CAPÍTULO VIII: LA AGENCIA TRIBUTARIA Y LOS INSPECTORES DE HACIENDA
Llegar a ser inspector de hacienda no es sencillo. Es preciso superar una oposición ciertamente difícil, tanto por la extensión y complejidad de los conocimientos exigidos como por la fuerte competencia que existe en el proceso selectivo. En frase utilizada por Pepe Folgado para la cuestión "muchos son los llamados y pocos los elegidos".
En promedio, el tiempo de estudio intensivo requerido para superar la oposición por aquellos que finalmente la superan ronda los tres años. Tras superarla, han de permanecerse un año entero en la Escuela de la Hacienda Pública realizando (también en régimen intensivo) el curso selectivo de formación para ingresar definitivamente en el cuerpo.
Ya como inspectores, desarrollan una función que (como ya se ha expuesto) es a la vez técnicamente compleja, socialmente importante y humanamente difícil. Tres características que, en conjunto, hacen que la citada función sea merecedora de una alta valoración. Sin embargo, sus condiciones laborales no suelen estar a la misma altura, dado que ni las retribuciones ni las opciones profesionales que se les ofrecen en la Administración Tributaria corren parejas con la relevancia de aquélla. A pesar de ello, son legión los inspectores cuyo trabajo diario merece ser elogiado.
En un capítulo anterior expliqué como, en mi opinión, los funcionarios son simultáneamente lo mejor y lo peor de la Agencia Tributaria. Debo decir en este momento que, aplicada a los inspectores de hacienda, la citada dualidad cobra su máxima dimensión.
Con el riesgo evidente de resultar reiterativo, insistiré que muchos de los inspectores de Hacienda desempeñan su función con una profesionalidad impecable, con una dedicación encomiable y con un sentido de la responsabilidad y de la ética intachable.
Sin duda, lo anterior es predicable respecto a la práctica totalidad de los que ejercen funciones directivas, a la gran mayoría de los que ejercen funciones diferentes a la Inspección (Gestión, Recaudación, Aduanas, Informática…), y a un considerable número de los que realizan funciones inspectoras. Considero incluso que, entre todos ellos, se dan casos de dedicación al trabajo que, en función de las condiciones en las que éste se desarrolla (retributivas y otras), no está exenta de cierta heroicidad. Aceptan de modo entusiasta el rol de "mitad monjes, mitad soldados", como suele manifestar con humor Baudilio Tomé.
Por el contrario lo expuesto no puede ser predicado para otra buena parte de los inspectores que desarrollan labores inspectoras. En muchos casos, su actitud (que no su capacidad) deja bastante que desear. Esta dispersión del rendimiento laboral ofrecido por los inspectores de hacienda sería gráficamente reflejada por Sira Rodríguez del Saz: "cuando Mariquita quiere pronto va y viene, más cuando no quiere, ni va ni viene".
A los que ni van ni vienen (y exclusivamente a ellos) se refiere el contenido crítico del capítulo que paso a desarrollar.
Mediante la patente de corso, un Estado concedía legalmente al propietario de un barco y a su tripulación la facultad (con inmunidad garantizada) de actuar criminalmente en el mar contra vidas y haciendas de terceros, con tal de cumplirse dos condiciones: 1-) que las víctimas de su actuación criminal fueran barcos de otro Estado previamente declarado enemigo; y 2-) que el beneficio económico de dicha actuación se distribuyera entre el barco corsario y el Estado concedente de la patente de corso.
Alrededor de tan peculiar figura jurídica se generó un negocio más que floreciente, hasta el punto de que la existencia de armadores, embarcaciones y tripulaciones corsarias proliferó en correlación directa a los pingues beneficios que proporcionaba la piratería amparada estatalmente.
Quiere la casualidad que el corsario británico más legendario -sir Francis Drake- tuviera el mismo apellido que una conocida saga de funcionarios de la Hacienda Pública Española. En efecto, la familia Drake ha proporcionado en varias generaciones a nuestra Administración Tributaria un conjunto numeroso de inspectores de hacienda. Una de ellas, María Drake, fue compañera mía en la sexta promoción de la Escuela de Inspección Financiera y Tributaria y, años después, ocupó un puesto destacado en el Consejo de Defensa del Contribuyente.
Sin embargo, el más famoso de toda la saga fue Ramón Drake (tío de la anterior), al haber salido con frecuencia en los medios de comunicación desde su etapa de Subdirector General del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.
Ramón era simpático y divertido. En las clases que impartía en la Escuela de Inspección describía sus visitas al Palacio de la Zarzuela para realizar la declaración de renta de Su Majestad el Rey, narrando con ironía (y respeto) los comentarios que realizaba Don Juan Carlos al conocer los importes de renta que correspondía imputarle (3% del valor catastral) por el uso de viviendas oficiales por razón del cargo (el propio Palacio de la Zarzuela, el de Marivent…).
También era un personaje peculiar y lleno de pasiones. Entre éstas ocupaba un lugar relevante su querencia hacia los animales salvajes, de los que tenía muchos y disfrutaba encargándose personalmente de su cuidado. Entre otras cosas, en el precioso valle cántabro de Liendo (donde pasaba el verano en una casa montañesa) se le recuerda como el principal impulsor del reinicio de los festejos taurinos en la reducida y coqueta plaza de toros de dicha localidad.
Pues bien, una leyenda urbana que circula por los despachos, pasillos y corros del Ministerio de Hacienda atribuye a la citada familia de tributaristas españoles un parentesco con el corsario inglés, de suerte que el bueno de Ramón, su sobrina María y el resto de inspectores de la saga familiar serían descendientes directos del legendario pirata. Sea o no cierta la leyenda, lo cierto es que la curiosa identidad de apellidos proporciona una feliz coincidencia para desarrollar el presente capítulo.
Veamos, ¿qué tiene de corsario un inspector de hacienda español? ¿Qué relación hay entre las facultades legales de las que hogaño él dispone y la patente de corso que antaño se concedía a los piratas protegidos? Indaguemos en la cuestión.
Es indudable que la Administración Tributaria Española y los funcionarios que la integran disponen de unas facultades o competencias nada despreciables, de entre las que desatacan espacialmente las atribuidas a la Inspección Tributaria y al personal inspector. Sin ánimo de exhaustividad, además de disponer de toda la información acumulada en la base de datos corporativa, el inspector puede requerir cualquier documento o dato al contribuyente inspeccionado, puede requerir información a terceros, dispone de la presunción de veracidad de los documentos elaborados por un inspector y disfruta de la ejecutividad de los actos administrativos que él origina.
Es evidente que sin la existencia de un conjunto de facultades como el descrito u otro parecido, la Inspección tributaria no podría cumplir eficazmente su función de vigilancia del cumplimiento de las obligaciones tributarias y, de ser así, es también evidente que el cumplimiento voluntario de los contribuyentes disminuiría notablemente, con lo que el nivel de nuestros ingresos tributarios se vería significativamente perjudicado. En consecuencia, convengamos que la propia existencia del Estado Fiscal requiere que los órganos y funcionarios de la Inspección dispongan de un potente elenco de facultades en el cumplimiento de sus funciones. En principio, nada hay que objetar al respecto.
Ahora bien, la cuestión es que en justa correspondencia, la utilización de las facultades y prerrogativas dispuestas debe realizarse con un escrupuloso sentido del equilibrio y de la responsabilidad. Lamentablemente no siempre es así, y lo cierto es que muchos inspectores de hacienda ejercen sus facultades de manera desequilibrada e irresponsable.
En efecto, con frecuencia el conjunto de facultades o prerrogativas puestas a disposición de los inspectores son utilizadas por éstos con absoluto desprecio del mínimo sentido de responsabilidad profesional que es exigible y, lo que aún es peor, simultáneamente sus actuaciones sobrepasan -cuando no incumplen flagrantemente- la legalidad.
El resultado de lo descrito en el párrafo anterior es que el contribuyente inspeccionado es literalmente atropellado en sus derechos, con graves perjuicios económicos, en ocasiones irreversibles, saliendo de ello beneficiada la gestión liquidatoria y la recaudación de la Agencia Tributaria, lo que podría explicar la relativa pasividad de ésta ante la extensión del citado modus operandi en la inspección.
Como vemos, el paralelismo es notable. Para que actuando ante otros (ayer los Estados enemigos, hoy los contribuyentes españoles), recauden para mí (ayer el Estado concesionario de la patente de corso, hoy la Agencia Tributaria), doy carta blanca a determinados sujetos (ayer los corsarios, hoy los inspectores de hacienda españoles), santificando su actuación por más que ésta dañe los principios éticos más elementales y socave la legitimidad moral del Estado.
La extrema gravedad de lo afirmación realizada requiere explicar con mayor detalle el modus operandi utilizado por aquellos inspectores de hacienda (no todos) cuya conducta se asemeja a la de los antiguos corsarios.
Recordemos que cuando la Inspección de Hacienda levanta un acta de inspección por el que practica una liquidación a un contribuyente, éste -de no estar conforme con la misma- puede manifestar su disconformidad y/o recurrir en sucesivas instancias: primero ante la propia Inspección (Inspector Jefe), posteriormente ante los Tribunales Económico Administrativos y, por último, ante la Jurisdicción Contencioso Administrativa. Eso sí, desde que la Inspección (Inspector Jefe) notifica la liquidación, se inicia el procedimiento de recaudación (la obligación de pagar) salvo que el contribuyente solicite la suspensión del mismo, para lo que debe aportar un aval bancario.
Lógicamente, hasta que la controversia judicial se resuelva en la última instancia que en cada caso proceda, transcurre un largo -larguísimo- plazo que, como hemos dicho anteriormente, puede llegar en el límite al entorno de los veinte años. Y mientras tanto, el contribuyente español ha tenido que pagar (sí es que puede hacerlo) avalar (sí es que lo consigue) o soportar el procedimiento ejecutivo con los embargos pertinentes. Es claro que la probabilidad para cada contribuyente de enfrentarse a cualquiera de los tres escenarios descritos está en directa relación con sus posibilidades de pago y de acceso al crédito.
La posibilidad de pagar una deuda para afrontar el periodo de tiempo necesario hasta la resolución de la controversia depende de la dimensión que tenga la deuda tributaria respecto a su capacidad de pago y/o endeudamiento. Sucede que, en muchas ocasiones, las citadas posibilidades son absoluta y objetivamente nulas. Pensemos que la deuda liquidada por la Inspección incluye además de una cuota, resultado de aplicar un tipo impositivo (normalmente alto) a una base imponible (con frecuencia, el objeto de la controversia), unos intereses de demora (siempre a un tipo superior al de mercado), y la habitual sanción (modulada en importes siempre exagerados).
A su vez, la posibilidad de garantizar una deuda hasta que se resuelva la controversia depende del acceso al aval bancario del que disponga el contribuyente. Con frecuencia es inexistente y, en el mejor de los casos, cuando sí existe, la concesión del aval supone una utilización de línea de crédito que lastra las posibilidades de empleo de financiación ajena en la actividad económica del contribuyente.
En caso de no proceder ni al pago ni al aval de la deuda, el contribuyente se enfrenta al proceso de embargos de la Agencia Tributaria, proceso que puede afectar a todos sus bienes y derechos: cuentas bancarias, créditos de clientes, bienes inmuebles, muebles, subvenciones…
Es cierto que se puede acudir (muchos lo hacen) al enfoque formal del Estado Fiscal para intentar relativizar los daños y perjuicios que, en cualquiera de los tres escenarios descritos soporta un contribuyente que litiga con la Agencia Tributaria. No hay motivo para la alarma dirán los formalistas, si finalmente resultara que la razón está de su parte, el contribuyente recuperará el importe pagado (y además, percibirá el interés de demora por el tiempo transcurrido desde el pago), cancelará el aval (y además, recuperará el coste financiero ocasionado por el mismo), o se levantarán los embargos que se le hayan practicado.
Ahora bien, es tan evidente que la alarma sería irreal si el tiempo necesario para la resolución del litigio fuera razonable, como que resulta real dados los plazos que transcurren en España para que un litigio se resuelva. ¿Quién resarce a un contribuyente del tiempo y de las oportunidades perdidas por tener durante veinte años ocupados sus recursos, utilizadas sus líneas de crédito o embargados sus bienes y derechos? ¿Quién le resarce de su debilitamiento financiero y/o patrimonial durante todo ese tiempo? ¿Quién le resarce de su pérdida de solvencia ante terceros? Nadie. Como hemos dicho anteriormente, no existe tal resarcimiento.
Ha de considerarse que la magnitud del daño o perjuicio ocasionado es casi siempre notable, resulta espectacular con frecuencia y puede llegar a ser irreversible. Pensemos en las molestias vitales y en el coste económico de oportunidad que se le generan a cualquier persona física por la indisponibilidad de sus recursos durante un periodo tan prolongado. Pensemos en una empresa, a la que la citada indisponibilidad envilece su balance (por la obligada provisión contable) disminuye la rentabilidad de su actividad empresarial, reduce la dimensión de su potencial inversión y puede llegar a afectar a la propia subsistencia de la sociedad. Estos daños son absolutamente irrecuperables y constituyen en sí mismos un déficit significativo de la manifestación contextual de nuestra fiscalidad, empobreciendo seriamente la calidad del Estado Fiscal español.
Pues bien, no es lo más grave lo expuesto (siendo notable su gravedad). Desde una perspectiva ética, lo peor resulta ser la utilización absolutamente inmoral que de ello hacen en muchas ocasiones los inspectores. Conocedores de las negativas consecuencias (antes descritas) que para un contribuyente supone litigar con la Agencia Tributaria, incorporan en sus actuaciones conductas que pueden ser calificadas como extorsión. Así puede calificarse el que en las inspecciones se proponga al contribuyente su conformidad sobre unos importes elevados e injustificados legalmente con la amenaza de que, en caso de disconformidad, éstos serían mucho más elevados aún. Con ello se pretende que, ante los ingentes perjuicios derivados (ya explicados) de iniciar un litigio con la Agencia Tributaria o incluso ante la imposibilidad de hacerlo, el contribuyente se vea obligado a aceptar el pago de una cantidad superior a la que real y legalmente le corresponde. Se trata de una conducta abusiva que ética y moralmente es de todo punto reprobable, por más que en términos de recaudación fiscal resulte rentable en el corto plazo (los efectos a largo plazo son más discutibles).
Con todo la cuestión no acaba aquí. En efecto, no olvidemos que una actuación inspectora es un procedimiento reglado y que el importe con el que concluye debe tener una cierta justificación (sea el ofrecido al contribuyente en caso de prestar su conformidad o el mayor con el que se le amenaza en caso de disconformidad y posterior litigio). Dado que en ambos casos (aunque con distinta intensidad) los importes son mayores que los que legalmente corresponderían, los inspectores en sus actas han de forzar o desbordar la legalidad tributaria e interpretar y narrar los supuestos de hecho a su conveniencia.
Para desbordar la legalidad tributaria recurren con habitualidad a las prácticas (ya apuntadas) de todo punto rechazables. Reinterpretan la legalidad aplicable (las normas reguladoras de los impuestos) a su antojo. Incumplen flagrantemente la obligación legal de aplicar la doctrina interpretativa que emana de la Dirección General de Tributos (a través de las consultas vinculantes). Llegan a incumplir el principio de jerarquía administrativa, desatendiendo los criterios oficiales emitidos por sus superiores (Dirección General de la Agencia Tributaria o Departamento de Inspección). Ignoran las sentencias existentes aplicables al caso.
A estos inspectores corsarios poco o nada les importa porque nada o poco les afecta que, en caso de litigio, años después un Tribunal les quite la razón. A diferencia de lo que le sucede al contribuyente, para ellos este inmoral juego no les representa ningún coste y, aún más, puede reportarles determinadas ventajas. Así, cada vez que el intento de extorsión tiene éxito (el contribuyente acepta pagar lo que legalmente no procede para evitar males aún mayores), el inspector se encuentra con una considerable reducción de su trabajo, pues se evita los informes que se le requieren en caso de litigio, a la vez que aumenta los resultados de su gestión (lo que le proporciona prestigio interno y, de un modo u otro, mejoras en su retribución).
Todos hemos visto en los largometrajes de un determinado género cinematográfico la forma de actuar de determinados individuos que plantean a ciertos establecimientos públicos (bares, restaurantes, pubs) el pago periódico de una cantidad a cambio de una prometida protección de su local (protección contra actos violentos de los propios auto propuestos como protectores). Evidentemente, se trata de una propuesta ilegal que, sin embargo, con frecuencia es aceptada por el destinatario a fin de evitar un mal mayor (ataques a su establecimiento con daños físicos y personales).
No nos engañemos, ésta es la pauta de conducta seguida habitualmente por los inspectores corsarios. Proponen al contribuyente la aceptación de un importe superior al legal bajo la amenaza de que, si no es aceptado el trato, ellos mismos le ocasionarán un mayor daño, del que tardarán mucho tiempo, esfuerzo y dinero en escapar. Con frecuencia, los contribuyentes (para subsistir) se ven obligados a aceptar el inadmisible trato. Como se ven obligados los propietarios de establecimientos públicos a pagar por la protección de sus potenciales agresores.
Conviene preguntarse por las características personales que acompañan al perfil sociológico del inspector corsario. No se trata tanto de dibujar su retrato robot, como de encontrar la causa o tipología de causas que puedan originar su comportamiento.
Para ello, empezaré por referirme a la teoría de los tres sanchos que con ironía narraba un conocido inspector de hacienda como Eduardo Sanz Gadea (desconozco si es suya o si exclusivamente se hacía eco de ella}. Según contaba Sanz Gadea, el ciclo vital profesional de muchos inspectores transcurre por tres etapas sucesivas.
En una primera etapa, el (joven) inspector es Sancho el Bravo. Recién ingresado en el cuerpo de inspectores, iniciando su andadura profesional, con la formación teórica recibida reciente y reluciente y con todo su futuro laboral por escribir. Sancho el Bravo se plantea las inspecciones tributarias que le asignan como un auténtico toro de lidia. Sale al ruedo dispuesto a vencer a todo y a todos: picadores, banderilleros, diestro y, si se tercia, también a algunos espectadores. Como le sucede al toro suele acabar perdiendo la guerra, pero entretanto en ocasiones gana alguna batalla parcial y logra tumbar al que luce el castoreño, empitonar a los de plata o a los de oro, pudiendo incluso provocarles la muerte.
En la segunda etapa, el inspector (maduro) es Sancho el Fuerte. Mantiene, por lo general, sus conocimientos en un buen grado de engrase y a ello le añade la experiencia de varios trienios de ejercicio profesional. En la plaza se comporta como un auténtico cinqueño ya placeado, pues conoce los engaños y el modo en el que se utilizan. Trotará menos, pero para sus oponentes será más peligroso que Sancho el Bravo. Aumenta el riesgo de sangre en la arena.
Finalmente, en su última etapa profesional, el inspector (veterano) es Sancho Panza. Sus conocimientos están algo agostados y su actitud y capacidad para renovarlos ya no es la máxima. Atesora una considerable experiencia que emplea para evitar daños en la lucha cuando no la lucha misma. Desea sustituir la salida al coso por el correteo en el prado rodeado de vacas y ejerciendo de semental. Solo ofrece peligro si se le discute la hierba en la que pasta o la hembra con la que pace.
Probablemente, los motivos por los que un funcionario de la inspección adopta el comportamiento de inspector corsario son varios. Y también probablemente dichos motivos se dan con distinta intensidad en cada una de las etapas de su vida profesional. Vamos a reparar especialmente en la primera cuestión, atendiendo no obstante a la segunda.
La función del inspector como aquélla que revisa el cumplimiento de las obligaciones tributarias de los contribuyentes para garantizar que, tras su revisión, todos contribuyan al sostenimiento de las cargas públicas de acuerdo a su capacidad, incorpora un cierto halo romántico que puede cautivar a determinadas personas.
Un inspector de hacienda puede llegar a percibirse a sí mismo como una especie de redivivo Robin Hood, cuya misión en el bosque que es la actual economía sigue siendo detraer recursos a los ricos (los contribuyentes por él inspeccionados) para que mediante las políticas de Gasto Público, sean repartidos entre los pobres (destinatarios de las políticas asistencialistas del Estado). Un planteamiento de este tipo facilitaría que para algunos, el fin (altruista) llegue a justificar los medios (ilegales), con los evidentes riesgos que se derivan, como acertadamente señalaba Gabriel Elorriaga cuando era Jefe de Estudios en la Escuela de la Hacienda Pública.
Esta visión épica de la profesión inspectora es más propia de la primera etapa de la vida profesional de un inspector. Puedo asegurar que, eliminando los componentes líricos empleados, no es despreciable el número de jóvenes inspectores que participan de ella.
Existe una motivación también ideológica, pero en un sentido mucho más prosaico del término. En ella ya no es la idea romántica anteriormente expuesta la que guía el comportamiento como corsario de un inspector. Éste obedece más a criterios en nada edificantes: los contribuyentes que inspeccionamos tienen dinero ¿no? ¡pues que paguen!
Este último motivo puede estar presente en los tres tipos de Sancho anteriormente estereotipados.
No puede desconocerse que la inspección de hacienda actúa cerca de personas físicas que suelen tener capacidades económicas significativas o de personas jurídicas cuyos propietarios y/o directivos también las tienen. Con frecuencia, de dimensión superior a las del propio inspector actuario.
A su vez, los representantes de los contribuyentes inspeccionados son profesionales que también suelen tener capacidades económicas significativas y también normalmente superiores a las del correspondiente inspector.
Sin embargo, habitualmente el inspector no está predispuesto a admitir con facilidad que unos y otros acumulen más méritos que él para tener unos ingresos superiores. A fin de cuentas, él fue quien hizo una difícil oposición y él es quien desarrolla una importante función que proporciona notables recursos al Estado.
Lo anterior puede verse agravado si el representante del contribuyente es un compañero de profesión ahora trabajando en el sector privado. Es difícil que el inspector que trabaja en la inspección acepte con naturalidad que el que la abandona gane más trabajando para el equipo contrario.
Los motivos de envidia y resentimiento se dan con mayor intensidad en Sancho Panza que en Sancho el Fuerte y en éste que en Sancho el Bravo.
Es indudable que finalizar una actuación inspectora con propuestas de liquidación con muchos ceros resulta más cómoda que hacerlo con pocos o, en el límite, con ninguno.
En efecto, el riesgo máximo que afronta el inspector que practica una liquidación por importes elevados (aunque sea ilegalmente) es tener que redactar un documento adicional o informe de disconformidad, en el caso de que el contribuyente inspeccionado no esté conforme con aquélla. Pero nadie le dirá nunca nada, incluso si se hubiera equivocado flagrantemente. Así, acabar con un acta elevada no le proporcionará especiales disgustos ni riesgos al inspector. A fin de cuentas -piensa- si me equivoco, hay muchas instancias posteriores que pueden corregir el error: el inspector jefe, el Tribunal Económico Administrativo Regional, el Central, los Tribunales de Justicia… y a mí nadie me pedirá cuentas por haber errado.
Por el contrario, si finaliza la inspección con una liquidación moderada o sin liquidación alguna (por considerar correcta la actuación del contribuyente) asume el riesgo de, en caso de haberse equivocado, ser acusado de haber afectado negativamente a los recursos públicos o, cuando menos, de haber provocado dicho riesgo.
En el citado contexto, no es extrañar que muchos inspectores actúen con aversión al riesgo (al fin y al cabo, son funcionarios) y prefieran equivocarse en más (incluso a conciencia) que asumir el posible error en menos.
El motivo expuesto se da con intensidad similar en las tres etapas profesionales por las que pasa un inspector de hacienda.
No es infrecuente que el comportamiento de un inspector como corsario obedezca a un motivo tan egoísta y poco edificante como resulta ser su propio interés personal.
No puede desconocerse que aún no existiendo un algoritmo que vincule de manera directa y automática el importe de las liquidaciones realizadas en sus actas por un inspector con las retribuciones que percibe, sí que es cierto que, de un modo u otro, entre ambas existe con una altísima frecuencia una correlación positiva: a mayor importe de las liquidaciones realizadas, mayor retribución variable y viceversa.
Poco importa que tiempo después, las liquidaciones sean anuladas por resoluciones o sentencias posteriores. Su retribución no se verá afectada por tal anulación.
En idéntica dirección opera el deseo de lograr prestigio profesional con las actuaciones realizadas. Por una malhadada y errónea concepción de la función, en el ámbito de la Inspección de Hacienda está extendida una máxima según la cual una elevada liquidación a un contribuyente hace buena a una actuación inspectora tanto como una reducida la hace mala, al margen de cual sea la liquidación que legalmente corresponda.
Por razón de la mayor necesidad de recursos económicos al iniciar la profesión y la mayor ponderación que suele concederse en dicha etapa al futuro profesional, el interés personal explicado como motivo para comportarse como inspector corsario suele darse con más frecuencia en Sancho el Bravo.
Cuando un inspector está en trance de finalizar su trabajo, suele incurrir en una duda recurrente. En efecto, no es inhabitual que dude si habrá sido capaz de descubrir todos y cada uno de los incumplimientos y fraudes cometidos por el contribuyente inspeccionado.
A fin de cuentas, él considera que no ha dispuesto del tiempo necesario para revisar la documentación en profundidad. Tampoco cree contar con un equipo de colaboradores adecuado (ni en número, ni en calidad, ni en esfuerzo}. Y, además, piensa que la Agencia Tributaria no le ha dado el apoyo que necesitaba.
Ante ese panorama, el inspector considera probable que se haya dejado mucho por descubrir (por supuesto, sin que haya culpabilidad por su parte}. En base a lo anterior, es lógico que aquello que sí ha descubierto lo exprima más allá de lo (legalmente} razonable. En definitiva, lo que aprieto de más en lo que veo por lo que no he visto y todos en paz.
La intensidad con la que este motivo provoca que un inspector actúe como corsario no depende tanto de la etapa profesional en la que se encuentre como de determinadas características personales.