CAPÍTULO XII: LA AGENCIA TRIBUTARIA Y CUATRO POSIBLES REFORMAS
Tras haber redactado todas las páginas anteriores a ésta no puedo, sin caer en la frustración, dar por finalizado el presente libro sin atreverme a esbozar cuando menos algunas de las líneas de reforma más importantes que considero contribuirían a mejorar la realidad contextual de nuestro Estado Fiscal y, con ello, a aumentar su calidad democrática.
Con carácter previo a su exposición, es preciso hacer tres consideraciones.
En primer término, las medidas que se exponen responden a la misma subjetividad que subyace en todas y cada una de las opiniones que han sido reflejadas hasta este momento. Lo expuesto me lleva a admitir desde este instante no ya que las propuestas (igual que las opiniones) pueden ser compartidas o no (faltaría más), si no que puedan resultar absolutamente equivocadas.
En segundo lugar, no todas las reformas propuestas van referidas directamente a la Agencia Tributaria, en el sentido de preconizar la modificación de disposiciones que regulen su funcionamiento. Pero sí se refieren todas ellas al entorno en el que realiza sus funciones, por lo que, de un modo u otro, acabarían afectando al desarrollo de sus tareas.
Finalmente, es evidente que de las medidas que se exponen no puede preconizarse aquello de "están todas las que son". Sin duda, dar un salto adelante con toda la intensidad posible en la calidad de nuestro Estado Fiscal exige más medidas que las propuestas. Sin embargo (y reiterando la mención hecha a la subjetividad) sí considero que "son todas las que están". Es decir, que aunque no se hiciera nada más, poner en práctica todas o cualquiera de las líneas de reforma apuntadas sí contribuiría a mejorar la realidad contextual del Estado Fiscal español.
Pues bien, con las precisiones efectuadas, me atrevo a trazar cuatro grandes líneas de reforma para nuestra fiscalidad.
La simplicidad de las normas como idea genérica es una idea fácil de enunciar y de compartir, pero resulta menos sencilla de concretar y, una vez concretada, es difícil que resulte compartida. En todo caso, pienso que la simplificación ha de ser radical y, por coherencia, resultar simple en su concepción y explicación.
Pues bien, la reforma que propongo consiste en generalizar al máximo (tanto en los impuestos como en los contribuyentes afectados) la utilización de los sistemas de estimación objetiva para la determinación de las bases imponibles, reduciendo al mínimo la subsistencia de los métodos de estimación directa.
Los puristas que la lean arremeterán de inmediato contra la propuesta (espero que no contra el proponente) y lo harán empleando dos argumentos: 1) los métodos de estimación objetiva de las bases imponibles son toscos, en tanto que los de estimación directa son más certeros; y 2} la generalización de los primeros haría aumentar el fraude.
Vayamos por partes. La mayor perfección o superioridad de la estimación directa está bien para la teoría o para los manuales, pero no se compadece con la realidad. Pretender ajustar tanto la cuantificación de las bases imponibles a la capacidad económica o de contribuir no es más que un sueño de perfección, una quimera. Los métodos objetivos, si se definen adecuadamente las magnitudes, índices, módulos o datos a emplear, permiten una razonable aproximación e incorporan una dosis de igualdad y de reducción de subjetividad en las inspecciones posteriores que los convierten en mucho más eficaces y garantistas.
Tampoco es cierto que el cambio favoreciera al fraude. Veamos. Suele argumentarse (y es cierto) que la coexistencia de los dos sistemas de estimación (directa y objetiva} abre una vía a la defraudación, pues los contribuyentes que están en estimación objetiva pueden realizar actuaciones fraudulentas (fraude del modulero} que sin afectar a su propia tributación acaben favoreciendo indebidamente a los que tributan en estimación directa (fraude del no modulero}.
En base a lo anterior, suele postularse por lo general la reducción del número de contribuyentes que pueden acogerse a sistemas objetivos, con lo que disminuiría la posibilidad del fraude modulero y, con ello, la dimensión del no modulero.
Pues bien, la reforma que propongo va justo en la dirección opuesta. Si se reduce el número de contribuyentes sometidos a sistemas de estimación directa, se reducirá objetivamente el ámbito potencial del fraude no modulero (el que provoca reducciones indebidas de tributación y, por tanto de ingresos públicos} y esto hará disminuir la actual demanda existente de fraude modulero.
En cualquier caso, es obvio que la extensión de los sistemas o métodos objetivos de determinación de bases haría disminuir los costes indirectos de la tributación, entendidos como las molestias que, complementarias al pago, recaen en los contribuyentes; los recursos empleados por la Administración (tiempo y personas} para inspeccionar las declaraciones; la conflictividad en la aplicación del sistema tributario; la saturación de los tribunales; los plazos consumidos para la revisión jurisdiccional de las inspecciones; y el riesgo existente para actuaciones incorrectas en las inspecciones.
Cada vez resultará más difícil realizar una gestión eficaz del sistema tributario de prolongarse en el tiempo el actual sistema de seguridades con el que está blindado el funcionario público, básicamente el carácter vitalicio de su condición administrativa y el cuasi vitalicio de su puesto de trabajo.
Por ello, la reforma que propugno consiste en ir reduciendo dichas seguridades para lograr ganancias de flexibilidad a favor de los gestores públicos y poder así, responsabilizarles efectivamente del resultado de su gestión.
Debe eliminarse el carácter vitalicio de la condición de funcionario público para la inmensa mayoría de los nuevos funcionarios e incluso incentivar, con incentivos laborales y profesionales, la renuncia a tal condición por parte de los actuales funcionarios.
Simultáneamente, debe reformarse radicalmente el sistema de provisión de puestos de trabajo en la Función Pública para suprimir radicalmente el actual carácter cuasi vitalicio del puesto de trabajo desempeñado. Debería mantenerse, eso sí, una retribución mínima personal asociada al grupo de funcionarios al que se perteneciera pero sin que eso supusiera la imposibilidad de remoción de los puestos desempeñados.
La flexibilidad que se alcanzara con las medidas enunciadas permitiría responsabilizar de modo efectivo de su gestión a los gestores públicos, contribuyendo a un funcionamiento más eficaz y más eficiente de la Agencia Tributaria (y, en su caso, de la Administración Pública en general}.
Los plazos de tiempo necesarios para que se produzca finalmente su revisión, elimina cualquier legitimidad moral a la ejecutividad de los actos administrativos tributarios, lo que exige reformar radicalmente la situación actual.
Pensemos que actualmente el retraso o demora en cumplimentar la revisión es exclusivamente imputable al Estado, en tanto que los costes y molestias consecuentes recaen íntegramente en los contribuyentes (en los términos y con las consecuencias expuestas en un capítulo anterior).
La sinrazón y la injusticia derivadas son de tal magnitud que ante ellas solo cabe proponer como reforma la radical supresión de la ejecutividad. Que sea el Estado el que soporte su incapacidad -suya y solo suya- para instrumentar un sistema que resuelva en plazos razonables la revisión de sus actos.
Como posición intermedia podría establecerse aquella en la que la ejecutividad pudiera ser aplicada por el propio Estado en los casos excepcionales en los que considerara que las reclamaciones y recursos planteados por los contribuyentes carecen de fundamentación o base jurídica, teniendo por único objeto ganar tiempo para posibilitar actuaciones que pusieran en peligro la futura recaudación de la deuda tributaria devenida en firme. Eso sí, tal medida debería llevar incorporada la previsión de fuertes indemnizaciones (no solo el interés de demora, si no auténticas penalizaciones indemnizatorias del conjunto de perjuicios causados) al contribuyente afectado por ella si finalmente la deuda tributaria reclamada por la Agencia Tributaria no fuera confirmada.
De hacer recaer sobre el Estado los costes de su actual inoperancia en la materia analizada, bien adoptando la primera línea de reforma enunciada, bien la segunda, se obligaría al Estado a tomarse en serio el actual mega problema de los plazos de tiempo utilizados en la revisión de los actos. Sería la manera eficaz para lograr que se abordasen con energía las hoy olvidadas reformas legales, de medios y de organización en varios de sus compartimentos (la fiscalidad en sus manifestaciones material, formal, organizativa y contextual, pero muy especialmente la Administración de Justicia).
El entorno actual en el que desenvuelve el trabajo de la Inspección de Hacienda, con clara ausencia de liderazgo corporativo y tintes autogestionarios en los criterios técnicos y legales utilizados por muchos inspectores, constituye un evidente lastre para la eficacia de su funcionamiento al tiempo que un peligroso riesgo para la seguridad y garantías jurídicas de los contribuyentes.
Por ello, se precisa modificar la situación descrita de manera radical reinventando integralmente la organización y funcionamiento de la Inspección. El nuevo diseño debe basarse en la clara prevalencia de la jerarquía administrativa, dotando a aquéllos que ostenten funciones de jefatura de las facultades y de la responsabilidad necesarias para hacer cumplir escrupulosamente en las actuaciones inspectoras el principio de legalidad.
Naturalmente, facultades y responsabilidad deben ir de la mano. No puede exigirse la segunda sin diseñar el conjunto de las primeras que posibiliten una dirección efectiva y eficaz. Solo operando de la manera descrita, podrá establecerse una adecuada organización jerárquica de la Inspección de Hacienda que haga posible que en la misma empiece a ser realidad el imperio de la Ley.