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MEDICINA DE LA SEXUALIDAD

Los instintos son, nos dice el diccionario de la Real Academia, el conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie. Habría que añadir, para matizar algo más la definición, con el respeto debido a la docta institución de nuestra lengua, que esas pautas son innatas al individuo, no requieren aprendizaje, aunque sí, desde luego en el ser humano, se benefician de la educación. En los dos instintos que se mencionan, siendo fundamentales ambos, es posible establecer un orden de prelación. Efectivamente, el instinto de conservación individual, con todos los mecanismos y energías que mueve para su realización, no es el más importante de los que rigen en los arcanos de los seres vivos. Es, como mucho, el primer paso, sin el cual ciertamente sería imposible hacer un camino, pero solo eso, el movimiento inicial para lo que se va a convertir en una caminata de mucho mayor alcance. La función más importante de cualquier ser vivo no es tanto, según el dictado del Génesis —similar, por cierto, al de todos los relatos que en las más distintas culturas narran o idealizan su origen—, la de «crecer», sino la de «multiplicaos y dominad la tierra». La fuerza más poderosa es la de perpetuar la vida, la de reproducirse. La reproducción asegura que las especies no se acaben con la muerte ineludible de los individuos.

En los seres vivos superiores, especialmente en los mamíferos, los más desarrollados en la larga escala zoológica, este instinto va a estar servido por todo un complejo sistema orgánico que trasciende desde la más profunda intimidad de las células, con sus diferentes cromosomas, hasta la aparatosa presencia de los órganos genitales, pasando por una intrincada red de órganos ocultos que con sus secreciones hormonales regularán de manera tan delicada como a veces violenta todo el proceso reproductivo. Todo esto constituye el sexo desde el punto de vista biológico y su fin único es la reproducción de la especie. Pero el ser humano no es uno más en esa escala. El hombre y la mujer cuentan con un órgano que la clasificación normal no coloca entre los sexuales y que, sin embargo, se erige en el principal de todos ellos en un número muy significativo de las ocasiones: el cerebro. Él modificará en un sentido, en otro o en varios a la vez las acciones y, sobre todo, las formas en que estas se van a expresar en todo el sistema sexual.

La enfermedad o el funcionamiento anómalo de cualquiera de las porciones en que se divide este sistema han preocupado siempre a los humanos y ocupado a los médicos, que se esforzaron primero en entender qué sucedía y el porqué e inmediatamente en encontrarle remedio ya que bien pronto se dieron cuenta de que aquellos asuntos, aunque no amenazaran la vida del paciente y tampoco, siendo casos aislados, la de la especie, ni se acompañaran habitualmente de dolor, eran, no obstante, causa de gran desazón en los sujetos. De modo que la medicina de los trastornos del sexo es tan antigua como la humanidad y el hombre ha buscado su ayuda casi al mismo tiempo que para el dolor o la misma muerte. La sexualidad puede alterarse de muy variadas maneras; por defecto, por disfunción y también por exceso.

Incapacidad de reproducirse

Representa el fracaso máximo de la sexualidad entendida como función biológica. Se habla de esterilidad cuando se hace referencia a la incapacidad del macho para fecundar o de la hembra para concebir. Infertilidad, si bien la RAE no reconozca este matiz que médicamente tiene mucha importancia, es la imposibilidad de obtener hijos vivos aunque haya habido fecundación y concepción; es el caso, no demasiado infrecuente, de una mujer que habiéndose quedado embarazada en varias ocasiones sufre otros tantos abortos o muertes de los hijos intrauterinamente antes de alcanzar la maduración necesaria para ser viables fuera del seno materno. En cuanto a lo que se denomina impotencia, situación que afectaría solo al varón, también hay que distinguir entre impotencia generandi, que es equivalente a esterilidad masculina por falta o defecto grave de los espermatozoides o por imposibilidad de que estos salgan al exterior por obstrucción en las vías que los conducen desde el testículo; e impotencia coeundi, la derivada de no poder el varón realizar el coito por anomalías en sus órganos genitales. La impotentia coeundi no imposibilita la reproducción del hombre, pues no significa que sea estéril; desde luego no hoy, en que existen procedimientos para obtener el semen e introducirlo en la vagina de la mujer y lograr una inseminación artificial, y otros para utilizarlo en el laboratorio en las técnicas de fecundación in vitro, que para nada necesitan de una relación sexual completa en cualquiera de ambos casos.

La infertilidad, que es una situación preocupante, angustiosa o, rara vez, indiferente para el común de las parejas, se convierte en motivo de especial desasosiego para aquellas en las que la descendencia directa es uno, si no el principal, de sus fundamentos. Por mucho que la sociedad cambie sus principios rectores e intente por los más diversos medios que las distintas generaciones se rijan por patrones distintos a los que las han precedido, la filiación, esto es, la procedencia de los hijos respecto a los padres, sigue estando en el origen de esa misma sociedad. No es tanto la genética, que con el tiempo se diluye por entre las ramas del árbol genealógico, como el conjunto del patrimonio —que es una palabra que ya descubre a las claras su etimología— afectivo, educativo, cultural y, desde luego, material aportado por los padres a sus hijos lo que establece esa relación ineluctable. Los hijos reciben una herencia con todos esos componentes y luego la ampliarán, la derrocharán o la mantendrán inamovible. Y si la herencia cuenta cuando se compone tan solo de unos atributos morales o educativos o unos pocos cuartos en haciendas materiales, pensemos lo que sucederá si su meollo es uno de los bienes más preciados en todos los tiempos por hombres y mujeres: el poder sobre los demás.

Así pues, serán los poderosos quienes de una manera singular sufran la incapacidad de perpetuarse como una amenaza. Por otro lado, sus reacciones ante esta tesitura van a ser conocidas por sus contemporáneos y por la historia, cosa que no sucede, más que si acaso para los más allegados, en parejas que carecen de ese amplificador de sus vivencias que es el mismo poder. Los médicos somos testigos, y partícipes muy a menudo, de cómo afrontan el problema los seres que forman el entramado de lo que se denomina intrahistoria con terminología unamuniana. Y la medicina de nuestro tiempo se debate en una dicotomía de trabajos e investigaciones aparentemente contradictorios. Por un lado, los encaminados a limitar el acto reproductivo sin menoscabar el complejo conjunto de todo lo que rodea a la sexualidad. A este asunto, la anticoncepción, no siempre fácil, irá dedicada más adelante una parte de este capítulo. Por otro, a soslayar los impedimentos que la propia naturaleza opone a esa finalidad del sexo cuando los interesados desean sobre todas las cosas que se cumpla.

Pero aquí se pretende sacar a la luz de las páginas de un libro la intimidad que de otra forma, quizá siempre debería ser así, guardarían eternamente los muros de una alcoba y el pudor de unos protagonistas. Por tanto, para poder referir los modos en que hombres y mujeres han tratado de resolver la cuestión de la esterilidad o de la infertilidad, lo mejor es acudir a esos ejemplos señeros que, además, al haber sido proclamados a los cuatro vientos de la historia se han liberado del secreto profesional que de otro modo velaría su relato.

El primer caso que traigo a la memoria es el de un rey de Castilla, Enrique IV, al que esa historia apellida el Impotente precisamente aludiendo a su problema reproductor. Tradicionalmente muchos monarcas han recibido de sus súbditos y contemporáneos, bien en vida o al poco de morir, un sobrenombre con el que han pasado a la posteridad. Por lo general se trata de términos que aluden a virtudes o cualidades destacadas de la persona por las que se la conoce desplazando incluso el apellido dinástico. En España podemos referir unos cuantos: Magno, Casto, Santo, Sabio, Emplazado, Cruel o Justiciero, de las Mercedes, Doliente, Católico, Hermoso, Loca o Hechizado. La razón que ampare a cada uno de estos «títulos» no nos importa ahora; pero todos, hasta los que proclaman la crueldad o la locura de los personajes, tienen un cierto aire de grandeza, delatan un punto de admiración o de asombro en quienes los conocieron y obedecieron de grado o por fuerza. Sin embargo, el rey Enrique IV de Trastámara tuvo en esto verdadera mala suerte. Su apelativo de Impotente pregona un defecto físico que, sobre la tara orgánica que supone, y al margen desde luego de cualquier rigor científico en ello, tiene en la sociedad de todos los tiempos, y más aún en la española, connotaciones peyorativas para la valoración de la personalidad entera del sujeto. El vigor y uso manifiesto de los atributos genitales en el varón, mucho menos en la hembra, se tienen como señal de otras notables cualidades; en nuestro idioma, hombría es palabra que, tomando una pequeña parte por el todo, designa un conjunto de características siempre plausibles del individuo.

Enrique fue el único hijo del rey Juan II con doña María de Aragón, su prima. De un segundo matrimonio con Isabel de Portugal, perteneciente a una estirpe que llevaba en sus genes el estigma de la locura, nacerían Alfonso e Isabel. Intervino en política desde antes de reinar, participando de una u otra de las banderías que por entonces trastornaban el gobierno de los tres reinos cristianos peninsulares. A los dieciséis años, siendo aún príncipe heredero, contrajo matrimonio con la infanta Blanca de Navarra. Dos narraciones contemporáneas a los hechos, la Crónica de Juan II y el Memorial de diversas hazañas de mosén Diego de Valera, relatan con todo detalle la ceremonia de la boda y el primer encuentro sexual de los esposos y coinciden en decir que la princesa «quedó tal cual nació, de lo que todos tuvieron gran enojo». Puede sorprender que semejante detalle fuera conocido hasta por los cronistas, pero es necesario saber una costumbre cortesana que se cumplía en todos los enlaces de ese nivel desde hacía siglos y que todavía estaría vigente durante unos cuantos más; aunque nos cueste hacernos una idea de la situación. El encuentro sexual en esas circunstancias tenía poco de íntimo precisamente porque su consumación era cuestión de Estado. A los nuevos esposos los acompañaban hasta la alcoba un grupo de seleccionados miembros de la corte que se quedaban allí contemplando en directo la coyunda matrimonial. Una vez finalizada esta, que debería ser rápida y sin prolegómenos, uno de esos testigos quitaba la sábana de la cama, que, si todo había ido según lo esperable, estaría manchada con la sangre de la desfloración y quizá hasta con semen del marido, y salía al salón aledaño donde esperaban anhelantes los padres de los contrayentes y el resto de la corte. Allí se procedía a la exposición pública, y diríamos que judicial, de aquel testimonio de que el matrimonio se «había consumado», junto con el no menos importante de que la mujer era doncella hasta ese momento. Pues bien, esos testigos, después de presenciar varios intentos de los jóvenes por cumplir con el deber carnal que se esperaba de ellos, son los que certificaron que todos habían sido baldíos y doña Blanca continuaba «como la parió su madre». Don Enrique, escarmentado por esta situación y por todo lo que vino después, ordenó omitir ese requisito en su segundo matrimonio cuando su condición de rey le permitía cambiar las normas.

El matrimonio duró trece años, más que muchos de los actuales, y terminó en declaración de nulidad por la imposibilidad de obtener descendencia, tras una sentencia en la que fue esencial el dato constatado —así figura en el documento que publicó la Academia de la Historia— de que en todo ese tiempo los reyes solo convivieron durante tres años, pues luego Enrique rehuía cualquier relación con su mujer. En aquel período de acercamiento no se logró una normal relación sexual a pesar de que, según los redactores de la sentencia, Enrique «había dado obra con verdadero amor y voluntad, y con toda operación, a la cópula carnal», y también a que se le procuraron auxilios de todo tipo tales como «devotas oraciones a nuestro Señor Dios […] y otros remedios». Desde Italia, tierra entonces y después de grandes habilidades amatorias, trajeron los embajadores a Castilla «remedios» muy variados que no detallan las crónicas. Una resolución de ese nivel, con devolución inmediata de la esposa a sus tierras navarras en medio de un notable escándalo social y político, no podía tomarse sin agotar las averiguaciones previas para determinar si la culpa del fracaso radicaba en el hombre o en la mujer. Había quien decía, y el rey solía alardear de ello, que Enrique era aficionado a utilizar los lupanares de Segovia y que allí no tuvo nunca ningún problema. A tal fin indagatorio se designó a «una buena, honesta y honrada persona eclesiástica» para que visitase a aquellas mujeres y obtuviese su testimonio bajo sagrado juramento. El resultado fue que Enrique «había habido en cada una de ellas trato y conocimiento de hombre a mujer, así como cualquier otro hombre potente, y que tenía una verga viril firme y daba su débito y simiente viril como otro varón, y que creían que si el dicho señor príncipe no conocía a la dicha señora princesa, es que estaba hechizado o hecho otro mal, y que cada una le había visto y hallado varón potente, como otros potentes»; así está escrito y jurado. Por tanto, del fracaso conyugal en tener hijos que heredasen el trono era culpable doña Blanca y con ese sambenito se volvió a Navarra.

Claro que una cosa es lo que dijeran los documentos oficiales, incluso con testimonios de tanta «autoridad» en la materia, y otra la verdad que ya conocía todo el mundo. Parece que estemos hablando de hoy mismo y de sus famosos, pero lo hacemos de mediados del siglo XV. Pronto sus penurias sexuales anduvieron en coplas que se corrían, aprendidas de memoria, de lugar en lugar, de pueblo en pueblo. Y eso que una parte de los comentaristas, quizá interesados en quitarle al asunto algo de morbo, o en dárselo, según se mire, afirmaban que la actual impotencia se debía a los excesos sexuales que Enrique había cometido en su juventud temprana. Contra esto, un informe privado de su médico, el doctor Fernández de Soria, aseguraba que la impotencia se le comenzó a manifestar ¡a los doce años!, una edad muy precoz hasta para un adolescente de sangre regia que tendría muy pronto oportunidades de ejercer su sexualidad recién despertada.

El segundo matrimonio real, casi inmediato a la declaración de nulidad del primero, se celebró con doña Juana de Portugal, hermana del rey de la nación vecina, y a la sazón de dieciséis años de edad, y «de la que había oído ser muy señalada mujer en gracias y en hermosura». Estos buenos augurios debieron de contar no poco a la hora de la elección por los grandes señores y el propio rey con vistas a fomentar los incentivos sexuales de la unión. No obstante, contamos con un testimonio privilegiado del acontecer cotidiano de la corte en el libro Crónica de Enrique IV, escrita en latín por Alonso de Palencia. Este autor narra cómo el encuentro entre el rey y doña Juana fue de todo menos sensual por parte del hombre. Dice: «No era su aspecto de fiestas, ni en su frente brillaba tampoco la alegría, pues su corazón no sentía el menor estímulo de regocijo; por el contrario, el numeroso concurso y la muchedumbre, ansiosa de espectáculo, le impulsaba a buscar parajes escondidos; así que como a su pesar, y cual si fuese a servir de irrisión a los espectadores, cubrió su frente con un bonete y no quiso quitarse el capuz». Es una impresionante descripción de un varón a quien no parecen apetecerle mucho los teóricos placeres que aquella mujer «señalada en hermosura» podía proporcionarle en las horas y días sucesivos al encuentro o, quizá, que sabe que no podrá dar cumplimiento a lo que se espera de él en semejante oportunidad.

Este segundo matrimonio habría, no obstante, de tener consecuencias fundamentales para su tiempo y para todos los venideros en España y, de rebote, en todo el mundo. La nueva reina quedó embarazada y una gran parte de la corte y la mayoría del pueblo pensó desde el primer momento que en aquel embarazo había intervenido otro hombre que no era el rey, al que ya daban con seguridad por impotente para esos menesteres. Todos los ojos de los que mantenían esa sospecha se volvieron hacia don Beltrán de la Cueva, un apuesto y presumido caballero que había ido escalando peldaños en la privanza de don Enrique y del que siempre se dijo que alardeaba de un trato muy especial con doña Juana. En marzo de 1462 nació una niña que recibió el mismo nombre de la madre, Juana, y fue jurada heredera del trono, pero a la que se empezaba a conocer con el sobrenombre despectivo de la Beltraneja por la supuesta paternidad. El porvenir de esta mujer fue dramático desde su niñez y no es este el lugar de detallarlo.

¿Es cierto que fue impotente sexualmente aquel rey al que la historia pone siempre ese humillante y escabroso apellido? La cuestión ha conocido momentos de apasionado debate y otros, más prolongados, en que nadie pareció preocuparse de ella. De su respuesta en un sentido o en el contrario depende, sin embargo, nada menos que la legitimidad de origen de la dinastía que con pocas ramificaciones ha continuado reinando en España otros seis siglos más. En esas discusiones han terciado personas de escasos o muy parciales conocimientos en cada uno de los factores del problema. Gregorio Marañón, médico especialista en endocrinología e historiador, entre otros de sus enciclopédicos saberes, escribió en 1930 la obra Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, sin duda el mejor estudio de la personalidad del rey, de su posible defecto físico y de la época en que transcurrieron los hechos y los personajes que le rodearon. Además, Marañón asistió, comisionado por la Real Academia de la Historia, a la exhumación en 1946 de los restos de Enrique IV, hasta entonces en paradero desconocido, que se encontraron, «en un escondrijo más que cripta», detrás del monumental retablo mayor del monasterio de Guadalupe. El examen, un ejercicio de verdadera antropología forense, a que fue sometido aquel cuerpo momificado permitió al erudito médico profundizar en sus teorías sobre el padecimiento del rey y ampliar con detalles absolutamente originales las sucesivas ediciones de su libro.

La conclusión a la que llegó Marañón es que Enrique padeció un complejo síndrome endocrinológico denominado displasia eunucoide con reacción acromegálica. Difícil terminología para no médicos que intentaré explicar siquiera muy elementalmente. En estos sujetos, siempre varones, la secreción de hormonas sexuales por parte de los testículos a partir de la adolescencia es muy escasa o nula. Ante ello, la glándula hipófisis, situada en la base del cerebro, que es la que estimula la función de casi todas las demás del organismo, incrementa la producción de otras hormonas que producen, entre otros trastornos, el crecimiento exagerado de las extremidades y de los huesos de la cara —rasgos «acromegálicos»—, que alcanzan gran tamaño y muestran deformidades muy características. Para que el lector se haga una vaga idea del aspecto del individuo acromegálico basta que traiga a su memoria la imagen de algún jugador o alguna jugadora profesional de baloncesto. Pues muchos de esos rasgos físicos figuran en los retratos literarios contemporáneos de Enrique IV y en los más escasos retratos pictóricos que se conservan de nuestro protagonista. Marañón pudo comprobarlos en el cuerpo sacado de la tumba y se reafirmó en su primitivo diagnóstico de presunción. Todo encaja: la figura extravagante del rey y su disfunción sexual que tendría como señal más reveladora la impotencia objeto de polémica.

Un caso bien distinto de este es el que hubo de padecer Fernando el Católico; en él la impotencia solo sucedió en los últimos años de su vida, y no por otra razón que la edad unida a una precedente vida sexual especialmente activa. Las circunstancias políticas hacían imperioso, sin embargo, que el rey tuviese nueva descendencia legítima en ese período y, junto a esto, algún detalle que podemos llamar «médico» hace relevante que conozcamos aquella decadencia sexual.

Una fatídica sucesión de muertes en los hijos del matrimonio con Isabel de Castilla había dejado como heredera a Juana, casada con un ambicioso Felipe el Hermoso. El yerno demostró muy pronto que quería tomar posesión de la herencia de Isabel aún en vida de su suegro y este se sintió obligado a buscar una solución que parase los pies al flamenco, que tenía totalmente dominada la voluntad de Juana. De modo que el aragonés, arquetipo de astucia política, decidió realizar una jugada maestra: contrajo matrimonio, menos de un año después de la muerte de Isabel, con Germana de Foix, una sobrina del rey francés, y manifestó su disposición a ceder sus reinos de Aragón e Italia al hijo que naciera de esa unión, quitándoselos así a Felipe.

Germana tenía diecisiete años en el momento de la boda; no era, según los cronistas, demasiado guapa, incluso cojeaba algo, pero ofrecía además de otros encantos de esa edad un carácter vivaracho, amigo de fiestas y juguetón en el lecho. Pero Fernando tenía ya cincuenta y tres años, una edad muy elevada para un hombre a comienzos del siglo XVI, y además habían sido años muy ajetreados tanto en la política como en la guerra y también en la actividad sexual, que no solo, ni mucho menos, practicaba con su esposa, sino que siempre le gustó picotear en corrales ajenos. Aun así, el rey no podía contener sus ardores y parece ser que consumó el matrimonio con Germana en la población de Dueñas, a la que había llegado la novia, antes de celebrarse la solemne boda en Valladolid unos días después. Al año siguiente nació un niño al que bautizaron con el nombre de Juan y que de vivir más hubiese supuesto la ruptura de la unidad española, pero que falleció al poco tiempo. Fernando seguía necesitando entonces un heredero, pero al morir Felipe el Hermoso poco más tarde, el tema sucesorio dejó de ser importante.

Lo que sí continuaba en plena ebullición era el ardor sexual de Germana, que exigía cumplimiento al cada vez más achacoso marido. Pero Fernando, el pobre, no daba ya más de sí, manifestando claros signos de impotencia para esos deberes conyugales. Y los cortesanos buscaron remedios con que vigorizar a su señor. Entre los predecesores de la viagra había dos que se preconizaban como utilísimos. El primero era la ingestión de criadillas, testículos de toro, el animal totémico español y paradigma del poder genésico, en todas las preparaciones culinarias imaginables: crudos, guisados, dando su sustancia a un caldo, etcétera. A Fernando lo hartaron literalmente de estas comidas sin que se lograra el efecto deseado de que aumentara su capacidad para las relaciones sexuales.

Hubo, pues, que recurrir al otro producto recomendado por la farmacopea: la cantárida. Es este un insecto que vive en algunos árboles, sobre todo el tilo y el fresno, y cuyo organismo contiene una sustancia que provoca la dilatación general de los vasos sanguíneos si se administra a una persona. Naturalmente, entre los vasos dilatados se encuentran los del pene y de ahí el efecto vigorizante. En realidad eso mismo, exactamente, es lo que hace el moderno sildenafilo, solo que limitando su acción en el resto del organismo y destacando la que tiene sobre los genitales masculinos. La cantárida actuaba mucho más por las bravas y sus efectos vasodilatadores generales podían provocar graves episodios de congestión y hasta la muerte por hemorragia cerebral, hemorragias de vejiga y de las vías urinarias acompañadas de insoportable escozor o por sobrecarga cardíaca —algo que también se ha achacado al sildenafilo cuando se toma en dosis excesivas o por personas que ya padecen trastornos circulatorios—. Y eso es lo que le sucedió al pobre Fernando el Católico. En enero de 1516, con sesenta y cuatro años a la espalda y en las arterias, se encontraba de viaje hacia el monasterio extremeño de Guadalupe acompañado de la fogosa Germana y en el pueblo de Madrigalejo, a muy corta distancia de su destino, debió de superar las cantidades prudentes de cantárida para satisfacer a su esposa y falleció de una apoplejía, no sabemos —hasta ahí no llega el detallismo de los cronistas— si durante el «acto de servicio» o en sus prolegómenos, en los que la reina parece ser que era de filigrana.

Transcurrido más de siglo y medio desde estos hechos, aún tenemos ocasión de ver en la misma familia otro caso de impotencia y consiguiente infertilidad en la persona del último monarca de la casa de Austria, Carlos II, conocido con el apelativo de Hechizado por las desgracias que hubo de sufrir en su biografía. Su condición de fruto de las múltiples uniones consanguíneas que hubo entre sus progenitores, generación tras generación, motivadas por intereses políticos, le acarreó una profunda degradación física que se manifestó en severos problemas de desarrollo como que no anduviera hasta los seis años o que su lenguaje fuese siempre poco menos que ininteligible. Era hijo del matrimonio de Felipe IV con su sobrina Mariana de Austria, y lo engendró el rey con casi sesenta años de edad, circunstancia biológica que en aquel entonces tampoco propiciaba la buena salud de la criatura. Precisamente algunos médicos justificaron la extrema debilidad de Carlos en que este se había logrado con las postreras «escurriduras» salidas del aparato genital de su padre, según confesión del propio Felipe a sus más íntimos: una terminología peregrina para denominar lo que era una realidad biológica.

El efecto más importante de esa mala salud general del rey fue, desde luego, su incapacidad para tener hijos, ni siquiera para obtener embarazos, de sus dos esposas. Algo que, naturalmente, se achacó en los ambientes oficiales a las sucesivas reinas, aunque bien se sabía en ellos, y en el pueblo que asistía a aquellas infructuosas esperas, que la causa estaba en el enfermizo y enteco organismo de Carlos. Pero la figura del rey y su valía en todos los sentidos debían quedar a salvo de murmuraciones aunque estas fuesen a gritos. De modo que cuando Carlos contrajo matrimonio con la francesa María Luisa de Orleans, que llegó al tálamo real horrorizada como es de suponer, y tal unión no obtenía fruto, aquel mismo pueblo, zumbón en sus manifestaciones pero conocedor de la trascendencia de que la monarquía tuviese un heredero, acuñó una copilla que se cantaba por las calles de Madrid:

Parid, bella flor de lis,

en situación tan extraña,

que si parís, parís a España

y si no parís… a París.

Y así fue. La pobre y jovencísima reina se volvió a París tras ser anulado el matrimonio alegando precisamente su esterilidad. Claro que tampoco con la segunda esposa, la teóricamente fértil por sus antecedentes familiares Mariana de Neoburgo, hubo descendencia, pero España, enzarzada entonces en abierta lucha por el poder entre las facciones políticas y de la nobleza, no estaba ya para bromas y canciones. Este problema sexual, una cuestión médica al fin y al cabo, desembocó nada menos que en el final de una dinastía y cambió radicalmente el escenario de una nación y de medio mundo a su rebufo.

Distinto fue un caso de impotencia coeundi en personaje también regio muy comentado en su época pero poco conocido en las posteriores. Luis XVI de Francia se casó a los quince años de edad con la austriaca María Antonieta, que ya contaba veinticuatro. La mujer era muy bella, procedía de una familia de gran fecundidad y tenía afición a todos los placeres de la vida que le proporcionara su condición regia; entre estos no era ajeno el del sexo. Pero el adolescente Luis no era capaz de satisfacer a su esposa, y no por su edad, sino porque sufría grandes dolores cuando practicaba las relaciones sexuales, lo que le llevó a alejarse de ese contacto con notable despecho y disgusto de la fogosa María Antonieta. La situación —nada hay secreto en los palacios— trascendió a los ambientes de la corte y enseguida se supuso que era ella la que no sabía proporcionarle a su marido los estímulos necesarios para una relación satisfactoria. Además, comenzaba a plantearse la cuestión sucesoria, siempre fundamental en toda monarquía hereditaria. El grave problema de alcoba tardaría aún siete años en resolverse, algo que hoy puede parecernos increíble, pero es que ni el rey reconocía los hechos tal como eran ni a ningún médico se le hubiese ocurrido investigar directamente allí donde radicaba el aprieto. Uno lo hizo por fin y descubrió que lo que provocaba las insufribles molestias durante la penetración era que el rey padecía algo tan frecuente y de fácil arreglo como una notable fimosis. En efecto, el prepucio, la piel que recubre el glande, estaba muy cerrado y no permitía que este se liberara durante el coito, provocando un intenso dolor al paciente. Una sencilla intervención quirúrgica, apenas un corte en ese tejido estrechado, ni siquiera una auténtica circuncisión, hizo desaparecer como por ensalmo todo el problema. El matrimonio pudo al cabo de tanto tiempo consumar su relación sexual con éxito y antes de un año nacía el primer hijo de la pareja y se despejaba mucho el porvenir, aunque esa nueva luz no dejara entrever la terrible revolución y la guillotina al final del camino de ambos.

El rey de España Fernando VII de Borbón quizá padeció alguna forma de infertilidad hasta sus últimos años. No de impotencia, desde luego, porque su salacidad, su inclinación vehemente a la lascivia como define este término la Academia, están fuera de toda duda histórica. Pero lo cierto es que de sus cuatro matrimonios solo obtuvo descendencia viva con la cuarta esposa, María Cristina de Borbón; la primera, María Antonia de las Dos Sicilias, sufrió dos abortos y la segunda, Isabel de Braganza —«fea, pobre y portuguesa, ¡chúpate esa!», cantaba de ella el deslenguado populacho—, murió a consecuencia de una cesárea, operación que en aquel entonces suponía la mayoría de las veces la muerte de la madre, y muchas también la del hijo, como sucedió en esta ocasión. Pero así como a su predecesor Felipe IV, otro gran lujurioso que tuvo mala suerte con los hijos legítimos, se le conocen numerosos bastardos, Fernando VII no dejó de sus muchos escarceos amorosos fuera del matrimonio ningún hijo que recuerde la historia. Mucho ruido, pues, y pocas nueces.

No quiero finalizar este breve examen por los casos de aparentes o ciertos déficits en la capacidad genital sin traer a colación a un personaje del que la historia, con algún deje de leyenda, dice que murió precisamente por un exceso de actividad sexual. Me refiero al príncipe don Juan de Trastámara, con cuya prematura muerte cambió drásticamente, una vez más, el previsible futuro de España.

El casi continuo enfrentamiento con Francia llevó a los reyes españoles Isabel y Fernando a buscar una firme alianza con Borgoña, un verdadero tábano en el costado del país vecino. Para los borgoñones también se trataba de un buen negocio; Castilla y Aragón unidos, con la reciente expulsión de los musulmanes de la Península y la casi simultánea apertura de unos horizontes insospechados más allá del océano, con territorios en Italia propiedad de Fernando, eran los reinos con más futuro de toda Europa.

En el momento de concertar los tratos matrimoniales con Borgoña había dos hijos por cada parte en disposición de hacerlo. En España, el heredero, príncipe don Juan, y Juana, tercera en la línea de sucesión detrás del propio don Juan y de Isabel, ya «colocada» en Portugal. En Borgoña estaban Felipe, que ya era conocido con el apelativo de el Hermoso por sus agraciadas facciones y el donaire de carácter del que hacía gala, y Margarita, que no le iba a la zaga en buena dotación de encantos físicos. Mejor dos que uno debieron de pensar los padres, y así se apalabró a la vez el enlace de ambas parejas.

En marzo de 1497, Margarita desembarcó en Santander y pocos días después, el 3 de abril, se celebró la boda en la catedral de Burgos, actuando de celebrante el cardenal Cisneros, con el máximo acompañamiento de personalidades de la nobleza y seguida de esplendorosas fiestas palaciegas y populares. Don Juan tenía diecinueve años sin cumplir; la novia, diecisiete. En ese tiempo eran edades adultas para un hombre y una mujer cuando la esperanza de vida no sobrepasaba de media los cuarenta años. Pero, desde un punto de vista estrictamente fisiológico, eran apenas dos jovencitos apurando la adolescencia y, como es lógico, sujetos a la máxima fogosidad de sus instintos sexuales recién despertados, con las hormonas y sus efectos en plena ebullición. No puede extrañar que los recién casados pasaran de inmediato a cumplir no lo que la diplomacia había tramado en silencio, sino lo que sus cuerpos les pedían a gritos. El encuentro amoroso fue explosivo y los jóvenes no se dieron descanso durante varios días en los que no se preocuparon de aparecer por los salones donde se festejaba su matrimonio. Los criados dejaban discretamente los alimentos en la puerta de la alcoba principesca y retiraban con igual discreción las inmundicias que la esclavitud de la carne no excusaba ni a tan altos señores. Pasados esos primeros días de alborozo sexual hubiera sido de esperar que los cónyuges espaciaran sus tórridos encuentros de cama, pero no fue así. Margarita había descubierto los placeres de la sexualidad y se entregó a ellos con entusiasmo; y don Juan no la defraudaba en ningún momento a pesar de que su organismo empezó pronto a resentirse.

Margarita poseía la salud y la energía física que caracterizaron siempre a su estirpe borgoñona, cuajada de hombres vigorosos y de mujeres paridoras de grandes proles; un cuerpo de porcelana recubría a un organismo de hierro. Además, estaba educada en una corte donde las fiestas y los placeres de todo tipo eran una constante diaria, por lo que ese cuerpo le pedía alegrías y en la austera corte española estas casi se reducían a las que podía encontrar en el lecho con un marido amante y deslumbrado. Don Juan, por su parte, se formó al lado de sus padres, quienes, siempre agobiados por los mil problemas de la difícil gobernación de los reinos, no eran, desde luego, un ejemplo de reyes festivos. En cambio, el heredero de Castilla y de Aragón recibió la más esmerada de las educaciones en asuntos políticos y en la cultura renacentista. Al tiempo que se desarrollaba intelectualmente y en sobrias artes de gobierno, su salud no era muy buena y era motivo de preocupación para su madre, una mujer que siempre gustó de ejercer como gallina clueca de sus hijos, reservándoles un tiempo y una atención que sabía compaginar con las tareas de reina y con la discreta vigilancia de las muchas actividades extraconyugales de Fernando.

Al llegar la boda de Burgos se encontraron, pues, dos instintos sexuales a tope pero encerrados en cuerpos de bien distinta complexión. De que aquella constante efusividad sexual podía derivar en serios perjuicios para la enteca salud del príncipe se dieron cuenta enseguida los sensatos cortesanos de doña Isabel y así se lo dijeron a la reina con el apoyo del testimonio de varios médicos. Pero ella estaba imbuida de unas profundísimas convicciones morales cristianas y a quienes la aconsejaban que separase siquiera por una temporada a los cónyuges, les respondía con las palabras de la liturgia matrimonial: «Lo que ha unido Dios, no lo separará el hombre». Y no permitió que nadie se inmiscuyese en la vida sexual de su hijo y de su legítima esposa.

Don Juan se consumía a ojos vistas, pero mantenía la actividad sexual sin decaimiento de ánimo y de deseo por más que la salud le diera avisos en forma de enflaquecimiento del cuerpo y frecuentes vahídos de la mente. En septiembre de 1497, los príncipes visitaron Salamanca, que se engalanó en fiestas para recibirlos. Pero durante esa estancia don Juan enfermó de extrema gravedad y el día 4 de octubre, seis meses justos después de haber contraído matrimonio, dictó su testamento declarándose «enfermo de mi cuerpo e sano de mi seso e entendimiento cual Dios me lo dio». Murió tres días más tarde.

Como siempre sucede en estos casos, los rumores sobre un posible envenenamiento del príncipe corrieron como el viento por el reino. Pero duraron poco. La gente conocía de sobra el género de vida que habían llevado los príncipes y todos en España fueron de la opinión de que esos excesos sexuales habían sido la causa principal, si no la única, de la enfermedad y muerte de don Juan. Si miramos la cuestión retrospectivamente con criterios médicos tendremos que estar de acuerdo en gran parte con ese juicio de los contemporáneos. Ciertamente el sexo, por muy ardiente e incansable que sea su práctica, no mata de manera directa a un individuo, pero sí es capaz, en esas condiciones, de debilitar un organismo ya de por sí enfermizo como debía de ser el del príncipe. Lo que seguramente llevó a la muerte a don Juan fue una suma de factores: era un muchacho feble, quizá afectado por algún proceso crónico pulmonar como la tuberculosis, tan frecuente destructora de vidas jóvenes hasta casi ayer mismo, con pocas reservas físicas por haber transcurrido su corta vida si no entre algodones, sí con poco ejercicio, exceptuando torneos como de juguete a los que se prestaban para divertirle los caballeros cortesanos de sus padres. Y, eso no se puede negar, el desgaste físico de sus relaciones sexuales desmesuradas. Ante un paciente con alguna enfermedad debilitante o en un estado de agotamiento por cualquier razón, los médicos siempre han recomendado, junto a los medicamentos de que dispone la farmacopea de cada época, el reposo como uno de los remedios coadyuvantes para la curación; y en ese reposo se incluye el sexual, puesto que el consumo de energía y la sobrecarga para el sistema cardiovascular durante una relación de este tipo es superior al soportado en un ejercicio físico de intensidad más que mediana, según se ha comprobado modernamente con meticulosos estudios. En resumen, don Juan era muy probablemente enclenque y enfermizo y la fogosidad con doña Margarita no hizo más que rematar la faena.

Es interesante destacar, porque es un dato que quizá apoya esa idea de endeblez física del sujeto, que a pesar de las relaciones sexuales tan asiduas desde el primer día, Margarita no quedara embarazada sino muy poco tiempo antes de la muerte de su marido. En el curso de casi seis meses no hubo relación fecunda. No es una situación excepcional, incluso en parejas sanas que acuden preocupadas a la consulta médica antes de ese plazo con la ansiedad de creerse estériles, pero tampoco demasiado frecuente, y ocasionalmente puede hallarse algún problema, aunque sea de menor cuantía, en uno de los dos. Puede tratarse de que la mujer tenga los denominados ciclos anovulatorios, períodos en los que no se produce salida de óvulo en el ovario; o de que el varón padezca algún trastorno en la producción o, más habitualmente, en la movilidad de los espermatozoides; o simplemente, y aunque parezca extraño, que la naturaleza se tome su tiempo para cumplir con la función reproductora por motivos que aún hoy se nos escapan.

Una causa absoluta de esterilidad masculina es la ausencia de los testículos, órganos donde se producen los espermatozoides y se fabrican algunas de las más importantes hormonas que regulan toda la sexualidad del varón. La falta de testículos puede suceder, excepcionalmente, porque no se han formado durante el período embrionario o lo han hecho de manera insuficiente y anómala como en algunas alteraciones genéticas que afectan a los cromosomas. La función de los testículos también puede destruirse porque en el curso de su desarrollo no descienden completamente hasta el escroto, quedando anclados en la cavidad abdominal o en el conducto inguinal, donde se destruyen sus células; es la denominada criptorquidia, literalmente «testículos ocultos», una situación que debe ser diagnosticada precozmente en los niños para, si es posible, actuar quirúrgicamente y cuanto antes colocándolos en su debido lugar, evitando así esa destrucción celular que sería irreversible. Por último, algunas enfermedades como el cáncer pueden afectar a los testículos obligando a su extirpación o a su tratamiento quimio y radioterápico, que tiene, al fin, sus mismas consecuencias. Si la falta o destrucción testicular se produce durante la gestación o en el período de preadolescencia, es decir, antes de que el sujeto haya desarrollado los que se denominan caracteres sexuales secundarios —distribución de la grasa corporal, pilosidad facial y corporal, cambio del tono de la voz, etcétera, todos promovidos por la acción hormonal—, estos no aparecerán. Por el contrario, si sucede en un tiempo posterior, siendo ya el individuo adulto, prácticamente solo se perderá la capacidad genésica sin apenas cambios físicos salvo algún signo de feminización como un ligero aumento del tejido mamario. Ahora vamos a comentar una situación muy especial de este tipo de defecto físico que, por su origen, puede herir la sensibilidad a más de un lector.

Los cantantes castrados

Los cantantes castrados ocupan un lugar destacado en la interpretación musical durante casi tres siglos, pero alcanzaron su mayor popularidad en el siglo XVIII, orgullosamente llamado a sí mismo el Siglo de las Luces. A nadie hoy en sus cabales y con un mínimo rasgo de sensibilidad humana se le pasaría por la cabeza la ocurrencia de mutilar severa e irreversiblemente a un niño, y menos a un hijo, para obtener algún beneficio económico o de otro orden con esa acción. Y sin embargo, durante mucho tiempo hubo familias que encontraron en ello una pingüe fuente de ganancias y hasta el encumbramiento social.

En Grecia, en Roma y en algunas otras civilizaciones como la islámica posterior a estas dos, se sometía a algunos niños esclavos a la extirpación de los testículos con el fin de destinarlos al cuidado de los gineceos o del harén en los que vivían las mujeres apartadas de otro contacto varonil que no fuese el de sus maridos o señores. Los eunucos —palabra griega que significa «guardián del lecho»— formaron en esas naciones una clase de la que no solo se nutrían esas guardias mujeriles, sino que escalaron puestos de más responsabilidad en los palacios regios y señoriales, llegando a ser algunos de ellos primeros ministros, consejeros áulicos y generales de los ejércitos. Se consideraba siempre que su obligada dejación del trato con las mujeres les hacía prestar una mayor y constante atención a las otras tareas encomendadas.

En el siglo XVII en Italia —una Italia dividida en muchos reinos, cada cual buscador más denodado de cualquier deleite sensual— se comenzó a encontrar otra utilidad bien distinta a esa operación mutiladora. Aquellos «refinados» italianos comprobaron que castrando a niños preadolescentes que poseyeran una hermosa voz, como los que cantaban en algunos coros y escolanías de las iglesias, cuando crecieran conservarían el tono agudo de soprano de la voz infantil, pero potenciada por los pulmones del adulto y la mayor caja de resonancia del tórax de este. De este modo se obtenía una voz extraordinaria, incomparable con ninguna de las conocidas hasta entonces y utilizadas en la naciente música teatral, el precedente inmediato de la ópera.

Durante muchos años estos fenómenos vocales fueron utilizados como espectáculo de feria, donde, por ejemplo, se les hacía competir con determinados instrumentos musicales, en especial con la trompeta de timbre también muy agudo: el trompetista ejecutaba una nota y la mantenía el mayor tiempo posible en el aire o la modificaba en florituras; luego el cantante debía imitar aquel sonido con su voz e intentar igualarlo en duración o en filigrana. El público asistente cruzaba apuestas y el cantante podía terminar la función vitoreado o molido a palos, según le fuese en el desafío o estuviera el humor de los apostantes.

El aspecto físico de los castrati variaba según el momento de su desarrollo en que el niño hubiese sido emasculado. Su morfología la divide Juan Antonio Vallejo-Nágera —que estudió con detenimiento de médico y de melómano a estos personajes— en tres tipos: unos serían de gran estatura, con las manos y los pies muy grandes en contraste con un tórax corto y ancho; otros derivarían hacia un aspecto feminoide, con acúmulo de grasa en los pechos, las caderas y las nalgas y unos muslos muy gruesos; por fin, unos pocos no se deformaban, conservando un aspecto de varón adulto normal.

La castración se había efectuado en algunos casos de forma accidental o por indicación médica, que en aquel tiempo consideraba necesaria esta intervención para curar algunas enfermedades, si bien en la mayoría de estos últimos casos se trataba de pacientes adultos en los que la extirpación testicular no provocaba ya ninguna alteración física. Pero cuando comenzó el auge de aquellos cantantes, primero en ferias y luego en los escenarios, se desató la ambición de muchos maestros de música y de muchos padres. La castración la efectuaban a veces los propios familiares, pero llegó a establecerse en Italia un auténtico gremio de castradores de niños, cirujanos sin ninguna titulación, aunque alguno hubo con estudios, que se desplazaban de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo anunciando y prestando sus servicios por las casas donde hubiera niños con buena voz y familiares o mentores ambiciosos.

El procedimiento habitualmente utilizado podía ser la amputación mediante un cuchillo seguida de una cauterización al fuego o más raramente con sutura, o bien el estrangulamiento mediante una ligadura apretada en el escroto. Ambos sistemas eran muy dolorosos para la criatura y a esta se la adormecía con la ingestión de alcohol o de algún bebedizo a base de opio. La escena, en cualquier caso, sobrecoge el ánimo de quien la imagina con nuestra mentalidad actual, pero no debía de hacerlo tanto entonces, puesto que los castrati llegaron a contarse por centenares. Hay que considerar, además, que muchos niños morían durante la operación o en los primeros días tras la misma, efectuada en condiciones absolutamente precarias de higiene y muy menguadas de técnica; y que otros muchos no alcanzaban a desarrollar las cualidades de voz que se esperaba de ellos. Por todo lo cual, si existen referencias de varios cientos de castrati conocidos, debemos suponer que la operación se llevó a cabo en miles de criaturas.

La Iglesia condenó desde un principio estas prácticas y estableció la pena de excomunión e incluso la de muerte para quienes practicasen o colaborasen con la castración. Pero se trataba de una actitud hipócrita, desmentida clamorosamente por su propia actuación. Así, por ejemplo, refiere Vallejo-Nágera que en 1780 existían nada menos que setecientos castrati actuando en las iglesias de Roma, además de dos o tres en cada teatro de ópera, de los que había cuarenta solo en los Estados Pontificios. Hasta el pontificado de León XIII (1878-1903) no se prohibió la presencia de castrati en la capilla de música papal. Incluso el último de estos cantantes, Alessandro Moreschi, grabó varios discos en la era inicial de la fonografía a comienzos del siglo XX. Nadie ha vuelto luego a oírlos cantar. Para la realización de una producción cinematográfica sobre Farinelli, el más famoso de los castrati de todos los tiempos, fue necesario un alarde técnico consistente en superponer electrónicamente la voz de una contralto y de un contratenor, las dos voces que más se pueden asemejar a lo que sería en realidad el tono obtenido por un cantante castrado.

En el primer tercio del siglo XVII se produce la aparición en los escenarios operísticos y en los recitales palaciegos de la primera figura de este género. Se trata de Baldassare Ferri, que entusiasmó con su voz a los auditorios cultos y populares de su tiempo, y en especial a personajes de tanta alcurnia como el emperador de Austria Leopoldo I y a aquella extraordinaria y sorprendente mujer que fue la reina Cristina de Suecia. Precisamente fue la categoría de estos admiradores la que propició de ahí en adelante el interés de las cortes europeas por aquellos singulares cantantes que irrumpieron de forma podríamos decir que apoteósica en el mundo musical de la cuna de la civilización. Hasta llegar a la proscripción papal de León XIII van a transcurrir casi tres siglos durante los cuales la emasculación de niños con voz privilegiada iba a ser una práctica frecuente en Italia. Porque es curioso reseñar que únicamente los muchachos que fueron sometidos a esa cruel mutilación en Italia alcanzaron la fama; los castrados en otros lugares de Europa, por alguna condición o circunstancias que se escapan al normal raciocinio, fracasaron siempre; esto llegó a ser tan notorio que muchas familias viajaban con sus hijos hasta Italia para que fuesen cirujanos o barberos de aquella nación quienes los sometieran a la amputación de sus genitales, a pesar de que la policía de los distintos reinos italianos anduvo siempre a la búsqueda de esos practicantes sujetos, teóricamente, al castigo de la ley.

Existe un caso singularísimo entre los castrati y es el de Tenducci. Este individuo, una de las figuras artísticas del siglo XVIII, se llegó a fugar con la hija de una noble familia italiana y sufrió por ello incluso pena de cárcel. Pero lo más extraordinario del caso es que Tenducci y su amada lograron tener descendencia. Sí, tuvieron dos hijos. Este hecho sorprendente se lo justificó el propio cantante a su amigo, el célebre Giacomo Casanova, por haber nacido con una extraña malformación llamada triorquidia que consiste en la presencia en el individuo de tres testículos; cuando fue sometido a la castración solo habían descendido hasta su localización normal dos de ellos, los que le fueron extirpados, pero más tarde el tercero fue capaz de desempeñar su misión de productor de espermatozoides y permitió a Tenducci cumplir a entera satisfacción sus deberes conyugales. Un caso clínico verdaderamente excepcional que los médicos pueden comprender pero que, como es natural, no dejó de sorprender a sus contemporáneos, quienes lo aceptaron con las lógicas reservas y en muchos casos con una sonrisa bonachona de conmiseración hacia aquel sujeto que fiaba en su propia anormalidad la legitimidad de su descendencia.

Pero sin ninguna duda el más célebre de todos los cantantes castrati por sus excepcionales condiciones musicales fue Carlo Broschi, conocido como Farinelli quizá por alguna relación de él o de su familia con la industria de la panadería; aunque no esté muy claro el origen de este nombre, puesto que su familia inmediata pertenecía a las clases relativamente acomodadas de Nápoles, e incluso su padre llegó a ser gobernador de algunas ciudades de aquel reino que era entonces posesión de los Borbones.

Lo primero que sorprende a sus biógrafos es precisamente ese origen acomodado del niño Carlo Broschi. La inmensa mayoría de los muchachos destinados a la castración por sus aptitudes para el canto procedían de hogares humildes a los que tentaba la ocasión de ganancias económicas con el porvenir de sus hijos en los escenarios. Es muy posible, como sospecha Vallejo-Nágera, que en este caso sí se hubiese producido alguna de aquellas circunstancias —enfermedad, accidente— que obligaban a la mutilación terapéutica y que en casi todos los casos no eran sino falsas alegaciones para librarse de la condena que amenazaba a los castradores. De cualquier modo, una vez consumada la emasculación del chiquillo, su padre se encargó de proporcionarle los mejores maestros musicales a su alcance.

Las facultades de Farinelli le fueron destacando tanto entre el público como entre los empresarios y poco a poco fue ascendiendo escalones. En cierta ocasión coincidió en un escenario con un verdadero mito de aquel momento, el también castrato Bernacchi, que actuaba en la ópera y supo descubrir en Carlo sus enormes posibilidades; lo tomó bajo su protección y estimuló todavía más su capacidad para desarrollar con la voz filigranas hasta entonces nunca logradas por ningún otro cantante. Con Bernachi a su lado despegó de los teatros populacheros y comenzó a actuar en los de más alto nivel, en los cuales, ante auditorios mucho más selectos que los que le habían escuchado anteriormente, fue capaz también de desatar el entusiasmo más desbordante: los hombres lloraban, las mujeres se desmayaban, componiendo todo ello un añadido espectáculo en las plateas y en los palcos que nos resulta difícilmente comprensible y hasta aceptable si no fuera por los numerosos y serios testimonios contemporáneos que nos han quedado de que aquello era efectivamente así.

Dedicado al repertorio operístico, en el que puso todo su extraordinario caudal de facultades naturales y técnicas pero pulidas de innecesarias florituras, cautivó al público culto y a las distintas cortes de Europa, que se disputaban su presencia en sus teatros. Mientras tanto en España transcurría el reinado de Felipe V, afectado por una gravísima psicosis maníaco-depresiva, de la que se hace mención en el capítulo 11, y para la que los médicos no conocían cura. Entonces, la reina Isabel de Farnesio, agotadas las posibles soluciones que la ciencia y hasta la brujería conocían, tomó una decisión absolutamente sorprendente. Consistió en intentar con su marido una suerte de terapia que, aun no siendo desconocida hasta ese momento en la historia de la medicina, no había sido utilizada más que en contadas ocasiones y de forma más anecdótica que con intención conscientemente curativa. Se trata del efecto beneficioso que causa en la mente humana la música o, diríamos mejor, cierta música. Así pues, Isabel ordenó traer desde Londres, y sin reparar en gastos, al castrato Farinelli para que su voz privilegiada ahondase en los recovecos mentales del rey don Felipe. Nada más llegar a la corte se pasa a Farinelli a una estancia contigua a la del rey, que lleva varios días sin apenas mover un músculo ni abrir los ojos, y se le dice que comience a cantar. Al poco de hacerlo, don Felipe no solo parece volver en sí, sino que incluso mira a su alrededor y empieza a hablar con la reina y con los cortesanos que en aquel momento le rodean. La ocurrencia de Isabel había tenido un éxito espectacular. A partir de entonces, y ¡durante nueve años!, Farinelli deberá cantar todas las noches junto al lecho del rey de medio mundo y siempre las mismas cuatro canciones que se habían demostrado más eficaces para aliviar la melancolía regia.

Pero no se redujo a esto la labor que de ahí en adelante desempeñó el italiano en la corte española de Felipe V y en la de su sucesor Fernando VI, pues este, aquejado de la misma dolencia mental que su padre, le mantuvo a su servicio durante todo su reinado. Dirigió la construcción del teatro de la Ópera en el Buen Retiro de Madrid, residencia habitual de los reyes. Fomentó la venida a España de las máximas figuras de la música y del canto que convirtieron a nuestra patria en el centro musical de Europa, aventajando con mucho a las otras naciones. Organizó los Festejos Reales, ya en el reinado de Fernando VI, que acompañaban a la corte durante sus desplazamientos, en especial los veraniegos a Aranjuez. En esta última ciudad y durante esos meses el Tajo se convertía en escenario de veladas musicales a bordo de numerosos barcos empavesados e iluminados para la ocasión en los que viajaban la familia real, los cortesanos y los músicos de la orquesta y los cantantes, presididos todos por la figura resplandeciente de Farinelli, que cantaba algunas piezas para este selecto público.

En los muchos años que Farinelli vivió en España, tan cerca de los reyes, adquirió una relumbrante posición de influencia sobre toda la sociedad cortesana española. De todas partes le llovían solicitudes de favores ante el rey o la reina que él siempre procuró facilitar. Lo más extraordinario del caso es, como señala una vez más Juan Antonio Vallejo-Nágera, que jamás buscó su propio beneficio, mostrando en todo ese tiempo un desinterés que sorprendió a sus contemporáneos. Todo su esfuerzo lo dedicaba a favorecer a los demás y nunca pidió a los reyes nada fuera de su salario contratado.

Esta misma cualidad la reconoció Carlos III cuando nada más acceder al trono de España a la muerte de Fernando VI ordenó que se le mantuviera íntegra su pensión «en recompensa por no haber abusado de la benevolencia y generosidad de mis predecesores». Unos años más tarde este mismo rey le mandó abandonar sus reinos sin que nadie haya sabido explicar esa decisión. Farinelli se retiró a Bolonia, donde aún vivió durante veintidós años más rodeado de la admiración del pueblo y de grandes personajes que se acercaban hasta allí para mantener con él largas conversaciones y para oírle cantar en la placidez de su hogar, muy lejos de aquellos escenarios de sus éxitos y de aquella sobrecogedora antecámara del rey de España.

Afrodisíacos

La palabra afrodisíaco hace directa alusión a la diosa griega Afrodita, la romana Venus, protectora y promotora del amor en su sentido más carnal de la fecundidad humana y de la energía de la primavera. Para estimular la fecundidad de los campos, los clásicos contaban con una divinidad menor, Príapo, representado como un hombrecillo provisto de un enorme falo siempre erecto cuyas estatuas se situaban a la entrada de las haciendas agrícolas. Afrodita había nacido del mar, donde Cronos arrojó los testículos que amputó a su propio padre y que fecundaron las aguas del Mediterráneo. La diosa, hermosísima, salió del mar sobre una concha —llamada desde entonces en su honor venera, la vieira gallega y de los peregrinos compostelanos— y llegó a tierra en la isla de Chipre. La escena mitológica, cien veces representada, en ningún sitio aparece tan bella como en el cuadro de Botticelli que se guarda en la Galería de los Uffizi de Florencia.

Con el término de afrodisíaco se denomina cualquier sustancia que realmente o por efecto psicológico despierta, estimula o aumenta el deseo sexual, bien en la misma persona que la utiliza, o en las de su alrededor hacia ella. La idea de la existencia de estas sustancias es tan antigua como la humanidad y su búsqueda ha propiciado innumerables historias y todavía lo sigue haciendo hoy día en algunos ambientes y hasta en determinadas culturas. Hombres y mujeres han buscado el «filtro de amor», un concepto ambiguo y por ello de muy dificultosa definición; algo, en fin, que en ocasiones ayudara a la relación sexual ya iniciada y en otras que directamente influyera en su deseado establecimiento cuando los procedimientos habituales de atracción física no eran suficientes.

Antes de seguir adelante se hace necesario recordar que en la atracción sexual intervienen muchos factores de muy diverso origen que en el ser humano modifican o modulan el primitivo instinto reproductor. Y que el deseo no siempre va a ser mutuo o que en alguno o los dos miembros se ha extinguido o anda encapotado bajo nubes pasajeras. Y, lo más importante, que en el hombre el órgano de mayor efectividad a la hora de iniciar todo el proceso de la sexualidad que culminará en la unión carnal no es ninguno de los conocidos como tales órganos sexuales, ni siquiera las hormonas o los estímulos del sistema nervioso, sino uno difícil de ubicar pero que tiene su asiento en algún recóndito lugar del cerebro: la imaginación. La imaginación es una característica exclusivamente, que sepamos, humana y como tal ha estado en el origen de los principales logros del hombre, que han sido siempre intelectuales antes de plasmarse en hechos científicos o técnicos. La imaginación es, si no un órgano sexual propiamente dicho, desde luego el instrumento sexual más decisivo en este tipo de comportamiento humano. Por ello, cuando ahora nos adentremos en el asunto de los afrodisíacos, no debemos nunca olvidar que por esos ocultos vericuetos transcurrirán muchos de sus detalles.

Es posible establecer más de una clasificación de los afrodisíacos según su forma de actuar, aunque en muchas ocasiones, casi en la mayoría podría afirmarse, estas se solapen. Una buena nómina de afrodisíacos es la que recoge la escritora Isabel Allende en su obra titulada precisamente Afrodita. Por rigor expositivo utilizaré la clasificación más habitual.

a) Excitación directa del aparato genital

Prácticamente todos los incluidos en este grupo lo que realmente producen es una irritación de las delicadas mucosas que recubren esos órganos. Tal irritación, por un lado, hace que la atención del sujeto se fije más en esa parte de su cuerpo, lo que ya puede ser de por sí excitante; por otro, una forma de calmar esa irritación es la relación sexual, que hasta se aprecia como más satisfactoria con el roce sobre unos tejidos epiteliales que previamente tienen sus terminaciones nerviosas en estado de arrebato.

Aquí se incluyen algunas sustancias ingeridas como el ácido bórico y el polvo de cantárida, aquel producto que además provoca un aumento del tamaño del pene y que hemos visto que se le administraba sin medida al rey Fernando el Católico en sus últimos escarceos eróticos.

Los más frecuentemente utilizados dentro de este apartado son, sin embargo, los «remedios» que se aplican directamente sobre el área genital masculina, femenina o a veces sobre ambas simultáneamente. Piénsese en cualquier sustancia irritante y seguro que a alguien ya se le ha ocurrido y que se ha usado en muchas ocasiones: especias como la pimienta, la mostaza, la nuez moscada o el jengibre forman parte del catálogo; contacto con plantas de efecto picante; o diversos productos químicos, naturales o sintéticos, de los que disponen las tiendas que aprovisionan en estos menesteres y que hasta se anuncian en la prensa diaria junto a cosméticos y preparados milagrosos.

Aquí debemos incluir como extraño afrodisíaco «de contacto» un procedimiento de relativamente reciente implantación en las costumbres sexuales occidentales, aunque ancestral en otras culturas, sobre todo orientales y también en muchas primitivas hacia las que parecemos caminar con paso acelerado en nuestro mundo. Me refiero a la moda del piercing, que prolifera especialmente entre la juventud pero que ni mucho menos es exclusivo de ella, como sabemos los médicos, que vemos cuerpos desnudos de todas las edades. El piercing la mayoría de las veces no pasa de ser un detalle ornamental que marca la moda o el gregarismo social, aunque no desdeñemos la idea de que cualquier adorno corporal, en uno u otro sexo, pretende, aun sin reconocerlo explícitamente, la atracción del contrario. Mas ahora hablo de los piercings abiertamente dirigidos por su localización a convertirse en ayudantes del acto sexual. Se colocan —y no es indolora su colocación— en las zonas que se consideran de mayor significado erótico: lengua, pezones, labios de la vulva o borde del prepucio que cubre el extremo del pene. El roce de esos objetos metálicos durante el encuentro en sus distintas variantes parece que estimula de manera especial al portador y más aún al otro. El que, como los situados en cualquier otro lugar, sean frecuente origen de infección o de serios problemas inflamatorios no parece desalentar a sus usuarios.

b) Acción central

Son sustancias que actúan sobre los órganos que regulan a distancia el normal funcionamiento de los genitales o sobre el sistema nervioso central modificando en él sensaciones o pautas de comportamiento.

En primer lugar se han de considerar algunas de las hormonas sexuales: para la mujer, los estrógenos; para el hombre, la testosterona. Administradas en cada sexo de forma suplementaria a la producción natural de las mismas o vicariamente cuando esta ha disminuido por razón de la edad u otras circunstancias, contribuyen de manera decisiva al funcionamiento de los órganos genitales y no menos a la excitación de la libido. Su utilización con fines terapéuticos constituye una de las principales aportaciones de la medicina a la mejora de la calidad de vida en personas que han alcanzado la menopausia femenina o la andropausia masculina, un grupo de población que cada vez es más numeroso en la sociedad por el progresivo aumento de las expectativas de supervivencia. Sus efectos se logran en menor plazo de tiempo en el varón, pocas horas después de su administración, que en la mujer, ya que en ella los mecanismos por los que actúan son bastante más complejos.

Ciertas sustancias químicas necesarias para el normal desempeño de muchas funciones vitales pueden, cuando se toman en suficiente cantidad, estimular asimismo las que intervienen en la sexualidad. Se trata de vitaminas del grupo B (B1, B2 y B3 especialmente), vitaminas C y E, o minerales como el cinc o el selenio, esenciales para la producción de testosterona y que intervienen en el proceso de lubricación de la vagina durante la relación sexual.

La yohimbina es un alcaloide obtenido de algunas plantas como la Rauwolfia serpentina y tiene un efecto vasodilatador que se manifiesta también a nivel de los órganos genitales, especialmente en el varón. Durante mucho tiempo fue la única sustancia que se mostraba medianamente eficaz en el tratamiento de la disfunción eréctil. A su alrededor surgió toda una serie de fantasías de sexo espectacular que propició el que se llegara a crear una especie de mercado negro, con el producto en forma de cápsulas, polvo o líquido que deberían ser administradas subrepticiamente a la pretendida pareja mezclándola con alguna bebida durante los preámbulos de la relación.

El alcohol, la droga con acción sobre el cerebro más utilizada universalmente, actúa de distinta manera según la cantidad ingerida. En pequeñas dosis libera de ciertas inhibiciones, además de ser con frecuencia el centro de las relaciones interpersonales de las que pueden surgir otras más íntimas. En dosis mayores embota las emociones y los sentidos, por lo que, además de ser con frecuencia causante de fracasos físicos en el coito, promueve actuaciones desnaturalizadas que rozan o sobrepasan los límites del envilecimiento y hasta del delito.

Otras drogas, como la cocaína y las múltiples variantes de anfetaminas conocidas en general como éxtasis o, por alusión menos velada, como píldoras del amor, son estimulantes globales de la actividad física y psíquica del individuo y de forma significativa de la vinculada con las relaciones sexuales. Su uso por los estratos jóvenes de la sociedad durante las manifestaciones lúdicas a las que estos dedican un tiempo importante o total de su ocio no hace sino aumentar y ha creado un sórdido submundo de comercio ilegal. Tanto la cocaína como el éxtasis, además de provocar una adicción siempre sojuzgadora de la libre voluntad personal, conllevan la aparición de graves daños en las finas estructuras del cerebro, alcanzando incluso formas de severa enfermedad mental y degenerativa que son irreversibles.

En el seno del sistema nervioso central se desarrollan complejos procesos bioquímicos, cada día mejor conocidos, que se relacionan con el establecimiento de lo que denominamos como emociones. Sustancias hoy introducidas casi con soltura en el lenguaje común gracias a los medios de divulgación científica, como serotonina, dopamina, endorfinas o feromonas, circulan por el tejido cerebral induciendo por ejemplo, según lo hagan en cantidades fisiológicamente normales o deficitarias, sensaciones de placer, agilidad mental, serenidad, atracción física… o sus contrarias. El caso más conocido es el de la serotonina, elemento fundamental en la conexión entre unas células y otras del cerebro, cuya insuficiencia es la principal, aunque no única, causa de la depresión, la llamada con razón enfermedad de nuestro tiempo, al menos en el mundo occidental en el que nos desenvolvemos. Este conocimiento es el que ha permitido abordar esta enfermedad con métodos farmacológicos que han mejorado enormemente el pronóstico de la misma y aliviado el profundo sufrimiento de estas personas y de quienes las rodean.

Las que ahora me interesa destacar son las endorfinas. Son las responsables de las sensaciones más placenteras; en realidad, las endorfinas reciben este nombre por la similitud de su acción con el opioide morfina; son verdaderos analgésicos endógenos que calman el dolor y provocan percepciones de placidez y hasta de euforia. Su producción se estimula mediante el ejercicio físico, la toma de productos como el café o el chocolate y… con la práctica del sexo.

Las «xantinas» son sustancias de origen vegetal con efecto estimulante cerebral e inductoras de la elaboración de las endorfinas. Todos las hemos ingerido en más de una ocasión y para muchas personas es un hábito cotidiano aunque no sepan que están administrándose «xantinas». Son tan comunes como la cafeína de las semillas del cafeto, la teína de las hojas verdes del té o las contenidas en la nuez de cola, elemento compositivo de tantas bebidas refrescantes; otra importante fuente de «xantinas» es el cacao y su principal derivado, el chocolate. Sin alcanzar los graves niveles de otras drogas antes mencionadas, las «xantinas» también crean un cierto grado de adicción en sus usuarios, si bien esta es socialmente aceptada: ¡cuántos millones de personas en todo el mundo no se sienten capaces de arrostrar las tareas diarias sin una o varias tazas de café o de té, sin tener cerca un envase de refresco de cola o sin mordisquear una porción de chocolate en cualquier presentación! Y a todo esto, entre las funciones estimuladas se encuentra también la sexual, por lo que tales sustancias se cuentan entre los afrodisíacos injustamente sin merecer un puesto tan destacado como otras en sus catálogos.

Las feromonas actúan estimulando, a través del olfato, vías aparentemente secundarias en el proceso sexual, centros muy ocultos y muy atávicos donde se elabora el deseo, la libido, que moverá el resto de los mecanismos. En relación con ellas encontramos el colosal y fascinante universo de la perfumería. La novela El perfume de Patrick Süskind refleja con delectación incluso morbosa este poder afrodisíaco.

c) Asociación sensual

Desde tiempo inmemorial el hombre ha atribuido un efecto estimulante para el deseo sexual, la consumación carnal de ese deseo o para la fertilidad obtenida de ese acto a alimentos o productos cuando menos comestibles, que por su aspecto evocan, aunque a veces haya que retorcer mucho la imaginación para lograrlo, a los órganos genitales.

Simbolismo fálico se le concede a frutos y hortalizas como el plátano, la bellota —recordemos que la palabra latina para bellota es glande—, el espárrago, la zanahoria, el pepino o el calabacín, que tienen parecido con el órgano masculino. Los genitales femeninos se insinúan en las ostras, las almejas o en frutas de aspecto carnoso como el higo o de vivo color rojo como las fresas y hasta algunas manzanas; estas últimas, según ciertas teorías psicoanalíticas, pueden rememorar en el inconsciente colectivo la fruta que comieron desnudos Adán y Eva y que fue causa del primer pecado. Muchos de estos alimentos, al margen de su morfología, poseen en su composición cantidades significativas de alguna de aquellas sustancias químicas —vitaminas, cinc, etcétera— que ya sabemos que son realmente importantes para la correcta y más satisfactoria culminación sexual.

A cuenta de los alimentos con esas virtudes se ha creado a lo largo de la historia todo un arte culinario dirigido a estimular la sexualidad de los comensales. Los romanos fueron verdaderos maestros en las larguísimas comidas que ciertos miembros de las clases sociales privilegiadas organizaban y de las cuales nos han quedado imágenes en frescos y mosaicos como los salvados bajo las cenizas de Pompeya o en villas señoriales construidas en el extenso imperio latino. Allí se cocinaban, por ejemplo, y se conservan las recetas, mamas de cerda, ubres de ternera o vulvas de cerda estéril; todo bien aderezado de especias con el mismo valor afrodisíaco, lo que terminaba por convertir aquellos ágapes en orgías desenfrenadas de las que se hacen eco los escritores de la época: Catulo, Columela, Lucrecio y tantos otros.

La Edad Media, época de exacerbadas creencias míticas que impregnaban la vida cotidiana, sobre todo en el mayoritario ámbito rural, tuvo en la gastronomía uno de sus principales focos de atención sexual. Por una parte, proliferaban, al igual que en la antigüedad directamente predecesora, platos elaborados con finalidad afrodisíaca, algunos al alcance de muy pocos, otros, en cambio, al de cualquiera, como una humilde ensalada de puerros o unas zanahorias comidas con más voluptuosidad que aliño culinario. Por otro lado, la omnipresente religiosidad medieval, plagada de figuras enemigas de la salvación del alma, propició la multiplicación de actos y gestos reprensibles. Así, una mujer honesta jamás probaría un fruto rojo tal que una fresa; o un hombre demostraría intenciones abiertamente libidinosas mordisqueando un higo ante las damas. Y si una mujer ofrecía a un hombre una manzana roja, este podía entender que le estaba rindiendo su pudor y virginidad.

La presencia de alimentos afrodisíacos en la mesa no ha decaído nunca y todavía hoy muchos de ellos, en especial ciertos mariscos o las trufas, llamadas criadillas de tierra, gozan de esa aureola que hace su degustación más deleitosa y le añade un punto de malicia sobreentendida, además de aumentar sensiblemente su precio. Incluso se han abierto restaurantes especializados en este tipo de comida, rodeando su servicio de una tramoya que pretendiendo ser erótica no pasa de esperpéntica y ridícula. Pero sin necesidad de que los alimentos presentados sean manifiestamente afrodisíacos, la experiencia nos dice que el mero hecho de comer en abundancia, si además se ha regado el condumio con un poco de alcohol más de la cuenta, y naturalmente en la compañía adecuada, es de por sí estimulante del deseo sexual. Por eso uno de los momentos con mayor carga erótica y en el que los encuentros sexuales suelen ser más apasionados es el de la siesta posprandial.

d) Asociación mental o cultural

La mente humana tiene en su funcionamiento vericuetos difíciles, si no imposibles de entender y de explicar. A intentarlo se han dedicado con meritorio, cuanto en general infructuoso, esfuerzo psicólogos, sociólogos, y sobre todo esos más o menos ortodoxos seguidores de las teorías de Sigmund Freud que son los psicoanalistas. Tarea vana. Es como si un ciego intentara describir qué es lo que no ve. A través de esos caminos sinuosos o abruptamente angulados es por donde discurren muchos pensamientos que por un acceso directo no hubiesen llegado a adquirir las formas que ahora tienen. Es el caso de ideas que hacen considerar afrodisíacos a sustancias y objetos que han ido pasando de generación en generación con esa connotación sexual. Cada cultura tiene los suyos y eso nos hace suponer que los factores educativos, de costumbres y de creencias propios de cada grupo cultural han debido de influir no poco en su nacimiento, desarrollo y pervivencia. Me limitaré a enunciar únicamente algunos ejemplos.

La mandrágora, de la que ya se ha citado su aplicación a estos menesteres, comparte con la raíz de ginseng, una exótica planta china, su similitud con el cuerpo de una persona en la que a veces son muy evidentes sus atributos genitales. Los nidos de golondrina, presentes en la cocina oriental, fomentarían la fecundidad por ser el símbolo de la procreación de un ave especialmente apreciada en diversas civilizaciones. Los testículos de algunos animales considerados de especial vigor físico y especialmente sexual como el toro o el tigre podrían tener una mínima justificación por su contenido en testosterona, pero esta hormona del macho se pierde por completo tras el sacrificio del animal y en la posterior elaboración culinaria; quizá por eso, aunque sin saberlo, claro, en algunos pueblos primitivos preferían comerlos crudos y recién arrancados del cuerpo animal. El cuerno de rinoceronte, que no es en puridad un auténtico cuerno, sino una concreción de pelo, es en países asiáticos y en alguno de África un afrodisíaco consagrado y que se vende a mayor precio que su peso en oro; la caza furtiva de rinocerontes para estos fines, como la del tigre para lo mismo, es uno de los motivos de la casi extinción de estos espectaculares seres salvajes. Por cierto que el rinoceronte, animal desconocido para la inmensa mayoría de los europeos durante siglos, solo entresoñado en burdos dibujos de algún explorador o viajero, se transformó para la sociedad de nuestro continente en un animal mítico, el unicornio, y dio lugar a la creación de numerosas leyendas, alguna bellísima, en las que latían, soterrados o descarados, los aspectos sexuales de su posesión.

Enfermedades venéreas

Todavía hoy quien pasea por algunas calles del viejo Madrid o por las que rodean las zonas de arrabal de otras ciudades se puede ver sorprendido por algún cartel que desde un balcón anuncia la existencia de un médico especialista en enfermedades secretas. Si el viandante es joven muy probablemente no tenga ni idea de a qué clase de enfermedades se refiere ese rótulo. En realidad hoy ha desaparecido ese concepto como tantos otros de secretismo, pero no era así hasta hace un par de generaciones. Tales enfermedades veladas por esa capa de misterio eran las denominadas enfermedades venéreas.

La palabra venérea hace alusión a la diosa Venus, protectora del amor entre hombres y mujeres. Con más precisión la palabra se refiere a los placeres físicos que se derivan de la unión entre ambos sexos. Como consecuencia, todas aquellas enfermedades cuyo origen o cuya transmisión se reconocen vinculados con las relaciones sexuales reciben el calificativo de venéreas. El que además se las adjetivara de secretas obedece al pudor que hasta ayer mismo ha cubierto todo lo que hacía mención, por tangencial que fuese, a la sexualidad humana y mucho más a sus consecuencias nefastas, como era toda esta larga serie de padecimientos.

En efecto, son muchas las enfermedades que se incluyen dentro del grupo de venéreas, pero las más importantes por su frecuencia y gravedad son tres: la sífilis, la gonorrea y el herpes genital, a las que quizá habría que añadir hoy, al menos en alguno de sus aspectos epidemiológicos, al sida. Todas ellas tienen además una trascendencia doble: por un lado, afectan al individuo adulto que se contagia a través de las relaciones sexuales; por otro, pueden pasar desde la mujer enferma a su hijo durante la gestación y manifestarse en este de forma muy diferente a la del adulto y con frecuencia más grave.

El herpes genital es hoy la más extendida universalmente, padeciéndola muchos millones de seres humanos, sobre todo jóvenes. Es de muy difícil tratamiento y provoca importantes molestias además del riesgo de infección para el recién nacido que se contagia al salir por un conducto genital contaminado. Emparentado con él se encuentra el virus del papiloma genital, al que se ha relacionado con la aparición, años después de su contagio, del cáncer de cuello de útero, la segunda causa cancerosa de mortalidad de las mujeres en el mundo occidental; actualmente se dispone de una vacuna contra esta infección que debe administrarse a las adolescentes hacia los catorce años de edad, desde luego antes de que inicien la actividad sexual.

La gonorrea recibe distintos nombres, unos con algún cariz científico y otros populares: blenorragia, purgaciones y gota militar, este último aludiendo a su frecuente padecimiento entre los soldados que visitaban los prostíbulos carentes de las mínimas medidas higiénicas.

Pero será la sífilis la enfermedad de la que me voy a ocupar con más detalle, tanto por su especial gravedad, que sin tratamiento puede conducir a la muerte, como por sus características de auténtica plaga universal durante varios siglos, lo que ha hecho que haya sido compañera casi inseparable de la humanidad y tenga su propia historia salpicada incluso de testimonios literarios y de otras artes.

La sífilis es una enfermedad de evolución muy larga y complicada. En un primer momento, a los pocos días del contagio, provoca una pequeña lesión en los genitales llamada chancro, que es indolora y suele pasar ignorada por el paciente al desaparecer en poco tiempo. Pero transcurrido un período de semanas o meses aparecen los síntomas del llamado período secundario, caracterizado por el brote de erupciones en manos y pies y de tumoraciones cutáneas, las bubas o gomas, que crecen y se ulceran dejando importantes cicatrices. Aún este período secundario puede desaparecer espontáneamente y la enfermedad parece entrar en una fase silenciosa; pero por fin aparecerán los signos del período terciario caracterizados por lesiones en órganos internos, sobre todo el hígado, el cerebro y las arterias, que son las que llevan a la muerte al paciente. En las épocas preantibióticas podían verse algunos signos de un cuarto período de la enfermedad: eran la llamada parálisis general progresiva, que se acompañaba de una espantosa demencia, y la tabes, que provocaba serias dificultades para la deambulación, terminando en la incapacidad completa para andar. Al ser una enfermedad tan prolongada era habitual que el hombre o la mujer se hubiese contagiado en la juventud y que padeciesen los síntomas más graves en una edad muy alejada ya de las alegrías venéreas.

El hijo contagiado en el seno de su madre podía morir en las primeras semanas de vida si es que no lo hacía aun antes de nacer. Gran número de las muertes tan precoces, que a veces hacían improductivo a un matrimonio, se debían precisamente a este mal. Pero si el niño conseguía sobrevivir le quedarían de por vida unos estigmas orgánicos que permitían diagnosticarlo retrospectivamente: deformidades en los huesos, en los dientes y, muy característico, en el dorso de la nariz, que se hundía dando el aspecto descrito como de «nariz en silla de montar».

Los avances terapéuticos de la medicina y, sobre todo, la llegada de los antibióticos han cambiado por completo este sombrío panorama que contempló la humanidad durante siglos. Hoy basta una cantidad moderada de penicilina para resolver la enfermedad en cualquiera de sus fases. A ello han contribuido también el progreso de la higiene y la mayor asiduidad y confianza para la visita al médico ante cualquier alteración que se percibe en la salud o en la estética.

La sífilis comienza a asolar Europa en los últimos años del siglo XV. Y lo hace de una forma tan inopinada, tan rápida y tan dramática que siembra en el continente, junto con las señales de la enfermedad, el desconcierto de sus habitantes ante una plaga de semejante magnitud. El médico español Francisco López de Villalobos escribe en el año 1498 un libro sobre las enfermedades existentes en su época y al hablar de esta dice: «Fue una pestilencia no vista jamás / en metro, ni en prosa, ni en ciencia ni estoria [historia] / muy mala y perversa, y cruel sin compás, / muy contagiosa y muy sucia en demás».

La enfermedad va a recibir desde el comienzo de su aparición múltiples nombres: mal venéreo, gorra, bubas, paturra, pasión torpe saturnina, mal serpentino, pudendagra y muchos otros. Pero sobre todo se la va a denominar en estos años —y mantendrá estos apelativos durante siglos— con unos nombres curiosos que hacen referencia a ciudades y naciones. Como los primeros casos se descubren entre los soldados que han participado en el sitio de Nápoles durante las guerras que allí enfrentan al francés Carlos VIII y al español Fernando el Católico, esta enfermedad comienza a ser llamada mal napolitano o bien, según desde qué lado se la mencione, mal francés, mal gálico, mal español o mal castellano.

Sin embargo, por encima de todas estas denominaciones, más o menos tendenciosas como ya se ve, se acabará imponiendo universalmente el nombre de sífilis. En el año 1530, un famoso médico italiano, Jerónimo Fracastoro, que cultivaba junto a la medicina la poesía y otras artes, dio a la imprenta una obra destinada a convertirse enseguida en un auténtico éxito en la Europa renacentista. El libro se titula Syphilis, sive morbos gallicus (Syphilis o enfermedad francesa), está escrito en espléndidos versos latinos y en él narra la leyenda de un pastor llamado Syphilis a quien el dios Sol castiga, por haber rechazado su adoración, cubriéndole el cuerpo con las llagas de la enfermedad. El éxito del libro fue tan grande que el nombre de este pastor se hizo sinónimo del azote, primero entre la gente culta en la que se contaban los médicos, y luego llegó al vocabulario popular, y así hasta nuestros días.

Por haber coincidido la aparición de la sífilis con los años del descubrimiento de América y de las primeras exploraciones españolas en el nuevo continente, se planteó enseguida la duda de si la enfermedad hubiera existido anteriormente en Europa, aunque solapada o con distinta sintomatología, o bien era una enfermedad americana traída como carga indeseable por los marineros en sus viajes de vuelta. Aunque pueda parecer increíble, esta es una cuestión que todavía no ha sido resuelta a plena satisfacción de todos los investigadores. Efectivamente, entre los indígenas americanos existía a la llegada de los españoles una enfermedad muy similar a la sífilis, pero parece tratarse de otro mal, también venéreo, llamado piam, causado por un microbio tropical que nada tiene que ver con la Treponema palido, productor de la auténtica sífilis. Como la enfermedad produce lesiones indelebles en los huesos, se ha intentado encontrar sus huellas en esqueletos humanos procedentes de antiguas civilizaciones europeas o mediterráneas muy anteriores al descubrimiento de América: egipcios, asirios, griegos, celtas, etcétera; y si bien algunos de estos restos óseos presentan efectivamente alteraciones compatibles con una sífilis, siempre caben otras posibilidades que no permiten llegar a una certeza, de modo que el origen de esta enfermedad, a un lado u otro del océano, sigue siendo un misterio para la medicina.

Muchos personajes célebres de la historia padecieron de una forma u otra de sífilis: reyes, guerreros, papas, artistas; hombres y mujeres la padecían por igual. En algunos, la demencia que antes mencioné como síntoma tardío pero terrible destruyó por completo las mentes de personajes que acabaron su vida en el más horroroso desquiciamiento.

El diagnóstico retrospectivo es algo que, como no me cansaré de repetir, constituye en una mayoría de las ocasiones un ejercicio de elucubración destinado a ser erróneo en sus resultados. Es el caso de la sífilis. Enfermedad fácilmente diagnosticable hoy mediante unas sencillas pruebas de laboratorio, fue durante siglos un padecimiento de causa ignota, aunque claramente sospechada, que los médicos debían diagnosticar solo por los signos y síntomas del paciente; y acabo de mencionar que estos son extraordinariamente polimorfos, y más cuanto más avanzada esté si no se ha tratado en tiempo y forma adecuados. Así pues, algunas de las atribuciones de haber padecido sífilis que se hacen a personajes de la historia, aunque tengan grandes visos de verosimilitud por los antecedentes de conducta del sujeto en cuestión, los signos y estigmas que nos han transmitido sus biografías y hasta sus retratos del natural, y la experiencia que hemos de reconocer a los médicos que los asistieron, bien pudieran estar viciadas de error. No obstante, en la mayoría de los casos, analizando todos los datos y circunstancias con rigor científico, el diagnóstico es el más probable.

La nómina de estos personajes podría ser interminable si no le fijásemos unos límites, aunque sean tan arbitrarios como cualquier otra elección. De modo que podemos optar por enmarcarlos en sus aficiones o dedicaciones preferentes. Por más destacados y conocidos mencionaré, pues, solo a artistas y a los que se englobarían en el término de personajes públicos de toda laya y condición.

a) Artistas

Al gran científico francés Jacques Monod, premio Nobel de Medicina en 1965 y experto en temas de genética y eugenesia, que terminaba de pronunciar una brillante conferencia sobre uno de estos asuntos, le interpeló en el debate un asistente con esta extraña pregunta: «Un padre sifilítico y alcohólico y una madre tuberculosa tuvieron cuatro hijos, el primero nació ciego, el segundo murió al nacer, el tercero nació sordomudo, y el cuarto es tuberculoso; la madre queda embarazada de un quinto hijo. Usted, ¿qué haría?». «Yo interrumpiría ese embarazo», respondió con toda seguridad el conferenciante. El que había preguntado se volvió al público y apostilló: «Tengamos un minuto de silencio, el señor Monod acaba de matar a Beethoven». Es una conocida anécdota mil veces contada con pequeñas variantes en cada ocasión que se repite. Pero tiene un fondo de enseñanza. En efecto, Beethoven (1770-1827) nació con toda esa carga patológica sobre sí y muy probablemente alguno de los muchos padecimientos físicos y psíquicos que sufrió en su vida fueron consecuencia de la sífilis congénita contraída en el vientre de su madre, empezando por la sordera que le atormentó desde bien pronto. En plena carrera creativa y de éxitos el mal avanza rápidamente y Beethoven tiene que dejar de tocar el piano. Su ánimo parece derrumbarse y escribe a sus hermanos una larga carta, conocida como Testamento de Heiligenstadt, en la que les habla veladamente de su deseo de morir e incluso de algún intento de suicidio. Pero consigue sobreponerse y poco tiempo después dirá: «Cogeré el destino por la garganta; no podrá doblegarme por completo». A partir de entonces va a concentrar toda su actividad en la composición: él tiene la música entera en la cabeza y no necesita oírla para crear extraordinarias piezas en las que decenas de instrumentos armonizan su sonido entre sí y con los solistas o con la voz humana.

En muestras de cabello del músico se han podido encontrar indicios significativos de mercurio, prueba casi segura de que se sometió al tratamiento entonces usual de la enfermedad.

Franz Schubert (1797-1828) idolatraba a Beethoven y dedicó su corta vida, treinta y un años, a intentar emularle, llegando a componer casi mil obras, bastantes de las cuales están absolutamente a la altura de las de su modelo. Su médico certificó que la muerte le sobrevino derivada de una sífilis contraída seis años antes. Schubert padeció graves alteraciones mentales por efecto de la enfermedad que le llevaron al borde del suicidio en el curso de una profunda depresión.

Charles Baudelaire (1821-1867), perteneciente a una generación de geniales creadores literarios franceses y máximo representante de los llamados poetas malditos, cometió durante su vida toda clase de excesos y el alcohol y las drogas están presentes en la gestación de su obra, como en Las flores del mal. No podía, pues, dejar de padecer algunas de sus enfermedades y entre ellas destacó la sífilis, a través de su constante contacto con prostitutas. Sufrió una severísima afectación neurológica que le ocasionó frecuentes crisis de pérdida de conciencia, de movimientos y del habla. En una de estas permaneció durante varios meses hasta su muerte.

Friedrich Nietzsche (1844-1900), igualmente enfermo de sífilis con gran deterioro neurológico y mental, sufría frecuentes jaquecas que le dejaban totalmente incapacitado durante días para cualquier actividad y agravaban aún más su ya desabrido carácter. Era consciente de su deterioro y llegó a gritar: «¡Me estoy volviendo loco!». Así fue, en efecto, y los últimos diez años de su vida los pasó totalmente enajenado en una institución mental al cuidado de su madre y sin escribir nada.

Oscar Wilde (1854-1900) se contagió de sífilis cuando estudiaba en Oxford. Siempre supo ocultar los síntomas de la enfermedad envuelto en su dandismo, pero hubieron de manifestarse cuando pasó los últimos años de su vida solo, arruinado y melancólico en su retiro del norte de Francia tras el escandaloso proceso y encarcelamiento por su relación con lord Alfred Douglas, hijo del marqués de Queensberry, el hombre que estableció el primer reglamento de un nuevo deporte: el boxeo.

Karen Blixen (1885-1962), más conocida por su seudónimo literario de Isak Dinesen, fue una notable escritora danesa que hubiese permanecido ignorada para la mayoría del mundo si no se hubiese filmado una popular película con el título de una de sus obras autobiográficas: Memorias de África. Contagiada por su marido viviendo en Kenia, viajó de regreso a su país natal para ser una de las primeras personas que se benefició del entonces novedoso tratamiento con Salvarsán, el medicamento antecesor de los antibióticos del que se habla en el capítulo 2.

También padecieron sífilis otros famosos escritores como Stendhal, lord Byron, Verlaine. Las biografías de la mayor parte de ellos nos los muestran enredados en ambientes donde la enfermedad campaba a sus anchas, aunque hay que reconocer que la sífilis, por su vía de contagio de la que casi nadie estaba exento, no hacía distingos a la hora de clases sociales ni intelectuales.

b) Personajes «públicos»

Vale aquí la misma consideración que se hizo en cuanto a los artistas. Su enumeración puede convertirse en fatigosa, pero algunos de los nombres incluidos serán suficientes para señalar la importancia adquirida por la enfermedad sifilítica también entre esta nómina social, y se hace muy sugestiva si pensamos que ciertas manifestaciones de ella pudieron intervenir como causa médica en decisiones tomadas por estos personajes que tuvieron trascendencia para sus pueblos y quizá para todos los demás.

Enrique VIII de Inglaterra, su hija Isabel I, Francisco José de Austria y su hijo el archiduque Rodolfo, Iván el Terrible, Catalina de Rusia, quien antes de convertirse en zarina había ejercido la prostitución, Lenin, Hitler o el mismo Al Capone, que no perteneciendo a la realeza tuvo más poder que muchos monarcas y dejó su sello en toda una época de la historia norteamericana.

En cuanto a los remedios curativos, la sífilis careció de ellos hasta la aparición de los antibióticos. Pero casi desde que se conoce la enfermedad los médicos buscaron afanosamente algo que la detuviera. Lo primero fue un remedio vegetal, la corteza del palosanto, un árbol americano utilizado por los aborígenes para tratar sus «bubas». Más tarde se descubrió que el mercurio, aplicado formando parte de ungüentos, podía detener la evolución de los tumores de la piel, y administrado en fumigaciones quizá resolvía algunos casos más intensos. Así, durante cuatro siglos el mercurio fue el tratamiento más universalmente empleado, si bien tenía muchas veces unos efectos secundarios tan graves o más que la enfermedad que se pretendía curar. Se convirtió en dicho popular este que juega con las evocaciones mitológicas del mal y de su remedio: «Por una hora con Venus, veinte años con Mercurio».

Uno de los primeros lugares del mundo donde se comenzó a utilizar esta cura mercurial fue en los hospitales que habían nacido alrededor del monasterio extremeño de Nuestra Señora de Guadalupe, de la orden jerónima. Se conservan documentos en los que explican con minucioso detalle los procedimientos de aplicación; también guarda su biblioteca privilegios reales para la exención de impuestos como la alcabala para la compra y traslado de mercurio desde las minas de Almadén para uso medicinal en Guadalupe.

Algunos de los síntomas tardíos de la enfermedad como los dolores y la parálisis se intentaron aliviar también con arsénico, un arma de doble filo según hemos podido ver en el capítulo 3, dedicado a los antiguos remedios medicinales. La penicilina resolvería por completo la situación, pero ella pertenece ya al mundo de los antibióticos, que es comentado en el capítulo 2.

La relación muy directa entre la propagación de la sífilis y la práctica de una sexualidad, por llamarla de alguna manera, fuera de los cánones, era bien conocida desde antiguo. Se sabía que la prostitución era la fuente mayor de esta como de todas las demás enfermedades venéreas, aunque luego «pagaran justos por pecadores» al extenderse dentro de los matrimonios y, lo que aún es peor, a los hijos, siempre inocentes. Por todo ello las autoridades sanitarias de todos los tiempos dedicaron una atención especial a los lugares donde se ejercía la prostitución y a las mujeres dedicadas a tan viejo oficio que el mismo Cervantes consideraba como «esencial para el bienestar de la república».

Ya en el Siglo de Oro el concejo madrileño tenía instituido el cargo de médico visitador de las casas de tolerancia, lupanares y mancebías de la villa, que no eran pocas. Poco era lo que aquellos galenos podían hacer salvo apartar del oficio a las mujeres con claros signos de enfermedad avanzada, pero que ya habrían contagiado a muchos clientes. Esta situación hubo de persistir hasta que a finales del siglo XIX se descubrieron los análisis que permiten diagnosticar la enfermedad de forma precocísima, a los pocos días de sufrirse el contagio. A partir de ese momento se establecieron normas para controlar obligatoriamente a todas las prostitutas censadas. Se crearon en las grandes ciudades dispensarios antivenéreos a los que debían acudir, de grado o acompañadas por la fuerza pública, las prostitutas de forma periódica para realizarles el análisis oportuno y, en su caso, recibir el tratamiento conocido en la época, aparte, claro está, de prohibírseles trabajar hasta que un nuevo análisis confirmase la curación de la enfermedad cuando esto era posible.

Este método dio notables resultados en cuanto a disminución de la sífilis y la blenorragia entre la población, aun antes de conocerse los tratamientos antibióticos. Sin embargo, un cierto puritanismo social, manifestado en algo tan absurdo como negar la evidencia, hizo que en los años cincuenta y sesenta del siglo XX se dejara de realizar el censo de prostitutas y, consiguientemente, su control sanitario.

Con todo, la sífilis, que pareció vencida al cabo de casi quinientos años, tiene en nuestros días un nuevo recrudecimiento. Son dos los factores que contribuyen a ello: por un lado, la promiscuidad sexual que caracteriza a una porción notable de la sociedad, y que ha traspasado los límites de la prostitución, por así decirlo, «profesional», para extenderse entre todas las clases sociales y a todas las edades. Por otro, la excesiva confianza, o más bien la escasa responsabilidad de una parte de esa sociedad, la más joven precisamente, en el uso de las relaciones sexuales. Claro que esto ya no es una cuestión médica, sino educativa, aspecto en el que a los profesionales de la medicina las instancias responsables no suelen hacerles demasiado caso.