CAPÍTULO III: LA AGENCIA TRIBUTARIA, NACIMIENTO Y DESARROLLO

Hace casi veinte años, presidiendo el gobierno Felipe González y siendo Carlos Solchaga el ministro de Hacienda, en España cambió de manera sustancial el mapa institucional de la gestión de los impuestos. En efecto, en el mes diciembre de 1990 y mediante la Ley de Presupuestos para 1991 se creó la Agencia Estatal de Administración Tributaria, cuya constitución efectiva tuvo lugar un año después (1 de enero de 1992), siendo Jaime Gaiteiro el primer timonel puesto a su mando. A éste le sucedió poco después Abelardo Delgado, uno de los más brillantes funcionarios de los que ha dispuesto el Ministerio de Hacienda. Las expectativas e ilusiones que generó su nombramiento fueron abortadas rápidamente por un grupo de funcionarios notablemente grises y aún más sectarios que en aquella época ocupaban puestos de responsabilidad en el Ministerio de Hacienda (desde 2004 han vuelto a ocuparlos).

Lo cierto es que el nacimiento de la Agencia Tributaria respondió al objetivo de modernizar la estructura administrativa de nuestro Estado, creando unidades gestoras con mayor flexibilidad, más herramientas de dirección y mayores dosis de responsabilidad en la gestión. Indudablemente, la nueva fórmula jurídico organizativa dada a la Agencia Tributaria (importada con adaptaciones del mundo anglosajón) resultó innovadora en el panorama administrativo español. En términos de comparación respecto al régimen jurídico general de la Administración del Estado, la innovación consistió en dotar a la creada Agencia Tributaria de una determinada autonomía en dos facetas importantes de su gestión: la presupuestaria y la de recursos humanos.

Al margen de los avatares de la natural e inevitable disputa política entre los partidos (para el gobernante cualquiera de sus proyectos incorpora solo ventajas respecto a la situación precedente; para el opositor, todos y cada uno de los proyectos del gobierno son maléficos por definición), tiene interés recordar las reacciones que la creación de la Agencia Tributaria provocó en el resto de ámbitos.

Pues bien, aunque veinte años no sean nada para el inolvidable Carlos Gardel, hemos de constatar que su transcurso sí proporciona una cierta perspectiva temporal para valorar en su auténtica medida las diversas reacciones y posicionamientos que provocó la creación y nacimiento de la Agencia Tributaria entre los sectores afectados o interesados.

De entrada, conviene recordar que, en general, el conjunto de las citadas reacciones tuvieron una notable intensidad y, en todos y cada uno de los casos, reflejaron tan fiel como gráficamente las características idiosincrásicas de los funcionarios españoles. Vamos a recordarlo.

Entre aquellos que iban a resultar integrados en la nueva institución se manifestó intensamente una de las patologías clásicas de nuestros funcionarios: la aversión al cambio. El temor -ilimitado- se hizo patente con innumerables dudas, recelos y prevenciones colectivas ante todo tipo de supuestos riesgos que presumían iba a traer el nacimiento del nuevo ente para sus condiciones laborales y, cómo no, para sus queridos y santificados derechos adquiridos.

En el resto de los funcionarios, especialmente los sectores del Ministerio de Hacienda no integrados en la Agencia Tributaria, operó (también de modo ilimitado) un mecanismo también consuetudinario del funcionario español: la envidia. Se encendieron a la vez todas las alarmas imaginables ante los presuntos privilegios y prebendas que podrían derivarse a favor de los funcionarios del nuevo organismo.

Finalmente, los catedráticos y profesores de Derecho Financiero tuvieron la sagacidad de detectar inmediatamente múltiples y variados defectos formales en la configuración jurídica de la Agencia Tributaria. En especial, la discusión o debate sobre su posible inconstitucionalidad proporcionó a la Academia un nuevo filón con el que multiplicar durante un cierto tiempo sus conferencias, seminarios, artículos y libros.

Transcurridas dos décadas, la evidencia empírica ha demostrado que no había lugar ni para las alarmas de los primeros, ni para la envidia de los segundos, ni para las tribulaciones de los terceros. Por el contrario, en mi opinión el nuevo modelo administrativo ha demostrado su utilidad para aumentar la eficacia de la gestión tributaria y ha permitido que, aunque de manera desigual en el tiempo y en el espacio, nuestra Administración Tributaria haya dado un espectacular salto adelante hasta situarse en muchos aspectos en la vanguardia mundial de las administraciones, como es reconocido casi unánimemente por otras Administraciones y por instituciones internacionales. Evidentemente y como no podía dejar de suceder, tal reconocimiento no se produce dentro de nuestras fronteras.

He mencionado que el salto adelante dado por la Agencia Tributaria ha sido desigual. Y lo ha sido, porque si bien ha proporcionado muchas e intensas luces, éstas han coexistido -coexisten- con alguna sombra, ciertamente muy oscura y muy alargada. Y es así puesto que mientras en determinadas áreas o facetas de su actividad, nuestra Administración ha logrado éxitos que se aproximan a lo que los teóricos de la nueva gerencia denominan la excelencia, en otros campos de su gestión perviven todavía (y probablemente acrecentados) determinados defectos atávicos e inadmisibles, como tendremos ocasión de analizar con cierto detenimiento más adelante. No obstante, anticiparemos ahora algunos ejemplos de unos y otros.

De entrada, el propio modelo jurídico administrativo ha dotado a la Agencia Tributaria de una estructura de dirección acorde con sus funciones y dimensión, lo que le ha permitido realizar la gestión del sistema impositivo y aduanero de manera integrada, al tiempo que acrecentar una cultura organizativa común. Probablemente, en ambas facetas, la Agencia ha alcanzado sendas cotas inigualables en la Administración Pública Española.

A su vez, es indudable que la experiencia de la Agencia Tributaria es un auténtico ejemplo de la utilización de las nuevas tecnologías en la gestión pública. La amplitud de su base de datos, la permanente actualización de la misma y, especialmente, su eficiente explotación, le permiten rentabilizar al máximo el esfuerzo exigido a los contribuyentes en orden al cumplimiento de obligaciones de suministro de información.

También resulta ejemplar el conjunto de acciones desarrolladas por la Agencia Tributaria para fomentar el cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias por parte de los contribuyentes, realizando una intensa labor de ayuda y asistencia para la realización de aquéllas. A su vez, los servicios de información tributaria -con distintos niveles de atención- constituyen diversos y variados modos de orientar eficazmente al ciudadano a cumplir con sus obligaciones fiscales.

Sin embargo, resulta menos luminosa la imagen ofrecida por nuestra Agencia Tributaria en la detección y corrección de los incumplimientos tributarios o, como suele decirse en el argot al uso, en la lucha contra el fraude fiscal. Y no tanto por el nivel de su eficacia en los resultados cuantitativos finalmente obtenidos, cuestión en la que probablemente sin estar a un nivel superior del correspondiente a las administraciones de nuestro entorno, tampoco estamos a uno inferior, como por la manera en la que en muchas más ocasiones de las que serían de desear, son éstos logrados.

En efecto, dentro de las tareas desarrolladas por la Inspección Tributaria, coexisten actuaciones que se encuentran en los dos extremos de cualquier escala de valoración profesional que se emplee. Coexisten las eficaces con las ineficaces; las que respetan los derechos de los contribuyentes con las que los ignoran; las éticas con las inmorales; las que cumplen la legalidad con las que la incumplen… En definitiva, siendo difícil cifrar la dimensión relativa de unas y otras, sí puede afirmarse que si son numerosas las inspecciones que resultan ser profesional, técnica, legal y éticamente impecables, también lo son aquéllas que resultan impropias de una sociedad avanzada y de un Estado de derecho.

La gravedad de la cuestión expuesta justifica su tratamiento más detallado en un capítulo posterior, por lo que en este momento no profundizaremos más en ello. No obstante, sí debe constatarse que siendo grave que una parte (no todos) de los funcionarios de la Inspección de la Agencia Tributaria desarrollen sus importantes cometidos profesionales de semejante manera, no lo es menos la ausencia de instrumentos que lo hagan imposible. Pensemos que la elección de trabajar con estándares de responsabilidad profesional o sin ellos es individual y, por ello, ante la ausencia de medidas correctoras, nada impediría que lo que hoy solo es una parte, pudiera convertirse en el todo.