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MANERAS DE CURAR
Anestesia y analgesia
Un hombre que se cayó del andamio hace ocho días, fracturándose o hiriéndose una pierna, mira con espanto al cirujano que está frente a él dispuesto a amputarle ese miembro en el que se ha declarado una gangrena que pone en peligro la vida del paciente; alguien que está cerca le ofrece una jarra de aguardiente de la que echa unos largos tragos que le emborrachen lo suficiente; además, tendrá que morder con fuerza una tira de cuero mientras el médico corta la carne y el hueso. Otro hombre nota que una muela empieza a molestarle ligeramente; como no quiere que aquel dolorcillo vaya a más estropeándole la jornada o el sueño, se toma de inmediato un comprimido de analgésico. Entre ambas situaciones no ha transcurrido un siglo; es posible que el hombre del dolor de muelas sea nieto o bisnieto del que perdió la pierna.
El dolor parece consustancial a la enfermedad; decir que nos duele algo es quizá la manifestación más corriente de que estamos enfermos. No todas las enfermedades duelen, eso es cierto, e incluso en muchas de ellas ahí reside buena parte de su peligro. El dolor es la forma primitiva, elemental, de que dispone el organismo para avisar de que algo no funciona bien o de la inminencia de un peligro. Si no sintiéramos dolor al rozar un objeto ardiente nos abrasaríamos; el dolor de un órgano dirige la atención hacia él y permite iniciar un diagnóstico y un tratamiento; el dolor de un miembro contusionado nos obliga a inmovilizarlo, con lo que se favorece su curación; etcétera. Por contra, algunos tipos de cáncer se desarrollan silenciosamente y cuando provocan dolor es muchas veces tarde para atajar su crecimiento.
De modo que el dolor se ha tenido siempre por compañero inseparable de las enfermedades y la manifestación más desagradable de ellas, si es que alguna otra puede considerarse con agrado. Por eso los hombres han tratado siempre de eliminar el dolor, encontrando en ese camino algunos remedios esperanzadores, pero hubieron de esperar hasta el siglo XIX para lograr resultados espectaculares que luego no han hecho sino seguir ampliándose.
Las civilizaciones antiguas conocieron a través de la experiencia cómo algunas plantas contenían en su jugo o en sus cocimientos sustancias que al menos paliaban el dolor: ulmaria, verbena, valeriana, romero y otras muchas entre las que destacaba la corteza del sauce, que ya veremos cómo vuelve a tener su importancia. Con las expediciones comerciales de los viajeros europeos desde finales de la Edad Media, llegan a nuestro mundo occidental otros remedios. Sobre todo el opio, el jugo extraído de una planta parecida a una amapola gigante. El jugo de opio se convierte en la panacea de todos los dolores, pero su obtención es difícil y muy cara. Los boticarios elaboran a partir de él un líquido de color oscuro y sabor acre que se enmascara con alcohol: se llama láudano y será durante mucho tiempo el analgésico por excelencia. Tenía, desde luego, un grave inconveniente que ya apreciaron los médicos desde el principio de su uso, aunque desconocieran con exactitud su causa: creaba en los enfermos que lo tomaban durante cierto tiempo una dependencia cada vez mayor; algunos llegaban al extremo de no poder vivir si no consumían una dosis creciente de aquel líquido asombroso. Estaban, ya se comprende, padeciendo una auténtica adicción a las drogas contenidas en el opio, sobre todo la morfina, si bien por las mínimas cantidades de esta que existían, dada la forma de elaboración del producto, raramente se alcanzaban los terribles efectos que aparecerían con la purificación del opio muchos años después.
El opio llegó a ser tan importante que se promovieron sangrientas guerras por la posesión de los territorios donde crece la planta. La inmensa y hasta entonces desconocida China se vio sacudida y desgarrada por un colonialismo salvaje, principalmente británico, que violó sus fronteras y su intimidad multisecular con el exclusivo propósito de monopolizar una producción y un comercio extraordinariamente rentables. Son las famosas «guerras del opio» del último tercio del siglo XIX que dejaron en Extremo Oriente la semilla de inestabilidad social y política que ha ido reventando desde entonces hasta nuestros días en sucesivos temblores que han hecho tambalearse al mundo.
Quienes más necesitaban encontrar un medio de evitar el dolor eran los médicos cirujanos y, por supuesto, sus pacientes. Allí no servían los simples analgésicos; el alcohol y el láudano apenas amortiguaban algo el sufrimiento y no permitían realizar operaciones prolongadas. Era necesario algún producto que insensibilizara por completo al paciente y que además se le pudiera seguir administrando durante toda la operación, lo cual era imposible si lo tenía que beber o tragar.
La solución iba a llegar a partir de 1844 en los Estados Unidos y de la mano de unos especialistas médicos que la imaginación popular todavía identifica con el dolor: los dentistas. Ese año, el dentista de Connecticut Horace Wells utiliza en sí mismo la inhalación de éter sulfúrico mientras un colega le extrae una muela en presencia de un asombrado grupo de espectadores. En 1846 William Morton, de Massachusetts, aplica el éter a un enfermo a quien se extirpa sin dolor alguno un grueso tumor en el cuello. Al año siguiente es un cirujano escocés, Simpson, quien aplica un nuevo producto obtenido por la química: el cloroformo; se lo administra a una parturienta que sufre indecibles dolores por un alumbramiento complicado. Luego serán ya enfermos de todos los lugares y con toda clase de enfermedades los que se beneficiarán de estos hallazgos. La maldición del dolor se esfumaba a la vez que la cirugía encontraba el aliado imprescindible para poder iniciar su colosal avance técnico.
La sociedad actual, que propende al hedonismo, a la búsqueda incontrolada y desconsiderada del placer como único fin en la vida, tiene en los analgésicos uno de sus principales apoyos para ignorar el sufrimiento físico, pero también un amigo peligroso que puede llevar a situaciones fatales. Todas las sustancias capaces de mitigar el dolor lo hacen, de un modo u otro, limitando o eliminando la capacidad del sistema nervioso para responder a los estímulos. Existen muchas circunstancias de la vida cotidiana que, sin embargo, requieren una atención permanente y minuciosa por parte de ese sistema nervioso: la conducción de vehículos, el manejo de maquinaria, la toma de decisiones, etcétera. En todas ellas el uso de ciertos medicamentos, y más si por la mezcla de varios de estos y al alcohol se potencian sus efectos sedantes, conlleva un riego añadido que en ocasiones colma el vaso y desemboca en tragedia. Nunca serán demasiadas las advertencias que se repitan para que la utilización de analgésicos solo se haga bajo control médico y, aun así, limitando en ese tiempo algunas actividades. De ese modo quizá se redujeran las habituales páginas de sucesos.
El hongo milagroso
En la lucha que el hombre ha mantenido a lo largo de toda su existencia en la tierra contra las enfermedades infecciosas ha utilizado múltiples armas que se demostraron inútiles una tras otra, aunque en ocasiones alguna permitiera un atisbo de esperanza, casi siempre fallida. Claro que lo primero que es necesario explicar es que este concepto de enfermedad infecciosa es muy reciente en la historia del conocimiento humano: tiene apenas siglo y medio, aunque hoy nos parezca eterno de tan extendido como está entre los conceptos habituales de nuestra existencia cotidiana y al alcance de cualquiera. Cabe recordar que hasta los trabajos de Louis Pasteur a mediados del siglo XIX las enfermedades que luego se han denominado infecciosas eran achacadas a causas muy diversas: espíritus malignos, fascinación o «mal de ojo», al aire, «miasmas», etcétera.
Como consecuencia de este desconocimiento los métodos utilizados para su tratamiento debían ser necesariamente erróneos, aunque hay que reconocer que en no pocas ocasiones se llegaba, empíricamente o casi por casualidad, a remedios muy aproximados a los que luego se demostraron ciertamente eficaces. Así por ejemplo, en las epidemias de peste que asolaron el mundo a partir de la Edad Media los médicos se protegían del contagio mediante máscaras y propugnaban la incineración de los cadáveres y de los objetos que habían estado en contacto con los apestados. Desde hacía siglos se conocía el poder curativo sobre algunas fiebres (nombre que designaba de forma genérica a la mayoría de las enfermedades infecciosas junto con otras que hoy sabemos producidas por otras causas) del pan enmohecido. A tal fin se guardaban en lugares oscuros trozos de pan húmedo que pronto se recubría de un moho verdoso; luego este pan se hacía comer al enfermo. En algunas comarcas de Andalucía, como la Axarquía malagueña, se ha utilizado popularmente hasta hace muy pocos años este método para curar las fiebres aparecidas en la mujer después del parto, las fiebres puerperales, como las denominan los médicos; en casi todos los hogares de por allí se guardaban estos mendrugos llamados pan de preñada.
Tras el descubrimiento de la etiología microbiana, las investigaciones médicas se encaminaron a encontrar sustancias capaces de destruir estos microorganismos sin dañar al paciente. El primer éxito se alcanzó para la sífilis con el Salvarsán, descubierto en 1910 por el microbiólogo alemán Paul Ehrlich tras ensayar previamente otras seiscientas cinco sustancias; por eso este medicamento se conoció como 606 y también con el apelativo admirativo de bala mágica. Un segundo paso, mucho más avanzado y esperanzador, lo representó al principio de los años treinta el hallazgo de las sulfamidas por parte de Gerhad Domagk: el Prontosil revolucionó auténticamente la medicina de entreguerras al ser útil en varias enfermedades y de modo especial para evitar las complicaciones de las heridas que, aunque fuesen pequeñas, si se infectaban podían desencadenar muy serias complicaciones con las temibles gangrena y septicemia a la cabeza de todas ellas.
Mas tanto el Salvarsán como las sulfamidas no son sustancias naturales, sino sintéticas, fruto, eso sí, del enorme avance de la ciencia química en el siglo XX. Uno y otro medicamento mostraron pronto que no eran totalmente inocuos para el organismo humano y que en algunas ocasiones este no toleraba su administración. Aun así, las sulfamidas, muy mejorado el primitivo Prontosil, siguen estando en uso hoy día con magníficos resultados cuando se aplican correctamente. El Salvarsán, por su parte, fue totalmente desechado desde el mismo inicio de la llamada era antibiótica.
La palabra antibiótico significa «contrario a la vida», si bien ya se entiende que es contrario a la vida de los microbios, y se reserva para los productos de origen natural que tienen este efecto, por más que hoy día casi todos los antibióticos se obtengan también mediante sofisticados procedimientos químicos de síntesis, aunque guarden relación directa con las sustancias naturales que alumbraron este asombroso campo terapéutico.
En el hospital Saint Mary de Londres se investigaba durante los años veinte y treinta en la búsqueda de algún elemento natural con efecto antiinfeccioso. En aquel laboratorio, luego famoso en todo el mundo, entró a trabajar un joven médico escocés que reunía casi todos los atributos del típico sabio distraído: extraordinaria capacidad de trabajo, dedicación absoluta al mismo con olvido de sus obligaciones familiares y sociales, cierto desaliño indumentario, ojos vivaces y mirada penetrante e inquisitiva. Su nombre era Alexander Fleming.
Fleming seguía una rutina de trabajo que le permitía repetir cuantas veces fuese necesario un mismo experimento hasta comprobar su eficacia o su resultado negativo. Tenía sobre la mesa de su laboratorio varios recipientes de cristal, como pequeños platos con tapadera, que se llaman placas de Petri. En cada uno de ellos se depositaba una sustancia, el «caldo de cultivo», compuesto de una especie de gelatina a la que se añadían los materiales más diversos: sangre de animal o humana, bilis, caldo de carne, etcétera. Luego, sobre cada una de estas placas se extendía en una capa finísima una porción muy pequeña de material infectado procedente de los enfermos: sangre, esputos, pus de una herida o de un absceso, etcétera. Estas placas así preparadas se sometían después a la acción del calor en unas estufas especiales y al cabo de unos días se podía comprobar cómo en aquella superficie habían crecido una especie de costras formadas por los distintos microbios allí presentes. Más tarde, una vez identificado cada microbio con ayuda del microscopio, se depositaba la sustancia cuyo efecto antimicrobiano se quería estudiar. Si ese efecto existía, en pocas horas o todo lo más en unos pocos días, se comprobaba que la costra había desaparecido o se había hecho más tenue justo en los puntos de contacto con aquella sustancia. Como los microbios a estudiar eran muchos y las sustancias probadas también, el experimento se multiplicaba en proporciones exponenciales.
Fleming anotaba cuidadosamente los resultados en su diario. Una mañana en que estaba con un fuerte catarro que no le había impedido acudir a su trabajo, se decidió a probar con una gota de su propia secreción nasal; lo había intentado ya casi todo. Al cabo de unas horas comprobó asombrado y feliz que esa gota de mucosidad había destruido a su alrededor a casi todos los microbios de la placa de cultivo. Allí había sin duda un hallazgo excepcional. En los días sucesivos repitió el experimento y probó además con saliva y con lágrimas, obteniendo los mismos resultados espectaculares. Había descubierto la Lisozyma, una sustancia presente en todas las secreciones orgánicas que permite evitar muchas infecciones al destruir los microbios que entran en contacto con las mucosas del organismo. Aquel descubrimiento fue para Fleming durante toda su vida su mayor satisfacción, del que se sintió más encariñado y orgulloso aun después de su segundo y mucho más trascendental hallazgo que todavía iba a tardar unos años en producirse.
Pero la Lisozyma no resolvía todos los problemas. Los microbios a los que atacaba eran poco importantes, desde luego, ninguno de los que causaban las más graves infecciones como la pulmonía, la tuberculosis o la sífilis. Además no era fácil su administración a los pacientes, que, por otro lado, ya tenían en su propio organismo suficiente cantidad de Lisozyma que no había sido capaz de vencer a la enfermedad. Había que seguir buscando.
Es frecuente, por parte de personas ignorantes del trabajo científico, achacar a la casualidad, al azar, el logro de muchos descubrimientos o inventos. Efectivamente, en no pocas ocasiones se trata de cosas o de fenómenos naturales que siempre han acontecido ante los ojos de todos los hombres. Pero es necesario para que el hallazgo se produzca que suceda ante los ojos de quien está capacitado para verlo y, sobre todo, para entenderlo y darle su auténtico significado; y esto solo sucede cuando la mente lleva mucho tiempo preparándose mediante el estudio, la observación y la meditación razonada.
Fleming era muy cuidadoso en todo lo referente al orden dentro del laboratorio, aunque a primera vista, con todas las mesas y hasta las sillas repletas de frascos e instrumental, no se lo pareciese a quien entrara de improviso. Pero tenía además una costumbre no muy frecuente entre sus compañeros del Saint Mary: antes de desechar cualquier material sobre el que hubiese estado trabajando lo revisaba una última vez, aunque estuviera claramente estropeado. Esto sucedió una mañana en que, al regresar al laboratorio tras una ausencia de pocos días, vio con disgusto que, al marcharse, una placa se había quedado fuera de su sitio y además destapada, lo que constituía un doble descuido por su parte. Otro la hubiera tirado directamente al cubo de la basura, pero Fleming la observó con detenimiento, se acercó a la luz de la ventana, la miró por arriba, por abajo… y tuvo que sentarse preso de una excitación que se acomodaba mal a su talante de flemático británico. En aquel recipiente de cristal había sucedido un hecho extraordinario.
En aquella placa, que guardaba una gran cantidad de microbios causantes de pulmonía, había caído accidentalmente un moho, un hongo microscópico de los que pululan en ambientes húmedos. Y aquel hongo había crecido rápidamente hasta cubrir una porción de la superficie del cultivo, destruyendo por completo la costra formada por los microbios. No se trataba, como en el caso de la Lisozyma, de una destrucción limitada, aunque notable; los microbios habían sido eliminados de forma radical, dejando una zona limpia alrededor de aquel misterioso hongo.
A partir de ese momento los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Fleming repitió la siembra del hongo procedente de aquella primera placa en otras con distintos microbios y prácticamente en todos los casos el resultado era similar. El hongo fue identificado como perteneciente a la especie botánica de los Penicillium, llamados así por tener, vistos al microscopio, un aspecto de pequeños pinceles; y Fleming denominó a la aún misteriosa sustancia producida por él penicilina. Se acababa de producir uno de los mayores acontecimientos en la historia milenaria de la lucha contra las enfermedades, solo parangonable con los que supusieron las vacunas y los analgésicos.
Al equipo londinense de Fleming y sus colaboradores se les planteó, no obstante, más de un problema para hacer verdaderamente útil su descubrimiento. Ciertamente comprobaron que con una cantidad mínima de la sustancia producida por el hongo podían curarse los enfermos, pero lo difícil era obtener esas cantidades sin saber exactamente en qué porción del caldo de cultivo residía el poder curativo; realizaron centenares de pruebas para purificar aquellos líquidos, pero corrían el riesgo de administrar con la oculta penicilina otras sustancias que fuesen nocivas.
Entonces otro suceso de trascendencia universal vino en apariencia a complicar las cosas: la Segunda Guerra Mundial. Con Londres amenazado continuamente por los bombardeos, Fleming decidió, al igual que otros muchos científicos de toda Europa, trasladarse a Estados Unidos. Seguramente en América podría continuar sus investigaciones, pero ¿cómo llevar hasta allí su precioso hongo, pues no disponía más que de una pequeña cantidad, toda ella crecida a partir del de la placa original? Encontró la solución impregnando el forro de su gabardina y de otras prendas que metió en su escueto equipaje de fugitivo. Por fortuna, tras la travesía marítima del Atlántico, llegó a Estados Unidos con una buena cantidad de penicillium a salvo.
En su nuevo laboratorio coincidió con otros dos científicos con los que anteriormente había tenido fugaces relaciones en Europa y que ahora habían salido también del continente que ardía por los cuatro costados. Uno era el alemán Ernst Chain y el otro el británico Howard Florey. Juntos, y pudiendo utilizar la avanzada tecnología norteamericana, consiguieron purificar la penicilina hasta el punto de que pudo comenzar a utilizarse en plena guerra para el tratamiento de los soldados heridos. Al finalizar la contienda prosiguieron los trabajos de Chain y Florey en Oxford hasta la completa purificación del medicamento, que se convirtió en una auténtica revolución sanitaria. Los tres científicos obtuvieron el Premio Nobel de Medicina en 1945; curiosamente, solo se recuerda a Fleming cuando se piensa en la penicilina, pero es necesario reconocer que sin el trabajo y las técnicas de Florey y Chain el hallazgo genial de Fleming quizá no hubiera pasado de ser una anécdota sugestiva y hubiesen pasado muchos años hasta su nuevo resurgimiento.
Comoquiera que sea, la popularidad de Alexander Fleming no tuvo parangón con la de ningún político, militar o artista a partir del momento en que la penicilina se difundió por el mundo. Se sucedieron los homenajes en todas las ciudades donde la gente acudía multitudinariamente y muchas veces como en procesión para ver e intentar tocar a aquel escocés tímido, de pelo blanco, ojos azules y sempiterna corbata de pajarita que había comenzado a salvar millones de vidas. Hoy se salpican por todos los lugares de la tierra los monumentos en honor de sir Alexander Fleming, pero bueno será recordar que uno de los primeros que se le erigió se hizo en España, y en un lugar que para muchos españoles será una sorpresa y para cualquier extranjero casi una blasfemia. Efectivamente, este busto del descubridor de la penicilina se halla situado en la plaza de toros de Las Ventas en Madrid y fue costeado por los toreros. Antes de la penicilina una cornada conllevaba, junto al dolor y los destrozos, la amenaza terrible de la infección que conducía casi indefectiblemente a la muerte. Los toreros han sido siempre una profesión noble y bien agradecida y por ello se apresuraron a homenajear a su salvador junto a la Puerta Grande de sus particulares tardes de gloria.
La penicilina fue durante muchos años, a pesar de todo, un producto de difícil elaboración y, por ello, escaso y caro. A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta conseguir unos frascos de penicilina se convertía de ordinario en una aventura para los agobiados familiares de los enfermos. Como siempre sucede en estos casos, surgió alrededor de su comercio una auténtica mafia que especulaba y, lo que es peor, llegaba a adulterar el medicamento con el fin de obtener más ganancias. En España, la venta de penicilina estaba en su mayor parte incorporada al proceso del «estraperlo» que viciaba por aquellos años la sociedad española. Algunos lugares eran especialmente famosos por ser los únicos en los que podía obtenerse uno o dos de esos envases; en Madrid, el célebre bar Chicote, en la Gran Vía, cantado incluso en un chotis famoso, era uno de esos puntos a los que tenían que ir los solicitantes con su dinero arañado de otras necesidades para comprar penicilina a unos cuantos aprovechados. Los hospitales apenas disponían de antibiótico y tenían que aconsejar a las familias atribuladas que se procuraran la medicina por sus propios medios. Más de un colchón o una mantilla o una alianza de matrimonio pasaron por las casas de empeño para obtener el dinero suficiente con que salvar al hijo o al esposo. Pero no creamos que en esto España es diferente al resto del mundo: la miseria y quienes sacan provecho de ella estaban en aquellos años de posguerra mundial presentes en otros muchos lugares. Ahí tenemos la fabulosa novela de Graham Greene, no menos fabulosamente llevada al cine por Carol Reed e interpretada por Orson Welles, El tercer hombre, en la que se narra el contrabando y la adulteración de la penicilina en una Viena reducida a escombros por el reciente conflicto bélico.
Con Fleming y la penicilina la era antibiótica no había hecho más que empezar un desarrollo cada vez más acelerado que alcanza a nuestros días. A los pocos años, Waksman descubre la estreptomicina, que vencería a la tuberculosis, frente a la cual la penicilina se había mostrado ineficaz. Margarita Gautier, Bécquer, los residentes de la Montaña Mágica y tantos otros debieron saludar con alborozo desde su eternidad este descubrimiento que ponía coto a una de las enfermedades más temidas por todos los humanos a pesar de ser una de las que más creaciones literarias de todo tipo propició.
Hoy parece existir entre algunas personas, e incluso ciertos grupos profesionales, un recelo ante la utilización de los antibióticos. Es más que probable que el uso que de ellos ha hecho y sigue haciendo la medicina pueda ser un tanto indiscriminado, basándose precisamente en su extraordinaria utilidad y en el escaso riesgo que comportan, y que en algunos o en muchos casos no fuera necesario un antibiótico para curar esta o aquella enfermedad. Pero no es menos cierto que todos los que ahora desde un lado u otro podríamos entrar en esta polémica debemos nuestra vida a la existencia de los antibióticos; y guárdese su reparo aquel a quien nunca se le haya administrado directamente uno de estos medicamentos, porque seguramente debe su vida a que se le administró a otro que pudo haberle contagiado alguna enfermedad; o a los que impiden la contaminación de ciertos alimentos o al hecho incuestionable de que hoy hay menos enfermedades infecciosas graves gracias al uso universal de la penicilina y los que le siguieron. Así pues, cuando todos nosotros pasemos cerca de un monumento a sir Alexander Fleming, concedámosle un instante para el agradecimiento.
Transfusiones de vida
La medicina moderna, y su trasunto a través de los medios de comunicación, nos tiene tan acostumbrados a la realización de trasplantes orgánicos que ya se considera casi una rutina el cambio de un riñón, un corazón o la córnea de los ojos. La utilización de órganos de una persona para sustituir los de otra ha sido un largo sueño de la humanidad acariciado durante milenios y que dio lugar a leyendas y a literatura para todos los gustos. A los hermanos médicos san Cosme y san Damián, por ejemplo, se los suele representar al pie de una cama en la que yace un hombre blanco al que acaban de trasplantar la pierna de un esclavo negro muerto que aparece en el suelo junto al resto de las figuras. Pero fue, quizá, la literatura fantástica y de terror, iniciada en Europa en el siglo XIX, la que iba a retomar la cuestión para crear alguno de sus mitos más duraderos. La esposa del poeta Shelley acepta durante una noche en que está de viaje con su marido y otros amigos el reto de escribir una historia de terror: la amable y dulce señora se descuelga con la historia del doctor Frankenstein y su monstruo hecho de retazos humanos; quizá el personaje más reconocible y famoso de toda esta literatura.
Los primeros trasplantes que se realizaron fueron los de piel, córnea y luego riñón. Pero la inmensa popularidad de estos avances científicos y quirúrgicos se desencadenó a finales de los años sesenta del siglo XX con los trasplantes de corazón iniciados por el doctor Christian Barnard en Suráfrica. Como además este médico, junto a sus magníficas habilidades como cirujano, sentía debilidad por aparecer en la televisión y en las revistas llamadas por pura ironía del corazón, la cuestión de los trasplantes saltó del habitualmente discreto mundo de los médicos y los hospitales hasta la conversación cotidiana de las gentes de todo el mundo. Parecía, en efecto, que aquello se hubiese descubierto la víspera, pero vamos a comprobar que no era así ni mucho menos.
La auténtica prioridad en la historia de los trasplantes corresponde a la transfusión sanguínea. Nada más publicar William Harvey sus trabajos describiendo la circulación de la sangre a través de las arterias y las venas a principios del siglo XVII, hubo quien pensó en introducir a través de ellas sangre de una persona a otra o de un animal a un hombre para salvar la vida de quienes la perdían en una grave hemorragia. La idea brotó primero en la mente no de un médico, sino de un arquitecto: sir Christopher Wren, autor de la catedral de San Pablo en Londres y de algunos de los más importantes edificios ingleses de aquel siglo. El caso es que los intentos de Wren fracasaron. Tampoco obtuvieron éxito los que siguieron, utilizando en ellos animales como perros y ovejas. No se consiguió curar al enfermo y además era frecuente acelerar su muerte.
Tuvieron que transcurrir doscientos cincuenta años para que se planteara de modo más científico un nuevo intento. Durante la Primera Guerra Mundial muchos soldados morían desangrados por las heridas de las nuevas armas allí utilizadas. Se volvió a intentar la transfusión hombre-hombre y Landsteiner comprobó que si bien muchos casos abocaban al fracaso, otros resultaban un éxito sin que en apariencia existiesen diferencias entre la sangre utilizada en unos y otros: la causa debía residir en lo más íntimo de esa sangre.
Las técnicas de investigación en el laboratorio se habían desarrollado mucho, y con ellas iba Landsteiner a resolver el misterio. Analizando numerosas muestras de sangre y poniéndolas en contacto en el laboratorio pudo determinar que la sangre humana contenía unas sustancias características que se denominaron A y B. La sangre de unas personas contenía la sustancia A; la de otras, la B; la de unas terceras, las dos, AB; y también había individuos que no poseían ninguna, a los que se dio el apelativo de O. Lo importante era que quien pertenece a uno de estos grupos A o B rechazará la sangre del contrario, destruirá los glóbulos rojos (en los que reside la sustancia en cuestión) y hará inútil una transfusión, además de sufrir graves consecuencias que pueden conducirle a la muerte. Con estas características se estableció que los poseedores del grupo AB podían recibir sangre de cualquier otro (receptores universales), pero solo donarla a individuos también AB. Los del grupo O serían donantes universales, ya que al no poseer ninguna de las dos sustancias su sangre no sería nunca rechazada; en contrapartida, únicamente podrán recibir sangre del mismo tipo O. Los grupos A y B, por su parte, pueden donar sangre a los de su mismo grupo y a los AB y recibir de los del grupo O y de los tipos A y B respectivamente.
Con este descubrimiento y esta tipificación parecía resuelta la posibilidad de realizar transfusiones y de hecho muchísimos enfermos comenzaron a beneficiarse de ellas con una notable garantía de éxito. Sin embargo, el propio Landsteiner pudo comprobar cómo algunos pacientes sufrían una grave reacción de rechazo a la sangre que se les transfundía a pesar de pertenecer a grupos compatibles. Pero esto solo sucedía a partir de una segunda transfusión, bien de forma inmediata a la primera o aunque fuese al cabo de mucho tiempo. Por lo tanto, algo quedaba oculto que se le había escapado en sus investigaciones. En este caso, además, y por motivos biológicos que no es momento de detallar, no era posible realizar el estudio con la sangre humana, de modo que Landsteiner tuvo que recurrir a una práctica habitual en la investigación científica: la utilización de animales de laboratorio. Tras muchos ensayos concluyó que el más adecuado, por su gran similitud biológica con el hombre, era un determinado tipo de mono, el macaco Rhesus, habitante de climas tropicales y bastante difícil de obtener y de criar. Por fin se descubrió en este animal que, junto a los ya conocidos factores A y B, existía otro al que Landsteiner, en homenaje a su peludo auxiliar, bautizó con sus iniciales: factor Rh. De este modo quedó establecida una nueva, y hasta ahora definitiva, clasificación de los grupos sanguíneos. El donante universal será el grupo O que carezca de factor Rh: O Rh negativo; el receptor universal será el grupo AB Rh positivo. Los grupos mixtos tendrán sus características individuales y todos ellos deben ser perfectamente conocidos por los médicos antes de someter al paciente a una transfusión.
Un derivado de la sangre utilizado con frecuencia es el plasma, que no es sino la porción líquida de este fluido, es decir, liberada de todo tipo de elementos celulares como los glóbulos blancos, los rojos y las plaquetas. No es este el lugar de pormenorizar sus indicaciones como sustituto de la sangre «entera», pero sí hay que advertir que puede contener sustancias, distintas a los conocidos grupos sanguíneos, que lo hagan incompatible con el organismo del receptor. La identificación de estos factores fue bastante posterior a los estudios de Landsteiner, y mientras tanto se produjeron algunos desgraciados accidentes por esta causa. Quizá uno de los más conocidos fue el que sucedió con Manolete. Tras su gravísima cogida por el toro Islero de la ganadería de Miura en la corrida del 28 de agosto de 1947 en la plaza de Linares, muy parecida a la de otro torero, Francisco Rivera Paquirri, muchos años después, se le administró en la misma enfermería de la plaza un plasma hecho llegar a toda prisa desde Madrid. Se produjo una reacción de incompatibilidad que seguramente contribuyó, junto con las características de la herida, a la muerte del torero más famoso de su época, causando una violentísima impresión en toda España.
Millones de seres humanos han recibido desde los estudios de Landsteiner —que obtuvo en 1930 el Premio Nobel de Medicina— transfusiones de sangre que han salvado sus vidas ignorando en la mayoría de las ocasiones el nombre y las circunstancias humanas de quienes les proporcionaron una parte de la suya propia. De nada hubieran servido las largas investigaciones científicas sin la generosa entrega de los donantes de sangre a lo largo y a lo ancho del mundo. La donación de sangre es hoy una práctica extendida entre muchísimas personas, aunque siempre serán insuficientes ante la creciente necesidad derivada de la asistencia hospitalaria a heridos y por la cirugía de gran envergadura. Esta donación es en España desde hace años altruista: la sangre ni se compra ni se vende. Pero no siempre ha sido así. En mi época de estudiante los hospitales pagaban las donaciones a tanto el centímetro cúbico; un precio escaso, ciertamente, que rondaba las tres o cuatro pesetas, pero que servía para que más de un joven obtuviera cada mes una ayudita a la menguada paga que le enviaba su familia. Claro que eran tiempos en los que los estudiantes recurrían incluso a vender el esqueleto: en los departamentos de anatomía de las facultades de Medicina firmabas una especie de contrato por el que, a cambio de unos duros, te comprometías a ceder tus huesos el día que te murieses para las prácticas de los alumnos; más de uno de mi edad tendrá desde entonces apalabrados sus huesos con la Facultad, si bien no creo que llegue a cumplir el contrato.
A pesar de la enorme utilidad que tiene en muchísimos procesos la transfusión sanguínea, los médicos se encuentran ocasionalmente con dificultades o imposibilidad para practicarla y no precisamente por falta de existencias en los bancos de sangre. La comunidad religiosa de los Testigos de Jehová, extendida por todo el mundo y con una significativa presencia en España, rechaza las transfusiones en virtud de sus creencias. Estas personas hacen una interpretación sui generis de los textos bíblicos en muchos aspectos; pero uno de los más significativos, y cuya defensa a ultranza suele trascender incluso a los medios de comunicación, es el de considerar prohibido por voluntad divina el contacto con la sangre y, por extensión, la transfusión de una persona a otra. Esta negativa ocasiona serios conflictos cuando el médico que asiste a un enfermo de esta secta considera imprescindible el uso de una transfusión bajo riesgo, en caso contrario, de la vida de su paciente; el médico debe entonces recurrir a los poderes judiciales para que apoyen su decisión; si el enfermo es un adulto, el problema tiene difícil arreglo, pero cuando se trata de un niño es posible obtener del juez la suspensión temporal de la patria potestad y la autorización para administrar el tratamiento que en conciencia se considera ineludible.
Otra cuestión relacionada con las transfusiones de sangre, o de derivados hemáticos como el plasma sanguíneo, que hoy se plantea con notoria gravedad es la de las enfermedades que pueden transmitirse desde el donante al receptor. La sífilis y las hepatitis B y C fueron hasta ahora las tres más temidas, si bien los exhaustivos controles practicados en los bancos de sangre las habían eliminado por completo. Pero de pronto surgió como una plaga apocalíptica del fin de milenio el sida; la conocida contagiosidad de este mal a través de la sangre y de los objetos en contacto con ella está modificando sustancialmente el panorama de la donación. Desde luego, toda la sangre extraída en los centros de donantes es sometida a investigación para detectar la presencia de la enfermedad y se rechaza ante la mínima sospecha; todos los instrumentos utilizados para extraer la sangre al donante son de un solo uso y se destruyen inmediatamente después. La sangre sigue siendo un producto escaso e insustituible por ningún otro para la medicina; cualquier persona está expuesta a necesitar una transfusión. Pero a pesar de todos estos argumentos, lo cierto es que muchas personas se retraen a la hora de acudir a los hospitales o a las unidades ambulantes de donación. Y es de la mayor importancia, de una importancia realmente vital, que esto no suceda. La donación altruista de sangre es una de las mayores muestras de generosidad que un ser humano puede tener para con sus semejantes. En último caso hágase una argumentación no por egoísta menos sincera: el próximo en necesitar esa sangre puede ser usted o alguien de su intimidad. Done sangre: regale vida, aunque nadie se lo agradezca.
Las vitaminas
Las vitaminas están presentes hoy en nuestra vida cotidiana a través de los más diversos productos. Por supuesto que nuestro principal contacto con ellas es a través de los alimentos, pero hasta se anuncian cosméticos «enriquecidos» con vitaminas, lo que parece otorgarles ante los posibles consumidores una dosis añadida de eficacia y naturalidad. La palabra vitamina la propuso Funck en 1913 para designar a ciertos principios alimenticios imprescindibles para la vida y que eran diferentes de los conocidos anteriormente: proteínas, grasas, hidratos de carbono, agua y sales. Su carencia en la dieta humana y animal provoca severas enfermedades, algunas de las cuales tienen su propia historia.
Los grandes viajes marítimos que se inician a partir del siglo XV con las expediciones españolas y portuguesas constituyeron durante centurias un tormento para los navegantes. No se trataba únicamente de la incomodidad de aquellos barcos; eran sobre todo las enfermedades que les aquejaban durante las largas travesías y de forma principal el escorbuto. En los puertos se embarcaban alimentos de fácil conservación a lo largo de las semanas o meses que duraba el viaje: agua dulce, salazones de pescado y, en gran cantidad, bizcocho, que era un pan en forma de galleta cocido dos veces con el fin de evitar su putrefacción por la humedad. Al transcurrir los días los marineros comenzaban a notar los primeros síntomas de la enfermedad. Las encías les sangraban, tenían fuertes dolores en los huesos que se agudizaban con las ineludibles tareas a bordo. El proceso se agravaba y, si no alcanzaban pronto un puerto, muchos de ellos morían con grandes hemorragias y entre dolores insoportables. Sin embargo, los que sobrevivían, aunque hubiesen padecido los mismos síntomas, mejoraban espectacularmente a los pocos días de estar en tierra firme. Sin duda alguna la curación estaba en los alimentos frescos que comían después de una prolongada dieta de conservas y harina cocida. Las frutas, y de modo especial las naranjas y los limones, se mostraron como los alimentos más eficaces para vencer a la gravísima enfermedad; de hecho, bastaba una pequeña cantidad de estas frutas o de su zumo para que el enfermo mejorase en cuestión de pocos días. Cuando los marinos se dieron cuenta de ello, las naranjas y los limones pasaron a formar parte de las reservas alimentarias de todos los barcos. En el siglo XX se logró identificar la sustancia contenida en esas frutas y se le dio el nombre de vitamina C porque poco antes se habían descubierto otras dos que recibieron los nombres de A y B.
El beri-beri es otra grave enfermedad caracterizada por parálisis nerviosas de las extremidades y en no pocos casos por la muerte del paciente. El médico holandés Christian Eijkman fue requerido a finales del siglo XIX para atender una epidemia de beri-beri que asolaba las prisiones de la lejana isla de Java en el Pacífico Sur y que se suponía de origen infeccioso. Eijkman observó que la única alimentación que recibían los presos y los carceleros era arroz descascarillado; también se dio cuenta de que las gallinas que se criaban en el patio de uno de los presidios padecían una enfermedad en todo similar a la de los hombres, muriendo paralizadas, y que se les daba el mismo arroz como comida. De ambos hechos el médico sacó la conclusión de que el problema residía en esa comida, pero no era capaz de avanzar más en su diagnóstico: otras muchas personas en Oriente tenían el arroz como alimento exclusivo durante toda su vida y, no obstante, no padecían la enfermedad. En esto, un carcelero sugirió que el trabajo de descascarillar el arroz no valía la pena para el alimento de las gallinas y comenzó a darles arroz con cascarilla. Eijkman, que todavía estaba allí dándole vueltas al veneno o al microbio que pudiese contener el arroz, vio sorprendido cómo a partir de ese momento los animales se curaban mientras que los hombres seguían padeciendo la enfermedad. Algo había, pues, en la cascarilla del cereal que evitaba y curaba el beri-beri. Ese algo era también una vitamina que luego se aisló y fue llamada vitamina B.
La vitamina B no es una única sustancia, sino que está compuesta de varias fracciones, cada una de ellas con un efecto particular. La que actúa sobre el beri-beri es la B1; la B6 tiene múltiples acciones en el organismo; la B12 es fundamental para la formación de la sangre y su déficit provoca una enfermedad denominada anemia perniciosa, mortal antes de conocerse este grupo vitamínico. Se encuentran no solo en la cascarilla de los cereales —y, por tanto, en los cereales integrales que conservan el salvado—, sino en otros muchos alimentos, como las verduras y en las vísceras y la grasa de algunos animales, sobre todo pescados. El celebérrimo aceite de hígado de bacalao que tuvimos que sufrir en la niñez varias generaciones de nosotros es, sin duda, la fuente natural más importante de vitamina B. Hoy todas estas vitaminas se obtienen de forma sintética y su administración a niños y adultos es más fácil, cómoda y agradable; no obstante, hemos de permanecer agradecidos a aquel potingue espeso, maloliente y provocador de retortijones que nuestras madres, por indicación del médico, nos hacían tragar sin que se les reblandeciese el corazón ante nuestras protestas e intentos de huida.
Quizá el estudio más importante, detallado y exacto sobre una enfermedad producida por una carencia vitamínica sea el que realizó el médico español Gaspar Casal en el siglo XVIII, por tanto, más de cien años antes del descubrimiento de la primera vitamina. El doctor Casal ejercía en su Asturias natal y en aquellas tierras había observado con frecuencia la aparición de una enfermedad que los lugareños llamaban mal de la rosa. En las aldeas que se encuentran salpicadas entre las altas y anfractuosas montañas asturianas, sus habitantes llevaban una vida regida secularmente por las condiciones climáticas y su actividad ganadera. Los hombres, durante el invierno, salían de un lugar a otro con el ganado buscando los pastos, y en ese trabajo itinerante comían un poco de todo, según lo que encontrasen a mano. Pero las mujeres, los niños y los viejos permanecían meses y meses encerrados en sus pallozas, comiendo maíz y algún trozo seco de carne o pescado, sin probar las verduras, que no estaban a su alcance en una tierra de bosque y pedregal.
Al llegar la primavera, cuando las nieblas montañesas empezaban a deshacerse a media mañana y el sol mostraba sus rayos cálidos unas horas al día, esos pueblos asturianos se echaban a la calle para celebrar su fiesta y para disfrutar de la luz y el calor que les habían estado vedados tantos meses. Precisamente entonces, cuando parecía que todo iba a ir mejor, comenzaban los síntomas del mal de la rosa, llamado así por coincidir con la estación en que también la naturaleza parece salir de su letargo rompiendo el paisaje con el brote de las flores. Aquellas mujeres, sobre todo ellas, sentían escozor en la piel donde recibían los primeros rayos de sol; esa piel se ponía áspera —la enfermedad era conocida también como pelagra: piel áspera—, se ennegrecía y se formaban grandes ampollas que luego se desprendían. No se trataba de quemaduras solares como las que pueda sufrir cualquier persona incauta los primeros días de playa; aquella pigmentación no desaparecía nunca y ocupaba la piel en grandes rodales y alrededor del cuello como un negro collar.
Gaspar Casal trasladó sus observaciones a la comunidad médica española en una célebre comunicación, modelo de trabajo investigador, en la que se adelantaba a su tiempo sugiriendo que la causa del mal debía de estar en los regímenes de vida y alimenticio de sus paisanos. Efectivamente, se trataba de un déficit vitamínico específico, el de la vitamina PP o «factor antipelagroso», ocasionado por aquella alimentación tan pobre y monótona que sufrían los aldeanos durante los inacabables meses de invierno.
El raquitismo es una enfermedad que afecta a los niños provocando una falta de desarrollo en los huesos, que se vuelven blandos y fácilmente deformables. En esta ocasión interviene la vitamina D. Pero esta vitamina, a diferencia de todas las otras, tiene dos fuentes naturales bien distintas. Por una parte se puede obtener de ciertos alimentos como la leche y, una vez más, el aceite de hígado de pescado. La otra fuente, más importante, reside en la piel humana; si el organismo dispone de unas sustancias llamadas provitaminas, procedentes de la alimentación, puede transformarlas en vitamina D activa mediante la acción de las radiaciones ultravioletas de la luz solar sobre la piel. Por eso en España, al igual que en otros países con abundante sol durante la mayor parte del año, el raquitismo, si bien afecta a algunos niños, no lo hace con la gravedad que se ve en países nórdicos o centroeuropeos cuando no utilizan la vitamina D en forma de preparados farmacéuticos.
La elaboración industrial de preparados vitamínicos permite actualmente a los médicos no solo curar muchas enfermedades, sino, lo que tiene mayor interés, prevenirlas en toda la población, desde los niños a los ancianos. Aunque, por supuesto, la existencia de esta ayuda farmacológica no debe hacer olvidar la importancia de una dieta equilibrada y completa a cualquier edad. Precisamente las carencias vitamínicas que hoy se observan aparecen en individuos sometidos a dietas restrictivas, ya sea por padecer alguna enfermedad que requiera la exclusión de ciertos alimentos, como en aquellos otros que se adhieren a estrambóticos principios dietéticos del tipo de los vegetarianos o macrobióticos.
En algunos países del llamado Tercer Mundo en los que las condiciones alimenticias son muy precarias, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras instituciones sanitarias desarrollan campañas para aportar suplementos de vitaminas a sus habitantes que no excluyen, sino que complementan, las campañas de reparto de alimentos. Con unos gramos únicamente de vitamina D o de vitamina C se puede prevenir el raquitismo o el escorbuto en muchos miles de individuos. Nunca con tan poca cosa se lograron efectos semejantes.
La higiene, tan sencilla o tan difícil
No dispongo de datos oficiales y ni siquiera he llevado la cuenta, pero grosso modo me atrevería a decir que al menos un 50 por ciento de los anuncios con que nos bombardea la televisión corresponden a publicidad de artículos de higiene: jabones, detergentes, lavavajillas, etcétera, luchan por atraer nuestra atención a cualquier hora del día o de la noche con solo breves interrupciones para proyectar entre medias un pequeño fragmento de película o de documental. Se diría que la higiene es una de las preocupaciones principales de nuestra sociedad. Luego, cuando uno recorre las calles de nuestras ciudades o tiene necesidad de utilizar un medio público de transporte en horas de aglomeración, se apercibe, a través de sus sentidos, de que tal higiene no es más que una entelequia.
El diccionario ofrece dos definiciones de la palabra higiene. Parte de la medicina que tiene por objeto la conservación y mejoramiento de la salud individual y colectiva. Y también, limpieza, aseo de las viviendas y poblaciones; y aunque no lo dice expresamente, se ha de entender asimismo que limpieza y aseo de las personas. En cuanto a términos análogos de higiene, el diccionario de Casares recoge, entre otros, dietética, vestidura, alimento, baño, gimnasia, deporte y juego.
Con todos estos datos pudo el doctor Letamendi, célebre médico español del siglo XIX, escribir estos versos, un tanto ripiosos pero con gracia, como resumen de sus consejos para mantener la salud:
Vida honesta y ordenada,
usar de pocos remedios
y poner todos los medios
en no apurarse por nada.
La comida, moderada,
ejercicio y diversión,
beber con moderación,
salir al campo algún rato,
poco encierro, mucho trato
y continua ocupación.
Podemos dividir la higiene en tres apartados que no son sino complementarios unos de otros, de tal modo que carecen de eficacia si se efectúan de forma exclusiva o excluyente. Se ha de hablar de higiene corporal, mental y del ambiente.
Desde aquel «cada dos meses o tres debes lavarte los pies», o el «de los cuarenta para arriba no te mojes la barriga» a la ducha diaria o semanal no han transcurrido más que apenas tres o cuatro generaciones. La mejora, por tanto, parece sustancial. Sin embargo, esa mugre crónica y ese reparo por el agua como algo más que bebida cuando no había otra cosa a mano para apagar la sed no ha sido constante en la humanidad hasta nuestros días.
Los pueblos de la antigüedad clásica tenían un alto concepto de la higiene corporal y en algunos de ellos se mezclaban rituales religiosos de purificación anímica con las meras prácticas higiénicas. Así sucedía en las culturas orientales, desde la china hasta las que se asoman al Mediterráneo por las costas sirias y de Asia Menor. Más cerca de nosotros, de nuestra historia, los griegos y romanos tenían entre sus principales obras urbanísticas los baños públicos, que se convertían en lugar de encuentro para los ciudadanos, en ágora de discusiones y en lonja de negocios. Quien haya visitado en Roma las colosales termas de Caracalla, o los establecimientos similares que se encuentran entre las ruinas de cualquier ciudad romana, habrá comprobado hasta qué extremos de sibaritismo se podía llegar en tales lugares destinados en principio a funciones higiénicas. Se suceden dependencias llamadas caldarium con baños en agua caliente, tepidarium para baños de vapor, y frigidarium con agua fría; aparte de un natatorium, que era una piscina al aire libre. El romano acudía a las termas pagando a la entrada una mínima cantidad o de forma totalmente gratuita. Junto a los distintos tipos de baño, que solían recorrerse uno tras otro en un ritmo muy similar al de las saunas actuales, el usuario disponía de salas de masajes, palestra para ejercicios gimnásticos o de lucha, y hasta, en las más grandes como las de Caracalla, de una biblioteca. Como se ve, nada tenían que envidiar aquellos romanos a nuestros modernos ejecutivos que acuden a un selecto club privado, con la diferencia, a favor de los latinos, de que lo suyo era público y, como he dicho, prácticamente gratis.
También los romanos se preocuparon por la salubridad ambiental y a tal efecto sus extraordinarios ingenieros diseñaban en cada ciudad un complejo sistema de cloacas para llevar los vertidos domésticos y callejeros hasta alguna corriente fluvial cercana. Nuevamente la Urbe sentaba los modelos a seguir y en Roma se construyó muchos años antes de nuestra era la Cloaca Máxima, una obra que deja chiquitos a los alcantarillados de muchas ciudades de hoy; por su interior podían circular carros y hombres a caballo con holgura.
Todo el Imperio romano, que es tanto como decir más de la mitad de la Europa actual, más todo el norte de África y gran parte de lo que ahora llamamos Próximo Oriente, estaba literalmente sembrado de estas obras ingenieriles para las cuales, y para el abastecimiento de agua a las fuentes urbanas y a algunas viviendas, se construyeron muchos acueductos, otra de las empresas romanas que han llegado hasta nuestros días.
Con el advenimiento a la historia de la humanidad del islam y su extraordinaria expansión a partir del siglo VII, que rompió la unidad mediterránea para convertir este mar en frontera hasta hoy entre dos mundos, van a cambiar notablemente las costumbres higiénicas. La cultura islámica, como originaria de pueblos del desierto, sintió auténtica veneración por el agua y convirtió las obras hidráulicas en una de las principales preocupaciones de sus dirigentes y de cada uno de los personajes lo suficientemente acomodados como para permitirse financiar su realización. Entre las normas que debe cumplir cada fiel musulmán está el lavarse cinco veces al día, antes de cada una de las oraciones prescritas por el Corán, las manos, las axilas y la cara. Este rito es tan obligado que si el creyente se encuentra en el desierto, sin agua próxima, debe simularlo utilizando arena para restregarse dichas partes de su cuerpo al comienzo de la oración que dirigirá a La Meca.
España, que compartió durante ocho siglos la cultura islámica, guarda entre sus monumentos algunas de las más asombrosas obras de agua en Córdoba, Sevilla y Granada. Cuando uno viaja hoy por ciertos países musulmanes y contempla la suciedad que revisten sus calles y sus gentes, llega a preguntarse cómo es posible que esa cultura sea la misma que hizo en nuestra Península los jardines del Generalife, las fuentes de la Alhambra o los miles de baños que encontramos en todos los lugares, que son muchos, que aún guardan entre nosotros recuerdos de nuestro pasado hispanoárabe.
En la Europa cristiana que heredó los restos del Imperio romano y que hubo de enfrentarse un par de siglos después con la expansión del islam, las costumbres higiénicas latinas fueron decayendo de modo rápido. Por un lado, era un continente sacudido por invasiones más o menos bárbaras y en constante batallar, lo cual reducía mucho el tiempo y el interés para dedicarse a placeres higiénicos; además, la mayoría de las construcciones destinadas a ellos se habían ido arrumbando sin que nadie se entretuviese en reconstruirlas, sino, quizá, en utilizar sus piedras y sus otros restos en la construcción de viviendas y castillos, más acordes con los duros tiempos que se vivían por todas partes.
Otro factor de extraordinaria importancia que vino a concluir con las anteriores costumbres de higiene corporal fue un cicatero entendimiento de la religión cristiana: el deleite o la mera contemplación del cuerpo desnudo en los baños vino a considerarse como pecaminoso, y más cuando se sabía o suponía que el enemigo religioso, el islam, hacía de ambas prácticas casi un acontecimiento social. A este respecto recordemos dos detalles de las peregrinaciones a Santiago de Compostela que en muchos sentidos eran un muestrario de los comportamientos de toda una sociedad.
Llegados al monte del Gozo, primer punto del Camino desde el que se divisa la ciudad del Apóstol, los peregrinos descendían hasta el lugar llamado Lavacolla. Esta palabra es una síncopa de lava y collons porque allí se procedía a cumplir el rito de lavarse la entrepierna, un rito de purificación antes de entrar en la ciudad más que una medida de higiene. En la basílica compostelana los canónigos hubieron de habilitar un enorme incensario, el botafumeiro, para que el humo del incienso disipara un poco el hedor de las multitudes apiñadas en las naves de la iglesia, miles de peregrinos cuyo único contacto con el agua, aparte del ritual de Labacoya que he mencionado, había sido durante meses y meses el obligado de cruzar algún río sobre el que no hubiese tendido un puente o una elemental pasarela.
La higiene en los años que forman el siglo de la Ilustración no era tampoco muy acusada. En ese tiempo se sustituía el baño por el uso de grandes cantidades de perfumes que disimularan los olores corporales. Por entonces también se aplica una medida higiénica un tanto radical contra la extendida infestación por piojos en todas las clases sociales: el corte del pelo al rape cubriendo la cabeza monda con pelucas de las que las imágenes que poseemos de ese siglo nos conservan un amplísimo muestrario. Hombres y mujeres, sobre todo, y como es natural entre las clases pudientes de aquella sociedad ilustrada, gastaban enormes fortunas en afeites, perfumes, prendas de vestir aromatizadas como los guantes y pañuelos y en pelucas empolvadas que se mudaban con mucha más frecuencia que la ropa interior.
A partir del siglo XIX la higiene corporal comienza a introducirse como un hábito beneficioso y encomiable entre la población masculina, pero las mujeres hubieron de mantenerse aún mucho tiempo alejadas de tales prácticas si no querían ser clasificadas en la categoría de mujeres públicas, pues se consideraba que solo las prostitutas tenían necesidad, habida cuenta de su oficio, de lavarse ciertas partes y hasta, ocasionalmente, el cuerpo entero. No se vaya a pensar que exagero. Todavía yo he conocido alguna mujer que, habiéndole prescrito el uso del bidé para el mejor tratamiento de ciertas afecciones cutáneas, se negó a ello indicándome si yo pensaba que era «una cualquiera».
En España los reparos ancestrales hacia el agua han sido hasta hace poco especialmente manifiestos, aunque en muchas ocasiones se han tratado de justificar invocando extrañas creencias. Así por ejemplo, era opinión extendida en toda la sociedad que la persona no podía bañarse, salvo riesgo de graves complicaciones, cuando estaba afectada de cualquier enfermedad febril o de aquellas que provocan erupciones cutáneas como el sarampión, la varicela, la sarna y tantas otras. Y sin recurrir a la excusa de la enfermedad, también era gravemente peligroso que la mujer se bañara, o tan siquiera se lavara la cabeza o se mojara el cuerpo, durante la menstruación, en la cuarentena del posparto, durante la lactancia, etcétera; situaciones todas ellas en las que hoy precisamente se considera que la higiene de la mujer debe ser aún más esmerada que en otros momentos de su vida.
También es muy curioso para resaltar este odio secular del español hacia el agua corriente el que prácticamente todas las obras hidráulicas que nos han llegado de la antigüedad romana o árabe tengan entre el pueblo una o más leyendas que atribuyen su construcción nada menos que al diablo. El caso más célebre es el acueducto de Segovia, hecho en una sola noche por el Maligno para ganarse el alma de una aguadora harta de acarrear los cubos hasta lo alto de la ciudad, y en el que cualquier lugareño o guía turístico poco original mostrará al visitante las mismísimas señales dejadas en las piedras por los dedos de Satanás durante su apresurada obra. En otras ciudades españolas con antiguas reliquias romanas, como por ejemplo Tarragona, a los restos del acueducto, construido en tiempo de Augusto, se le llama, con doble error, puente del diablo.
El desarrollo de la higiene ambiental en las grandes ciudades precedió en casi dos siglos al auge de la higiene corporal que vengo comentando. Durante el siglo XVIII, el siglo de los peluquines y el agua de rosas en lugar del agua corriente, las obras públicas se dedican en gran parte a mejorar las condiciones de salubridad ciudadana, no sin ciertas reticencias entre sus directos beneficiarios. Carlos III ordena, nada más llegar como rey a Madrid, que se construyan redes de alcantarillado y que se suprima la costumbre de los madrileños —como la de otros muchos pueblos y ciudades— de arrojar desde las ventanas a la calle el contenido de jofainas y orinales sin otra precaución que el aviso, muchas veces tardío o inexistente, de «¡agua va!». También prohíbe el rey ilustrado que deambulen por las calles de la corte los ganados sueltos; a esta última medida se opusieron los madrileños apoyados en la opinión de varios médicos que certificaban las virtudes del ganado, puesto que «el vaho que desprenden estos animales contrarresta el aire de la sierra, que es muy perjudicial para la salud de las personas por ser demasiado frío y sutil».
Antes me referí a la mental como una de las facetas a tener en cuenta para considerar completa la higiene humana. En esto quizá solo habían caído los griegos clásicos cuando recomendaban a los enfermos que acudían a los templos de Esculapio la asistencia a conciertos o a representaciones teatrales que les aliviaran las dolencias del espíritu y con ellas muchas de las corporales. Tuvo que llegar el siglo XX, con el desarrollo de la psiquiatría y la psicología, para que nuevamente los médicos se dieran cuenta de la importancia que tiene una mente limpia para el conjunto del bienestar del hombre. Y ¿en qué consiste esa limpieza o higiene mental? Pues, sobre todo, en aquel «no apurarse por nada» y el «mucho trato» que ya recomendaba el doctor Letamendi en sus versos. Son dos plagas de nuestro tiempo el desasosiego constante, lo que se llama estrés, y la falta de auténticas relaciones humanas en un mundo en el que nos rozamos y tropezamos con muchas personas, pero no encontramos tiempo o gusto para conocernos unos a otros y compartir las penas y alegrías de los demás. Tenemos, en definitiva, la mente sucia, con una costra de mugre que nos llega a insensibilizar la conciencia; y esa misma costra, junto con la aceleración que impone a todos nuestros actos una prisa desbocada por alcanzar no se sabe nunca bien qué objetivos, sabemos hoy con certeza científica que es la causante de muchas enfermedades de las denominadas psicosomáticas —jaquecas, úlceras gástricas «de estrés», ciertos tipos de colitis, depresiones, etcétera—, además de estar en el origen de muchos accidentes laborales, de tráfico y hasta hogareños.
¿Qué detergente o qué champú limpiará esos entresijos de nuestro cerebro? Arduo problema que hoy tratan de resolver sociólogos, psiquiatras y teólogos. Pero sin una mente limpia, las alcantarillas, los jabones y los desodorantes carecen de sentido. Lo decían los antiguos: mens sana in corpore sano.
La antisepsia y la asepsia
La madre que advierte a su hijo: «Juanito, lávate las manos antes de comer, que has estado jugando en el suelo y vas a coger algo», está, sin ser consciente de ello, promoviendo la antisepsia entre los miembros más pequeños de su familia. No se trata de una mera cuestión de higiene, de reparo a que el niño coma con las manos sucias, sino que en ese «algo» con que la madre apostilla su mandato está incluido el temor a las enfermedades que se pueden transmitir por unas manos contaminadas. Un gesto que nos parece tan elemental no fue reconocido en su importancia sanitaria hasta hace menos de dos siglos.
El médico húngaro Ignaz Semmelweis trabajaba como obstetra en un hospital de Viena hacia 1840. Por entonces la mortalidad entre las parturientas era elevadísima, casi un 30 por ciento, y la mayoría sucumbían a la denominada fiebre puerperal, un proceso agudo sobrevenido en las primeras horas después del parto, temible para todas las mujeres y para los médicos y comadronas que las atendían. En el hospital vienés donde ejercía nuestro personaje, la jornada de los médicos no se diferenciaba de la de cualquier otro centro sanitario de Europa o América: el médico pasaba a lo largo del día en varias ocasiones de la habitación de las parturientas a la sala de disección donde realizaba las autopsias de las mujeres fallecidas. A Semmelweis se le ocurrió pensar si no existiría alguna relación directa entre ambas actividades que justificara la presencia de la fiebre. Semmelweis vio que la fiebre puerperal era muy semejante a la enfermedad que aparecía cuando un médico se hería durante la práctica de la autopsia. Aún faltaban muchos años para que Pasteur descubriera los microbios y se empezara a hablar de enfermedades infecciosas. Los médicos utilizaban la misma ropa —unos grandes delantales de hule cubriendo unas anchas batas grises— durante todo el día y, por supuesto, para todos sus actos de la jornada; los guantes de goma tardarían aún casi un siglo en utilizarse. Semmelweis empezó él mismo, y obligó a los miembros de su equipo a imitarle, a lavarse las manos, después de las autopsias y antes de atender un parto, con un líquido que contenía cloruro de cal. El resultado fue que en sus salas del hospital la mortalidad de las mujeres descendió a un 1 por ciento mientras en las otras seguía falleciendo casi la tercera parte de las mujeres que acudían a parir a sus hijos.
Casi todos los grandes médicos y cirujanos rechazaron sus ideas e incluso se burlaron de él. Eso le llevó a un grave deterioro mental que le condujo a ser ingresado en un manicomio. Un día, una enfermera que forcejeaba para colocarle una camisa de fuerza le produjo involuntariamente una herida; aquella herida degeneró en una septicemia e Ignaz Semmelweis murió vencido por el mismo enemigo a quien él había comenzado a derrotar.
Años más tarde de este episodio, cuando ya Louis Pasteur había demostrado la existencia de los gérmenes en los fenómenos de putrefacción, el cirujano inglés Joseph Lister creyó ver que la formación de pus en las heridas podría estar relacionada con la existencia en ellas de esos mismos microbios. Lister propugnó entonces la limpieza de las heridas, tanto accidentales como quirúrgicas, con alguna sustancia capaz de destruirlos. La sustancia elegida, tras varios ensayos con otras, fue el ácido fénico. Y no solo lo aplicó a las heridas, sino al lavado de las manos de los cirujanos e incluso de todos los objetos que iban a estar en contacto con el paciente durante la operación. El método de Lister, derivado del que inició Semmelweis, se denominó antisepsia y redujo la mortalidad quirúrgica hasta un esperanzador 6 por ciento. El ácido fénico provocaba, además de un penetrante y desagradable olor que impregnaba el ambiente de los hospitales, irritaciones en la piel y en los ojos. El alcohol etílico lo sustituyó al cabo del tiempo y luego han surgido nuevos y eficaces antisépticos de uso no ya solo hospitalario, sino universal, como los preparados a base de mercurio —el popular mercurocromo— y de yodo.
Poco después se llegó a la asepsia, es decir, a la total ausencia de gérmenes en el instrumental médico mediante la utilización del vapor de agua tras el lavado del mismo. El aparato ideado para esta esterilización se llama autoclave y con algunos adelantos técnicos sigue estando hoy presente en todos los hospitales y quirófanos.
Homeopatía
Los médicos siempre habían pensado que para curar una enfermedad era necesario un remedio que fuese contrario a la causa de ella o, cuando esta era desconocida, contrario a los síntomas manifestados por el paciente. De modo que si el enfermo tiene fiebre habrá que administrarle un medicamento que baje la temperatura; si tiene diarrea, un astringente; y si tiene una infección, un antibiótico. Este modo de entender la terapéutica sigue vigente en la mayoría de los médicos y es, por decirlo así, el ortodoxo dentro de la medicina clásica.
En el tránsito de los siglos XVIII y XIX un médico judío alemán, Samuel Hahnemann, iba a revolucionar todos los anteriores conceptos con la creación de la homeopatía, que literalmente significa «enfermedad semejante». Según esta nueva doctrina es imposible saber la causa real de ninguna enfermedad. La salud no es más que un equilibrio que se mantiene por la acción constante de un «principio vital» sobre el cuerpo. Cuando este principio disminuye su presencia, el organismo se desequilibra y aparecen los síntomas. Los homeópatas creen que el mismo principio vital tenderá a restablecer la normalidad —es lo que ya los médicos latinos denominaban fuerza curativa de la naturaleza— y solo si se evidencia el fracaso de este principio debe intervenir el médico en su colaboración. De este modo no existirían realmente enfermedades iguales en todos los casos, sino enfermos individuales y las lesiones orgánicas que pueden verse serían efecto de la enfermedad y no causa de ella. A este primer concepto homeopático, de indudable interés para cualquier tipo de medicina, Hahnemann lo llamó individualidad patológica.
La forma de llegar a comprender en cada paciente el modo en que está fallando la acción del «principio vital» es con un estudio meticuloso de los síntomas que refiere a través de un largo y detallado interrogatorio. Junto con los síntomas es muy importante conocer los sentimientos y emociones del enfermo, remontándose incluso a la niñez. En realidad, este modo de actuar es un antecedente del método psicoanalítico. De hecho, Hahnemann realizó sus primeros ensayos en los enfermos acogidos en un hospital psiquiátrico, entre los que obtuvo buenos resultados.
Hahnemann había observado cómo la quina, que se utilizaba para hacer descender la fiebre, administrada a una persona sana le provocaba a su vez una subida de temperatura. Ya Hipócrates había anticipado que algunas enfermedades podrían ser curadas con sustancias que produjesen síntomas parecidos. Pero la homeopatía eleva esta observación a dogma fundamental en el principio similia similibus curantur, es decir, «lo semejante cura lo semejante». Por la época en que Hahnemann está elaborando su doctrina acaba de ser descubierta por Jenner en Inglaterra la vacunación contra la viruela; la comprobación de que una enfermedad podría ser vencida utilizando el mismo causante de ella no hizo sino reforzar la tesis intuida por la homeopatía. Esta se va a fundamentar, pues, en el tratamiento de los enfermos produciéndoles artificial y deliberadamente los mismos síntomas que se tratan de curar. Para ello se utilizarán distintas sustancias de origen vegetal y mineral.
Junto con los dos anteriores dogmas —la individualidad patológica y el similia similibus curantur— la homeopatía sienta la tercera de sus bases terapéuticas en la que va a llamar ley de dinamización, potenciación o diluciones infinitesimales. Se apoya en que el padecimiento producido por el medicamento desplaza del organismo al natural de la enfermedad; y el principio vital que era incapaz de vencer a este puede lograrlo fácilmente con los provocados de forma artificial, ya que el propio medicamento ejerce una acción revulsiva sobre él. Además, el producto medicamentoso, para liberar toda su energía, debe ser desmaterializado, lo cual se consigue mediante sucesivas diluciones. Una gota o gramo del medicamento se diluye en diez o cien partes de agua; una misma fracción de esta dilución se vuelve a diluir en diez o cien partes de agua; y así sucesivamente hasta obtener las llamadas diluciones infinitesimales, que son las que se administran al paciente.
La medicina homeopática alcanzó un gran predicamento durante el siglo XIX entre las clases sociales más elevadas y entre el clero, de modo que sus practicantes se contaban entre los médicos que recibían mayores honorarios. Con el advenimiento en el siglo XX de las nuevas y espectaculares terapéuticas antiinfecciosas —sulfamidas y antibióticos— sufrió un importante descenso de popularidad. En la actualidad constituye una de las medicinas alternativas que mejores resultados parecen conseguir entre los enfermos que, afectados de los más diversos padecimientos, recurren a ella. Los productos homeopáticos se comercializan hoy por los propios médicos homeópatas y algunos de ellos a través de las oficinas de farmacia. Esta fue una polémica surgida desde los mismos comienzos; los homeópatas se opusieron siempre a que sus medicamentos entraran en contacto con los de la medicina tradicional, alegando que el vaho de estos últimos perjudicaría la esencia y la virtud curativa de los suyos.
Se fundaron también hospitales dedicados exclusivamente a la medicina homeopática; un ejemplo magnífico fue el madrileño Hospital Homeopático de San José, edificio del siglo XIX ubicado en pleno centro de la ciudad y hoy destinado a labores educativas de seguidores de este método curativo.
Venenos que curan
El diccionario de la RAE define veneno como «sustancia que, incorporada a un ser vivo en pequeñas cantidades, es capaz de producir graves alteraciones funcionales, e incluso la muerte». Generalizando, en una segunda acepción dice que es «cosa nociva a la salud». No hace la Academia otra cosa que conceder valor canónico al uso de esta palabra en el lenguaje común. En efecto, lo habitual es asociar el término veneno con algo pernicioso o directamente funesto; en cualquier caso, con algo peligroso. Sin embargo, el hombre ha sabido encontrar alguna utilidad hasta en los venenos, sobre todo cuando su provisión de medicamentos era exigua y estaba forzado a probar lo que más a mano tenía. Esos venenos podían proceder, al igual que los productos medicinales, de animales, vegetales o minerales, y hasta mucho después del comienzo de su uso no se llegó a averiguar ni su composición ni su forma de actuar sobre el organismo humano. Lo que siempre se tuvo claro es que el límite entre los efectos venenosos y los curativos venía definido, especialmente, por la cantidad utilizada; por lo general, una dosis mínima curaba, una solo un poco mayor enfermaba o incluso mataba.
Arsénico
Una de las sustancias más universalmente usadas es el arsénico, obtenido con relativa facilidad de algunos minerales comunes en la naturaleza; sus propiedades venenosas y curativas fueron bien estudiadas y aplicadas por personajes como Galeno, Alberto Magno, Paracelso y Leonardo da Vinci. Como medicamento, que es lo que ahora interesa comentar, fueron los médicos árabes medievales quienes le atribuyeron tal cantidad de acciones que en su farmacopea alcanzó el valor de una panacea. Poco a poco toda esta popularidad fue decayendo hasta quedar limitada su utilización para el tratamiento de algunas afecciones digestivas como la mal definida pesadez de estómago, y también como sedante en casos de nerviosismo, lo que hoy denominaríamos estrés. En ambos casos toda precaución era poca para no excederse de dosis. Además, el arsénico es capaz de provocar una intoxicación crónica, letal en poco tiempo, aunque se administre en pequeñas cantidades si se hace durante un tiempo prolongado.
Es precisamente lo que se sospecha que sucedió con Napoleón, a quien en su destierro en la isla de Santa Elena su médico personal le administraba arsénico para tratar sus intensos dolores abdominales. Si este doctor actuó negligentemente o a conciencia por ser un agente al servicio de Inglaterra, que prefería al antiguo emperador muerto que prisionero, es un misterio aún no aclarado que forma parte de la legendaria historia napoleónica.
El arsénico es una sustancia que se acumula en los huesos y, de manera significativa, en el pelo y ahí permanece casi eternamente. En los primeros años del siglo XIX no se conocía este detalle, y aunque se hubiera sabido, tampoco existían métodos para analizar las muestras biológicas de un cadáver. Pero desde hace tiempo ese análisis es posible y se utiliza en medicina forense para descubrir rastros de este envenenamiento en restos muy antiguos, permitiendo la investigación de asesinatos cometidos muchos años atrás. De esta manera se han analizado cabellos de Napoleón conservados en un guardapelo, estuche muy a la moda en su época, encontrándose en ellos una significativa cantidad de arsénico, con lo que ha cobrado más fuerza la hipótesis del asesinato que como teoría conspiratoria venía manteniéndose desde el mismo momento de su muerte. En cualquier caso, los diagnósticos retrospectivos son siempre difíciles, aventurados y sujetos a frecuentes errores, aunque sean una tentación casi irresistible para médicos e historiadores. Otros investigadores, basándose en datos clínicos deducibles de lo mucho que se conoce de su biografía, piensan que la causa de las molestias abdominales y, al cabo, de la muerte de Napoleón fue menos novelesca: un cáncer de estómago. Ahí queda la duda para entretenerse.
Curare
Los conquistadores de América, españoles y portugueses, hubieron de sufrir en sus carnes la acción de un «arma secreta» utilizada por los aborígenes de algunas regiones, especialmente la después llamada Amazonía. Era el curare, una sustancia muy venenosa con la que impregnaban las puntas de sus flechas y que usaban desde tiempo inmemorial en sus acciones de guerra y en las de caza. Al pasar a la sangre desde el lugar de la herida el curare produce parálisis progresiva de todos los músculos del organismo y finalmente muerte por asfixia al no poder contraerse el diafragma ni los músculos intercostales, que son quienes permiten la respiración.
Una de las víctimas de este veneno fue Juan de la Cosa, geógrafo que había acompañado a Colón durante sus viajes y autor del primer dibujo del nuevo continente incluido en su celebérrimo Mapa Mundi; esta obra, de extraordinario valor científico y no menos artístico, se conserva hoy en el madrileño Museo Naval. En uno de sus increíbles viajes de exploración y conquista murió el 28 de febrero de 1510 en el curso de un combate contra los indígenas en Turbaco, pequeña población de la actual Colombia. Pocos años antes, en 1504, el curare había sido descrito por uno de los humanistas más famosos del Renacimiento: Pedro Mártir de Anglería, médico e historiador italiano, pero que trabajó mucho tiempo en la corte española desde la época de los Reyes Católicos; en su obra literaria reseña ese uso por los nativos de flechas emponzoñadas. A partir de entonces fueron muchos los científicos y los aventureros que dedicaron estudios y narraciones al peligroso veneno americano. Baste citar entre ellos a dos personajes tan opuestos como el pirata y descubridor inglés sir Walter Raleigh, patrocinado en ambas actividades por la reina Isabel I; o el biólogo francés del siglo XIX Claude Bernard, uno de los científicos de más influencia en la historia de la medicina.
Los indígenas conseguían la sustancia cociendo raíces y tallos de diversas plantas hasta obtener una especie de jarabe que, una vez espesado secándolo al sol, guardaban en calabazas o en tubos de bambú colgados de su cintura para impregnar las armas en el momento de su utilización frente al enemigo o la pieza de caza. En este último sentido es necesario explicar que el curare actúa únicamente cuando se introduce en la sangre, pero pierde todo su poder tóxico si se ingiere, pues los ácidos gástricos desnaturalizan sus componentes. Por eso es posible comer sin ningún riesgo la carne de un animal muerto con este veneno.
Hasta principios del siglo XX el curare no pasó, sin embargo, de ser una sustancia exótica de la que no interesaba más que su acción venenosa. Esta, además, había traspasado las fronteras americanas y era utilizada, aunque de forma excepcional y pintoresca, para el asesinato en la misma Europa. Así, en 1917, en plena Primera Guerra Mundial, el Servicio Secreto inglés evitó la consumación de un atentado contra el primer ministro David Lloyd George; los conspiradores iban a matar al político lanzándole con una cerbatana dardos impregnados con curare.
En ese siglo, no obstante, comienza a ser valorada médicamente su potentísima acción como relajante muscular. Uno de los tratamientos más dramáticos empleados por la medicina en aquel tiempo era el de ciertas enfermedades mentales, en especial la esquizofrenia. Consistía en aplicar al paciente descargas eléctricas sobre el cerebro, el electroshock. El enfermo sufría unas violentísimas sacudidas en todos sus músculos, su cuerpo se arqueaba con contorsiones que con frecuencia provocaban fracturas óseas; para evitar que se mordiera la lengua, cosa que sucedía a menudo, se le introducía entre los dientes algún objeto de protección. En realidad era como un ataque epiléptico, pero de una agresividad extrema. Y así una vez y otras si las primeras no obtenían el resultado esperado, que era el cese o disminución de los brotes esquizofrénicos. El procedimiento era, desde luego, impresionante y sobrecogedor hasta para el personal sanitario que asistía a él. Pero también era eficaz en gran número de casos y, sobre todo, era el único disponible, pues aún faltaban muchos años para la aparición de los medicamentos para el tratamiento de tan dura enfermedad. La novela Cuerpos y almas, de Maxence van der Meersch, llevada luego al cine, es un alegato tremendo contra estas prácticas y el electroshock está perfectamente descrito. Otro testimonio de este acto médico lo podemos ver en algunas escenas de la película Alguien voló sobre el nido del cuco, de Milos Forman, con un asombroso Jack Nicholson en el papel protagonista.
El curare vino en ayuda de estos pacientes y de sus médicos. La técnica aún se seguiría utilizando durante décadas, pero con la previa administración por vía intravenosa de mínimas cantidades de curare se eliminaban las temibles contracciones musculares y sus consecuencias para los huesos y las articulaciones. Fue realmente un avance colosal que benefició a los muchísimos sujetos sometidos a este tratamiento en los años posteriores.
La otra gran beneficiaria de la nueva aplicación del veneno amazónico fue la cirugía. En muchas operaciones quirúrgicas de cualquier especialidad, pero sobre todo las efectuadas sobre el abdomen y las grandes articulaciones, el cirujano se encontraba con la dificultad añadida de la tensión que, a pesar de la anestesia administrada, adquirían los músculos complicando la manipulación. El curare consigue que tales músculos se relajen, facilitando en gran manera el acto operatorio. Antes de su introducción en la práctica clínica, la relajación muscular del paciente solo se podía conseguir aumentando las dosis de la anestesia, lo que podía ocasionar una peligrosa depresión respiratoria con riesgo de muerte en el quirófano.
La primera administración de curare en una anestesia general se hizo en 1912 en un hospital de Leipzig, por el cirujano alemán Arthur Läwen. Sus estudios, como tantas veces sucede en la ciencia, pasaron prácticamente desapercibidos por la comunidad médica internacional. Posteriormente, el 23 de enero de 1942, y gracias a los doctores Harold Randall Griffith y Gladys Enid Johnson, ambos de Canadá, el curare se utilizó con éxito en un paciente al que se le practicó una apendicectomía. Hoy día sigue siendo un auxiliar imprescindible en la cirugía, si bien el curare natural y sus extractos han sido ventajosamente sustituidos por sustancias sintéticas con los mismos efectos y menos riesgos.
El mayor veneno, a precio de oro
Algunos de los venenos de mayor potencia existentes en la naturaleza están producidos por microbios, seres vivos solo visibles mediante técnicas especiales y con la ayuda del microscopio. Reciben comúnmente la denominación de toxinas. Pensemos en el tétanos, temible enfermedad causada por la toxina generada por una bacteria que se encuentra en lugares sin higiene o contaminados por restos fecales de algunos animales. El miedo a las heridas «sucias» ha sido constante en la sociedad, como hemos visto anteriormente al hablar de la asepsia y la antisepsia, y los hombres y mujeres —recordemos a nuestras madres— siempre han estado preocupados por limpiar bien cualquier herida recibida en esas condiciones. Y no es para menos; durante siglos, millones de seres humanos han muerto por esta causa; en las guerras esta infección causaba casi tantas muertes como las armas. Las cosas cambiaron primero con el descubrimiento de la antitoxina, pero, sobre todo, y puede que definitivamente, tras la aparición, muy avanzado el siglo XX, de la vacuna antitetánica y el establecimiento de adecuados calendarios vacunales que comienzan en los primeros meses de vida y deben repetirse periódicamente, y siempre que el médico lo considere conveniente tras sufrir alguna herida de riesgo.
Muy emparentada con esta encontramos otra toxina peligrosísima, que es a la que quiero dedicar la mayor atención. Me refiero a la toxina botulínica, sin ninguna duda el veneno natural más letal de todos los conocidos. Basta la ingestión de millonésimas de gramo para provocar la muerte de la persona en el transcurso de pocos minutos. Solo la aplicación inmediata de tratamiento, mediante hospitalización urgente, administración de la antitoxina específica y medidas de soporte respiratorio como la intubación y la respiración instrumental en una unidad de cuidados intensivos, pueden salvar la vida del intoxicado. La toxina produce rápidamente una afectación del sistema nervioso con parálisis de todos los músculos, incluidos, claro está, los respiratorios. La bacteria productora, muy similar a la del tétanos, se encuentra, al igual que sucede con esta, en terrenos sucios, pero de manera principal en algunos alimentos, sobre todo en los huevos y en conservas vegetales que no fueron suficientemente esterilizadas mediante el calor u otros procedimientos antes de su envasado. Una lata de cualquier alimento que presente defectos, como abolladuras o abultamientos, debe ser rechazada de inmediato sin ni siquiera intentar probar su contenido. El riesgo, insisto, es de muerte.
Su alta capacidad de matar con dosis mínimas de la toxina ha hecho que se convierta en una potencial arma biológica y muchos países han intentado o logrado producir cultivos masivos del microbio para estos fines. Aunque prohibida internacionalmente por las convenciones de Ginebra y sobre Armas Químicas, estas declaraciones institucionales, como es demasiado habitual, no han conseguido frenar su elaboración, por lo que continúa siendo una amenaza real. Téngase en cuenta el dato de que para provocar la muerte de un ratón de laboratorio basta con una billonésima de gramo (10-12) y que un solo gramo mataría a un millón de cobayas.
Pero al igual que Cervantes afirmaba de los libros aquello de «no hay libro tan malo que no contenga algo bueno», la medicina puede enorgullecerse de haber sabido encontrar en múltiples ocasiones algún beneficio en lo que solo parecía perjudicial para la salud. Y ese es el caso de lo que ahora nos ocupa: el temible botulismo. El proceso de investigación fue en gran parte similar al desarrollado con el curare; se trataba de hallar una forma de usarla para paralizar solo algunos músculos muy concretos sin afectar al resto de los del organismo.
La primera aplicación clínica de la infiltración local de toxina botulínica se realizó en 1977 como tratamiento corrector de ciertos tipos de estrabismo o bizquera, tanto en niños como en adultos, sustituyendo la intervención quirúrgica antes obligada para relajar los músculos oculares que desvían el ojo. Sin salir de la oftalmología, otra de sus aplicaciones se encuentra en el tratamiento del blefaroespasmo, el también conocido como párpado caído.
La neurología es una de las especialidades médicas en la que la toxina botulínica aporta mayores beneficios terapéuticos. Sus indicaciones son múltiples y dispares: espasticidad provocada por un accidente cerebrovascular; incontinencia urinaria en parapléjicos; movimientos involuntarios como incapacitantes temblores…
Las utilidades de la toxina botulínica, administrada siempre con extremadas precauciones y por médicos con experiencia en un centro sanitario, crecen día a día. Una de ellas es el tratamiento de la hiperhidrosis o sudoración excesiva. Es este un padecimiento frecuentísimo que afecta tanto a hombres como a mujeres y que crea en ellos auténticos problemas físicos y especialmente psicológicos en sus relaciones sociales y en la autoestima.
No obstante esta extensión creciente de las indicaciones, hay una que actualmente sobrepasa amplísimamente a la suma de todas las demás. Me refiero a su uso en tratamientos estéticos, en la eliminación de las arrugas del rostro o de otras partes del cuerpo para lograr un efecto de rejuvenecimiento. Una forma diluida infinitesimalmente se infiltra con una aguja extrafina en el músculo debajo de la piel de la zona que se desea tratar y actúa inhibiendo por relajación el movimiento muscular. Tiene una duración de entre tres y seis meses, después de los cuales debe renovarse la dosis. Bien aplicado el tratamiento, es muy raro que se produzcan efectos secundarios y de aparecer son siempre leves y fácilmente reversibles. Hay en el comercio varias marcas de toxina botulínica para este uso, pero la más conocida es Botox®, fabricado por una empresa californiana; así pues, Botox es una marca registrada y por lo tanto protegida legalmente, aunque parezca haber dado nombre genérico a estos productos. Algo de lo que deben estar informados los usuarios y evitar que se les apliquen algunos más baratos, sí, pero sin las debidas garantías.
La idolatría de la sociedad moderna por la imagen de juventud, el rechazo de la arruga ante el espejo y los ojos de los demás han convertido al bótox en algo que parece imprescindible para una porción significativa de la población. Para conseguir ese pellizco de felicidad, que a veces decepciona, hombres, y sobre todo mujeres, de cualquier edad y condición social se gastan el dinero que tienen y hasta el que no tienen. Las bimillonésimas dosis de toxina y todo el aparato montado a su alrededor cuestan una fortuna. ¡Quién lo hubiese imaginado hace solo unos pocos años, conociendo los letales efectos que caracterizan a esa sustancia!
Las enfermeras
En el siglo XIX era frecuente que los aristócratas y los intelectuales británicos dedicaran largas temporadas a recorrer distintos países europeos con el fin de contemplar sus obras de arte y conocer las costumbres locales que para ellos, sobre todo en las naciones mediterráneas, resultaban muy exóticas. De esa centuria guarda la literatura quizá los mejores libros de viajes, con descripciones ora atinadísimas, ora pintorescas, de España, Italia o Grecia, firmadas por escritores de la talla de Byron, Stendhal, Dumas, Gautier o Victor Hugo. Una de esas familias acomodadas y cultas era la de los Nightingale; mientras visitaban Florencia nació una de sus hijas y no dudaron en ponerle el nombre de la maravillosa ciudad italiana. Corriendo el tiempo, aquella niña iba a ser la creadora de una profesión fundamental para el cuidado de la humanidad doliente: las enfermeras.
Durante la Edad Media y el primer Renacimiento los enfermos eran cuidados o bien en sus domicilios o en los hospitales dependientes de la Iglesia; en estos solían ser monjas o mujeres muy vinculadas a las labores eclesiales —las llamadas beatas— quienes se ocupaban de atenderlos, siempre de forma gratuita y con voluntad de sacrificio. Mas con la secularización de la medicina que siguió a aquellos siglos, y que no era sino mero reflejo de la secularización total de la sociedad, fueron naciendo los nuevos hospitales civiles y allí no tenían cabida esas mujeres bienintencionadas, de modo que su labor fue ejercida por hombres y mujeres a sueldo del hospital y, muchas veces, por gentes sin escrúpulos que se aprovechaban de los enfermos para robarles o sacarles cuanto beneficio pudieran.
En los países católicos la situación no llegó casi nunca a extremos tan dramáticos porque poco a poco las monjas y algunos religiosos —con los Hermanos de San Juan de Dios a la cabeza— se introdujeron en los hospitales y supieron mantener un notable nivel de dignidad en esos centros a donde solo acudían los desheredados de la fortuna y las más de las veces el tiempo justo para morir. Pero en naciones protestantes, como Inglaterra, solo individuos de la peor especie se interesaban por los enfermos hospitalizados y casi siempre, como he dicho, para lograr un beneficio propio. Desde luego, en la Inglaterra a punto de entrar en la puritana era victoriana ninguna mujer decente se hubiera prestado al menester de cuidar a un enfermo que no fuera un familiar íntimo.
Como caso excepcional, en 1836 había comenzado a funcionar en Alemania una escuela para mujeres que quisieran dedicarse a cuidar enfermos en las casas. La regentaban el pastor protestante Theodor Fliedner y su esposa. En una ocasión pasó por aquel lugar Florence Nightingale, por entonces una jovencita que aún no había cumplido los veinte años. Tuvo ocasión de charlar largamente con el matrimonio Fliedner y quedó impresionada de su proyecto y de los éxitos que empezaba a lograr. La joven inglesa decidió entonces ingresar como alumna de la escuela y allí adquirió pronto los conocimientos esenciales que irían madurando en su interior.
En el mes de marzo de 1854 estalla la guerra de Crimea entre Gran Bretaña y Francia por un lado y Rusia por el otro. Las batallas se sucedían con enorme cantidad de muertos y más aún de heridos que eran evacuados a hospitales de campaña. En los franceses no faltaban las monjas para asistir a sus compatriotas, pero los heridos británicos se hallaban prácticamente abandonados a su suerte. Entonces apareció en el escenario de la guerra Florence Nightingale al frente de un reducido número de mujeres tan jóvenes como ella que habían recibido similar educación sanitaria. Las autoridades militares no las acogieron de buen grado porque consideraban absurdo ver a mujeres normales entre la podredumbre de los barracones y los gritos y blasfemias de los heridos. Pero Florence no cejó en su decisión y comenzó su trabajo. Muy pronto los soldados ingleses la conocían por el nombre de la dama de la luz porque se pasaba las noches recorriendo las salas de heridos con una linterna en la mano llevando a aquellos hombre consuelo y esperanza, además de ayudando a los médicos y cirujanos. Las autoridades hubieron de ceder en sus reticencias iniciales y en adelante apoyaron con entusiasmo a tan voluntariosas mujeres.
A su regreso a Inglaterra, Florence fundó una escuela de enfermeras en el hospital de Santo Tomás de Londres. Impuso a sus alumnas una severa disciplina junto con un entrenamiento intensivo. Ideó un uniforme —cofia almidonada, falda oscura y delantal blanco— que habría de convertirse, con casi mínimas variaciones, en la indumentaria de las enfermeras de todos los tiempos y lugares. El ejemplo de Nightingale prendió enseguida en otros hospitales y saltó las fronteras de Gran Bretaña para extenderse en pocos años por el mundo. Los hospitales se poblaron de mujeres afanosas y serviciales en las que heridos y enfermos depositaban su confianza, les confesaban sus más íntimas cuitas y encontraban ayuda y un gesto o una palabra amables.
Yo me siento obligado a hacer aquí un canto de elogio también a las abnegadas religiosas que en nuestros hospitales han llevado sobre sus espaldas, por muchos años, el peso casi exclusivo de la enfermería. Eran —y son, afortunadamente— aquellas Hermanitas de la Caridad de enormes tocas aladas que formaban una imagen indisoluble con las salas y pasillos hospitalarios. Muchas de ellas recibieron los mismos estudios que las enfermeras civiles y a estos conocimientos unían una superabundante vocación de servicio. Hoy han perdido las tocas, pero en modo alguno se han ido con aquel almidón sus enormes virtudes.
La profesión de enfermera es extraordinariamente dura; exige sacrificios sin cuento y apenas recibe otro premio —con ser este alto— que la satisfacción personal de haber ayudado a un semejante. Con frecuencia cada vez mayor las enfermeras, como los médicos, son objeto de acerbas críticas y hasta de agresiones por parte de una sociedad que no sabe muy bien lo que quiere, sumida en tecnología y en exigencia de un bienestar a toda costa; parece en ocasiones que se quiere culpar a la enfermera del padecimiento que sufre aquel a quien ella cuida. A pesar de todo, las discípulas de Florence Nightingale seguirán guardando su mejor sonrisa para el hombre o la mujer, el niño o el viejo que ha sido puesto bajo su tutela.
La Cruz Roja
Con motivo del proceso político que llevó a mediados del siglo pasado a crear la unidad italiana, se enfrentaron en guerra abierta y sangrienta las naciones más poderosas de Europa. Los patriotas italianos de Cavour y Garibaldi encontraron apoyo en el Segundo Imperio francés de Napoleón III, que bullía en plena euforia expansionista. Al otro lado se encontraba el no menos poderoso Imperio austriaco de Francisco José, poseedor de grandes territorios de lo que luego sería la nación italiana. La guerra se desencadenó en 1859 y ambos ejércitos se encontraron en la región de Lombardía junto a una pequeña ciudad llamada Solferino. La batalla se prolongó durante varios días y las pérdidas por ambos bandos fueron espantosas, aunque al final vencieron los napoleónicos.
Al igual que había sucedido pocos años antes en la guerra de Crimea, el campo estaba sembrado literalmente de soldados muertos, agonizantes o malheridos a quienes nadie prestaba la menor ayuda. Un hedor insoportable se extendía hasta varios kilómetros de distancia cuando los combatientes que sobrevivían se disponían a embestirse de nuevo. Eran gajes del oficio militar y siempre había sucedido así; quien cayera estaba condenado a morir sin ninguna asistencia mientras durase el combate, y después, si estaba en el bando de los vencidos, su suerte no sería mejor.
Henri Dunant era un banquero suizo que se encontraba casualmente en Solferino en los días de la batalla. Sufrió una profunda y dolorosa impresión al contemplar el estado de los cuarenta mil heridos que resultaron de ella. No disponía inicialmente de más medios que su voluntad y sus manos, pero los utilizó de inmediato para atender a todos los hombres que estaban a su alcance; solo podía ofrecerles agua, un cigarro o unas palabras de ánimo. Lo que sí poseía Dunant eran amistades e influencias en toda Europa y desde el mismo Solferino envió numerosas cartas pidiendo apremiantemente ayuda en forma de dinero, medicamentos y personas dispuestas a encargarse de los heridos.
Cuando regresó a su patria, Henri Dunant había tomado la decisión de dedicar el resto de su vida a evitar que se repitieran escenas como las que había presenciado en Italia. Escribió un libro titulado Un recuerdo de Solferino, en donde, después de relatar detalladamente su testimonio de aquella batalla, lanzaba al mundo un mensaje reclamando la pronta e igual asistencia para todos los heridos de guerra, independientemente de a qué bando o nacionalidad perteneciesen; también exigía un trato digno para los prisioneros. Pronto se le unió en sus afanes el médico Louis Paul Appia, que había trabajado como voluntario en los hospitales italianos.
Como consecuencia del éxito de su libro y de las incesantes gestiones que realizó por toda Europa, en 1864 consiguió reunir a representantes de catorce naciones que celebraron la Conferencia Internacional de Ginebra. En esta crucial asamblea todos los países allí reunidos se comprometieron a considerar neutrales a los enfermos, los heridos y al personal sanitario; los prisioneros no podrían ser maltratados ni humillados y recibirían también, en caso de herida o enfermedad, la misma asistencia que los combatientes propios. Poco a poco se fueron adhiriendo otras naciones a esta Conferencia y de ella saldría la idea de una organización internacional dedicada a velar y cumplir las directrices de Ginebra. En un primer momento Austria no quiso firmar el tratado, quizá por no recordar su derrota en Solferino; pero en 1866, durante otra sangrienta batalla, los soldados austríacos fueron asistidos por un grupo de los primeros voluntarios de la organización de Dunant y entonces el imperio centroeuropeo se adhirió por fin al Convenio de Ginebra.
A la hora de decidir el emblema que representaría a esa nueva organización se optó, en homenaje a Henri Dunant, por utilizar la bandera de su patria, Suiza, aunque invirtiendo sus colores. Nació así la bandera de la cruz roja sobre fondo blanco que terminó por dar nombre a toda la organización: la Cruz Roja. A pesar de que tal emblema nada tenía que ver con el símbolo cristiano de la cruz, al menos en la idea consciente de sus creadores, cuando los países musulmanes se incorporaron a la organización hubieron de cambiarlo y adoptaron la Media Luna Roja, si bien en todo lo demás su funcionamiento está absolutamente integrado dentro de la Cruz Roja Internacional.
Henri Dunant y la Cruz Roja recibieron en 1901 el primer Premio Nobel de la Paz, y esta institución lo ha recibido luego en otras tres ocasiones.
Desde su mismo origen la organización creada por Dunant ha servido para aliviar el sufrimiento de millones de hombres, mujeres y niños en los innumerables conflictos bélicos que han sacudido al mundo y que no tienden desgraciadamente a desaparecer y ni siquiera a disminuir en violencia y crueldad. Pero también la Cruz Roja ha extendido su labor a los tiempos de paz en los que no faltan catástrofes durante las cuales los seres humanos padecen dolor y necesidad. En todos los casos la bandera blanca con la cruz roja se avista como un oasis donde a nadie le preguntarán de dónde viene ni le juzgarán por el bando en que militó o por sus pensamientos y creencias.
La Cruz Roja ha pagado su tributo de sangre. Cientos o miles de sus servidores, casi siempre de forma anónima, han muerto o han resultado heridos durante el desempeño de su labor humanitaria. Unas veces ha sido por los riesgos físicos inherentes a muchas de sus misiones; pero otras, inconcebiblemente, los causantes han sido individuos o grupos que no respetan la inmunidad debida al personal sanitario o que incluso, llevados de su vesania, se encarnizan contra este personal que carece de medios de defensa.
La Cruz Roja ha creado, como complemento a su labor, importantes centros hospitalarios en casi todos los países. En estos hospitales —en España, antes de las últimas reorganizaciones de la Sanidad— se presta atención preferente a los enfermos que proceden de grupos marginales de la sociedad y de forma muy especial lo hacen con los cada vez más numerosos exiliados y emigrantes. Uno de los hospitales de mayor prestigio internacional por la alta cualificación y categoría de sus profesionales y la magnífica asistencia dispensada es el de San José y Santa Adela de Madrid. Fundado por iniciativa de la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, se hallaba ubicado hasta hace poco en la avenida madrileña que lleva el nombre de esta reina en un edificio muy característico de la ciudad; luego ha sido trasladado a uno de los barrios periféricos de Madrid.
Si la Cruz Roja la imaginó un solo hombre, un banquero sacudido por la visión de una batalla, hoy trabajan para la institución miles de hombres y mujeres en todo el mundo: profesionales sanitarios, industriales, economistas, ingenieros, químicos, etcétera, y los imprescindibles burócratas. Todo esto y el desarrollo de sus ingentes misiones cuesta mucho dinero que la organización internacional y sus ramas en cada nación intentan conseguir de mil formas: asignaciones oficiales, inversiones propias, donaciones y mediante la apelación directa, callejera, a la buena voluntad de todos los ciudadanos. Una vez al año se celebra una cuestación que ya se ha hecho entrañable para muchos: el «día de la Cruz Roja». En esa jornada se echan a la calle cientos de chicos y chicas dispuestos a colocarnos en la solapa una pegatina con la cruz —hace años era una pequeña banderita cuyo asta lo formaba un alfiler, por eso conocíamos ese día como fiesta de la banderita— a cambio de unas monedas que llenarán su hucha. La próxima vez que se nos acerque uno de estos muchachos, echemos mano al bolsillo y seamos generosos; en algún sitio remoto que nos costaría encontrar en el mapa, alguien nos lo agradecerá.