo, quizá la única persona que le comprendió o que se esforzó en hacerlo. Fue un desequilibrado mental que ha pasado a la historia del arte, además de por la extraordinaria belleza de su obra, como arquetipo de las recónditas y nunca explicadas relaciones entre genio creador y locura.
En España, desafortunadamente, apenas contamos con una pequeñísima muestra de la pintura de Van Gogh que cuelga de las paredes del madrileño Museo Thyssen-Bornemisza. Pero cualquier aficionado al arte debería acudir a las pinacotecas de París o Ámsterdam para gozar al menos durante unos breves momentos de todo el asombroso espectáculo que cautiva los sentidos desde los cuadros de este genial loco.