CAPÍTULO V: LA AGENCIA TRIBUTARIA Y LA CORRUPCIÓN
Resulta evidente que una buena parte de las funciones que realiza la Agencia Tributaria afecta de manera muy directa al bolsillo del ciudadano respecto del que las cumple. A su vez, en muchas ocasiones lo hace de modo muy relevante en su cuantía.
Pensemos en una inspección tributaria, donde la decisión de un funcionario -el inspector actuario- al proponer una forma concreta de regularización en su propuesta de acta determina por lo general el importe máximo que va a exigirse al contribuyente inspeccionado.
Pensemos en un procedimiento de gestión recaudatoria, donde la decisión de un funcionario va a determinar el acceso o no de un contribuyente a un aplazamiento de su deuda tributaria o a las condiciones -garantías a aportar y calendario de pagos- del mismo, o la mayor, menor -o ninguna- intensidad en las actuaciones de embargo ante el impago de una deuda.
Pensemos en un procedimiento de gestión tributaria, donde la decisión de un funcionario va a determinar la mayor o menor rapidez o lentitud en la obtención de una devolución tributaria o, en el peor de los casos, su obtención indebida o la ausencia injustificada de su obtención.
Pensemos en un procedimiento de revisión de actos administrativos donde la decisión de un funcionario va a determinar la modificación o el mantenimiento de la actuación administrativa previa que ha sido recurrida.
No hay duda que en aquellos casos de importancia cuantitativa relevante, algunos de los contribuyentes afectados pueden sentir la tentación de arreglar total o parcialmente su problema mediante la compra del pertinente favor al funcionario que ha de adoptar la decisión. Y tampoco puede haberla respecto a que, en ocasiones, el funcionario en cuestión puede ser más que receptivo al deseo del contribuyente. En definitiva, la naturaleza de las funciones que ejerce la Agencia Tributaria sitúan a muchos de sus funcionarios -generalmente, todos aquellos que realizan tareas vinculadas al control- ante la potencial opción de ejercer indebidamente sus competencias, favoreciendo -también indebidamente- a un contribuyente a cambio de recibir por ello una compensación en la forma que fuera.
En definitiva, resulta evidente que el perfil de las actividades realizadas por la Agencia Tributaria incorpora un considerable riesgo en forma de corrupción administrativa.
En realidad, lo anterior no es exclusivo del citado organismo. Por el contrario, sucede siempre que de la actuación de un órgano y de sus funcionarios pueden derivarse consecuencias relevantes para las personas y entidades respecto de las que se actúa.
Pero volviendo a la Agencia Tributaria, habría que ser extremada e injustificadamente ingenuo para pensar que cuando existe riesgo de corrupción entre un universo tan grande de funcionarios, ésta no se produce. Y desde luego, estoy en condiciones de afirmar, con sobrado conocimiento de causa, que en la Agencia Tributaria la existencia de casos de corrupción es más que una posibilidad teórica.
Estas reflexiones fueron especialmente acuñadas en mi etapa de Director General de la entidad, y motivaron las consideraciones que, sobre la materia, realicé en todo momento a mis colaboradores más próximos y, en general, al conjunto de funcionarios de la Organización.
Mi posición sobre la materia expuesta partía de considerar que la sociedad española era cualquier cosa menos ingenua, por lo que, sin conocer con el mismo nivel que nosotros los procedimientos empleados en la Agencia Tributaria, la distribución de competencias existente o las capacidades de decisión de cada cual, con toda seguridad era plenamente consciente del elevado riesgo de existencia de corrupción inherente en la entidad.
En base a ello, yo mantenía -y ahora sigo manteniendo- que la sociedad ni juzgaría ni condenaría ni a la Agencia Tributaria ni a sus responsables por el hecho de que se produjeran casos aislados de corrupción entre algunos de sus funcionarios. Afín de cuentas, cuando el riesgo es tan elevado alrededor de tantas personas, resulta inevitable que en algunos casos se concrete y la corrupción pase de ser potencial o posible a real. Sin embargo, entonces afirmaba -y ahora sigo afirmando- que, por el contrario, la sociedad española si juzgaría a la Agencia Tributaria y a sus responsables -y, en su caso, les condenaría- según cual fuera la respuesta colectiva y corporativa ante la corrupción.
Lo anterior conformaba lo que debía ser -así lo fue en mi etapa- la política a seguir ante la corrupción. Como principio básico e irrenunciable, la más absoluta intransigencia frente a ella. Como ejes de la misma, sendas gestiones proactivas de prevención, detección y represión. Se endurecieron las normas internas reguladoras de las conductas de los funcionarios, se intensificaron los controles e investigaciones internos a los mismos, y se actuó sin contemplación alguna ante la sospecha de cualquier presunta irregularidad detectada. He de decir que para actuar en el sentido expuesto dispuse del máximo apoyo de mis superiores jerárquicos (Rodrigo Rato, Juan Costa y Cristóbal Montoro) y la general ayuda de mis colaboradores directos.
Probablemente, mis años como Director General constituyeron el periodo de la Agencia Tributaria en el que se inició un mayor número de expedientes disciplinarios a funcionarios, se impuso un mayor número de sanciones administrativas y se denunció un mayor número de casos a los Tribunales y demás órganos de la Justicia (incluida la Fiscalía Anticorrupción).
No puedo ocultar que actuar del modo descrito supuso personalmente un notable rosario de incomodidades y sinsabores. De entrada, los investigados, sancionados o denunciados (según la menor o mayor gravedad de la conducta detectada) eran en muchas ocasiones compañeros e incluso en algunas amigos. A su vez, los focos de resistencia interna encontrados no resultaron precisamente insignificantes. Permanentemente funcionaban los resortes del compañerismo mal entendido (en realidad, complicidad revestida de corporativismo). Con frecuencia, los asuntos saltaban a los medios de comunicación, haciéndolo con tratamientos no ajustados a la precisión y, con ello, la consecuente necesidad de matizar la información y aportar explicaciones -incluso en sede parlamentaria-. También resultó dura la inevitable (pero desagradable) provocación de molestias a funcionarios que, una vez investigados, resultaban libres de sospecha. Con todo, mi equipo directivo y yo estábamos férreamente convencidos de la necesidad de actuar con absoluta firmeza en la cuestión frente a la corrupción.
En relación con esta materia, considero ilustrativo detenerme en la exposición de los dos casos que tuvieron un mayor eco mediático y social de entre los que se detectaron en la etapa en la que fui Director General de la Agencia Tributaria.
Sin duda alguna, el asunto más grave -también el de mayor repercusión mediática- con el que nos tocó lidiar fue el que se dio en llamar el "caso Huguet y Aguiar". Tanto por su trascendencia objetiva como por su impacto social y político, merece la pena describir sus principales coordenadas. A través de las mismas, pueden apreciarse las características y métodos de la potencial corrupción que acecha el quehacer diario de la Agencia Tributaria.
Empezando por los personajes que bautizaron el caso. José María Huguet es un ingeniero industrial que aprobó la oposición de inspector de hacienda siendo ya, en términos comparativos, algo mayor. Destinado en Cataluña, y ante la escasez de funcionarios catalanes (los no catalanes duran por lo general poco tiempo en dicha región) le resultó sencillo ascender con rapidez, llegando relativamente pronto a ser Inspector Regional (Jefe de la Inspección Tributaria en Cataluña). Inteligente, bien formado desde el punto de vista técnico, y profesionalmente "duro" (en apariencia intransigente ante las conductas de fraude fiscal), no le costó demasiado esfuerzo ganarse una posición de auténtico liderazgo entre los inspectores destinados en Cataluña, todos ellos muy jóvenes y con poca experiencia profesional debido a la movilidad geográfica anteriormente mencionada.
Por su parte, Ernesto Aguiar ofrecía un perfil distinto. Más proclive a la política interna del Ministerio de Hacienda, personalmente muy próximo a José Borrell, fue designado Delegado provincial en Barcelona. Ocupando ese puesto, y con motivo de un incendio habido en una Administración Tributaria de su provincia, tuvo un incidente serio con la Inspección de los Servicios del Ministerio de Hacienda, que en un informe oficial (suscrito por Joaquín del Pozo, preparador de José María Aznar en su etapa de opositor) recomendó encarecidamente al Secretario de Estado de Hacienda el cese de Aguiar. La reacción de Borrell estuvo marcada por la soberbia. A él, ningún subordinado le podía sugerir ceses, menos en su propia región, y aún menos si el propuesto para ser cesado era amigo suyo.
Lejos de seguir la recomendación, Borrell decidió ascender a Aguiar, nombrándole Delegado Especial de Cataluña. El mensaje enviado era demoledor: en Cataluña, a mis amigos nadie les toca. Como era de esperar, fue recibido en sus estrictos términos y a partir de entonces, nadie en el Ministerio de Hacienda se sintió con fuerza para dirigir, supervisar, coordinar y controlar el trabajo de los amigos de Borrell como directivos de Hacienda en Cataluña. Se habían sentado las bases para lo que vino después.
Aguiar y Huguet impusieron una línea súper estricta de control tributario a las empresas catalanas. Se ganaron bien a pulso la fama de duros, en Cataluña -ante sus subordinados- y en el Ministerio -ante sus jefes y sus iguales-. Habían construido la coraza ideal para: 1-) resultar ajenos a cualquier sospecha de connivencia con los defraudadores; y 2-) generar en los empresarios acosados el deseo de escapar del acoso "como sea".
Diseñar el "como sea" fue obra de Huguet. Empezó por elegir el sector económico en el que aplicarlo, escogiendo para ello el inmobiliario. Continuó designando como Inspector Jefe adjunto responsable del sector a alguien dispuesto a compartir su aventura. Prosiguió adscribiendo a dicho sector a los inspectores más conspicuos de Barcelona -entre ellos, el tristemente famoso Alvaro Pernas-, todos ellos dispuestos a la jugada. Ya estaba hecha la alineación interna, y era el momento de pactar con la otra parte. Contactó -directa o indirectamente, según los casos- con empresarios y asesores fiscales de las empresas inmobiliarias catalanas y dibujó el perímetro de contribuyentes que iban a recibir un trato especial a cambio de que le proporcionaran a él y a su equipo un especial trato -quid pro quo-.
La maquinaria se puso en marcha. Todas las empresas del perímetro establecido fueron citadas para ser inspeccionadas. Todas las inspecciones finalizaron con actas de comprobado y conforme, aquellas en las que la Inspección de Hacienda da por buenas las declaraciones presentadas, santificando lo que haya hecho el contribuyente en todos los impuestos inspeccionados (IVA, Impuesto sobre Sociedades, Retenciones sobre Rendimientos del Trabajo Personal en IRPF…) y para todos los ejercicios objeto de inspección.
Si el dato expuesto resulta estadísticamente anómalo en la praxis de la Inspección Tributaria (más aún en el ámbito de la Inspección de Cataluña dirigida por el "duro" Huguet), más extrañas resultaban las circunstancias coincidentes. Así, las inspecciones que, por término medio, duraban entre uno y dos años, se finalizaron en cuestión de semanas, cuando no de días. Como ejemplo, las realizadas al grupo empresarial Seteinsa (al que pertenecía la constructora Núñez y Navarro) se concluyó a los diecisiete días de su inicio. Más aún, las inspecciones fueron concluidas sin haber entrado a consultar la base de datos informática del Ministerio, sin realizar ningún requerimiento de información a terceros, sin solicitar a las empresas inspeccionadas la aportación de ninguna documentación complementaria, sin que los inspectores realizasen ninguna visita a las oficinas y locales de los inspeccionados… En fin, un prodigio de eficacia y diligencia inspectora.
En paralelo, en los patrimonios de los inspectores que conformaban la trama de Aguiar y Huguet empezaron a producirse determinadas alteraciones… Alguno construyó con inusitada rapidez una espectacular cartera en Bolsa, otro adquirió un dúplex suntuoso a Núñez y Navarro, declarando esta constructora en la escritura que había percibido en metálico íntegramente y con anterioridad el precio de la adquisición. Probablemente, el cambio más radical se produjo en el propio Huguet. Según testimonio que me ha proporcionado Enrique Heriz, en sus primeros años de inspector de hacienda el personaje tenía su domicilio particular decorado con cuadros adquiridos en el Corte Inglés y pasaba sus vacaciones alojado en una tienda de campaña en campings catalanes. Tras varios años de funcionamiento de la trama, vivía en un conocido barrio residencial de Barcelona, las paredes de su vivienda acogían una valiosa colección de pintura y había abierto un restaurante de lujo en una zona de moda de la ciudad. Todo ello sin necesidad de haberse endeudado, pues no le fue necesario acudir a financiación ajena.
Como es lógico, todos los datos expuestos, junto a otros muchos que también fueron obtenidos en la correspondiente investigación interna que decreté en 1999 (mi nombramiento como Director General de la Agencia Tributaria fue en noviembre de 1998) se incluyeron en la denuncia realizada el 31 de julio de 1999 ante la Fiscalía Anticorrupción (siendo Jiménez Villarejo el fiscal jefe). En la denuncia, además de un puñado de inspectores (con Aguiar y Huguet a la cabeza, e incluyendo al conspicuo Alvaro Pernas que compartió aula conmigo durante un año en la vieja Escuela de Inspección), figuraban como denunciados varios asesores fiscales de Barcelona y otros varios directivos de las empresas inmobiliarias (entre ellos José Luis Núñez, antiguo presidente del Barcelona). En definitiva, el núcleo de la trama en sus tres ramas.
Como era de esperar, el desarrollo de la investigación interna y su posterior conclusión con la citada denuncia produjo reacciones significativas en diversos ámbitos.
En el ámbito interno de la Agencia Tributaria se sucedieron la sorpresa, el estupor, la incredulidad y, en algunos sectores, un cierto tufillo corporativista. A muchos les resultaba difícil creer que los "duros" Aguiar y Huguet hubieran creado y capitaneado una trama de corrupción. Y les resultaba especialmente difícil de creer a aquellos que habían trabajado con Huguet -al margen de la trama-, como le sucedió a Miguel Ángel Sánchez (entonces Jefe de Gabinete de Rodrigo Rato) que en sus años en Barcelona había sido adjunto de Huguet. Por el contrario, también hubo muchos que se apuntaron al "yo ya lo sabía". A varios de ellos les pregunté la razón por la que no lo habían comunicado, sin recibir ninguna respuesta coherente. Hubo algunos inspectores que manifestaron su contrariedad por la actuación de la Dirección de la Agencia "atacando" el trabajo de la Inspección, llegando a suscribir un escrito colectivo de protesta. El propio Director de Inspección (Heriberto Padrol) manifestó sentirse incómodo ante la situación, aunque lo más probable es que su incomodidad proviniera de haber iniciado ya con Convergencia i Unió la negociación que le llevó a ser el número dos de su candidatura por Barcelona al Congreso de los Diputados en las elecciones del año 2000.
En el ámbito externo, el asunto despertó el i nterés periodístico y los medios siguieron con atención el desarrollo de la investigación. El periodista Manel Pérez se las ingenió para obtener información y datos antes que nadie. Nunca supe con seguridad quien ejerció como "garganta profunda", aunque tuve y tengo la convicción de quien pudo ser. Por su parte, en aquellos días Borrell ejercía de candidato del PSOE a la presidencia de gobierno (había derrotado a Almunia en las primarias). Que se fueran descubriendo las fechorías que en su etapa de Secretario de Estado de Hacienda hicieron sus amigos nombrados por él en cargos de responsabilidad, cargó las armas de los que disparaban constantemente al muñeco, entre ellos y muy especialmente el diario El País. Finamente, Borrell arrojó la toalla y dimitió como candidato cediéndole el paso a Joaquín Almunia.
En lo que concierne al fondo de la cuestión, resta decir que el proceso judicial sigue su curso.
Como es públicamente sabido, en las semanas previas al verano de 2001, estalló el denominado caso Gescartera, entidad de valores sobre la que recayó la sospecha de haber recibido un trato de favor por parte de la Comisión Nacional del Mercado de Valores.
El asunto cobró inmediatamente una especial dimensión periodística, política y social debido a que la presidenta de Gescartera era Pilar Giménez Reina, hermana del entonces Secretario de Estado de Hacienda (Enrique, a la sazón mi superior jerárquico en ese momento).
A Enrique Giménez Reina se le atribuyó una buena y fluida relación (cuando no, una estrecha amistad) con Antonio Camacho, hombre fuerte de Gescartera. Como consecuencia del affairé, se vio forzado a presentar su dimisión como Secretario de Estado. Muchos creemos que fue una firme y justificada exigencia de su Ministro (Cristóbal Montoro), que gestionó el asunto con honestidad y eficacia.
Ante las primeras informaciones sobre el caso, convoqué a una reunión en mi despacho de Director de la Agencia Tributaria al Director de Inspección (Gerardo Pérez Rodilla) y al Director del Servicio de Auditoría Interna (Luis Beneyto). Tras un análisis de los datos que disponíamos, ambos recibieron sendas instrucciones.
Al primero le encargué que se revisara la situación de las empresas y directivos del Grupo Gescartera y que, en los casos que procediera, se incluyera en los Planes de Inspección a quien, no figurando en los mismos, debiera ser incluido de acuerdo a la nueva información disponible. Al segundo le instruí para que se iniciara una investigación interna relativa a todas las actuaciones seguidas ante las empresas de Gescartera y sus directivos por parte de funcionarios de la Agencia Tributaria (incluyendo las de omisión: aquéllas que debiéndose practicar, no hubiesen sido practicadas).
Sucedió que a los pocos días de aquello, fui nombrado Presidente de la SEPI por el Consejo de Ministros a propuesta del de Hacienda (Cristóbal Montoro), razón por la que no me correspondió seguir el curso de la ejecución de las instrucciones dadas a Pérez Rodilla y a Beneyto.
Sin embargo, el curso de los acontecimientos determinó que finalmente tuviera que conocer (al menos, parcialmente), estudiar y explicar el resultado de aquellas órdenes dadas en mi despacho.
En efecto, la circunstancia de que el hermano de la presidenta de Gescartera fuera el Secretario de Estado de Hacienda orientó hacia esta institución buena parte de los focos de la atención suscitada por el caso (la periodística, la política y la social). Se planteó abiertamente como posibilidad que Gescartera hubiera recibido trato de favor en la Agencia Tributaria y se generalizó el inevitable interés en aclarar dicha cuestión.
Así las cosas, no resultó extraño que tras la constitución de la correspondiente comisión de investigación en el Congreso de los Diputados, mi nombre fuera incluido entre las personas que fueron citadas a comparecer en ella.
Es cierto que en el momento de producirse mi comparecencia, se había ya publicado un auténtico océano de información sobre el asunto y que, en la misma, yo era citado escasa y colateralmente. Ni me había reunido nunca con Antonio Camacho, ni le conocía, ni había hablado nunca de la materia con nadie de la Comisión del Mercado de Valores, ni aparecía significativamente (tan solo una vez de pasada) en la famosa agenda de Pilar Giménez Reina… Sin embargo, las dudas sobre las actuaciones realizadas (y sobre las no realizadas) por la Agencia Tributaria estaban en el primer plano del tratamiento periodístico y político sobre el caso Gescartera.
En consecuencia, el interés de mi comparecencia en la comisión parlamentaria no obedecía tanto a ser uno de los investigados, como a lo que mi declaración pudiera aportar respecto a los que sí eran objeto directo de la investigación (Enrique Giménez Reina fundamentalmente). Empleando una analogía procesal, podría decirse que no fui citado a declarar como imputado, sino como testigo.
Mi declaración duró cinco horas. El desarrollo de la sesión junto con otros datos relacionados tiene interés para el objeto tratado en este apartado (la corrupción en la Agencia Tributaria). A su vez, constituyen una aproximación al entorno en el que se desarrolló la investigación parlamentaria.
Sobre la primera de las cuestiones enunciadas, he de decir que con carácter previo a mi comparecencia, la Agencia Tributaria me hizo llegar el informe elaborado por el Servicio de Auditoría Interna (también disponían del mismo los diputados de la comisión). Tras la descripción de los hechos, las conclusiones del Informe eran nítidas. No había habido trato de favor alguno por parte de la Agencia Tributaria ni hacia Gescartera, ni hacia ninguna de sus sociedades filiales, ni hacia ninguno de los directivos de una y otras. Tan solo se mencionaba una actuación relativamente negligente (por inacción) sucedida en la Delegación Territorial de una provincia próxima a Madrid que afectaba a una pequeña sociedad del grupo y por importes escasamente relevantes. En todo caso, conocido el informe, la Agencia Tributaria (que ya no dirigía yo) había actuado con diligencia y contundencia cesando en su puesto al responsable de la citada inacción.
No puedo dejar de subrayar, y lo hago lleno de orgullo y de satisfacción, que la Agencia Tributaria saliera indemne de la investigación realizada por la comisión al demostrarse que no actuó indebidamente para favorecer a Gescartera. Como es lógico, los grupos parlamentarios de la oposición exploraron toda la información disponible intentando detectar posibles irregularidades. Lo más relevante que encontraron (y así se encargaron de manifestarlo) consistía en que la Agencia Tributaria no había investigado o inspeccionado con la intensidad que ellos entendían necesaria la situación fiscal del conglomerado de empresas de Gescartera.
El atisbo de crítica implícita que comportaba lo anterior pude desactivarlo en mis intervenciones en la comisión con relativa facilidad. Las inspecciones de la Agencia Tributaria incorporan respecto al periodo de realización de los hechos a inspeccionar un inevitable decalaje temporal. Las declaraciones por los impuestos periódicos (IRPF e Impuesto sobre Sociedades) son realizadas por los contribuyentes (de acuerdo al ordenamiento legal) a mediados del ejercicio siguiente a aquél al que se refieren. El tiempo necesario para 1) el tratamiento informático y estudio de la información contenida en las declaraciones presentadas por el conjunto de contribuyentes; 2) adoptar justificadamente la decisión relativa a cuales de éstos son incluidos en los Planes de Inspección; y 3) la planificación de las inspecciones a realizar, determinan que, en un escenario de normalidad, un contribuyente no sea inspeccionado por cualquier ejercicio económico como pronto, sino hasta pasados doce meses desde la finalización del mismo.
En el caso de Gescartera, su información económica revelaba que su boom empresarial se había producido en 1999, por lo que éste era el primer ejercicio con trascendencia para cualquier posible inspección. Por consiguiente, de acuerdo al esquema temporal antes expuesto, no era sino hasta 2001 cuando, en un escenario normal, se iniciaba el periodo hábil para que fuera inspeccionada. Adicionalmente, la posibilidad de comprobar el ejercicio 1999 se mantenía viva (debido al periodo legal de prescripción) hasta 2004.
Todo lo explicado revelaba que, en contra de lo sospechado por algunos, la relativamente escasa actividad inspectora de la Agencia Tributaria sobre el grupo Gescartera, sus empresas y sus directivos hasta junio de 2001, estaba plenamente justificada, encajaba plenamente en sus pautas habituales de conducta y, en todo caso, no había puesto en peligro la posibilidad de ninguna comprobación posterior (como hemos dicho, hasta junio de 2004 no prescribía la posibilidad de iniciar actuaciones de inspección).
Debido a todas las consideraciones realizadas, la comisión de investigación sobre Gescartera reveló que la Agencia Tributaria es (al menos lo era en aquella etapa) una institución con escasa permeabilidad a la corrupción (sin negar que ésta pueda producirse -de hecho, que se produzca en ocasiones- como ocurre en todo organismo cuyas funciones constituyen un riesgo potencial para que así suceda).
Al margen de lo anterior, debido al interés complementario que puedan suscitar respecto a la cuestión principal, procede entrar en otras de carácter secundario.
He descrito antes cómo mi comparecencia se producía como testigo y que de mi declaración pudiera esperarse que agravara la situación procesal (digámoslo así) de Enrique Giménez Reina. Pues bien, he de decir que desde que se conoció mi inclusión en la lista de comparecientes hasta que se produjo la comparecencia, Enrique no se puso en ningún momento en contacto conmigo para interesarse por el contenido de mi declaración, ni personalmente ni mediante terceras personas. La explicación puede deberse a dos motivos. Uno, que estuviera muy tranquilo o muy seguro respecto a que lo que yo declarase no podía afectar negativamente a su situación en el affaire. Dos, a la mala relación que habíamos mantenido como Secretario de Estado de Hacienda y Director General de la Agencia Tributaria respectivamente desde nuestros respectivos nombramientos (coincidieron en el mismo Consejo de Ministros).
Por otra parte, me llamó poderosamente la atención que a poco de iniciarse la sesión de la comisión en la que comparecí, la primera intervención de la diputada del grupo parlamentario socialista (Mayte Costa), no se refirió al asunto investigado, sino que tuvo como fin convertirse en portavoz (vocera, en terminología latinoamericana) de la enésima denuncia realizada por la Asociación de Subinspectores sobre el supuesto mal funcionamiento general de la Agencia Tributaria. Me pareció fuera de lugar que así lo hiciera, por lo infundado de la denuncia y por lo improcedente de hacerse eco de la misma en dicho foro y en ese día.
La citada Asociación llevaba años diciendo lo mismo y anunciando la presentación de querellas y ni había aportado datos que apoyasen sus afirmaciones ni había visitado ningún juzgado. En realidad, llevaba tiempo con determinadas reivindicaciones laborales y profesionales y empleaba esas declaraciones como táctica de presión, pero había perdido ya ante todos cualquier credibilidad que hubiera podido tener inicialmente. Como es natural, en mi respuesta tuve ocasión de afear su conducta a la diputada Costa por asumir torpe e irresponsablemente el papel de instrumento de los subinspectores. Su interrogatorio, que intentó ser incisivo, resultó ser un cúmulo de vaguedades, naderías y errores de bulto (técnicos y fácticos).
También me sorprendieron las preguntas que me formularon los representantes del grupo parlamentario de Izquierda Unida, Francisco Frutos y Felipe Alcaraz. Estos, lejos de centrarse en lo actuado por la Agencia Tributaria en Gescartera, estaban empeñados en conocer mis opiniones acerca de si Gescartera debió ser o no ascendida de rol por la Comisión Nacional del Mercado de Valores, si debió o no ser intervenida, o por el mayor o menor acierto que yo concediese a una supuesta estimación del dinero negro en euros realizada por "la catedral monetaria de la Unión Europea".
Vicente Martínez Pujalte (Partido Popular) tuvo una intervención fogosa y punzante, características habituales en él. Con lo condicionantes que acompañan a las intervenciones parlamentarias de los diputados del grupo gobernante, estuvo bastante acertado.
Del resto de intervinientes, he señalar que, de entre los grupos parlamentarios ajenos al gobierno, fue la diputada Pigem i Palmes (del grupo parlamentario de la Minoría Catalana) la que me pareció más oportuna, centrada y estructurada. En eso coincido con la valoración dada por los medios a lo que fue el desarrollo completo de la comisión de investigación. Puigcercos y la representante del PNV (Uría Etchebarría) no destacaron especialmente.