De pronto ha llegado el invierno. Una o dos tempestades habían empolvado levemente las cumbres a comienzos de marzo. El 26 de marzo de 1881, el aniversario de mi partida de Grenook, es saludado por uno de los peores diluvios de nieve fundida que haya conocido Ouchouaya en el recuerdo de los yámanas. La cosa ha durado tres días. Las vacas y los corderos han huido a la foresta. Las aves de corral han entrado, los pájaros se ocultan. Las pocas y breves veces que clarea, solo se ven árboles retorcidos por el viento. Nuestra comunidad se ha acurrucado junto al fuego que, solo él, da calor y luz, pues hay que economizar las velas. Somos como animalillos satisfechos y saciados que disponen de su cubil. Los hombres reparan herramientas, cubren las ventanas con papel alquitranado, Dorothy y las niñas preparan conservas con vinagre y yo me hago una capa con una pieza de grueso paño verde oscuro, con múltiples bolsillos para que resulte más práctica. He añadido un ribete verde claro alrededor de la capucha para alegrarla un poco, y Joachim se ha burlado amablemente de mi coquetería en el fin del mundo.
El pastor dibuja los planos de un cobertizo para la máquina de vapor. John, nuestro catequista, muy taciturno por lo demás, se entusiasma ante lo que llama la luz del progreso.
—Dios dio la tierra a los hombres para que la sometan y la hagan fructificar. Esta naturaleza está llena de promesas. Todas estas forestas solo piden transformarse en buenas y hermosas tablas.
—Cuando veo el tiempo exterior, me parece usted muy optimista, John —interviene Dorothy—, ¿vamos nosotros a devorar la foresta o será la foresta la que nos devore?
—Y usted es muy pesimista, querida mía —responde el reverendo—, predigo que dentro de diez años, si trabajamos bien, tendremos cinco mil corderos y una explotación forestal que dará empleo a cincuenta indios.
—¡Siempre que quieran trabajar!
—Vendrán: «Que Dios extienda las posesiones de Jafet, que habite en las tiendas de Sem y que Canaán sea su esclava» —salmodia John.
—Sí —dice Dorothy—, si los yámanas son hijos de Canaán. A menudo me he preguntado de dónde salía este pueblo, tan perdido, tan frágil en este país hostil.
—Cuando se observa su debilidad física —interviene Harry—, puede pensarse que no estaban en condiciones de resistir a los guerreros tehuelches que pueblan el norte de la Patagonia, ni a los onas, sus vecinos, de los que tienen verdadero pánico. A mi entender, se han refugiado aquí, entre las islas, para estar fuera de su alcance.
—Bien razonado, hijo mío; nosotros debemos civilizarlos lo bastante para devolverles la confianza y conducirlos a una vida decente.
Se hace un silencio, como para que nos impregnemos todos de la enormidad de la tarea. El reverendo y el catequista se sumen de nuevo en sus planos.
John es un inglés típico, alto y huesudo, con una tez que solo se enrojece en vez de broncearse, ojos grandes y claros, cabellera y barba rubias que cuida con ridícula afectación dado su estado. Al contrario que Harry, John es un maniaco de su aseo personal. Se lava por la mañana y por la noche, utiliza agua de Colonia, se peina e intenta continuamente limpiarse las uñas estropeadas por el trabajo.
El pastor aprovecha también esta reunión para hacer largas lecturas de la Biblia. A veces eso me parece algo pesado y me avergüenzo. Sin embargo, me gustan las historias de esos pueblos antiguos, Noé, la huida a Egipto, el lago de Tiberiades. Imagino a esos extranjeros, sus ropas, sus habitaciones, sus costumbres. Me conmueve más la música de las palabras, el ritmo de estas frases que brotan de la noche de los tiempos y las imágenes que evocan, que una meditación sobre la gloria de Dios. Contemplo los rostros de Dorothy, John, Harry e incluso Mary que parecen imbuidos de la Palabra divina, sus ojos cerrados, sus labios murmuradores, los envidio y me siento muy frívola. Joachim me dirige un guiño para señalar a Beth que se ha dormido y ronca como de costumbre, y ahogamos una carcajada.
Después de la tempestad, el tiempo ha permanecido desabrido y frío durante largas semanas. Las hayas han enrojecido. Por encima de nosotros la foresta sería suntuosa si un rayo de sol, al menos, viniera a iluminarla. Las montañas y lo alto de los bosques están cubiertos ya por una seda de nieve. No habrá setas este año, a causa del frío.
Los indios han espaciado sus idas y venidas. En la mala estación, un grupo de un centenar de individuos se ha establecido junto a nosotros. A pesar del frío, siguen viviendo casi desnudos, solo algunos hombres llevan una capa de piel de otaria que los protege a duras penas. Las mujeres son más increíbles aún. En verano, las veo zambullirse desnudas, pescar las grandes almejas y los enormes mejillones que componen la parte esencial de su dieta. La temperatura del agua ha bajado hasta unos seis grados centígrados, pero eso no les impide proseguir. Emergen, chorreantes, con su cesta bajo el brazo, con la piel brillante de grasa, que es su única protección, y regresan sin prisa a su choza como si volvieran del mercado. Cuando, con la ayuda de sus perros, los hombres consiguen atrapar un guanaco, esta especie de antílope local que el mal tiempo lleva junto a la orilla, hay una gran actividad durante algunos días, hasta que el animal haya sido consumido colectivamente. Pero no tienen la costumbre de hacer reservas ni la menor técnica para ello. Una vida de economía recupera luego sus derechos, más calmada y silenciosa, hecha de una mezquina pesca y de desnutrición.
Mi clase en casa de Elisa está atestada y Joachim me acompaña todos los días. Tenemos una asistencia de unos veinte alumnos con quienes hemos entablado un juego de reciprocidad. Enseñamos el inglés pero, a cambio, aprendemos palabras de su lengua. Los niños están encantados, imitan a la perfección nuestro acento y nuestra mímica y nos hacen reír a carcajadas. Son momentos extraños en los que, de pronto, no hay ya barreras entre nosotros, casi consigo no ver ya sus cuerpos desnudos y negruzcos ni los mocos que salen de su nariz. Somos como una familia.
Me he dejado atrapar por ese juego del diccionario de Joachim. Yo le indico las palabras que no ha inscrito todavía y discutimos infinitamente sobre el modo como debieran escribirse. De vez en cuando, en casa, las empleamos entre nosotros: akar, choza; kipa, mujer. Es como si hubiéramos formado una pequeña cofradía, con su lenguaje secreto.
Este viernes, un navío de pesca llegó para la visita de fin de temporada antes de ascender hacia el norte. Lo vi bajando por el canal, perseguido por las ráfagas. Luego, los marinos batallaron largo rato para entrar en la bahía y se oía desde la ribera el chasquido de las velas pardas. Son ocho mocetones de aspecto patibulario. El domingo, después del oficio, estaban invitados y la conversación discurrió en torno a la pesca. Sus calas están llenas de barriles de grasa de foca, de ballena y de pieles de otaria, pero se quejan de que los animales desaparecen. Han necesitado un mes más que de costumbre para obtener la misma ganancia.
Al oeste de nuestra casa, a partir del lugar donde el canal se bifurca, existe otra población que vive de recoger productos marinos: los alakalufes, más agresivos que nuestros buenos yámanas. Las escaramuzas son frecuentes, bien porque los indígenas se entregan al latrocinio cuando los barcos están fondeados, o porque se niegan a cederles las pieles de los animales que ellos mismos han cazado. Las expediciones de castigo suelen saldarse con algunas peleas.
—Trepan a los barcos como simios, por la noche, y echan mano de cuanto encuentran. Les dimos una buena lección, palabra, es inútil oponer una lanza a un fusil —cuenta risueño el capitán—. Pegamos fuego a sus hediondas cabañas y había que ver cómo se largaban con el culo al aire. Estos, al menos, no volverán. Y ustedes, señor reverendo, ¿no tienen muchas molestias?
—A Dios gracias es poco frecuente. Nuestros yámanas están hechos de mejor pasta, sin duda. Y, además, dependen en parte de nosotros para su subsistencia. Quienes se comportan mal son expulsados. Aparentemente, esto basta.
—Sí, de todos modos tienen mucho valor, más aún con las damas. Quién sabe lo que puede ocurrírseles.
Las palabras del capitán me hacen temblar. Yo no había imaginado semejante peligro. Dorothy ha comenzado a desmigajar su pan visiblemente nerviosa. Los hombres de la familia inclinan la cabeza.
—No, no, nada de eso. Se casan entre sí y yo bendigo estas uniones —masculla el reverendo, molesto.
Pero el capitán se suelta. Se nota que es un tema que han debatido, entre ellos, cien veces.
—Sí, fíjese bien, es verdad que algunas de estas salvajuelas, una vez refrotadas, son casi presentables. Y en fin, los tipos de los barcos son seres humanos, tanto tiempo lejos de sus mujeres… Bueno, quiero decir, nosotros no, claro… —Y entonces se hace un lío—. Y además todas van por ahí con las tetas al aire… En fin, esto no debe molestarles mucho, porque así deben de fornicar en sus madrigueras… En fin, perdón, mami… ¡pero así son las cosas!
El conjunto de la tripulación parece absorbido por su plato, pero se intercambian chuscas sonrisas que te hielan la espalda.
—¿Y en cuánto tiempo llegarán al Río de la Plata? —se apresura a preguntar el pastor para cambiar de conversación.
—Serán unas cuatro semanas, si no tenemos problemas con los jodidos vientos pamperos que te caen encima como la tiña. Allí tendremos que vender y, si todo va bien, estaremos de regreso en septiembre.
—Dígame, desde hace mucho tiempo le doy vueltas a la idea de comprar un barco para nosotros. Aquí hay islas donde podríamos meter ganado o ir a pescar.
—Ah, para eso necesitarían una pequeña goleta, sin demasiado trapo y con poco calado para sacarla del agua en invierno. Y, además, al menos, dos buenos botes para ir a tierra, en caso de que te pierdas, por aquí es frecuente. Su hijo sería un estupendo marino, con la pinta que tiene —se apresura el capitán, volviéndose hacia Harry.
Dos días más tarde, toda la comunidad se reúne en el embarcadero a pesar de una fuerte lluvia. El reverendo bendice el barco, a la tripulación y, sobre todo, a Simon y Harry que les acompañan para ir a comprar, en Buenos Aires, el famoso navío. El capitán nos ha prometido ayudarles en la elección y, sobre todo, proporcionar dos marinos para que les acompañen al regresar.