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EXTRAÑOS EMBARAZOS Y NACIMIENTOS

En este capítulo quiero comentar algunas cuestiones muy distintas, pero igualmente curiosas, relacionadas con la reproducción humana, ese proceso que por más que adelante la ciencia y se modifiquen las costumbres y los modos de pensar de hombres y mujeres, sigue rodeado de un hálito de misterio que permite que cada nacimiento sea un acontecimiento único para quienes asisten a él como espectadores y mucho más si lo hacen como protagonistas.

Falsos embarazos

La primera cuestión puede resultar muy sorprendente para una sociedad como la nuestra en la que los métodos anticonceptivos figuran entre las preocupaciones fundamentales de las parejas. Los bajos, bajísimos, índices de natalidad en todo el llamado Primer Mundo —con España en el lugar más destacado— están alcanzando niveles preocupantes para el futuro de esas sociedades que caminan aceleradamente hacia un punto de difícil, si no imposible, retorno en sus poblaciones. Un primer mundo cada vez más viejo que acusa ya graves problemas de todo tipo entre los que destacan por su crudeza los de financiación del Estado del bienestar mantenido cada día para más individuos sobre las espaldas y las manos trabajadoras de cada vez menos; y la aceptación difícil de unas inmigraciones procedentes de pueblos de otras culturas en las que se mantiene o incluso incrementa la demografía.

Las mujeres occidentales quieren pocos hijos y, sin embargo, entre algunas de ellas se da una especial patología que es la denominada pseudociesis —de pseudo, falso, y kyesis, gestación— o embarazo fantasma. El ilustre ginecólogo Julio Cruz y Hermida ha realizado un exhaustivo trabajo de investigación sobre estos casos del que tomamos los datos más destacados.

Se trata de mujeres que desarrollan alguno o todos los signos de gestación —pérdida de la menstruación, náuseas, vómitos, insomnio, aumento del tamaño de las mamas, hinchazón del vientre, etcétera— sin estar en realidad embarazadas. Aunque puede deberse a alteraciones hormonales más o menos complejas, lo que aquí me interesa destacar es el embarazo fantasma provocado por factores de índole psíquica en la mujer: su deseo ferviente de ser madre cuando las condiciones naturales de cualquier tipo lo impiden. Es decir, son mujeres que, no pudiendo lograr la maternidad —por esterilidad suya o del hombre con quien cohabitan o por otras razones—, simulan un embarazo, pero con tal vivencia del proceso que su organismo registra cambios reales que terminan por convencer a la paciente de su preñez y a las personas que la rodean; no así, claro es, al médico, que dispone de conocimientos y de métodos para diagnosticar un embarazo, aunque estas mujeres suelen rechazar el ser vistas por un médico aduciendo que son capaces por sí mismas de llevar adelante su situación.

El doctor Cruz y Hermida, cuando se refiere a este tipo de pseudociesis por simulación, nos dice que se observa en ciertas situaciones: por ejemplo, chantaje a un hombre, generalmente casado, al que se acusa de la paternidad, demorar la entrada en un trabajo que no desea, evitar un viaje forzado, atraer a su pareja que desea fervientemente descendencia, desheredar a terceros… Pero también, como hemos señalado, por auténtico deseo de tener un hijo no pudiendo.

Uno de los casos más conocidos es el de la reina María Tudor de Inglaterra, que además nos interesa por sus relaciones con la historia de España y la gran expectación que suscitó en nuestra patria por las consecuencias que pudo tener.

María Tudor, hija de Catalina de Aragón y de Enrique VIII de Inglaterra, accedió al trono insular tras la muerte de su padre y de su hermanastro Eduardo VI. Parece que era fea de solemnidad y ni siquiera los pintores cortesanos, que se esforzarían en mejorar su imagen aun yendo en contra de las reglas del arte, pudieron dejarnos un solo retrato de buen pasar. La política internacional del emperador Carlos V decidió el enlace matrimonial de Felipe de España, el futuro Felipe II, joven príncipe ya viudo de su primera esposa, María de Portugal, y padre del infante Carlos, con la reina de Inglaterra, que era trece años mayor que el novio y su tía en segundo grado. Era una alianza altamente beneficiosa para las dos monarquías, que, además, se cerraban como una tenaza sobre Francia, enemiga de ambas.

El embajador español en la corte de Londres hizo llegar a María retratos de su prometido, al que ella no conocía personalmente. A esa edad, Felipe era un apuesto joven de rubio cabello rizado y ojos azules en quien la prominente mandíbula de los Augsburgo todavía no le deformaba el rostro. María —la terrible bloody Mary, como la denominarán sus propios compatriotas— quedó arrebatadamente enamorada de aquel hombre según cuentan cronistas contemporáneos. Cuando Felipe desembarcó en Inglaterra procedente de Flandes, el encuentro fue apasionado por parte de María, quien quiso que las ceremonias matrimoniales se celebrasen cuanto antes para consumar la unión conyugal. Felipe halló en María una mujer avejentada, mucho más fea de lo que esperaba y con un carácter hosco muy distinto al de las mujeres de la corte flamenca y de la española.

En el tratado diplomático que concluyó en aquel matrimonio se especificaba que Felipe no sería nunca rey efectivo de Inglaterra, sino solo rey consorte, pero que el hijo que naciera de esa unión sí reinaría en las dos naciones. Así pues, ingleses y españoles se dispusieron a esperar acontecimientos sin disipar por el momento las reticencias que de siempre existieron entre ambos.

El caso fue que la reina María comenzó a dar señales de estar embarazada al poco tiempo de mantener relaciones con el fogoso meridional. Las damas de la corte certificaron la falta de período menstrual en la soberana y esta manifestaba poco a poco un aumento de su cintura inequívocamente gestacional; incluso dijo que notaba los movimientos de la criatura en su vientre. La reina estaba feliz, el rey consorte también porque veía cumplirse los proyectos de su padre el emperador. Muchos ciudadanos ingleses compartían la alegría mientras que otros tantos vieron aumentar su suspicacia ante una posible influencia hegemónica de España en su futuro nacional; los españoles, con el césar Carlos, y por esta misma razón, se frotaban las manos; y las cancillerías europeas empezaban a trazar planes para el mapa del continente que se adivinaba con un futuro rey común de España e Inglaterra.

Pero al final todo quedó en un fiasco. El tiempo pasaba y la reina no daba a luz, por lo que los médicos que pudieron tener acceso a ella dudaron seriamente de que aquello fuese un auténtico embarazo. Felipe, que por lo que se adivina no había vuelto a tener contacto carnal con su esposa después de las primeras efusiones, esperaba sin saber qué hacer ni qué decir, pero con la mosca tras la oreja y la necesidad cada vez más imperiosa de volver a sus reinos naturales, donde le esperaban serios asuntos de Estado; necesidad solo detenida por la obligación de estar presente en el nacimiento de su hijo. Cuando todo hubo acabado con la imaginable decepción para casi todas las partes, Felipe debió de ser quien más sufriera. De hecho, al poco tiempo abandonó Inglaterra y no volvió jamás, ni siquiera cuando unos pocos años más tarde murió María para dar paso a su hermanastra Isabel, la reina virgen, que habría de ser la más feroz enemiga de España y de Felipe II.

Si quisiéramos buscar el porqué de aquel embarazo fantasma tan sonado en toda Europa, habríamos de encontrar varias explicaciones simultáneas. En primer lugar, a mí no me cabe duda de que María estuvo tan profundamente enamorada de Felipe que deseó hasta el paroxismo de la locura tener un hijo suyo. En segundo lugar, la reina Tudor había tenido que sufrir en su propio país innumerables vejaciones desde el mismo momento de nacer, luego en sus largos años de aislamiento casi en cautividad con su madre Catalina de Aragón, mientras su padre, el salaz Enrique, saltaba de cama en cama y de esposa en esposa. Más tarde, una vez reina, el desprecio y la enemistad declarada de buena parte de sus súbditos cuando restauró en Inglaterra el catolicismo de obediencia al papa de Roma frente al anglicanismo instaurado por Enrique. Estos sufrimientos la hicieron aferrarse con todas sus fuerzas al trono y buscar su perpetuación en un hijo. Además, estaba la figura siempre amenazante de su hermanastra Isabel esperando la oportunidad de convertirse en reina; María no sentía demasiado afecto por aquella otra mujer, fruto del amor de Enrique VIII por Ana Bolena, que llevó a su madre y a ella misma a la soledad del castillo de Kimbolton; un hijo de María hubiese cerrado para siempre el camino de Isabel, restituyendo a sus ojos la fuerza de la justicia.

La cesárea

Otra cuestión del presente capítulo es, como ya dije, bien distinta de la anterior. Hablaré de un modo antinatural de nacer que, sin embargo, después de atravesar durante miles de años un foso de incertidumbre, es hoy día frecuente y se considera sin la menor sorpresa: me refiero a la cesárea.

La palabra cesárea procede del verbo latino caedo-is, que significa «cortar» y hace referencia al procedimiento por el cual se corta el vientre de la mujer embarazada para extraer de allí al hijo que no pudo nacer por la vía natural. En realidad, esta indicación de la cesárea —la dificultad insalvable para el parto vaginal— no fue hasta tiempo reciente la principal. La cesárea surgió y se mantuvo como una forma de extraer el feto cuando la mujer fallecía antes de dar a luz, circunstancia harto frecuente en la historia de la medicina y de la obstetricia hasta que la ciencia modificó sus criterios en relación con la mujer embarazada y le prestó una adecuada atención sanitaria. Así pues, la historia de la cesárea es en su mayor parte la de una intervención post mortem que ha suscitado numerosas controversias tanto médicas como sociales y también religiosas.

Las más antiguas civilizaciones —Egipto, la India, Israel— ya contemplaban la obligación de extraer el feto cuando moría la madre. En todas ellas repugnaba la idea de sepultar al hijo dentro del cadáver materno, y más cuando desde siempre se consideró la posibilidad de que el hijo pudiera sobrevivir. Las leyes médicas de esos pueblos establecían que se abriera el vientre de la mujer inmediatamente después de su muerte si se apreciaba el más mínimo signo de vida fetal o siempre que el embarazo se hallase en los dos últimos meses de su evolución.

El que no se tuviera en cuenta la indicación —hoy común en la práctica obstétrica— de utilizar la cesárea para salvar la vida de la madre cuando estaba amenazada por un alumbramiento complicado o imposible tiene mucho que ver, naturalmente, con las escasas probabilidades de supervivencia de la mujer después de abrirle el vientre y el útero en las condiciones en que tal operación se realizaba: con instrumental improvisado y sin el menor conocimiento de asepsia ni mucho menos de anestesia, técnicas que no aparecieron en la medicina hasta mediado el siglo XIX.

Uno de los más célebres nacimientos acaecidos por cesárea de los que figuran en los libros de historia es el de Julio César. También es uno de los primeros en los que consta que la madre sobrevivió. La fama del personaje ha llevado a muchos escritores a considerar que la palabra cesárea derivaba del nombre de este, cuando en realidad ocurre justamente lo contrario. Lo que sí hizo Julio César fue dar nombre al quinto mes del calendario romano —cuyo año daba comienzo en el mes de marzo— en el que nació y al que seguimos llamando todavía julio. Por cierto, su ahijado y sucesor, Octavio César Augusto, bautizaría al sexto mes, agosto, por la misma razón.

En España hay referencia de una cesárea practicada en Mérida en el año 530 por el obispo Paulo, uno de los más renombrados teólogos de la época visigoda. Pero voy a citar tres casos de cesárea ocurridos en nuestra patria, cada uno de los cuales daría para escribir un relato que llenase muchas más páginas de las que me es posible dedicarles en el presente capítulo. A los tres los tiñe la leyenda, pero eso los hace aún más sugestivos.

El primero tiene su escenario en la Navarra que en el tránsito de los siglos IX y X luchaba por ocupar uno de los puestos cimeros en la reconquista peninsular contra los moros y también en permanente disputa con los reinos cristianos vecinos. Las narraciones legendarias nos cuentan que el rey García Íñiguez y su esposa la reina Urraca, que se encontraba en avanzado estado de gestación, fueron sorprendidos en el valle de Aibar por una emboscada mora, en la que murieron junto al resto de sus caballeros. Al poco tiempo de la batalla acertó a pasar por el lugar un caballero aragonés, quizá algo pariente de la reina, llamado Guevara, quien al aproximarse al cadáver de doña Urraca observó que a través de una de las heridas del vientre asomaba la mano del niño. El soldado, con su propio cuchillo, agrandó aquel corte y extrajo con vida a la criatura; montó de nuevo a caballo y galopó hasta la corte de Pamplona para bautizar al niño, que corriendo el tiempo sería el rey Sancho Abarca de Navarra. En memoria de aquella hazaña el caballero aragonés, que había «robado» para la vida al monarca, recibió el apelativo de Ladrón de Guevara con el que él y sus descendientes se han ennoblecido.

Hasta aquí la leyenda, tan llena de resonancias medievales que la convierten en un capítulo de cualquier libro de caballería. En la historia canónica, Sancho Garcés Abarca, que reinó en Navarra entre los años 905 y 925, fue uno de los principales monarcas de aquel siglo convulso como pocos: extendió el reino de Pamplona por La Rioja conquistando ciudades tan importantes como Calahorra y Nájera; luchó en Valdejunquera contra el califa cordobés Abderramán III; fundó monasterios de tan larga proyección histórica como el de San Martín de Albelda; y se enfrentó violentamente con su vecino y yerno —estaba casado con su hija Sancha— el conde Fernán González, creador de Castilla. Pero nada se dice de su nacimiento por cesárea en las dramáticas circunstancias con que se deleita la leyenda. Seguramente esta surgió para dar un aura de misterio y un tinte casi mitológico a la figura del rey, que con su personalidad llenó buena parte de las crónicas de su tiempo.

Un caso en algún modo parecido es el que figura en una de las Cantigas de Santa María que el rey Alfonso X el Sabio compuso personalmente en el siglo XIII y que constituyen una de las obras cumbre de la literatura medieval española y universal. El monarca sabio se inspiró para los cientos de relatos que componen su obra en tradiciones populares muy arraigadas en sus reinos de Castilla, León y Galicia, en todos los cuales se hace intervenir de un modo u otro a la Virgen María. En el caso que nos ocupa (Cantiga 184), una mujer embarazada que había perdido a todos sus hijos anteriores se halla rezando a Nuestra Señora por el buen fin de esta gestación cuando de pronto observa que unos bandidos están a punto de asaltar a su esposo; la mujer se interpone entre este y las armas de los agresores y es herida mortalmente en el vientre; pero el hijo sale a través de la misma herida y tiene en su rostro un tajo de espada; el niño sobrevivió y llegó a hombre adulto, mostrando siempre en la cara la cicatriz del arma que mató a su madre.

El tercer caso figura en los libros de hagiografías con notas de especial singularidad. Me refiero al relato del nacimiento de san Ramón Nonato. Su propio nombre ya nos indica las circunstancias del suceso. Efectivamente, nonato quiere decir no nacido. Y es que, en puridad lingüística, nacer es venir al mundo por las vías que la naturaleza dispone para ello. Lo mismo sucede con la palabra parto, que solo es aplicable a la salida del feto por vía vaginal. Esto es tan cierto como que en obstetricia se dice de una mujer que es nulípara, es decir, que no ha parido, aunque haya tenido varios hijos nacidos todos mediante cesárea.

Corría el año 1240. La madre de Ramón era una dama piadosa, perteneciente a la nobleza catalana y emparentada con el vizconde de Cardona. Vivía con su esposo y sus numerosos hijos en Portell, una aldea de la comarca leridana de la Segarra en la diócesis de Solsona; esperaba un nuevo hijo y tenía por costumbre acudir a diario a la iglesia para oír misa y comulgar orando por la salud de su prole y de la que estaba por venir. Un día, regresando de la iglesia, sufrió un accidente, fue transportada a su casa y allí se sintió morir. Entonces pidió a los médicos que si fallecía extrajeran al niño con una cesárea. Murió la mujer, pero los doctores creyeron que también había muerto el hijo, pues no comprobaron ningún signo de vida a través del vientre de la difunta y en consecuencia desistieron de practicar la operación. El cadáver permaneció insepulto tres días hasta que llegó para el funeral el vizconde de Cardona, al que no habían podido localizar antes por encontrarse de caza en la montaña. Cuando llegó donde el cuerpo de su pariente, él sí creyó advertir vida en el feto y por sus propias manos cortó el vientre y el útero, extrayendo un niño al que apenas necesitó estimular para que llorase con vitalidad. Recordemos que habían transcurrido tres días desde la muerte de la madre. Se comprende que aquel niño fuese considerado desde ese mismo momento como elegido de Dios para altos destinos.

Al margen de casos como los que acabo de referir, lo cierto es que la cesárea post mortem no solía obtener buenos resultados en cuanto a la vida del feto. Solo un autor italiano, Francesco Cangiamila, que publicó en 1751 un libro titulado Embriología sagrada, se muestra optimista al respecto. Nos habla de más de cien cesáreas post mortem practicadas en los cuarenta años previos a la edición de su libro solo en las ciudades italianas de Caltanisetta, Victoria y Sambuca, en las que él, clérigo, había residido. Y de todas ellas solo nueve niños murieron después de la extracción. Sin duda se trata de estadísticas exageradas y probablemente falsas, fruto de una extraña pasión apologética del sacerdote italiano por la cesárea que ningún historiador de la medicina ha sabido explicar. De otro modo encontraríamos referencias contemporáneas similares en otros lugares, y no es así, sino todo lo contrario: las obras que tratan el asunto hasta el siglo XIX dan unas cifras de supervivencia mínimas.

En cuanto a la cesárea en la mujer viva, ya he dicho que es una técnica de aparición casi en nuestro siglo XX, habiendo ido de la mano de los progresos de la cirugía y, sobre todo, de la antisepsia. Todavía al iniciarse el último cuarto del siglo XIX, los ginecólogos vieneses, los de más prestigio entonces en Europa, reconocían que ninguna mujer salía viva de la intervención, ni siquiera aplicando el procedimiento de extirpar el útero una vez sacado el feto. Luego las cosas fueron mejorando, se aprendió a suturar correctamente el músculo uterino, a cohibir las hemorragias y a evitar la infección de las heridas quirúrgicas con la mortal septicemia que las seguía.

Hoy la cesárea es una técnica quirúrgica ampliamente utilizada en todas las maternidades del mundo, con éxito asegurado para la vida del hijo y con menos riesgo para la madre que una operación de apendicitis. Miles de niños podrían llevar hoy con justicia el apelativo de nonatos, pero con mucha mayor fortuna que san Ramón.

Los «monstruos»

Los relatos mitológicos de todas las culturas están repletos de descripciones sobre seres mezcla de humano y animal. Esfinges, arpías, lumias, centauros, minotauros, sirenas, nereidas o tritones pueblan las páginas de la mitología y sus imágenes permanecen en la imaginación de los hombres y se representan en infinidad de obras de arte desde el origen de los tiempos. Otras veces los seres monstruosos no son de esta clase de híbridos, sino que su cuerpo muestra anomalías disparatadas dentro de las características propiamente humanas: cíclopes, diosas con seis u ocho brazos, dioses con dos cabezas o con un rostro a cada lado como Jano, orejudos que todo lo escuchan, mujeres con una docena de pechos, etcétera.

Me he referido a todos ellos como monstruos, pero no debe tomarse aquí este apelativo con un significado repulsivo, sino solo en sentido etimológico. La palabra monstruo deriva del verbo latino monere, advertir, y ya san Isidoro de Sevilla en su célebre obra Etimologías, auténtica enciclopedia de todos los saberes altomedievales, destaca este origen para decir a continuación que el nacimiento de monstruos es una advertencia de la cólera divina contra los hombres. Mas para los pueblos antiguos, que tenían en la mitología el relato «fiel» de un mundo sobrenatural pero íntimamente relacionado con su propia existencia mortal, esas figuras podían ser sobrecogedoras o atractivas, según, pero en modo alguno extrañas a su concepción de la realidad visible.

El origen de tales seres habría que buscarlo en el fondo casi insondable del inconsciente colectivo, un ámbito al que solo ha comenzado a aproximarse la psiquiatría de la mano de los estudios de Carl Gustav Jung, discípulo primero y luego rival de Sigmund Freud. Según esta forma de entender la mente humana, los seres prodigiosos de las diferentes mitologías, tan parecidos en unas y otras, no son más que la materialización de ciertos conceptos que todos los hombres poseemos incardinados en lo profundo de nuestra mente y que no pueden representarse si no es mediante símbolos: la capacidad genésica y reproductora, la fuerza, la sabiduría, la intuición de que existe otra realidad más allá de la que alcanzan a vislumbrar los sentidos, la posibilidad siempre soñada por el hombre de volar, o la de atravesar la cara oscura de la muerte y sobrevivir. Sería muy largo y prolijo enumerar todos estos arquetipos, en la terminología de Jung y su escuela, pero cualquier lector puede hacer acopio de los que afluyen de continuo a su mente tanto durante la vigilia como, sobre todo, y este fue el origen de esa teoría psicoanalítica, durante el sueño.

Para representar de forma «visible» estos arquetipos nacieron muchos de aquellos seres que aunaban a su condición humana ciertas características de los animales que mejor significaban las cualidades que le faltaban al hombre solo. El león, el toro, el águila, el pez, el caballo; todos podían aparecer en esas figuras y así nos los encontramos en la iconografía y en los relatos escritos. Naturalmente, esas quimeras —quimera era otro ser híbrido de varios animales, esta vez sin participación humana, pero su nombre ha quedado como definitorio de todos— habrían de ser fruto de la unión entre un humano y una divinidad o, cuando menos, algún elemento divino habría tenido que intervenir en su procreación. Zeus, el padre de los dioses griegos, es un personaje especialmente rijoso que para sus frecuentes escarceos amatorios con mujeres mortales gustaba de adoptar figuras de animal: cisne para unirse a Leda, toro blanco para llevarse al huerto a Europa, etcétera. Así no es extraño que de tales uniones naciesen ocasionalmente hijos con rasgos humanos de la madre y animales del padre.

Homero, en su Odisea, nos describe a varios seres monstruosos, pero solo quiero recordar dos porque representan precisamente los dos tipos a los que me refería al comienzo de este capítulo.

Los más famosos son las sirenas, aunque hay que hacer aquí una digresión quizá erudita pero también curiosa. Las auténticas sirenas, según la mitología griega, eran mujeres con cuerpo de ave; las que aparecen en la Odisea, con cuerpo de pez, corresponden en realidad al tipo de las nereidas, hermanas de los tritones e hijos todos ellos de Nereo y de Doris la Oceánida según nos narra Hesíodo en su Teogonía. Las sirenas homéricas entonaban un cántico melodioso que atraía a los marineros haciendo zozobrar los barcos contra las rocas. Ya se sabe el ardid del astuto Ulises para gozar de su voz y no perecer: hizo taponar con cera los oídos a sus remeros y que a él le ataran al mástil del navío. Es uno de los episodios más célebres y hermosos de la apasionante Odisea. Muy excepcionalmente nace algún niño en el que las extremidades inferiores están unidas, en todo o en parte, por una membrana aunque conservando la individualidad de sus estructuras óseas y musculares; el cuadro tiene tratamiento quirúrgico.

El otro personaje con quien se las tiene que ver Ulises es Polifemo, un cíclope, individuo de estatura colosal y un solo ojo en mitad de la frente, hijo nada menos que del Cielo y de la Tierra y fabricante de los rayos que luego utilizará Zeus. En el relato de esta aventura, por cierto, Homero nos narra también los efectos que el vino griego era capaz de provocar en los semidioses. Existe también una gravísima malformación congénita, esta incompatible con la vida del niño, que fallece al cabo de pocos minutos, denominada anencefalia, en la que el cráneo no está cerrado y puede existir un solo ojo.

Si ahora abandonamos la literatura y la mitología griegas, no por ello dejaremos de encontrarnos con seres fabulosos. En esta ocasión serán los geógrafos de esa misma nacionalidad, como Estrabón, quienes nos darán noticia de ellos. Para este escritor era cosa cierta que en África, de la que él solo conoció personalmente las costas egipcias, existían hombres unípodes, dotados de un solo pie de gran tamaño que además de para caminar, a saltos, ya se supone, les servía también para protegerse del sol levantando la pierna y utilizando su extremidad como sombrilla. También señalaba la existencia de cinocéfalos, hombres y mujeres con cabeza de perro, y de panóticos, poseedores de unas enormes orejas que los asemejaban a elefantes.

Hasta ahora hemos hablado de monstruos, quimeras o seres extraños fruto de la imaginación humana por más que esta, como se ha dicho, tome sus materiales del hondón misterioso de la mente, un universo que sobrepasa en extensión, complejidad y magia a cualquiera que puedan describir los literatos. Todos esos personajes que pueblan nuestro cerebro individual y el pensamiento colectivo de la humanidad son aceptados por cada uno de nosotros como miembros de ese inconsciente con los que no tenemos más trato que el imaginario; al menos, así piensa el hombre moderno que ha superado, o eso cree, la etapa mágica por la que transcurrió la historia de la humanidad durante miles de años, hasta casi ayer mismo. Hablarnos a nosotros, a principios del siglo XXI, de cíclopes o de sirenas o de dioses bicéfalos sería como hacerlo de la música que para los antiguos se producía por el armónico movimiento de las esferas siderales, esto es, de «música celestial», como suele decirse.

Pero es que la naturaleza tiene también algo que decir y, de vez en cuando, nos sorprende con la aparición de un ser absolutamente real con características que rompen por completo los cánones, por amplios que se consideren, de la figura humana. Son los monstruos, diríamos, de carne y hueso; los seres de los que se ocupa una rama de la medicina llamada teratología —del griego terato, monstruo— que ha tenido muy ilustres cultivadores, como iremos viendo, y no todos, por cierto, pertenecientes a la profesión médica. Y ante tal realidad la actitud de las personas ya no es la misma que frente a las creaciones ficticias. El nacimiento de una criatura con graves malformaciones supone siempre un drama para sus padres y para todos aquellas que desde la proximidad de estos asisten al hecho que se les presenta como antinatural y, a su juicio, incomprensible.

El hombre moderno ha hecho, sin embargo, algo que nunca o casi nunca se plantearon sus antepasados, aunque estos nacimientos han existido desde que hay vida sobre la tierra. Ese hombre ha decidido cerrar los ojos del entendimiento más aún que los del cuerpo; se desentiende del cúmulo de cuestiones que siempre han acuciado a los humanos, de cualquier nivel cultural, de cualquier credo, frente a hechos similares. Y afectado de esa ceguera voluntaria determina que la criatura no es humana, que es un ente sin ninguna relación con los progenitores y ni siquiera con la vida, y por tanto es lícita y hasta recomendable su eliminación: es uno de los supuestos contemplados por las leyes del aborto en todos los países donde estas están en vigor. Sin embargo, vamos a ver cómo los hombres de otros tiempos no han pensado de igual manera.

La primera interrogación que se han hecho siempre ante el nacimiento de una criatura monstruosa o gravemente deforme ha sido, naturalmente, ¿por qué? Y las respuestas han sido de los más variado y por lo general disparatadas; claro que hay que considerar que el conocimiento del desarrollo embrionario de los seres vivos, y por consiguiente de sus posibles anomalías, es algo que la ciencia alcanzó hace apenas doscientos años con solo algún previo apunte intuitivo de genios visionarios de la talla de Leonardo da Vinci. Veremos cómo la falta de entendimiento de este proceso ha llevado a cometer increíbles errores a personajes que por otra parte gozaban de un merecido prestigio como intelectuales y hasta debeladores de las supersticiones de su época.

Una primera explicación se creyó encontrar en que los monstruos fueran el fruto de la unión carnal entre una mujer y un animal o entre uno de estos y un hombre. A ello contribuyó quizá el que ciertas malformaciones corporales semejen en efecto la presencia de partes de un animal: miembros cuyas extremidades parecen garras o patas, anomalías en la compleja construcción de la cara que simulan el rostro de algún animal, alteraciones en la textura de la piel y otros tejidos orgánicos que pueden recordar la superficie de los peces, etcétera. De este modo se acusó de participar en esas uniones a monos, caballos, toros y hasta a cerdos, sin olvidar a los animales acuáticos que originarían los monstruos pisciformes o con aspecto de pescado.

Por su capacidad reconocida para adoptar cualquier figura animal, y especialmente la de macho cabrío, muchas veces habría sido el mismísimo demonio quien se acoplase en forma de íncubo con una mujer o de súcubo con un hombre; en el primer caso, el fruto sería monstruoso y estaría directamente al servicio de Satanás para sus malignos designios contra la humanidad.

Durante la Edad Media, e incluso en algunos siglos posteriores, los tribunales de las distintas inquisiciones —no solo, ni siquiera de manera destacada, la Inquisición católica— dedicaron largos procesos a desentrañar la posible coyunda antinatura de este tipo en casos de nacimiento de monstruos. En no pocas ocasiones eran las mismas mujeres que habían parido a la criatura las que en medio de su tribulación se autoinculpaban ante los jueces. No puede extrañarnos demasiado esta conducta absurda en ciertas mujeres que pertenecían a un ambiente social y cultural proclive al pensamiento mágico en sus derivaciones más aberrantes. La lectura de libros como Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja, o Historia de una bruja, de Luis de Castresana, nos permitirán situarnos en esa mentalidad que vino a caracterizar a algunos ámbitos restringidos de la sociedad europea durante varias centurias.

Muy relacionada con lo anterior está otra explicación, que tuvo muchos seguidores, según la cual era la fantasía de la mujer, en el momento de ser fecundada o durante el embarazo, la que modificaría la estructura del hijo. Por ejemplo, si la madre pensaba en algún animal o en otro monstruo, era muy probable que su hijo se transformara en uno de ellos. Claro que esto dio lugar a muchas exageraciones —porque qué mujer no piensa alguna vez durante nueve meses en algún animal— y también a curiosas ocurrencias que rozan o entran de lleno en la picaresca. Así, el padre Feijoo, sobre el que hemos de volver más adelante, refiere el caso de una mujer que habiendo pensado en un hombre negro parió un hijo mulato; y el sabio monje comenta que sin duda se trataba de una artimaña para ocultar al marido y al resto de la familia una relación adulterina con un negro no imaginado, sino muy de carne y hueso. No sabemos si el esposo coronado se tragó la mentira que se le presentaba amparada por una creencia «científica» de su tiempo o si, escéptico en materia de ciencia y otros asuntos, organizó el comprensible escándalo con la adúltera.

Una forma menor de esta creencia la tenemos todavía vigente en muchas mujeres de nuestros días, no todas de escaso nivel cultural, con la misma certidumbre que sus antepasadas a lo largo de cinco mil años. Me refiero a la cuestión de los «antojos». Suponen que la apetencia durante el embarazo de alguna cosa, y sobre todo de algún alimento, si no se satisface, puede ocasionar que el hijo lleve sobre su piel una marca indeleble que recuerde más o menos vagamente el objeto de aquel apetito insatisfecho. Los frutos parecen llevarse la palma en este sentido, y las fresas sobre todos los demás. Naturalmente, lo que algunos recién nacidos muestran en la piel son los llamados nevus o con más frecuencia angiomas: tumores o dilataciones venosas o arteriales que tienen habitualmente un color rojo de diferente tonalidad; los hay que no se elevan sobre el nivel de la piel —los angiomas planos— y otros que sí forman relieve y que son los que se achacan, por su morfología y su color, a la dichosa fruta que deseó la madre a destiempo. Si su localización es en algún punto muy visible, como la cara, por ejemplo, pueden suponer un verdadero trauma psíquico para los padres y luego para el hijo, pero generalmente pueden resolverse con técnicas de cirugía plástica hoy muy desarrolladas y eficaces.

Casi todos los pueblos de la antigüedad consideraban no solo como impuras, sino también como muy peligrosas, las relaciones sexuales durante el período menstrual de la mujer. A nuestra cultura occidental esta noción de riesgo nos ha venido transmitida desde dos lugares muy distintos pero constitutivos ambos de la más honda raigambre cultural y por ello merecedores de crédito para la opinión común y también para la más erudita: Israel y Roma.

El Levítico contiene advertencias sobre la impureza de la mujer en esos días. Además, en otro texto, esta vez apócrifo, de la Biblia, el llamado Libro de Esdras, se hace mención expresa de la posibilidad de engendrar monstruos cuando la mujer queda fecundada durante la menstruación; hoy sabemos que esta fecundación es casi imposible en esas fechas, que son habitualmente las más alejadas del momento de la ovulación en el ciclo femenino, pero este dato esencial era ignorado por los hebreos y por todos los hombres hasta hace muy pocos años. Las prescripciones y las proscripciones bíblicas han tenido siempre mucho peso en la forma de pensar y de comportarse del hombre occidental y, por tanto, las palabras de Moisés y las del falso Esdras influyeron de modo notable en la instauración de la creencia en ese origen para los monstruos.

Prácticamente lo mismo vino a decir el científico romano Plinio. Haciendo un juego de palabras habló de la sangre menstrual como de magis monstrificum y dejó muy claro para el futuro que cualquier relación sexual en ese tiempo traería indefectiblemente la creación de seres anormales. Los romanos, que no conocían la Biblia judía, tomaron muy en consideración los consejos de Plinio y los difundieron de uno a otro extremo del Imperio; luego, con la llegada del cristianismo a la mayor parte de esos territorios, se reforzó intensamente esa idea peregrina entre los europeos.

Un cuarto motivo aducido desde antiguo y sancionado con su autoridad por científicos y teólogos hasta por lo menos el siglo XVIII era que la concepción del hijo se hubiese efectuado con «demasiada alegría y sin poner freno alguno a las pasiones en el lecho». Vamos, que si el hombre y la mujer habían disfrutado más de lo estrictamente necesario para la fisiología, aquellos momentos de placer se convertirían en una especie de maldición porque en ese gozo añadido seguro que andaba metido el demonio, que todo lo tuerce. Esta visión negativa del placer es propia de la concepción judeocristiana y también, aunque menos, de la islámica, que conceden un valor especial al ascetismo, la mortificación y el refreno de las pasiones. También es cierto que frente a la postura y los dictados oficiales, los fieles no han solido hacer mucho caso de ellos en este aspecto; un descarado dicho español lo expresa así: «Si en el sexto no hay perdón ni en el noveno rebaja, ya puede ir Dios llenando el cielo de paja».

No se agotan con estas cuatro las causas reconocidas por nuestros antepasados para las graves malformaciones. Un prestigioso médico y cirujano del siglo XVI, Ambrosio Paré, que tenía entre sus pacientes a los monarcas de media Europa —Carlos I y Felipe II de España, Enrique II y Francisco I de Francia, etcétera—, estableció en su obra Monstruos y prodigios (París, 1585) hasta trece. Junto con las cuatro descritas habría que tener en cuenta la corrupción del semen masculino, su defecto o su exceso, las deformidades en el útero materno, la conjunción astral en el momento de la cópula, etcétera.

En España se ocuparon de los monstruos algunos médicos, pero fueron dos hombres de Iglesia, teólogos y moralistas, quienes lo hicieron con mayor detenimiento y sus opiniones tuvieron una gran importancia en el pensamiento científico de su tiempo y, sobre todo, en la mentalidad de las gentes sin específica instrucción médica.

El primero por orden cronológico es el padre Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), monje benedictino que vivió casi toda su vida, y desde luego desarrolló toda su labor, en el monasterio de Samos, en la provincia de Lugo. Gregorio Marañón le dedicó uno de sus más estupendos ensayos biográficos, Las ideas biológicas del padre Feijoo, y de este trabajo obtenemos los datos para el presente comentario.

Feijoo escribió sobre casi todos los asuntos humanos y divinos con una erudición y un rigor científico encomiables para cualquier individuo de su siglo y mucho más para alguien que había profesado en el monasterio a una edad muy temprana y que tenía solo referencias indirectas de todos los asuntos a los que luego aplicaba su raciocinio y su sentido común privilegiados. Además, la aceptación de sus escritos fue extraordinaria; basta decir que de Teatro crítico y de las Cartas eruditas se vendieron en vida del autor muchos miles de ejemplares en España.

Entre los asuntos que apasionaron a Feijoo se cuenta, pues, la teratología y a ella hace frecuente alusión en sus libros. Pero en este campo el raciocinio del monje no está a la altura de la mayor parte de su obra y comete errores que hoy nos parecen hasta jocosos, pero que en su tiempo eran comunes incluso entre hombres de ciencia. Sin embargo, Feijoo había sido capaz de desmontar innumerables de esos errores en otras muchas cuestiones.

Un caso que preocupó especialmente a Feijoo fue el de «un niño nacido con dos cabezas», hecho ocurrido en la población gaditana de Medina Sidonia. Al nacer esa criatura —en realidad una pareja de siameses unidos prácticamente por todo el cuerpo menos por la cabeza—, el sacerdote del lugar había derramado con urgencia agua bautismal sobre una de las cabezas. La criatura murió casi de inmediato y el problema planteado era de índole teológica: ¿estaban bautizados de esa forma los dos fetos, o solo aquel sobre el que se echó el agua bendita, o ninguno? Feijoo, tras describir con detalle a tan extraño ser, se inclinaba por la segunda opción, afirmando que es la cabeza la que define al ser humano independiente y poseedor de un alma santificable por el bautismo.

Otros sucesos en los que fijó su atención el padre benedictino son aún más singulares. Narra el caso de «una criatura humana hallada poco ha en el vientre de una cabra», un prodigio ocurrido en el pueblo toledano de Fernán Caballero y del que el clérigo y el médico que lo presenciaron envían un relato pormenorizado hasta Samos para conocer la opinión de Feijoo. Este creía firmemente en la posibilidad de unión carnal entre seres humanos y animales y en el consiguiente riesgo de engendrar monstruos, y, por tanto, escribe que sin duda aquel ser era fruto de un acto de bestialismo. Como es natural, se trataba nada más que de un feto malformado de cabra, pero los manchegos debieron quedarse muy convencidos de la anormalidad generacional después de conocer la erudita respuesta de Feijoo; quizá algún pastor pagó con sus huesos aquella sentencia.

En otra ocasión nos habla de «mujeres ponedoras de huevos», como las gallinas, aunque entonces tiene un rasgo propio de su inteligencia y advierte que no son tales huevos sino formaciones patológicas —lo que en medicina se denomina mola hidatiforme— que simulan aquellos. También cita el nacimiento de un «monstruo acéfalo», una criatura sin cabeza; una vez más y retrospectivamente, podemos suponer que fuese un feto anencéfalo, rara malformación en la que el cráneo no se ha cerrado y el feto nace prácticamente sin cerebro y con serias anomalías en la cara, siendo incompatible con la vida en el mismo nacimiento o, todo lo más, al cabo de unas pocas horas. Y como curiosa en extremo podemos citar la referencia que hace Feijoo a una mujer, molinera en Turingia, que parió una niña que estaba embarazada de otra niña, muriendo ambas al poco tiempo; era, pues, una especie de matrioska, esa muñeca rusa que contiene en su interior otra y otra hasta seis o siete. La teratología moderna conoce y describe algún caso similar tratándose de hermanos gemelos en cuyo desarrollo embrionario más primitivo, y por razones que no son del caso explicar, uno de los embriones queda incluido en la masa orgánica del otro; este segundo puede continuar su desarrollo casi normal hasta el momento del parto, pero el otro queda como una masa informe de tejidos en los que, sin embargo, pueden advertirse restos identificables como de otro niño: dientes, pelo, huesos, etcétera.

Con todo, el caso de criatura monstruosa que más interesó al padre Feijoo y al que dedicó muchas páginas de su Teatro fue el del célebre «hombre pez de Liérganes»; incluso escribió un discurso monográfico que tituló Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos. Gregorio Marañón resume así el caso:

El famoso anfibio era hijo de un matrimonio de labradores pobres del lugar de Liérganes (Santander), y mostró desde niño afición singular a bañarse en el río, adquiriendo gran habilidad en el arte de la natación y extraordinaria resistencia para sumergirse en el agua. Su madre, ya viuda, le envió a Bilbao a aprender el oficio de cerrajero, y estando allí fue una tarde a bañarse en la ría con sus compañeros de taller, pero no volvió a la orilla donde había dejado la ropa, por lo que se le dio por ahogado; y los suyos como tal le lloraron. Cinco años después, en 1669, unos pescadores del mar de Cádiz vieron a un ser humano que nadaba sobre las aguas y a su voluntad se sumergía en ellas. Tras no pocas dificultades, porque el extraño ser se escurría de las redes que le tendieron, lograron sujetarle y traerlo a tierra, donde fue examinado con admiración por el pueblo entero. No hablaba ni daba muestras de otras actividades humanas que las puramente vegetativas. Lleváronle al convento de San Francisco para conjurarle por si estaba poseído por el demonio, sin el menor resultado. Pero lograron que pronunciase una palabra, «Liérganes». El secretario de la Suprema Inquisición, que era lierganés, relacionó al instante el prodigioso hallazgo con la desaparición, que no había olvidado, de su convecino Francisco Vega, varios años antes. Un fraile franciscano condujo al mudo a la Montaña hasta llegar a Liérganes, cuyos alrededores conoció nuestro nadador, dirigiéndose sin vacilación a la casa paterna, en la que fue al punto identificado por su madre y por sus dos hermanos, uno de ellos sacerdote. Nueve años vivió el hombre-pez en su lugar, siempre con el entendimiento turbado de manera que nada le inmutaba ni tampoco hablaba más que, algunas veces, las palabras tabaco, pan y vino, pero sin propósito. Llevaba recados, y cuando tenía que ir a Santander, en lugar de esperar la barca que cruzaba la bahía, solía echarse al agua y atravesar a nado el ancho brazo de mar, entregando puntualmente en la ciudad sus encargos. Al cabo de este tiempo desapareció y nadie supo más de él. Dicen que un vecino de su pueblo le vio después en un puerto de Asturias, pero no está comprobado.

El padre Feijoo obtuvo todos estos datos de una relación que le hizo su amigo el marqués de Valbuena, de Santander, quien a su vez había conocido a los hermanos del nadador y a otras personas que fueron testigos directos del fenómeno. Al comentarlo, se apresura a decir que el caso no es totalmente extraordinario, puesto que se conocían en su época otros varios sucedidos en las últimas décadas. Por ejemplo, dice, el descubierto en 1671 cerca de la Martinica, mitad hombre y mitad pez; el que vio en 1725 un bajel cerca del puerto de Brest: hombre perfecto pero con aletas de pez, «de genio tan amoroso que quiso abalanzarse al mascarón de proa que figuraba una mujer, y tan grosero que exoneró el vientre vuelto de espaldas a la tripulación para hacer irrisión de ella»; el que vieron los consejeros del rey de Dinamarca caminando sobre las aguas con un haz de hierba al hombro. Todos son personajes que harían las delicias de un escritor como Álvaro Cunqueiro, que llenó sus obras de estos habitantes de la mar y de sus historias particulares en el trato con los hombres. Marañón, en su obra dedicada al padre Feijoo, dirime la cuestión estableciendo que el hombre-pez de Liérganes era sin duda un afectado de hipotiroidismo congénito, enfermedad conocida como cretinismo, que se manifiesta con retraso mental, piel áspera y también con una especial tolerancia a la falta de oxígeno, lo que justificaría su resistencia en caso de inmersión bajo el agua.

El otro clérigo al que antes hice referencia como preocupado por la cuestión de los monstruos es el abate Lorenzo Hervás y Panduro (1735-1809), perteneciente a la Compañía de Jesús, con la que fue expulsado de España durante el reinado de Carlos III, muriendo en Roma. Aun no siendo médico, su avidez intelectual por conocerlo todo, su cargo romano de prefecto de la Biblioteca Pontificia del Quirinal, que desempeñó hasta su muerte, y el contacto en la misma Roma con numerosos jesuitas expulsos, doctos en cualquier materia, le iban a permitir adquirir amplios conocimientos sobre las cuestiones más interesantes. Escribió, entre otros, los libros Historia de la vida del hombre y El hombre físico; en el segundo de ellos hay un capítulo dedicado a «Monstruos humanos» que divide en tres artículos: «Se establecen las causas naturales de la monstruosidad de los fetos humanos deformes», «Explicación práctica de la causa de los fetos humanos monstruosos» y «Si hay dos almas en los monstruos humanos que tienen duplicidad de miembros principales».

La teoría principal de Hervás la explica así: «Todo lo que la naturaleza tiene virtud de formar o producir, según el orden natural, puede llegar a su estado de perfección cuando no lo impiden algunos accidentes; en este caso el defecto de perfección no consistirá en falta de virtud de la naturaleza sino en la lucha y oposición de varios accidentes que le impiden obrar libremente». Más claro: el cuerpo, originariamente perfecto, podrá modificarse por impedimentos insuperables según ciertos grados, pero nunca producirá especies distintas; es decir, el monstruo, por anormal que aparezca su configuración humana, nunca dejará por ello de ser una persona. Esto constituye un avance fundamental para romper de una vez con todas las anteriores concepciones que suponían a los monstruos como híbridos de animal y hombre o como especies distintas a la puramente humana.

Luego, a la hora de enumerar esas causas externas a la «virtud natural», se inclina por dos especialmente. Una es la de la fantasía o imaginación materna que ya conocemos de antiguo. Pero Hervás muestra su recelo a admitirla sin más y llevado por su celo de hombre ilustrado opina que se trata de una «causa remota» y que la fantasía no haría más que «perturbar el equilibrio de los humores y estremecer los nervios de la máquina corporal», es decir, que en estados de fantasía desbordada todo el cuerpo de la mujer sufre trastornos, entre otras partes el útero, y que esta sería la verdadera causa de la malformación fetal. La otra causa admitida por Hervás —que luego se ha demostrado cierta por la medicina— son las alteraciones en la composición de la «semilla» —hoy hablaríamos de defectos genéticos en los cromosomas del espermatozoide o del óvulo— que impedirían su «normal desplegadura y nutrición».

Además, el jesuita establece que el alma se asienta en la cabeza —algo que ya preocupó a Feijoo—, pues se había comprobado que en monstruos bicéfalos cada una de ellas mantenía comportamientos y sentimientos diferentes aunque compartieran un único corazón. Si el concepto teológico del alma lo transformamos en el más puramente científico de vida individual, esta opinión de Hervás ha sido de mucha importancia en teratología a la hora de decidir, por ejemplo, si dos siameses estrechamente unidos, compartiendo casi todas sus vísceras, han de ser tratados como uno o dos individuos a la hora de plantearse su corrección quirúrgica.

La medicina actual cree haber encontrado explicación natural a todos estos sucesos que aterrorizaron a las generaciones anteriores. Pero aún el nacimiento de un hijo con malformaciones severas, sean o no compatibles con la supervivencia, causa en los familiares un amargo trance para el que nada ayudan las explicaciones científicas de ahora como tampoco lo hacían las de antes. Cada caso va a requerir una atención pormenorizada e individual de la que forma parte esencial el apoyo psicológico tanto o más que el puramente médico.