Durante dos días, el viento ha rabiado en la bahía y he salido poco. La incesante lluvia ha oscurecido tanto la atmósfera que es preciso encender las lámparas durante el día. La estancia tiene el aspecto de un capullo agitado en el extremo de una rama, jurarías que ves las paredes doblarse ante su ímpetu. Dorothy está nerviosa, se sobresalta cuando el viento hace crujir las planchas del techo, va de aquí para allá, sacando brillo a la vajilla, dejándolo luego todo empantanado para preparar una barrica de coles, regresando a los cubiertos, regañando a las niñas. ¿Cómo ha podido aguantar todos estos años, si ha tenido que luchar así contra este entorno? De vez en cuando, la puerta se abre y parece salirse de sus goznes, con tanta violencia la cierra el viento. Es uno de los hombres que viene a buscar una herramienta o un poco de té caliente. A pesar del huracán, trabajan protegidos por la foresta, serrando y cortando leña. El aserradero es, con la ganadería, el gran medio de vida de nuestra pequeña colonia, pues las donaciones no bastan ni mucho menos. El pastor no ahorra esfuerzos para convertir a ambos en modelos de eficacia y rendimiento, cuya afición sueña en transmitir algún día a los indios. Dos veces al año, fletamos el barco para llevar la madera a las islas Falkland, donde hace mucha falta.

La tempestad ha pasado. Tras algunas turbonadas más violentas aún, el cielo se ha aquietado de pronto y ha estallado un concierto de pájaros, saludando ese descanso. Por la mañana, bajamos a la aldea india para ver cómo han soportado el mal tiempo y aportarles alguna ayuda. Reconozco hacerlo con cierta repugnancia. Cuando nos acercamos, los niños se reúnen en torno a nosotros y las dos viejas del otro día salen, acompañadas por un joven de bastante estatura a quien Dorothy se dirige de entrada.

—Caramba, Aneki, ¿cómo va eso? ¿Cómo están tu abuela y tu tía?

Las ancianas nos miran directamente a los ojos, sin pronunciar palabra, sin parpadear. La «abuela» tiene una nube en el ojo y sus pupilas son pálidas, descoloridas, casi espectrales, pero eso no parece impedir su visión. En cuanto se oye un ruido, los ojos giran en sus órbitas sin que la cabeza se mueva, cual si evaluara un riesgo, y luego vuelven a escrutarme. La expresión de las viejas no es hostil, hay en ellas una mezcla de tristeza, curiosidad por mí y hasta cierta benevolencia, pero esas miradas fijas en mí me turban más de lo que quisiera. Finjo buscar a Beth, que, por su parte, está ya entre unos niños, que le manosean la cabeza.

El joven yámana habla en voz baja; a las sílabas les cuesta salir de su boca, vacilantes o a borbotones.

—Los hombres… están bien. El delfín ha hecho chasquear la cola y la tormenta ha pasado. El niño tiene hambre, mucha hambre.

Dorothy me había avisado de que Aneki hablaba un poco nuestra lengua y que ella lo utilizaba para dirigirse a los demás. Sus padres habían muerto cuando era muy niño. El padre cayó de un acantilado cuando iba a buscar huevos de cormorán y, poco después, la madre se dejó atrapar por unas algas inmensas con las que arrimaba, era su papel, la piragua. Es un accidente frecuente cuando la corriente es excesiva. Aneki fue llevado por los misioneros a las islas Falkland para ser educado allí. Antes de que se creara la misión de Ouchouaya, nuestros predecesores intentaron preparar el terreno para una implantación aquí, proporcionando a algunos salvajes rudimentos de religión y de cultura. Desgraciadamente, al regresar a su casa la mayoría parece haberlo olvidado todo y reanudan su vida primitiva. Aneki pasó allí cuatro años, pero viéndolo enfundado en unos pantalones hechos jirones, con el torso desnudo cubierto de mugre y la pelambrera como un bloque compacto puesto sobre su rostro, alargado, se me ocurre la idea de que tales esfuerzos fueron vanos. Recuerdo la frase del capitán: «Salvaje un día, salvaje siempre».

—Vayamos a ver —sugiere Dorothy, sin entusiasmo.

Nos doblamos para entrar en la choza, o lo que podría llamarse así. Yo había visto algunos de los wigwams de los indios de América del Norte, hermosas tiendas tensadas sobre largas pértigas. Aquí nada de eso. La tierra apenas se ha excavado y echado a un lado, formando un montículo semicircular donde crecen las malas hierbas. Miles de conchas vacías y de huesos se amontonan encima, desprendiendo un fuerte hedor a descomposición. Sobre esta irrisoria barrera contra la arroyada, unas ramas entrelazadas y cubiertas de piel de otaria, tierra y algas para tapar los agujeros. Unos dos metros de alto por algo más de tres de diámetro, y dentro pueden amontonarse hasta quince personas. La de más edad nos ha precedido levantando la piel que sirve de puerta. El interior está así por completo ahumado, el fuego puesto sobre unas piedras ventila mal a pesar del orificio central. La «estancia» se halla casi vacía: dos arcos pequeños y un carcaj de lianas, algunos cestos trenzados con bastante finura, una lanza y paquetes poco identificados, rodeados de hojas, y por fin una banqueta de hierbas ocupan la mitad del espacio. Un niño está tendido allí, casi inerte, con el vientre hinchado, unos miembros que habrían podido romperse con un manotazo y los ojos cerrados y supurantes. Tiene todo el aspecto de que lo ronda la muerte.

—Hambre, no pesca durante la tormenta, los pájaros esconderse, los animales ir lejos, a la foresta.

Aneki ha tomado el niño en sus brazos con sorprendente delicadeza. Frota la nariz contra la suya. El pequeño abre unos ojos agotados y enrojecidos por el humo, pero no esboza el menor movimiento. El joven busca en un paquete una baya e intenta meterla por la fuerza entre los labios del niño. Pero este la rechaza. Brotan mis lágrimas. No sé si es el humo o ese desolador espectáculo.

—Aneki no tiene pesca esta mañana. Peces no volver —masculla el muchacho con la cabeza gacha.

—Ve a trabajar al bosque con el reverendo y tendrás harina —suelta Dorothy.

—Aneki pesca, no ir a bosque.

La mujer del pastor sale con un gesto de impaciencia.

—Ven al menos a cortar leña para nosotros, esta tarde, y te daré leche para él.

Me quedo unos instantes en el interior. ¿Y si en vez de ver la luz en Doherty yo hubiera nacido aquí?, pienso. ¿Estaría inclinándome sobre este débil niño? Imposible. Soy de una raza de combatientes y pioneros. Nuestra tierra de Escocia no era, sin duda, más acogedora para nuestros antepasados, pero combatieron. Erigieron casas de piedra para resistir el viento, domaron y criaron animales, sembraron y cultivaron. Se elevaron por encima de su condición mientras, aquí, la gente se limita a vivir apenas mejor que las bestias.

Fuera, Beth y los chiquillos arrojan guijarros a la ribera, entre gritos. Se ha quitado los zapatos y el vuelo de su vestido está sucio de barro. Una niña entre otras, si no fuera por su ropa entre los pequeños cuerpos desnudos.

Circulamos entre dos docenas de chozas. Algunas están abandonadas.

—En verano, muchas familias se marcharon a las islas en busca de alimento. Incluso los que se quedan abandonan periódicamente sus habitaciones para fabricar otras. No sabría decirte por qué.

—¿Y Aneki no se marchó?

—Volvió, hace dos semanas. Su abuela es algo bruja e hicieron en Wulaia alguna ceremonia de iniciación. Me dijo que esperaba a la mujer que ha elegido, ahora que tiene ya derecho a ello. Por lo que al niño se refiere, es de su parentela, una mujer muerta de parto o qué sé yo. Los vínculos familiares no siempre son muy claros, pero al menos se ayudan mutuamente.

De modo que Aneki va a casarse. La idea me divierte. ¿Cómo será semejante sacramento entre estos indios?

—Debe de ser algo más joven que usted, pero tiene ya edad y las dos viejas ya no pueden remar; ha de encontrar una más joven. Las mujeres son las únicas que manejan las piraguas y saben nadar, mientras que los hombres se encargan del arpón. Tendrá que verlos algún día, son muy diestros —añade Dorothy.

Al día siguiente, al amanecer, me despiertan unos golpes sordos detrás de la casa. Aneki ha decidido trabajar. El alba es pura, el cielo rosado. El muchacho, vestido solo con un taparrabos, parte con regularidad pesados troncos. A pesar del esfuerzo, hay mucha gracia en sus gestos. Comienza palpando el trozo de leña como si acariciase a un animal, incluso juraría que le habla. Luego lo pone de pie y deja caer con precisión el hacha, el aire parece vibrar tras el filo de la hoja, dos, tres veces resuenan los golpes. Toma luego cada trozo con tanta delicadeza como sostenía ayer al niño, y lo tiende en un lecho de hierbas que ha preparado. Esta mañana demostrará poseer una increíble resistencia. Prosigue su trabajo de las tres a las once, mientras queda algo del enorme montón de troncos. Aneki es uno de los mejor proporcionados entre los yámanas. Por primera vez, tengo la impresión de que esta silueta fina y musculosa corresponde a la idea que me hacía de un salvaje antes de abandonar Escocia. Pero su actitud es desalentadora; porfía con su tarea. Los de la casa van y vienen alrededor de él, que no ve a nadie, no habla, está en un mundo hecho solo de troncos y hachazos, incapaz de una palabra o una sonrisa. ¡Y pensar que es uno de los que mejor habla el inglés y con quien el reverendo cuenta para llevar hasta una mayor urbanidad a sus semejantes! Se me ocurre el desagradable pensamiento de que si hubiera conocido mejor esta raza tal vez no habría yo aceptado el viaje. Sin duda he perdido cualquier posibilidad de ver de nuevo a Greg y Doherty, ¿con qué beneficio?

—¡Está bien, Aneki! Entra a ver a Dorothy, que te dará leche y harina —sugiere el reverendo.

—Harina no, no es bueno, un vestido para mi mujer, uno rojo.

Al muchacho le brillan de pronto los ojos.

—¡Caramba! ¡No te andas con chiquitas! Sí, he oído decir que te casabas, y eso está bien. Pero no distribuyo así como así la ropa. Tráela con regularidad al templo y hablaremos de ello en Navidad.

—¡El vestido! Chakaluchulupipa lo necesita y su madre también, le hace falta un regalo.

—Me molestas, Aneki, no cuentes conmigo para hacer regalos a toda tu futura familia. ¡La leche, la harina o lárgate!

—El vestido, pastor.

—No abuses o voy a enfadarme y te castigaré. Toma, para tu boda pídele también a mi mujer seis huevos y diez botones. ¡Vamos, largo!

El muchacho se marcha, mascullando. Yo hago acopio de valor y digo:

—Reverendo, ¿por qué le ha negado lo que pedía? Hay un montón de vestidos viejos que le habrían complacido.

—Mi querida Emily, su generosidad la honra, pero ceder a sus caprichos no les ayuda en nada. Como los niños, deben aprender a gobernarse. Si se lo doy a él, tendré que aguantar inmediatamente las jeremiadas de todos los demás. La distribución de ropa es un pequeño subterfugio para traerlos al templo y creo que Dios me lo perdona. No se preocupe usted, dentro de unos minutos lo habrá olvidado todo. Adoran los huevos de pingüino, los hago traer a miles de las Falkland, cuando el barco viene a cargar las tablas. Seis huevos son un hermoso regalo y los botones más aún, hará un collar con ellos. ¡Su prometida se sentirá colmada!

¡De modo que ya soy patagona! Adopto poco a poco mi nueva vida. El pastor me trata como a uno de sus hijos, aunque con Dorothy es más difícil. Se empeña en naderías, me pide cien veces que la ayude a una imaginaria limpieza de la casa, asegura maldiciendo que preferiría dedicarse a la tapicería más que a cuidar a indios malolientes. Cuando los hombres regresan, sucios e hirsutos, del aserradero, aprieta los labios sin atreverse a decir nada pero, en voz baja, se deshace en jeremiadas. Encuentro pues cualquier pretexto para permanecer fuera y en eso me ayuda un verano suntuoso, el mejor que se haya visto por aquí, dice el reverendo. Las mañanas son límpidas y calmas. Puntual, el viento se levanta hacia las once y hasta el anochecer. Desciende de las montañas del norte, fresco y juguetón. El canal es sublime, las aguas azul marino salpicadas de blancos cabrilleos. Unas nubes inofensivas se persiguen por las colinas, dando una vitalidad bruta a este paisaje. Flota una mezcla de olores de algas y tierra caliente.

Me entiendo bien con Joachim, el más joven de los muchachos. Harry, el mayor, tiene dos años menos que yo, lo que debería hacérmelo sentir más cercano, pero tiene muy poca finura, tanto en lo físico como en lo mental. Será todo un mocetón, es ya más alto que yo, robusto como su padre, redonda cocorota, con el pelo de cualquier modo, dos grandes ojos negros, un cuello de novillo y dos remos a guisa de manos. A su favor tiene que es un trabajador infatigable, cabalgando sin descanso para buscar el ganado, y de una piedad que yo admiro en un muchacho tan joven. Dorothy se queja de que siempre hiede a sudor rancio.

Joachim tiene de su madre un físico más esbelto y no sé de dónde le viene un humor demoledor. Como su hermano, tiene grandes manos, pero un rostro más regular y hermosísimos ojos grises cuyo matiz varía con la luz del día. Cuatro años menor que yo, en cierto modo me ha tomado bajo su tutela para hacerme descubrir esta tierra a la que, visiblemente, ama con locura. Joachim, las niñas y yo salimos pues casi todas las tardes a recoger frutos. Los calafates, una especie de arándanos locales, son nuestros favoritos, las colinas están atestadas de ellos y nos hartamos tanto como llenamos las cestas. El muchacho, que se empeña en llamarme «señorita», aunque me tutee, se complace educándome.

—¡Eh! Señorita, mira por dónde andas, ¡esto es un lecho de frambuesas! ¡Nos han dado una gobernanta ciega, palabra!

Tiene razón. Pero el musgo es tan grueso y denso que los pequeños frutos ocultos bajo una corola estrellada pasan desapercibidos.

—¡Ya verás si tu gobernanta ciega no es capaz de hacer unos púdines que me suplicarás que prepare!

Encontramos también variedades de grosellas silvestres y una especie de pequeña uva, algo esponjosa pero muy comestible.

—Señorita, ¿sabes por qué esta uva tiene esta textura? Me lo dijo Quisenasan. Porque, de ese modo, los frutos no se hielan en invierno y puedes seguir cogiéndolos, incluso bajo la nieve.

Quisenasan es uno de los indios que el reverendo emplea más a menudo, incluso le dio una de las chabolas junto al embarcadero e intenta que se interese por los trabajos del huerto. Tiene muy buena voluntad pero se niega a utilizar el inglés que, sin embargo, han intentado inculcarle.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Quise no habla ni una palabra de inglés!

—Sí, pero yo hablo yámana.

—¿Tú?

—Claro, ¿cómo puedes esperar llegar a esta gente si no se la comprende? Aprendo con Aneki, Quise y todos los que quieren enseñarme. Tengo un cuaderno con quinientas palabras ya y cada día escribo otras nuevas.

Decididamente, este muchacho es sorprendente. Me muestra cómo encontrar los pingüinos de Magallanes, que tienen la cabeza roja como una gota de sangre, o los grandes martín pescadores de panza rojiza que acechan su presa durante horas; me enseña a distinguir entre el canto del mirlo y el del quiscal, a encontrar los mochuelos que dormitan en las ramas. Me habla de las flores que abundan, de las algas que se comen, y del «pan de los indios», una seta que forma grandes excrecencias en las hayas y que los yámanas adoran. En definitiva, parece ya muy sabio y recuerdo con melancolía a mi padre, que discurría sobre las hierbas y sus virtudes. De momento, estas jornadas bucólicas me parecen normales, tan normales como mi infancia solitaria en Doherty. Una sola vez en mi vida conoceré, de nuevo, la paz de este verano, esta sensación de estar en mi lugar, en el seno de la naturaleza, junto a mis semejantes y ante la mirada benevolente de Dios. Tengo por fin una familia, he tenido que ir al fin del mundo para encontrarla. Cuando, al regresar, cantamos a coro las canciones escocesas que les he enseñado, el eco de nuestras voces unidas en el silencio del canal hace que las lágrimas suban a mis ojos.

Nuestro deber de caridad nos lleva, tres mañanas a la semana, hasta el campamento. Hay en esta gente una mezcla de quietud y movimiento permanente. La población varía siempre, pasando del simple al triple sin razón alguna, las chozas son construidas y reconstruidas a pocos metros por las mismas familias, la puerta cambia de dirección según sople el viento. Hay siempre algo cociéndose en las brasas del hogar; pescado, pequeños roedores, marisco, y cada cual se sirve a lo largo del día. Los perros vociferan, los niños aúllan, a veces también los adultos, pero puedes encontrar igualmente a alguno sentado, que no hace nada salvo contemplar el canal, mirar fijamente las islas de enfrente con una sonrisa extática. Aneki, a quien un día pregunté por lo que miraba, me respondió tan solo:

—Es hermoso, hermoso mi país.

¡Aneki ha recibido a su mujer! Es muy fea, gorda y hocicona y debe de doblarle en edad. Pero es la costumbre entre los jóvenes, pues una mujer experimentada es útil en la pesca. Los veo pasar a menudo por el canal, ella detrás con el remo y él delante, con el arpón. Es una imagen bastante bonita la de ese minúsculo esquife en un paisaje sin límites, y la fuerza de ambos seres enteramente dirigida hacia su subsistencia. Deben de tener éxito pues el niño se encuentra mejor y su choza acoge a otras seis personas, además de las dos viejas. No me atrevo a pensar en la asqueante promiscuidad de las noches, los diez amontonados en el mismo jergón.

Me complace mucho la compañía de Elisa Pierce, la mujer del herrero. Es por completo una matrona campesina, pequeña, rechoncha, cierra su vestido con alfileres, el delantal sostenido por un cordel, con dos mejillas rojas como manzanas bajo un moño de través. Su gran corazón, en esta envoltura rústica, no complace a Dorothy, que la considera una fregona y recibe con los labios apretados los innumerables pasteles que trae para las niñas. El matrimonio Pierce, que debe de rondar los cuarenta y cinco años, sufre visiblemente por no haber tenido hijos. Sin duda por eso Elisa se ha consagrado a los pequeños yámanas. Sin preocuparse por la reprobación, los atrae a fuerza de golosinas y chucherías, los lava, remienda sus harapos cuando los tienen, les hace cantar salmos y les obliga a pequeños trabajos. Termino sistemáticamente mi vuelta a la aldea en su casa, donde retozan doce o quince cabezas pardas.

—¡Palabra, Elisa, esto es una verdadera escuela!

—Ni hablar, bastante me ocupa ya su aseo; no, esto no es una escuela, apenas un cuarto de baño —se divierte ella.

La semilla sembrada por Joachim debe comenzar a germinar.

—Entonces, yo le ayudaré, Elisa. La educación de los niños puede ser una gran ventaja para llegar al corazón de esa gente. Seleccionemos a los más aptos y le prometo que me ocuparé de ellos.

Heme aquí, pues, convertida en maestra, o en algo parecido. Varias horas a la semana enseño el inglés a una docena de niños de ocho a doce años, y eso me complace mucho. Los yámanas tienen una extraordinaria facultad de imitación que contribuye a su aprendizaje. Intento también utilizar su afición al juego. Nombro algunos objetos, después los escondo. Quienes los encuentran y dicen sus nombres reciben una recompensa. Los progresos son espectaculares y me llevan a revisar mi juicio sobre este pueblo. Dirigiéndote con mucha paciencia a los jóvenes, que todavía no están como petrificados en los comportamientos del pasado, se logrará que la civilización entre en estos seres de la naturaleza.