Durante las semanas que siguieron al «día de las orcas», tuve la sensación de que me había abandonado una suerte de inocencia. Vine aquí para vivir una vida simple, de naturaleza, y soy como un niño cuyo juego tiene consecuencias inesperadas. ¿Ilusión o realidad?, siento ausencias, deslumbramientos en los que la avalancha de las sensaciones que vivía en la playa se apodera otra vez de mí. A veces me siento pájaro, con el pequeño y ligero cuerpo y las plumas erizadas y adivino adónde va a volar. Si digo que debe de haber una foca en la playa, ahí está, y siento su necesidad de tenderse al sol. Varias vidas parecen codearse en mi cuerpo. Aneki me consulta sobre el tipo de caza o pesca que es preciso emprender. Me atribuye sus éxitos, lanza a menudo miradas inquietas o asombradas como si yo pudiera, al igual que una hechicera, desaparecer ante sus ojos o guiar su flecha. Soy reticente a sus creencias, recuerdo a mi padre que contaba historias de hadas y trasgos que hablaban con los animales. Pero son fábulas para las viejas y los niños. A veces me pongo a rezar cuando tengo esta sensación, para ponerlas a la prueba de Dios y expulsar de ellas un mal secreto. Pero Dios no se digna socorrer a su pecador.

Salvo por esos momentos que me producen una insidiosa angustia, la vida es bella. Hemos llegado con Aneki a un acuerdo hecho de pocas palabras pero de mil miradas, de carencias evocadas o intercambiadas. Día tras día, caminamos en armonía.

Llega el otoño, las borrascas y los chaparrones chasquean en el follaje. Los animales destetados, los pajaritos alimentados parten hacia tierras más hospitalarias. Los ibis han marchado. La oscuridad nos retiene mayor tiempo en la choza húmeda que huele a heno. De vez en cuando sueño en la chimenea, en los sólidos muros de piedra, en el olor de las sábanas frescas y la cera, en las conversaciones con Joachim y en el parloteo de Beth. Regreso, cada vez más a menudo, con las manos vacías de mi búsqueda de alimento, con el rostro azul de frío, la ropa pesada de lluvia formando un charco en el tipi, sin secarse en el parco fuego.

Es noche cerrada. Despierto y siento la presencia de la muerte. Lo veo todo blanco, un velo de leche parece cubrir cada cosa, apenas dibujando sus relieves.

—¡Aneki!

Da un respingo junto a mí, despierto de inmediato como hacen los pueblos perpetuamente en peligro.

—Ocurre algo, no sé qué, tengo miedo. Se acerca una amenaza, lo sé en mi corazón.

Repta hacia su arco y sus flechas sin discutir y yo tomo el fusil.

—Espera aquí, voy a ver.

Levanta con precaución la puerta de piel. Solo se oye el murmullo del arroyo y el viento que sisea muy alto, en los árboles.

—No veo nada, pero eres yekamush, sabes, sientes… No nos quedemos aquí. Vamos a escondernos en la foresta.

Soy la presa acorralada, mi corazón hace un estruendo de trueno. Somos tan frágiles, apenas protegidos por algunas ramas entrelazadas. ¿Quién lo sabrá si desaparecemos? Solo los caracarás y los zorros se darán un banquete con nuestros cuerpos abandonados. La amenaza es humana. Se acerca. La siento hasta en mis huesos. Nos arrastramos a cubierto. El cielo está despejado y una media luna disputa su débil fulgor al día que nace. Espera.

—¡Ahí!

Aneki ha murmurado en un soplo y ha aplastado el hocico del perro antes de que ladre. Una decena de siluetas se dibujan en la línea de la cresta que nos separa de la gran playa, altas, prolongadas por el gorro cónico y el inmenso arco que parece salirles de la cabeza: onas. Permanecen largo rato inmóviles, orientándose por la choza que creen habitada. Una claridad gris-rosada asciende lentamente con el alba. Espera. De pronto, se despojan de sus grandes mantos de guanaco y corren sin ruido a rodear la tienda.

—¡Salid! ¡Queremos la mujer! ¡La mujer blanca!

Hablan mal yámana, pero son cruelmente comprensibles. Nada se mueve. Uno de ellos se aparta, se agacha, produce una chispa e inflama una antorcha que lanza contra la choza, cuya madera poco seca aún se consume en humo, mientras ellos aúllan a coro. Gritos de guerra, gritos de odio, gritos de cazadores ávidos cuya presa somos. Han comprendido que habíamos huido, pero la piragua revela nuestra presencia en la isla. Se despliegan en semicírculo hacia la foresta, con los arcos tensados. Últimos minutos. Aneki coloca una flecha y dispara, pero los matorrales le molestan y falla el blanco. Tres maullidos responden de inmediato. Semiconsciente, me apoyo con el fusil contra el suelo para contener mis temblores, estoy empapada en sudor que hiede a miedo. El hombre más cercano repta hacia nosotros, está a cincuenta pasos, los demás empiezan a rodearnos. Fuego. Aullidos. Silencio. La masa oscura patalea. Vuelvo a cargar febrilmente y disparo de nuevo. Chasquido de ramas bajo los pasos que huyen. El día se afirma. En la paz de la rada, he matado a un hombre, yo que, pocos meses antes, pensaba que eso sería imposible. La sangre tibia humea aún sobre las hierbas y el perro la lame. El mundo es sombrío, los hombres están locos, se acechan y se tienden trampas cuando debieran ayudarse. Aun estando tan solos y frágiles como lo están estos pueblos del fin del mundo, pueden todavía hacerse la guerra. Me querían como presa. ¿Ha puesto el reverendo precio a mi captura? ¿Soñaban en capturarme como un trofeo, como talismán, como moneda de cambio o solo como una mujer blanca que da prestigio y poder a su dueño?

La choza ha ardido por completo y con ella cualquier plan de llevar algún día una vida tranquila, normal. Aneki está contento de que yo haya matado al asaltante, me felicita y carga la precisión de mi disparo en la cuenta de esos poderes de los que, al parecer, estoy investida. Yo cargo para siempre con el peso de este cuerpo que regresa a la tierra.

El otoño reanuda su curso. Nos hemos trasladado a una cañada alejada de la orilla y ocultamos, cada día, el bote bajo los árboles. De noche tengo miedo y veo al hombre de la cabeza estallada balando ante la puerta. Sé ahora por qué el blanco es el color de la muerte entre los yámanas, pues en cuanto llega la nieve, la caza se hace escasa. Un día comemos, otro no. Permanezco horas y horas haciendo secar ramas para el fuego en el claroscuro de nuestra madriguera. Pensando que estoy dándole la razón al pastor: «Pasar sus días en una choza maloliente, mordisqueando mejillones». Me siento débil de cuerpo y espíritu, como si mi propia sangre se hubiera vaciado en el arenal. Aneki hace lo que puede para hacerme reír, imitando a los animales, los hombres de su clan, la familia del reverendo, pero de mi boca no desaparece el sabor a ceniza. Ya no sé rezar.

Tres violentas tormentas nos han impedido salir. Cae nieve fundida casi en horizontal. Mascamos tendones de foca para engañar al hambre. El hambre, ese torturador vacío, esa nada imposible de colmar. En Ouchouaya es el tiempo de sacar las confituras y las legumbres conservadas en vinagre, se abren los sacos de guisantes y de carnes secas. A nuestro alrededor el mundo es siempre suntuoso, cuando un rayo de sol hace flamear la rama cargada de cristales, cuando la hierba humea en el aire helado. Pero he perdido la connivencia con la naturaleza, su canto se ha extinguido en mí, como el de la fuente inmovilizada por el frío. Hiela en el interior de la choza y me encojo en el sueño, buscando el calor de Aneki.

Esta mañana, salgo, me estiro para que los calambres pasen, me froto los miembros con hierba húmeda hasta que mi piel queda roja e, instintivamente, poso las dos manos en mi vientre. Tan simple como eso. Aneki me mira y se ilumina. He hecho el gesto de todas las madres. He arrebatado una vida y voy a dar otra. Hubiera debido sospecharlo hace ya unas semanas, pero rechazaba este don de Dios, como si tuviera que expiar una falta. Con los pies en la nieve, la cabeza en las nubes, soy presa de un gran estremecimiento, semejante al del día de la orca. En la oscuridad de mi vientre flota ese miembro de hombre, siento su tibia pulsación y su cuerpo que florece lentamente. Es el fruto de este estío salvaje.

Nieva en abundancia. A menudo, por la mañana, hay que cavar para salir de la choza y el cruel frío se infiltra por todas partes. Pronto se hace evidente que no podremos aguantar. A pesar de toda la ciencia de Aneki, nuestro alimento se reduce a unas hierbas marchitas y algunas conchas. Veo en sus mejillas hundidas y su tez pálida el reflejo de mi hambre. El acoso de un guanaco, en esta nieve fresca, exigiría varios hombres y perros y nosotros somos solo dos. Desesperadamente dos.

Un mes más tarde, comienzo a toser y el dolor me desgarra el pecho. La fiebre me hace temblar noches enteras. Temo por el niño, demasiado débil aún, tal vez, para llevar esta vida, miedo de terminar como mi madre, con el vientre desgarrado en un último respingo. Hay que partir. Cierta mañana, entre oscuridad y alba, recogemos los cestos, los carcajes y nuestro pobre material de pesca. ¿Vencidos? ¿Hemos pecado de orgullo creyéndonos capaces de subsistir solos? ¿Somos castigados por haber querido liberarnos de las leyes ancestrales? Al salvajismo de la naturaleza, los yámanas oponen la tribu y los blancos su técnica. Nosotros carecemos de lo uno y de lo otro. Si hubiéramos tenido corderos, vacas, bocales y despensa, habríamos podido sobrevivir. Hemos elegido esta vida de pájaros del cielo, pero Nuestro Padre que está en los cielos nos ha olvidado.

—Ya verás, volveremos, la próxima primavera, con mis hermanos y sus mujeres. Entonces seremos una verdadera familia, cazaremos y no tendremos hambre.

No creo en sus palabras de obstinada esperanza. El viento y la nieve barren nuestras huellas en la playa antes incluso de que nos hayamos alejado de la ribera. Una fina capa de hielo cubre la bahía. Aneki, a proa, la resquebraja a golpes de remo, y la embarcación deja una herida oscura en la capa blanca.

Nunca volveremos aquí. No creo ya en nuestro sueño de libertad. La isla desaparece en la niebla y la naturaleza recupera lo que nos había prestado.

Durante cinco días, zigzagueamos entre las islas dirigiéndonos al archipiélago de las Wollaston, el país de los antepasados de Aneki. Rema solo, sin debilitarse, con el rostro ausente. Siento que me hundo, dormito bajo la capa que me sirve de concha pesada y húmeda. Salvo para echar maquinalmente brazadas de musgo al fuego, no tengo ya fuerzas para nada. Como el día de la orca, soy blanda al igual que una medusa abandonada por el reflujo. Sueño que camino sobre las aguas, llego a la costa, me atiborro de calafates, su azucarada pulpa estalla en mi boca, se desliza por mi garganta. El niño en mi vientre los toma y los aprieta contra su cara con los ojos cerrados. El estruendo ha vuelto a tomar posesión de mi cráneo. No distingo ya las palabras de Aneki que parece abrir la boca como un pescado seco. Estoy demasiado cansada, es preciso hacer que cese este ruido que me perfora las orejas, ya no quiero oír nada. No distingo nada ya. Cuatro largas noches, cuando nos detenemos, permanecemos agazapados como animales, en una maraña de ramas y nieve que huele a tumba.