A comienzos de octubre la primavera ha llegado tan súbitamente como nos asaltó el invierno. Tras dos violentas tempestades que arrancaron parte del techo del sobradillo, tuvimos dos semanas de calma y, luego, nuestro mundo se transformó. Las aguas del canal han recuperado su azul intenso. La nieve se ha retirado a lo más alto de la foresta, el arroyo ha vuelto a murmurar y el ganado, que ha resistido el frío, ha bajado de nuevo hacia las colinas. Más que en Escocia aún, este país encadena los extremos. En un mismo día puede nevar, brillar el sol como para vestirse solo con una fina prenda de algodón o diluviar; el aire huele a nuevo, hay en la tierra aromas de musgo, un olor acre y dulce a la vez. Tengo ganas de revolcarme en la hierba como hacía de niña.
En nuestra comunidad, he seguido mi camino. El reverendo me trata con bondad, Joachim y Beth son como mi hermano y mi hermana, incluso Mary, tan reservada al principio, sonríe más a menudo. Con Dorothy, hemos encontrado un statu quo. Sabe que no apruebo las jeremiadas que ella no puede contener en cuanto el reverendo vuelve la espalda. Ha aceptado que yo no entre en su juego. A cambio, nunca refunfuño ante las duras tareas que la abruman: transporte, binazón, cuidar a los animales y, cada vez más a menudo, a los indios. Con Harry y John, mis relaciones son corteses, sin especial empatía los unos por los otros, pero con la suficiente sensación de que pertenecemos a la misma comunidad. Elisa se ha convertido, al hilo del invierno, en mi pequeña Yekadahby, «mi pequeña tía» personal. Esta mujer sufrió mucho por una infancia de malos tratos y, como yo, por una madre muerta de parto. Moza en una granja, lo sufrió todo y no me he atrevido a preguntarle demasiado. Está locamente agradecida a Samuel por haberla desposado y sacado de la infamia, se las ingenia para hacer el bien, a pequeñas pinceladas. Es sin duda con Fiona Meesh, la mujer de Simon, con quien mis relaciones son más distantes. Creo que el corazón de esta mujer está muy seco. Siempre añorará la pequeña granja de Sussex que no tuvieron la posibilidad de comprar, y que les obligó a este exilio cuando la tierra fue vendida. Se encarga de sus tres muchachos y vela eficazmente por las vacas y el corral, pero secretamente sueña con el día en que pueda establecerse con su marido en su propia explotación. Las noticias de las riquezas producidas por el ganado, en el norte de la Patagonia, parecieron interesarle prodigiosamente. En cuanto a los ancianos Paul y Sarah, para terminar el cuadro, tienen demasiados años, en mi opinión, para ser buenos pioneros. Primero sirvieron en las Falkland, en la isla de Keppel, que es la cuna de nuestra comunidad anglicana en este Gran Sur. Se acuerdan de Aneki y de sus semejantes, de quienes se encargaron cuando se intentó dar educación. Se ocuparon de ellos como de animalitos domésticos, sin creer realmente en una verdadera misión educadora. Aquí desde hace tanto tiempo, nadie tiene el valor de mandarlos a una Inglaterra que nada es ya para ellos. Están pues ahí, como estarían en otra parte, amables, reservados, haciendo lo que pueden y aguardando que la muerte los libere. Él arrastra unos miembros baldados y una larga barba gris, pero no tiene igual a la hora de remendar una herramienta cualquiera con un pedazo de madera o de chatarra, y en su cobertizo se amontonan pilas de viejos botes de hojalata, madera desechada y clavos oxidados que algún día servirán. Ella viene a menudo para cocinar su eterno picadillo de cordero, cuando estamos demasiado ocupados.
Por lo que a los indios se refiere, me he acostumbrado a su físico. La dulzura de la que pueden dar pruebas entre sí despierta mi simpatía.
Aneki me ha propuesto ceremoniosamente llevarme a pescar. El día fijado, golpea mi cristal antes del alba. Su mujer encinta, a la que prefiero llamar Ann, y sus compañeras se zambullen en el agua helada y nadan como cachorros hacia las piraguas amarradas en las largas algas, luego las llevan hacia la ribera. Embarcamos con los arpones de largas bárbulas de hueso y cestos trenzados. Ann rema a popa, yo estoy en el centro, el lugar reservado a los niños y los viejos, y me encargo de alimentar la pequeña hoguera puesta sobre un lecho de arena húmeda. Aneki se ha apostado delante, de pie. Solo se oye el golpeteo del remo y el murmullo de las gotas que caen de él. Ninguna palabra entre ambos, ningún gesto, parecen en una total comunión. Flanqueamos lentamente la ribera, contorneando las extensiones de algas que dan una cabellera a la orilla. Los peces suben a la superficie para aprovechar el sol primerizo y yo no advierto nada pero, cada vez que el brazo de Aneki se dispara de pronto, un pescado se agita en la punta del arpón. Los yámanas son casi lampiños y los hombres, por una extraña coquetería, se depilan el rostro y el cuerpo. La lisa piel del joven, de un pardo claro, oliváceo, capta los reflejos del sol que ponen de relieve sus músculos longilíneos. Nuestra frágil canoa, esos dos personajes tan vulnerables, este lento acercamiento me revelan, de ellos, en unas pocas horas, más que todos los meses pasados. Permanezco pensativa, inmóvil y muda, con la embriagadora impresión de penetrar en un mundo nuevo. Esta jornada ha aumentado considerablemente mi prestigio entre los indios, ¡soy la primera mujer blanca que ha ido de pesca!
Mediado el verano, llega un gran tres palos francés: La Romanche. Se trata de una expedición científica colosal. Todos los sabios europeos y americanos unen sus esfuerzos para desvelar el misterio de las altas latitudes. Eso se llama el Año Polar Internacional. A Francia le han confiado nuestra región. Antes de ir a establecerse durante más de un año en la bahía Orange, cerca del cabo de Hornos, nos hacen una visita de cortesía y se muestran muy «franchutes». El comandante Martial, algunos oficiales, los sabios y el médico, el señor Hyades, llegan a casa impecablemente vestidos, con los bigotes encerados, y nos hacen el besamanos ante nuestra gran confusión. El comandante y el doctor hablan inglés y nos explican complacidos todo lo que van a hacer: cartografía, estudio de la flora, la fauna, las rocas, observaciones de los fenómenos celestes y muchas cosas más que se me escapan.
El señor Hyades explica que se entregará a la etnología.
—Nadie ha estudiado nunca estos pueblos, muy extraños por lo demás. Tuvimos varios especímenes en París, en el jardín de aclimatación, el año pasado, unos alakalufes, capturados cerca de Punta Arenas, para ser estudiados. El público se divirtió mucho y había todo un dispositivo recreando su entorno, con una choza de ramas, armas y odres de piel. Personalmente, no era muy favorable a esta exhibición. Los visitantes estaban allí solo por las malsanas ganas de contemplar a unos supuestos antropófagos. Finalmente, aquellos pobres seres murieron en pocos meses del sarampión o de pleuresía. Algo extraño, pues el clima de Francia es más templado que el de aquí.
»Tengo la intención de hacer una gran campaña de antropometría. Desearía establecer, de una vez por todas, el lugar de estas razas en la escala del género humano. Su conciudadano el gran Darwin, que vino hasta aquí en el Beagle, los describió como seres repugnantes, parecidos a bestias, y piensa que se trata del límite del paso entre el mono y el hombre. Ya conocen su teoría de la evolución, que postula que cada especie brota de otra, más primitiva, y que la naturaleza selecciona a los más aptos, modificando poco a poco sus características. Aplicado al hombre, este punto de vista exigiría que descendiéramos de los monos y que nuestra evolución se hubiese realizado por el desarrollo del cerebro y de la inteligencia en beneficio de los miembros que permiten trepar a los árboles. Los yámanas, con sus largos brazos y su frente baja, parecen próximos a los primates. Pero estoy menos seguro de ello, pues la disección de su cerebro, tras su muerte en París, no reveló diferencia alguna con el nuestro, ni en volumen ni en fisiología. La medición precisa de sus miembros y su perímetro craneal tal vez nos ayude a clasificarlos en la escala que se extiende, de momento, desde los negritos pigmeos de la selva ecuatorial hasta nosotros mismos. En este punto, querido señor Bentley, sin duda recurriré a usted.
Nuestro pastor no parece encantado.
—Señor Hyades, nunca aceptaré la teoría del señor Darwin, aunque sea mi compatriota. No está lejos de ser blasfema. Pues Dios es la fuente de toda cosa y, por lo tanto, de todas las especies que pueblan la Tierra. Es del todo sacrílego pensar que su criatura suprema, el hombre, no haya sido el objeto de un designio específico. Si le escuchara, seríamos solo una forma de designio.
El médico se acaricia el mostacho, como sabré que hace cuando se zambulle en una de las discusiones científicas a las que adora entregarse.
—Perdóneme, querido pastor, no quiero ofender la religión. Sin embargo, es una teoría de la que hay numerosas pruebas. Es del todo admisible pensar que la mano del Creador sigue haciéndose sentir, sean cuales sean las vías que haya podido utilizar la Providencia.
—Dejémoslo —sugiere el reverendo, conciliador—. De cualquier modo que sea, apruebo el estudio de estas razas. La medición de su grado de inteligencia y su aptitud para abrirse a las luces de la fe y de la civilización sigue siendo para nosotros, que intentamos ilustrarlos, una cuestión capital. Haré cualquier cosa para serle útil.
—Pues bien, necesitaría poder sacar unos moldes de su anatomía. Tengo cien kilos de escayola en las bodegas de La Romanche. Para llevar a cabo buenas medidas, los indios deben cooperar y aceptar el experimento. No quiero forzarles, pues eso convertiría la tarea en imposible y, a fin de cuentas, sin duda tienen también sus sentimientos. Me gustaría igualmente recabar el máximo de informaciones sobre sus prácticas, sus rituales y sus creencias. Usted los conoce mejor y podría ayudarnos a ganarnos su confianza.
Durante las dos semanas que el navío permaneció fondeado, reinó una intensa agitación. Gracias a mi conocimiento del yámana, acabo siendo, con Joachim, uno de los ayudantes del médico.
En primer lugar, hace todas las mediciones posibles de los indios. Para la cabeza, tiene una especie de casco articulado con reglajes que le permiten apreciar la forma del cráneo, el volumen de la frente, la separación de los ojos y los pómulos, la amplitud de la boca, la altura del cuello. Luego es preciso cubrir sus miembros con varios kilos de aquella escayola, y convencerles de que permanezcan sin moverse durante el secado, que dura por lo menos dos horas, luego recortarlo finamente todo para conservar los moldeados que se comparará, al regresar, con el de los demás pueblos.
Los yámanas están acostumbrados a permanecer inmóviles, y pueden hacerlo durante horas cuando cazan al acecho, pero detestan este cepo. Los primeros huyeron al cabo de pocos minutos y se tiraron al agua para lavarse. Comenzó a correr el rumor de que querían robarles su fuerza vital. Entonces, yo misma me presté al experimento, a la vista de todos. Sentada en medio de la aldea, con los brazos atrapados por esa ganga blanda y tibia, dejaba que todos me miraran como un animal curioso, o me palparan para verificar sin duda que yo seguía viva. Finalmente, y con muchos regalos, el procedimiento ha tenido éxito y los moldeados se amontonan, incluso los de las partes íntimas que parecen, no comprendo por qué, indispensables. Pero cuando he visto que los franceses han seleccionado, para medir a las mujeres, las tres más bonitas, con músculos llenos, senos puntiagudos, una piel de grano fino y un rostro hermosamente ovalado, me he preguntado dónde anidaba la ciencia.