Los ibis se han marchado de nuevo al norte. Empieza una temporada de prisión. El pastor ha hablado con su mujer y, ahora, todo el mundo está al corriente de «mi locura». Los hombres fingen que no ha ocurrido nada. Tampoco Dorothy habla de ello, pero me lanza miradas inquietas como si yo fuera a metamorfosearme en india ante sus ojos. De hecho, sospecho que me reprocha haber traído a la casa un salvajismo que ella procuraba mantener fuera. Fiona suelta solapadas risitas y pone una cara falsamente compasiva. Elisa solo puede murmurar: «¡Mi pobre niña!», sin que yo sepa si lamenta mi desgracia o mi error. Lo que más me duele es que tampoco tengo ya derecho a ocuparme de las niñas, como si fuera una apestada o mi comportamiento pudiera ser contagioso. Solo por la noche, puesto que no hay otra habitación para mí, seguimos afrontando las tres el invierno en la misma cama. Ellas no se atreven a hablarme puesto que se lo prohíben, pero Beth continúa hundiendo su rostro en mi cuello y es uno de mis únicos consuelos. Por la noche lloro, pero durante el día no quiero ofrecerles la mínima demostración de su victoria y de mi sumisión. Cuando lloro, todo se mezcla, Aneki, el paraíso perdido de Itulia, mi padre muerto, Greg tan lejos que ya no le conozco, mi madre que nunca ha existido, la felicidad de la zorra.
El frío ha petrificado el huerto que no necesita ya mis cuidados y doy vueltas por la casa. Si me acerco a una cacerola, Dorothy me la arrebata de las manos como si yo pudiera inocularle un veneno. Vuelvo las páginas de la Biblia, cuya lectura me impone el pastor para mi redención, pero mi espíritu no puede fijarse en los textos. Incluso los pasajes que tanto me gustan, la huida a Egipto o Noé, me parecen ridículas antiguallas. Me quedo horas y horas ante la ventana, fingiendo orar, mirando cómo cae la nieve, cómo vaga la niebla por las cimas. Ya no sueño. Pensar en él, pensar en otra cosa, todo me duele. A veces les odio a todos, un odio puro y brutal, frío, un desprecio por su mezquino pensamiento. A veces me odio a mí misma y no sé por qué. ¿Será por no haber luchado bastante, por no haber huido con Aneki? Sentarme en medio del huerto adormecido bajo la nieve es mi único recreo. A veces permanezco horas, como un viejo tronco a la intemperie. Nadie parece prestar atención a ello. Contemplo mi dolor, me lamo el alma como un animal lame su herida, expío mi debilidad, mi inconsistencia y mi odio. Sí, más hubiera valido que, de mi madre o de mí, la elección de Dios hubiese sido distinta.
Cierto día, Joachim se desliza hacia mí.
—¡Yekadahby!
—Cállate, Yekadahby ha muerto.
—Exageras, señorita. Te veo del todo viva. Triste, pero viva.
—Pero por dentro estoy muerta. Nada tiene sabor ya, ya no tengo ganas, ni siquiera las de levantarme por la mañana. Me siento como una piedra en la corriente. La vida pasa y yo ya no me muevo, hundida en el lodo. Eres demasiado joven para comprender estas cosas.
—No tienes derecho a hablarme así. Comprendo muy bien que estás enamorada de Aneki y que padre está furioso porque una mujer europea no puede casarse con un indio. He comprendido, ¿sabes?, que tiene miedo de que eso le dé poder a Aneki, tal vez más que el suyo. Si se sienten poderosos, los yámanas podrían dejar de entrar en nuestros puntos de vista, negarse a aprender nuestras prácticas y nuestra religión. Podrían incluso hacernos la guerra para que nos marchemos y ellos recuperen su tranquilidad de antes.
—Imposible, Aneki no quiere la guerra, quiere vivir como nosotros. Si se lo pido, aceptará hacerse cristiano. Le gusta vivir como nosotros.
—¡Bueno! Tú debes de saber mejor que yo lo que quiere. Pero, mira, también nosotros queremos aprender de los indios, pero no por ello queremos vivir por completo del mismo modo. ¿Estarías dispuesta, tú, a vivir como ellos para seguirle? ¿En la choza humosa, comiendo mejillones todo el día, como dice mi padre? Sabes muy bien que no.
—La cuestión no es esta. En casa tienen prejuicios, son todos obtusos y no pueden tolerar que un indio llegue a su nivel. Los prefieren desnudos y dependientes. Prefieren burlarse de ellos.
—Eres injusta, recuerdo que cuando llegaste tú misma decías que los yámanas eran repugnantes e incultos.
—Estaba equivocada, no los conocía.
—¿Sabes, Emily?, te quiero como a mi hermana, no deseo verte triste. Si quieres, me informaré para saber qué ha sido de Aneki.
Es la primera vez que el muchacho me llama por mi nombre.
—¡Oh! ¿Lo harías?
—Puedo ir fácilmente a la aldea. Entre ellos, todo el mundo lo sabe todo. Pero, te lo aviso, vas a pagármelo con un incalculable número de púdines de calafates. No tendrás bastantes manos para cogerlos.
Dorothy nos observa por la ventana desde hace un rato y sale para saber lo que se trama, supongo.
—No os quedéis ahí, hace frío; solo faltaría, además, tener que cuidaros.
Entramos sin prestar atención al «además» inútilmente hiriente.
Por la noche, el reverendo, que ha sido informado, claro está, no riñe a Joachim, muy al contrario, me dirige la palabra por primera vez desde hace dos meses.
—Emily, habría que cortar chaquetas y pantalones para todo el mundo. La última estación fue larga y nuestra ropa está en lamentable estado.
Parece pues que han levantado parcialmente mi castigo. Me hablan de nuevo aunque solo para lo indispensable, lo práctico y, a menudo, con la boca pequeña. Sigo siendo la mala hierba, la réproba, la loca. Al menos tengo algo que hacer, aunque sigo sin tener derecho a alejarme de la casa. Me sumerjo en los tejidos de paño azul, los patrones y las agujas. Recuerdo mi llegada, esa naturaleza salvaje que ha conmovido mi corazón, mis esperanzas de convertirla en mi aliada, todo lo que de ella he aprendido con Joachim y los indios. He sido apartada de ella, condenada a verla tras un pequeño cristal donde tamborilea la lluvia.
Unos días más tarde, Joachim me trae noticias. Aneki está enfrente, en la embocadura del canal Murray que lleva al cabo de Hornos, hay islotes que protegen la bahía de Wulaia. Algunos centenares de yámanas viven allí en invierno, y ahí llevan a cabo sus ceremonias. No sé nada más, pero eso me basta para imaginarle a pocos kilómetros, cazando y pescando. Su rostro y su cuerpo vuelven a obsesionarme. Soy yo, ahora, la que responde distraída cuando me dirigen la palabra. Me construyo una doble vida: está la Emily que maneja la aguja en una casa oscura y la Emily que rema y charla en la playa de Wulaia, una Emily libre.
Entonces, va formándose una profunda resolución. Voy a ir hacia él. Joachim tiene razón. Estos pueblos viven ahí desde hace siglos, en armonía con la naturaleza. Pienso también en lo que decía el doctor Hyades: lejos de los europeos, los yámanas son más felices y tienen mejor salud. Seré yo la que se escape. Voy a vivir con ellos y les ayudaré a mantener su vida salvaje. La idea es tan simple que me reprocho no haberlo pensado antes. Esta semana lisa y clara me devuelve el gusto por las cosas. Me someto a todas las tareas diciéndome que serán las últimas. Solo procuro ocultar el júbilo que me habita. Ahora, a lo largo de esas jornadas sombrías y estas frías noches, ya solo pienso en la organización de mi huida y de mi vida futura. Cuando salgo al patio, me empeño en reconocer los pájaros por las huellas de sus patas, en recordar lo que aprendí del tiempo mirando las nubes y el color del canal. Venteo el aire, toco los troncos de los árboles para percibir la savia. Me preparo para mi nueva vida. Tengo que hacer de Joachim un aliado definitivo para que lleve los mensajes y me ayude a hurtar y ocultar el material que necesitaré. Henos aquí de nuevo en el jardín donde, a veces, nos dejan solos, contando con su buena influencia sobre mí.
—Joachim, ¿puedo decirte mi secreto? No pienses que es una locura, lo he pensado mil veces.
—Creo que lo adivino. Estás preparando una fuga. Vas a marcharte y a reunirte con Aneki.
Este muchacho me deja muda, ¿no será un poco yekamush? Levanta su ceja izquierda en acento circunflejo, como hace cuando se dispone a dar un buen golpe.
—¿Sabes? Comienzo a conocerte —prosigue—, te observo. Veo perfectamente que esa calma, de pronto, no es normal. En fin, no para ti. Sí, estás loca, pero no tengo medios para curarte, de modo que te ayudaré.
—¡Oh, querido, mi muy querido Joachim! Te quiero como a un hermano, eres mi nuevo Greg, aquel con quien puedo contar ahora y siempre.
Quedan tres meses de mal tiempo, es bastante, Joachim hace llegar mensajes, esconde en una gruta, cerca de la ribera, lo que me será útil: algunas conservas, habichuelas y harina envuelta, perfectamente seca en un hule, cuchillos, una hachuela, ropa. Ahí está, eficaz, listo, con un brillo de excitación en los ojos. Nos forzamos a no mirarnos cuando el reverendo lanza sapos y culebras porque los yámanas le han vuelto a robar sus instrumentos. La conspiración va montándose prudentemente, Aneki estará listo en la luna nueva de octubre y la oscuridad protegerá nuestra huida.
Esta mañana, desde el huerto, veo pasar un grupo de orcas. Pocas veces se aventuran por la bahía. Las grandes aletas en forma de hoz parecen flotar en la superficie y se adivina la mancha blanca en su cuerpo negro y poderoso. Es una señal. Las orcas llevan las almas de los yekamush desaparecidos. Se acercan, giran, retozan. Imagino que están ahí para mí, como una aprobación a mi proyecto. Me gustaría conocer las palabras sagradas con las que los yámanas imploran su bendición. Intento captar mentalmente sus espíritus. Algunos indios las han visto también y oigo, brotando de la aldea, una efervescencia que ardo en deseos de compartir. Si se quedan hasta la hora de la comida, decido que será una señal favorable. A cada puntada levanto la nariz hacia la ventana que da a la bahía. Dan vueltas todavía, buscando otarias. Varias veces fingen alejarse y mi corazón deja de latir. Giran luego en ángulo recto y vuelven a inspeccionar las playas. Pesados y largos minutos.
—Emily, ¿estás soñando? Sentémonos a la mesa.
—¡Gracias!, oh, gracias, amigas orcas. Seréis mi suerte, estoy bajo vuestra protección.
A comienzos de la tarde, los animales acaban alejándose hacia el oeste, lentamente, merodeando.