CAPÍTULO II: ESPAÑA, EJEMPLO DE ESTADO FISCAL
Los datos revelan claramente que España constituye un paradigma de lo que es un Estado Fiscal: aquél que financia sus actividades fundamentalmente a partir de los recursos obtenidos de los impuestos.
En efecto, desde hace ya varias décadas (hay que insistir en el paralelismo con la transición a la democracia), nuestra recaudación tributaria viene representando entre un 80% y un 85% de los ingresos no financieros del Estado. De este modo, y unidos a las cotizaciones sociales, proporcionan el grueso de la financiación del conjunto de los gastos públicos, tanto los corrientes como los de inversión. Así, puede afirmarse rotundamente que el funcionamiento de España como Estado depende de la recaudación procedente de su sistema tributario.
Puedo personalmente dar fe de la seriedad y rigor con la que el Gobierno de Aznar abordaba el tema de la recaudación tributaria. Mensualmente, el vicepresidente Rodrigo Rato presidía la Comisión de Presupuestación e Ingresos, donde una buena parte de los altos cargos del Ministerio de Economía y Hacienda analizábamos con detalle y minuciosidad la evolución y perspectiva de la recaudación tributaria, a fin de que la dirección de la economía española interiorizase aquélla.
En sentido análogo, asistí en alguna ocasión a las reuniones que, presididas por el propio Aznar, se celebraban en el Palacio de Moncloa a fin preparar el Proyecto anual de Ley de los Presupuestos del Estado. Presencié como antes de plantearse el volumen y composición de los Gastos, el Presidente se aseguraba exhaustivamente del nivel que iban a alcanzar los Ingresos, para conocer el volumen de aquéllos que éstos pudieran financiar.
Desconozco cómo se hacen actualmente las cosas pero, a juzgar por los resultados obtenidos, deben diferir bastante de lo expuesto. En efecto, desde 2007 se vienen aprobando Presupuestos de Gastos en base a previsiones de Ingresos completa y artificialmente infladas. Como es sabido, las significativas desviaciones posteriores entre los ingresos reales y los presupuestados han resucitado al déficit público y han disparado su crecimiento hasta cotas ciertamente preocupantes.
Esta dependencia de la economía española respecto a su fiscalidad -característica de todo Estado Fiscal- ha determinado que mientras en las etapas de vigor recaudatorio el déficit público ha podido reducirse de manera significativa, en los periodos en los que ha flaqueado la recaudación tributaria las cuentas del Estado han visto agravarse nuestro malhadado problema de déficit público.
Los datos estadísticos son bien elocuentes al respecto. Los incrementos anuales habidos en la recaudación correspondiente al conjunto del sistema tributario habidos desde 1997 (12,5% en dicho año; 7% en 1998; 9,1% en 1999; 7,8% en 2000; 6,3% en 2001; 7,5% en 2002; 5,7% en 2003) permitieron que el gobierno de Aznar, con Rato y Montoro de ministros responsables, lograra su objetivo de política económica enunciado como "déficit cero" (recordemos que el heredado en 1996 era algo superior al 6%). Es significativo que los incrementos citados tuvieron lugar pese a la realización de dos importantes reformas en el IRPF (una con Rato, otra con Montoro) que supusieron sendas y considerables rebajas fiscales para el contribuyente español.
Posteriormente ya con Zapatero en el gobierno y siendo ministro Solbes, la ausencia de nuevas reducciones impositivas propició un impulso alcista a la recaudación tributaria (14,1% en el año 2005; 11,6% en 2006; 11,9% en 2007), lo que, pese al aumento del Gasto Público operado en dichos años ejercicios, posibilitó que la liquidación del presupuesto del Estado se cerrara incluso con superávit.
Sin embargo, la aparición de la crisis económica internacional vino a cambiar la tendencia descrita. La economía española ha sufrido -está sufriendo- con mayor dureza que los países de nuestro entorno sus consecuencias debido al efecto acumulativo de tres errores consecutivos del gobierno socialista.
El primero, haber parado en 2004 el reloj de las reformas estructurales. En efecto, asentados en la comodidad que proporcionaba la prolongación de la fase alcista del ciclo, se abandonó la línea reformista aparcándose la reforma laboral, la del sistema público de pensiones, la del derecho de huelga, la del sistema financiero, las privatizaciones, la de la Administración Pública, la de recuperación de la unidad de mercado…
El segundo, haber tardado un año (el que va desde mediados de 2007 a mediados de 2008) en identificar (o reconocer, según se quiera expresar) la propia existencia de la crisis.
El tercero, haber perdido prácticamente dos años más (desde mediados de 2008 hasta mayo de 2008) aplicando políticas anticrisis exclusivamente paliativas, olvidando y despreciando las terapias curativas, las que debían ir a la raíz de los problemas de nuestra economía.
La confluencia de los tres errores descritos ha tenido -está teniendo- efectos devastadores en la economía española. Uno de los más graves es el brutal descenso de los ingresos tributarios (los obtenidos en 2008 fueron un 13,6% inferiores a los de 2007; los correspondientes a 2009 supusieron un descenso del 17% en relación a los de 2008).
Dos disminuciones anuales consecutivas en la recaudación tributaria de la dimensión señalada (13,6% y 17%, respectivamente) han supuesto una auténtica hecatombe para las arcas públicas. Pensemos que por cada 100 euros de recaudación que proporcionaba el sistema tributario en 2007, en 2009 proporcionó tan solo 71. La misma comparación realizada con los impuestos más importantes ofrece datos igualmente elocuentes.
En el sentido enunciado señalaremos que por cada 100 euros que se recaudaban por el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas en 2007, en 2009 se recaudaron solo 87. Por cada 100 euros recaudados por el Impuesto sobre el Valor Añadido en 2007, en 2009 la recaudación fue exclusivamente 71. Finalmente, por cada 100 euros ingresados por el Impuesto sobre Sociedades en 2007, en 2009 se ingresó la paupérrima cifra de ¡45!
En el momento de redactar este capítulo del libro, la recaudación tributaria correspondiente a 2010 esboza una leve recuperación respecto a la del ejercicio anterior. La causa principal de la misma estriba en las varias y diversas subidas de impuestos decretadas por el gobierno de Zapatero: incremento de los impuestos especiales; aumento del tipo impositivo del IVA (del 16% al 18%); elevación del tipo aplicable a los rendimientos del capital mobiliario (del 18% al 19% y al 21% según los casos); eliminación de la deducción de los 400 euros… Otras causas también están contribuyendo al citado aumento de la recuperación. Es el caso de la ralentización de las devoluciones tributarias, que a 30 de septiembre eran inferiores en 10.000 euros a las practicadas a la misma fecha del año anterior. Con eso y con todo, lo previsible es que finalmente el aumento de recaudación operado en 2010 frente a 2009, sea menor al descenso habido en dicho año frente al anterior, con lo que terminará el ejercicio con una recaudación inferior a la habida en 2008.
La intensa correlación existente en los ingresos tributarios y el saldo de las cuentas públicas que caracteriza al Estado Fiscal (comentada hace tan solo hace unos párrafos) ha determinado que el desastre recaudatorio de los ejercicios 2008 y 2009, unido a la ausencia de políticas de contención del Gasto Público, haya devuelto a la economía española al infierno del déficit público del que había salido con tantos, tan prolongados y tan sostenidos esfuerzos.
Además, la nefasta reaparición del déficit en las cuentas del Estado se ha producido con una inusitada fuerza, notablemente mayor que la acaecida en cualquier país de nuestro entorno. Así es, en tan solo dos ejercicios el desequilibrio entre gastos e ingresos públicos ha alcanzado el 11,2%, porcentaje que prácticamente duplica al existente en 1996 y que costó casi una década erradicar.
Valgan las cifras aportadas en este capítulo para corroborar que España es, con todas sus consecuencias, un auténtico Estado Fiscal en el sentido que hemos dado a este término. Como es lógico, esta circunstancia condiciona la existencia de otras, alguna de las cuales merecen ser destacadas.
Sin duda, en el Estado Fiscal la política tributaria cobra su máxima dimensión. Un antiguo Secretario de Estado de Hacienda (José Borrell) en cuyo mandato coexistieron éxitos y fracasos (ambos con notable intensidad), lo expresaba de una manera harto elocuente cuando solía afirmar que "la política tributaria no es sino política en estado puro".
Por ello, en el Estado Fiscal una buena parte del debate político gira en torno a los impuestos. No hay campaña electoral en la que los programas de todos los partidos políticos relevantes no incluyan medidas fiscales (siempre llamadas reformas). No hay debate parlamentario sobre el Estado de la Nación en el que la oposición no acuse al gobierno por sus actuaciones en materia tributaria, ni en el que el gobierno deje de alardear de las mejoras introducidas en la fiscalidad de los españoles. No hay, en fin, institución que se precie (sea organización sindical, patronal, cámara de comercio o colegio profesional) que no mantenga permanentemente levantada la bandera de los cambios tributarios que propugna, sugiere o reivindica.
Es cierto que el debate político y/o social suele girar en torno a la llamada fiscalidad material, es decir, la cuantía de impuestos que pagamos y la distribución de los pagado entre las diferentes figuras impositivas. Sin embargo, en determinados momentos, con ocasión de especiales circunstancias, el objeto de la discusión ha estado vinculado a los aspectos formales y a los organizativos de la fiscalidad. El tránsito desde la penúltima a la última década del siglo pasado es un claro ejemplo histórico en este sentido. Vamos a recordarlo.